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Washington

Harry Mercer había pasado un día de perros en el edificio de oficinas ejecutivas. Durante toda la jornada había tenido que luchar contra la sensación de que estaba siendo observado por los conspiradores y contra la frustrante certeza de que le rodeaba un ejército de benditos ignorantes. Fingiendo una concentración extrema en el trabajo rutinario, evitando los habituales cotilleos de oficina y desviando la mirada hacia el reloj cada cinco minutos, consiguió superar la prueba a duras penas; llegado el momento, logró abandonar el complejo de la Casa Blanca sin transmitir la impresión de que había dejado una bomba de relojería en su escritorio. A bordo del Honda Civic, se arrastró en medio de la hora punta hacia Georgetown, sin estar muy seguro de qué podía esperar del resto del día ni de cómo lo soportaría.

«Quizás esta misma noche», había dicho Hunter, refiriéndose a la llamada que habían pactado para concertar su cita con Tyrell. Pero ¿y si no se producía? ¿Y si llegaba la noche, la madrugada, la mañana siguiente y no tenía noticias de aquel chiflado? De lo que sí estaba seguro era de que no resistiría otro día como ése... Mientras conducía pensó en desviarse hacia Capitol Heights y hacerle una visita por sorpresa a David, pero desechó la idea al instante; tenía que llegar a casa cuanto antes. Hunter conocía su horario; si llamaba y no estaba allí para responder, se vería obligado a dar engorrosas explicaciones.

Metió el coche en el garaje comunitario del edificio y tomó el ascensor hasta el ático. Como suponía, su esposa aún no había regresado de la oficina, donde trabajaba como asesora fiscal (y donde ganaba más que él), lo que alegró a Mercer, pues aumentaba su margen para poder atormentarse a placer, sin necesidad de fingir. Se fue directo al mueble-bar, se sirvió un triple de vodka, bebió la mitad del vaso de un trago y se llevó el resto al sofá. Agarró el mando a distancia del televisor, pero antes de que pudiera pulsar un botón, sonó el teléfono de la mesita.

Mercer se volvió a él como si hubiera oído el tintineo de una serpiente de cascabel. Por un momento, con las manos ocupadas con el vaso y el mando, se sintió estúpidamente inmovilizado e incapaz de reaccionar. No fue hasta el tercer timbrazo cuando lanzó el mando a un lado y levantó el teléfono inalámbrico, repentinamente convencido de que no podía tratarse de Hunter, de que sería su mujer que llamaba para advertirle de que llegaría tarde.

—¿Sí? —empezó con un traicionero carraspeo.

—No diga nada y escuche —dijo de inmediato una voz que sonó hueca, pero que Mercer identificó enseguida—. Mañana, cuando acabe su jornada, habrá un coche esperando para llevarle a la cita. Limítese a contestar si lo ha entendido.

—No es muy complicado —replicó Mercer con cierta irritación—. ¿Será usted...?

—Dejémonos de charlas ahora —cortó Hunter—. Ya hablará por los codos mañana. Veinticuatro horas más de paciencia y prudencia no es mucho pedir, ¿verdad?

—No fallen mañana —advirtió Mercer, al que la idea de otro día de espera sí se le antojaba excesivo.

—Descuide —concluyó Hunter, cortando la comunicación.

—¡Mierda! —ladró Mercer, colgando el teléfono.

Tenía que ver a David, volvió a pensar, esta vez con una sensación de inequívoca urgencia. No podía presentarse ante Tyrell sin ninguna estrategia. ¿Debía jugar a introducirse en el grupo del CSN o mostrarse más crítico, amenazador incluso, con el propósito de impedir que Tabla Rasa progresara? Era una actitud que debía adoptarse con cuidado, pues afectaría a algo más que a una operación, por «negra» e importante que fuese. Era su propio futuro el que estaba en juego, y era hora de tenerlo en cuenta, sobre todo después de comprobar cómo el Mossad no había dudado en empujarle al foso de los cocodrilos sólo para despertarlos.

Mercer se terminó la copa de un trago y fingió que no se daba cuenta del ligero temblor de su mano; después, se apresuró a abandonar el apartamento antes de que su esposa llegara.

Hunter guardó el móvil en el bolsillo sin dejar de mirar hacia la ventana que había visto iluminarse hacía apenas cinco minutos. La apuesta estaba hecha y sólo restaba esperar si el viejo instinto de soldado seguía vivo o únicamente había respondido a un reflejo fantasmal, como el que provocaba el muñón de un miembro amputado.

