12

Chevy Chase, Maryland

Aunque ya era casi medianoche, Nicholas Tyrell presentaba el impoluto aspecto de siempre, en el que muchos veían a un insoportable remilgado, mientras permanecía sentado a la mesa del estudio de su casa de Chevy Chase, una zona residencial al noroeste del distrito federal, ya en Maryland, donde abundaban los funcionarios de alto nivel. Como todos los días, se había afeitado por segunda vez a media tarde, y aunque no llevaba chaqueta, seguía con el nudo de la corbata ajustado, su camisa no presentaba arrugas ni, por supuesto, el menor indicio de sudor. Por mucho que las terribles noticias que acababa de escuchar fueran dignas de una descomposición formal del cuadro, ahora menos que nunca se permitió mostrar cualquier debilidad; nada más allá del simple rictus que había endurecido sus labios mientras veía brillar la frente y la barbilla de Babcock, paralizado en su asiento como una mariposa traspasada por un alfiler. Por contra, Hunter se encontraba de pie y sus ojos parecían haberse secado en sus órbitas mientras miraba fijamente a Cross que, con aire funesto, asumía su papel de portador de malas noticias con el medido sentimiento de culpabilidad que requería la ocasión.

Desde que fuera advertido del precipitado regreso de Cross, Tyrell era consciente de que no oiría nada que le hiciera saltar de alegría, pero aquel desastre sobrepasaba con mucho cualquiera de sus más pesimistas predicciones. El Mossad conocía la existencia de Tabla Rasa, estaba al corriente de los movimientos de Cross, y había enviado un grupo de katsas a El Cairo para seguirlo. Una síntesis en la que Tyrell veía un meteorito del tamaño de un balón que caía directamente sobre su casa. El tamaño no importaba. La fuerza cinética arrasaría el lugar como si se tratara de un bombardeo.

—Todo se ha ido a la mierda —dijo Babcok, que puso voz al pensamiento colectivo.

—Quizá no —replicó sorpresivamente Cross, que se atrajo de nuevo la atención del aturdido trío.

Se incorporó un poco en su asiento y su expresión perdió cualquier matiz culpable. El largo y torturante viaje, que había completado viajando directamente allí desde el aeropuerto —se había privado incluso de una ducha—, no parecía haber hecho mella en él. En realidad, Tyrell creyó detectar un brillo de esperanza en sus ojos, que estaba claramente fuera de lugar.

—Los israelíes no saben qué esconde Tabla Rasa. Fue su interés por descubrirlo lo que los animó a organizar una operación tan peligrosa en El Cairo. Contrariamente a lo que esperaba, mi contacto estaba muy interesado en recalcar esto y en señalar que debíamos dejar todas las posibilidades abiertas hasta realizar un completo «control de daños».

—¿Control de daños? —bufó Babcock—. El jodido Mossad ha estado tras tus pasos, lo que significa que todos nosotros estamos en su punto de mira.

La sentencia pendió sobre el grupo como una mortaja que se espesó con el silencio que siguió, y que Tyrell rompió al cabo de unos segundos.

—Creo que lo que debemos entender por control de daños es averiguar cómo ha podido llegar a los israelíes esa información. Porque se sobrentiende que Al Qaeda nos culpa a nosotros, ¿no es cierto?

—Y algo me dice que no sin razón —admitió Cross.

—Bien, ¿por dónde empezamos?

La mirada de Tyrell recayó en Babcock de manera casual, pero el veterano analista retiró la vista con tanta rapidez que liberó un resorte de alerta automática en el consejero presidencial; Tyrell frunció el ceño y comenzó a procesar la señal al advertir que los ojos de Babcock buscaban a Hunter con una avidez huérfana. Crispándose ligeramente, Tyrell se volvió al coronel retirado, que parecía ajeno al intercambio, sumido en sus pensamientos. El murmullo de aguas subterráneas aumentó de intensidad en el oído interno del consejero de Seguridad Nacional.

—¿Coronel? —empezó con prudencia.

Hunter se humedeció apenas los labios y le miró directamente, obviando a Babcock.

—Los israelíes saben de Tabla Rasa por alguien llamado Harry Mercer, que trabaja en el Consejo de Seguridad Nacional —reveló sin ambages y en un tono casi neutro.

—¿Qué? —ladró Tyrell—. Pero eso es ridículo... ¿Mercer? Conozco a ese hombre. Es un analista de segunda. No sabe nada de...

—Hace exactamente dos horas ha muerto en un callejón de Washington mientras acudía a una cita con su contacto israelí.

—¿Qué? —repitió Tyrell, que se incorporó tan deprisa que experimentó un vahído. La habitación se inclinó ante sus ojos durante unos segundos, pero conservó la presencia de ánimo suficiente para no cerrarlos—. ¿De qué demonios está hablando?

—Dios mío —oyó murmurar a Cross desde el otro lado del remolino.