Su duda sólo se prolongó un minuto, lo que tardó en apagarse la luz.

Hunter no esbozó ninguna sonrisa de triunfo mientras volvía al coche que tenía aparcado cerca. La situación era demasiado grave para recrearse en nada que no pasara por la autoflagelación, de la que eran merecedores por permitir que alguien tan insignificante como Mercer ocasionara semejantes problemas. Además de los que ya tenían, por supuesto. Cross llegaría a la ciudad dentro de un par de horas, y no hacía falta ninguna intuición para adivinar que no traía buenas noticias bajo el brazo. Y no sería él quien acudiera a Tyrell con más problemas, no, señor, ni siquiera escudándose en la estupidez de Babcok. No, ése no era su estilo.

El Honda Civic de Mercer apareció por el garaje y enfiló por la calle M hacia el centro. Hunter le siguió dejando dos coches entre ambos; si aquel tocapelotas se dirigía adonde creía, echaría más de una mirada al retrovisor. Recogió una gorra de béisbol del salpicadero y se la caló a pesar de que ya era noche cerrada.

Aquella excursión, que confirmaba sus sospechas, era la única razón por la que había dejado marchar a Mercer del apartamento de Babcock. Porque si Hunter comprendió algo enseguida al escuchar su historia, era que un hombre como él, al que probablemente motivaba un genuino y candoroso sentimiento de estar haciendo lo correcto, no se habría guardado el secreto para sí. Hunter estaba dispuesto a aceptar que hubiese empezado a hurgar por iniciativa propia y que excavara un poco con la única guía de la curiosidad y el espanto que los indicios provocaban en su sensibilidad sionista, pero no que, llegado a cierto punto, no diera el siguiente paso natural. Especialmente cuando se trataba de denunciar una «operación negra» contra los aliados de sangre israelíes. Pero ¿a quién acudir? ¿A la prensa? Ése era el camino más corto y sencillo, pero el que menos garantías ofrecía. El mundo estaba lleno de chiflados con historias de conspiraciones, y Mercer no disponía de pruebas que le hicieran digno del crédito suficiente para acusar nada menos que al consejero de Seguridad Nacional de tramar «algo» contra Israel. Y aunque así fuera, y por mucho que la prensa quisiera proteger su anonimato, el propio Mercer era consciente de que, antes o después, quedaría al descubierto y su carrera, en el mejor de los casos, estaría finiquitada.

No, había otra puerta a la que llamar, un lugar donde le recibirían con los brazos abiertos a pesar de la endeblez de las pruebas, donde le acogerían como a un hijo aunque sólo fuera pensando en un futuro peón; un lugar donde, dadas las circunstancias, Mercer creía poder acudir sin considerarse un traidor.

La puerta de la organización que Hunter odiaba con toda su alma. A diferencia de sus «compañeros», su aversión hacia el Mossad no se adornaba con ninguna capa de seudointelectualidad política y moral. La suya tenía un anclaje físico, que abría sus carnes y hendía sus músculos como un trozo de metralla. Uno surgido del estallido de los 5.500 kilos de TNT que, en octubre de 1982, había matado a 241 soldados en Beirut, incluido su padre, un teniente coronel de marines.

El joven Hunter se encontraba por entonces en Fort Bragg, Carolina del Norte, iniciando su instrucción en la nueva fuerza antiterrorista de las Fuerzas Especiales denominada Delta, y no sabía mucho del Líbano y del Mossad, y nada del intrincado juego político que tenía lugar en aquella diminuta franja de tierra a orillas del Mediterráneo. Ni lo sabría hasta muchos años después, y tras varias campañas bélicas a sus espaldas, para preservar aquel nuevo orden mundial de los siempre descontentos y los revoltosos. Pero no le hizo falta pasar mucho tiempo en Oriente Medio para descubrir que los israelíes no eran de fiar, que no les importaba mentir, incordiar y manipular a sus «amigos» si así cumplían con el sacrosanto objetivo de hacer más fuerte Israel. De modo que las revelaciones de Cross, sobre cómo el Mossad se había cruzado de brazos y había permitido que el camión Mercedes cargado con más de media tonelada de explosivos se estrellara contra el cuartel general de los marines en Beirut, no fueron tanto una sorpresa como la confirmación de que el mundo que llevaba veinte años intentando «salvar» no merecía el menor esfuerzo. Al menos, no en la dirección que había seguido hasta entonces.