Hunter no se movió del sitio ni apartó la mirada de Tyrell, que le contemplaba como si fuera el centro de un nuevo y desconocido universo que estaba engullendo al conocido. Sin esperar más, explicó lo ocurrido esa mañana en el apartamento de Babcock donde, casualmente, se encontraba cuando Mercer hizo su sorpresiva aparición; además, contó cómo había manejado la situación, que le había conducido hacia el único fin posible. Cuando terminó, Tyrell, que no le había interrumpido ni una sola vez, se encontraba parapetado tras el asiento de su escritorio, los dedos clavados en el cuero, su mente nublada por los gases tóxicos que emanaban de aquel nuevo universo en expansión.

—Imbécil de mierda.

Fue Cross quien rompió el turbio silencio dirigiéndose al demudado Babcock, pero Tyrell no prestó atención a ninguno de los dos mientras luchaba por preservar una parte de su cerebro del efecto paralizante. Y cuando creyó haberlo conseguido, no dedicó ni un segundo a proyectar acusaciones que, lejos de resolver nada, sólo perjudicarían su ya limitada capacidad de reacción. No, ya habría tiempo para eso después..., si existía un «después». Y en averiguar eso era en lo que debía concentrarse ahora...

—Mercer no supo nada por mí —saltó de pronto Babcock en un espasmo autodefensivo—. Usted es testigo, coronel, oyó sus explicaciones. Reconoció que sólo la casualidad despertó una curiosidad que, para nuestra desgracia, estaba respaldada por una intuición que resultó letal.

—Pero le hablaste de Tabla Rasa —graznó Cross.

—Una expresión que no significaba un carajo por sí misma —se defendió Babcock—. Pero luego volvió a oírla nada menos que de boca del presidente en una reunión del CSN. Entonces su imaginación se disparó y miró bajo algunas alfombras. Debemos reconocer que no fuimos muy cuidadosos en ciertos aspectos, empezando por nuestras primeras reuniones en la propia Casa Blanca. De no haber estado allí, no me habría tropezado con Mercer...

—Dejemos eso ahora —cortó Tyrell, que salió despacio de detrás del asiento, como si se aprestara a saltar de una trinchera—. Lo prioritario es determinar hasta dónde llegó Mercer y la calidad de la información que pasó a los israelíes.

—Mercer no tenía mucho —declaró Hunter con la seguridad de quien ya ha meditado largamente sobre una cuestión—. Su visita a Babcok fue una chapucera acción a la desesperada, probablemente inducido por un Mossad demasiado ansioso. Sólo sabían que había algo en marcha, contrario a sus intereses, y de los viajes de Cross...

—Yo diría que ahora tienen algo más —interrumpió quejosamente Cross—. Tienen un equipo de katsas desaparecido y a Mercer muerto. Si hasta ahora había predominado el deseo de «saber» sobre la alarma, la tendencia ya se habrá invertido y harán sonar el gong.

—¿Coronel? —dijo Tyrell invitando a Hunter.

—Si los israelíes actuaran así, no habría nada de qué hablar, pero yo no lo creo. Existe otra parte implicada sobre la que no tienen ninguna influencia, y querrán saber cuál es la amenaza.

—Aun suponiendo que los israelíes nos dieran un poco más de cuerda —intervino Babcock, que se sacudió sus últimos complejos—, el presidente no lo hará. Mojará los pantalones en cuanto sepa lo que ocurre.

El silencio que siguió fue la demostración más fehaciente de que Babcock acababa de pulsar el interruptor general, el que daba vida a todo lo demás; un interruptor sobre el que Tyrell ya llevaba meditando unos minutos. El debate sobre Mercer y los israelíes era en realidad una cuestión secundaria desde el momento en que Sutton lo anulara todo cuando fuera puesto al corriente. Y eso ocurriría a la mañana siguiente. A juicio de Tyrell era una certeza de naturaleza casi científica. De modo que sólo existía una forma de que el debate cobrara algún sentido.

—Imaginemos que el presidente nos permite continuar —apuntó Tyrell sin mirar a ninguno de los tres hombres—. ¿Cómo deberíamos proceder a partir de este momento?

—Nuestra capacidad de maniobra no sólo queda supeditada al presidente —recordó Cross—. También dependemos de la voluntad de Al Qaeda para continuar adelante...

—Pero creí haber entendido que ellos ya habían evaluado la situación y estaban dispuestos a seguir con el plan.

—Mi contacto parecía, en efecto, muy interesado en ofrecer la impresión de que no debíamos darlo todo por perdido, pero la decisión no depende en absoluto de él.

—¿Y bien? —se impacientó Tyrell—. ¿Cuál cree que será?

—Es difícil meterse en la cabeza de esa gente. Pueden pensar que la oportunidad ha pasado, limitarse a encogerse de hombros y sentarse en las sombras a esperar la siguiente, o concluir que, puesto que todo el riesgo va a correr de nuestra parte, no pierden nada con darnos vía libre y ver hasta dónde llegamos.

—Quiero que contacte con ellos está misma noche —ordenó secamente Tyrell, que miró ahora un instante a los ojos de cada uno de los presentes.

—¿Para decirles qué? —inquirió Cross, aunque ya parecía intuir la respuesta.

—Que seguimos adelante, ¿qué si no? —contestó el consejero con toda naturalidad.