Conoció a Cross en unas reuniones de coordinación organizadas por la sección antiterrorista de la CIA a las que fueron invitados miembros de las Fuerzas Especiales que operaban con la información suministrada por la Agencia. Cross había llegado a Beirut apenas un año después de la explosión, cuando los marines ya habían dejado el Líbano gracias a la «influencia» israelí, pero tras seis años allí, y por su propia ascendencia, conocía bien el país y las habilidades titiriteras del Mossad. Y al enterarse de la historia del propio Hunter, pareció sentirse obligado a compartir todo ello con aquel duro teniente coronel, ignorante de los movimientos tectónicos de la política internacional que le habían dejado huérfano de padre.

A partir de entonces, la sensación de furia y náusea, de engaño y burla, colisionaron hasta hacerse una sola, provocando un aullido interior que quebró su visión del mundo en el que creía vivir, enfrentándole a otro muy distinto, al «verdadero», en definitiva, a uno erizado de mentiras y manipulación, de maestros de ceremonia y títeres sin voluntad propia. De pronto, por sorpresa, su percepción de cuanto le rodeaba giró como un puñal en su costado, y un objetivo muy diferente germinó a toda velocidad en su mente, extendiéndose como un zarcillo venenoso capaz de impregnar su, hasta entonces, claro, diáfano y hasta sencillo futuro. Un objetivo que, con seguridad, nunca abandonaría el territorio de la fantasía, en el que sólo podría regodearse entre los vapores de la imaginación más desbocada.

O eso creyó hasta recibir la llamada de Cross. El nuevo consejero de Seguridad Nacional de Sutton, con quien había coincidido durante su estancia en El Cairo, estaba formando un equipo de colaboradores no «intoxicados» por la inercia política, y había pensado en él para acompañarle en aquella aventura... Sí, ya sabía que no era hombre de despachos, pero ¿por qué no quedaban para tomar una copa en un sitio discreto o, mejor, en su propia casa para hablar de ello?

Y ahora, aquel mierda de Mercer había disparado una flecha contra aquella increíble burbuja que guardaba el mayor truco de magia política de la historia. Y acudiendo al Mossad, por añadidura. Eso liberaba a Hunter de su última atadura.

El Honda de Mercer continuó hacia el este, atravesó el centro de la ciudad y dejó atrás la Casa Blanca y a su atribulado inquilino, que estaba lo bastante desesperado para aceptar que Tabla Rasa echara a volar, pero que, al mismo tiempo, parecía tan asustado como para cancelarla al primer sobresalto... Bien, para eso estaba él allí, para contribuir a evitar que tal cosa sucediera.

El tráfico se fue aclarando a medida que se acercaban a los suburbios, una zona de barrios marginales que parecían doblemente ofensivos a sólo unas manzanas del centro del poder mundial. Hunter aumentó la distancia de separación cuando se apartó el último coche de interposición. Sólo un minuto después, el Civic aparcaba en un hueco libre de Capitol Heights. Hunter giró en la primera calle, seguro de que Mercer tendría un ojo en el retrovisor. Sin molestarse en buscar aparcamiento, estacionó en doble fila. La suerte del coche no le importaba en absoluto. Lo había alquilado con documentación falsa y nadie podría relacionarlo con él. Lo abandonó al momento, se dirigió a la esquina y la dobló por la acera opuesta a la calzada donde estaba aparcado el Honda. Mercer aún seguía en el coche, como si todavía no estuviera seguro de su siguiente paso.

Ya tenía decidido que sólo se ocuparía de él. Aunque la idea de seguirle hasta el punto de reunión y descubrir a qué se enfrentaban exactamente resultaba tentadora, Hunter ya había aprendido muchos años atrás que no debía lanzarse a una operación sin conocer con precisión el objetivo y las fuerzas del adversario.

Con la vista puesta en el Honda, situado a unos treinta metros de distancia, Hunter se palpó los bolsillos de la cazadora, como si necesitara asegurarse de la presencia de la Glock en uno y del silenciador en el otro.

En el coche, Mercer se tomó unos segundos para asimilar el flujo de adrenalina que ya empapaba sus axilas. El impulso inicial se había visto matizado por el temor a la reacción de David cuando llamara al timbre y se identificara. Las instrucciones del katsa para preparar sus encuentros eran muy estrictas y nunca se las había saltado, a pesar de lo molestas que resultaban. Pero de haber llamado al número convenido —que debía pertenecer a un sayanim que actuaba de intermediario— y empleado el nombre clave reservado para emergencias, no habría conseguido «cita» para esa misma noche...

—Que los jodan —masculló finalmente, golpeando el volante.

Echó un último vistazo al espejo retrovisor, sin detectar nada extraño, salió del coche, cerró con el mando y echó a andar hacia su destino, una manzana más allá.

Hunter se puso en marcha en cuanto vio a Mercer apartarse del coche adecuando el paso al de su objetivo al otro lado de la calle, mientras empezaba a arrepentirse de la táctica elegida. Si no tenía intención de llegar hasta los contactos de Mercer, no debería haberle dejado llegar tan lejos. ¿Y si se encontraba con alguien en una esquina, subían a un coche y desaparecía de su vista? Detectó un hueco en el tráfico y cruzó al otro lado de la calle, arriesgándose a que un simple toque de claxon atrajera la atención sobre él. Pero nada hizo girar la cabeza de Mercer mientras se colocaba a una veintena de metros a su espalda, con dos jóvenes entre ambos.

Mercer dobló en la primera calle y se introdujo en las entrañas de aquel peligroso barrio, no sin echar una mirada por encima del hombro, aunque probablemente más preocupado por la posibilidad de ser atracado que por otra cosa. Un temor plenamente justificado, pensó de pronto Hunter, que advirtió que los dos jóvenes, adolescentes en realidad, que le precedían, seguían también la estela de Mercer y cuchicheaban algo entre sí. La calle se degradaba con cada paso que daban, las farolas en funcionamiento se reducían y la gente y la circulación desaparecían como por ensalmo.

«Mierda», gruñó para sí Hunter, que paró en seco y saltó hacia un portal, súbitamente convencido de lo que estaba a punto de suceder.

—Eh, tío, ¿tienes un cigarrillo?

Hunter asomó la nariz por el portal y vio que los chicos negros ya flanqueaban a Mercer, que parecía más contrariado que asustado por la interrupción.

—No fumo —graznó, yendo enseguida al grano—. Pero llevo encima cincuenta pavos, ¿os sirve?

La gracia le valió a Mercer un empujón que le hizo trastabillar contra unos cubos de basura. El estrépito atrajo una silueta a una ventana próxima, pero se retiró casi al instante. «¿Y si llamaba a la policía?», se preguntó Hunter. Improbable, pero no imposible. Maldita sea...

—Tranquilos, chicos —decía Mercer, como si ya hubiera pasado antes por aquello, o tuviera ensayada la escena, sólo alterado por la súbita aparición de un arma—. Tomad mi cartera y el reloj. Vale quinientos...

El chico que empuñaba la pistola agarró la cartera y el reloj con la mano libre, y su compañero dio otro empujón a Mercer, que cayó entre los cubos mientras ellos echaban a correr.

«Bueno, ¿qué esperabas? ¿Qué te hicieran todo el trabajo?»

Hunter levantó la vista hacia las cortinas del otro lado de la calle, sin distinguir a nadie. Claro que también podían estar observando desde las sombras. Aquellos patanes habían arruinado sus planes de «atracar» a Mercer a su manera.

Salió de su escondrijo mientras sacaba la Glock y el silenciador de los bolsillos. Enroscó el cilindro al cañón sin dejar de mirar a su alrededor, aunque el lugar parecía tan desierto como unas ruinas de guerra. Mercer estaba a medio incorporar, cuando detectó otra presencia.

—Me cago en...

En un gesto instintivo, casi de cortesía militar, Hunter se levantó la visera de la gorra, revelando su rostro.

—Pero ¿qué...?

—Es usted un estúpido, Harry —cortó Hunter—. Mire adónde le ha llevado su narizota. A morir entre cubos de basura.

Mercer no alcanzó a decir nada más antes de que la Glock escupiera dos veces y los proyectiles le perforaran el esternón, devolviéndole al suelo con la fuerza de un cabezazo. Cuando los cubos volcaron, Hunter ya corría en la misma dirección por donde habían desaparecido los atracadores.