31

Tel Aviv

Hunter escrutaba detenidamente a los dos hombres y a la mujer con los que compartía la claustrofóbica habitación. El tipo, que se había presentado asimismo como Shabir y que debía hacerse cargo de la fase final de la operación, se había mostrado dubitativo y esquivo desde su aparición, como si la misión que tenía encomendada no representara para él la bendición que otros suponían, sino un maldito quebradero de cabeza. Una impresión que se aguzó cuando trasladó al trío lo ocurrido en Moscú, una novedad que aún no conocían.

Hunter casi tuvo la impresión de que el tipo se reprimía para no salir corriendo y no parar hasta el Líbano. Por el contrario, el tal Adjar (el contacto de Cross en El Cairo) y la mujer, Arwa (cuyo papel no terminaba de entender), parecían haber acogido el contratiempo con una agitación diferente, revelando una impaciencia de otra naturaleza, como si acabaran de oír algo que confirmaba su propia diagnosis de la situación, una que ya veía peligrar el éxito antes de que él se presentara con nuevas pruebas.

—Pero si, como crees, lo hicieron los judíos, ¿por qué iban a dejarte escapar a ti con la bomba? —preguntó el egipcio.

Hunter ahogó un suspiro de queja. Ya había respondido a eso, pero sus explicaciones debían de estar compitiendo con los aullidos internos de pánico. Aquello iba camino de convertirse en una interminable sesión de preguntas y respuestas que lejos de resolver las dudas que ya reconcomían a los árabes, sólo las incrementaría. Entonces, de pronto, el temor también le alcanzó a él. La bomba aún seguía en Jordania, y el hombre al que acababa de imaginar como un conejo a la carrera era el encargado de ir a recogerla y organizar su colocación en Tel Aviv... Mierda, nunca debería haber mencionado lo ocurrido en Moscú. Con un poco de suerte, aquellos idiotas quizá ni siquiera se hubieran enterado durante las próximas doce o catorce horas, que era cuanto necesitaba... Había supuesto, equivocadamente, que el suceso aceleraría las cosas; iba a incidir en eso, cuando para su sorpresa, se le adelantó la mujer.

—Resulta evidente que los judíos tienen fundadas sospechas de que Tyrell tramaba algo contra sus intereses —dijo, mirando primero a Hunter y luego a Shabir—. Pero eso no es nuevo. El Mossad ya rondaba por El Cairo, ¿no es cierto? —añadió, frunciendo el ceño en dirección a Adjar—. En mi opinión, Tyrell fue un blanco de oportunidad. Descubrieron que viajaba a Moscú y fueron a por él, pero no saben nada de la bomba, o no la hubieran dejado llegar hasta Jordania; al menos nada que nos impida hacerla detonar en cuanto llegue —sentenció, volviéndose al americano.

Además de sus palabras, aquella mirada transmitió a Hunter el claro mensaje de que en ella tenía una aliada, algo que, lejos de animarle, le preocupó aún más. Si necesitaba aliados, eso significaba que existían corrientes de «opinión» distintas y que las cosas estaban peor de lo que había intuido. Y no sólo por lo ocurrido en Moscú...

—Como es fácilmente comprensible, hermano —continuó Arwa, que miró ahora al abrumado Shabir, pero hablando en inglés a beneficio de Hunter—, demorar la operación podría resultar fatal.

—¿Demorar? —exclamó Hunter automáticamente.

Adjar le hizo callar con un gesto, como si estuviera interrumpiendo un delicado truco de magia. ¿Qué demonios ocurría allí? ¿Estaban hablando de demorar la operación aún antes de su llegada?

—No me presiones, mujer —masculló Shabir, que respondió en árabe, aunque parecía más irritado con su suerte que con Arwa—. Estoy atado de pies y manos, y no puedo hacer nada excepto poner la bomba a buen recaudo e intentar contactar con Moussavi para acelerar las cosas. —Shabir se incorporó e inspiró hondo, como si tratara de vencer un leve mareo—. Partiré hacia Nazaret dentro de una hora y pasaré allí la noche. No quiero arriesgarme a regresar en plena noche, cuando el tráfico es menor y es más fácil atraer la atención de las patrullas judías.

—¿Qué coño está pasando aquí? —saltó Hunter finalmente, que detectó en el tono de Shabir que algo iba definitivamente mal.

—Explicádselo —gruñó simplemente Shabir antes de abandonar la estancia.

Aturdido y furioso, Hunter intentó salir tras él, pero la mujer le cerró el paso y, tomándole de un brazo, le alejó de la puerta mientras Adjar se asomaba al umbral para asegurarse de que Shabir abandonaba el sótano. Hunter comenzó a protestar de nuevo, pero calló abruptamente al notar una presión sobre su brazo y ver cómo Arwa se estiraba para acercarse a su oído y hablarle en un susurro.

—Debe contemporizar con Shabir, como hemos hecho nosotros. No puede hacerle cambiar de idea porque no tiene el control de la situación, y discutir sus órdenes sólo lo enfurecerá y no ayudará. Ya lo he intentado, créame. Tanto Adjar como yo somos contrarios a cualquier demora, mucho más tras lo ocurrido en Moscú, y si jugamos nuestras bazas, podemos evitarla. Pero debemos actuar con cautela. En estos momentos, ni siquiera tenemos acceso a la bomba, y si se muestra demasiado beligerante con la nueva situación, podría no volver a verla. No diga nada y escuche —continuó la mujer, apretándole el brazo con más fuerza; lejos de dañarle, sus dedos parecían transmitir un suave y agradable cosquilleo eléctrico. Hunter se inclinó hasta que los labios de ella rozaron su oreja—. Ésta es, en resumen, esa nueva situación: el sustituto de Saiel Jawad, un payaso llamado Ibrahim Moussavi, tiene nuevos planes para la bomba y quiere exponerlos ante la Shura Majlis, o Consejo de Al Qaeda. Ése es el motivo de la demora. Lo más probable es que el Consejo los desestime, pero eso es lo de menos: el retraso en sí mismo ya resulta demasiado peligroso. Y no lo toleraremos. Pero recuerde que, para tener opciones, necesitamos que la bomba vuelva a ponerse a su alcance, y eso no sucederá si no acepta usted las directrices de Shabir y se convierte en un incordio. Ahora le explicaré la versión «oficial» y usted reaccionará con la lógica contrariedad, pero se someterá al nuevo escenario. Y así actuará cuando Shabir regrese a esta habitación. ¿Me ha entendido?

La mujer se apartó y buscó su mirada con sus grandes ojos negros, que parecían taladrarle como si quisieran insuflarle una dosis extra de comprensión y astucia para enfrentarse con el nuevo panorama. Sin apartar la vista de ella, Hunter tomó asiento, esperando que el torrente de información, que le había sacudido en unos pocos segundos, se desatascara y fluyera en la dirección correcta. De hecho, una parte de lo oído no le sorprendía. La posibilidad de que Al Qaeda cayera en la tentación de hacerse «cargo» de la bomba, cuando la tuviera en su poder, siempre había estado presente, aunque acababa siendo desestimada en virtud de cierta lógica criminal. El error, por supuesto, era introducir cualquier idea de «lógica» en el trato con chiflados. Y ahora, los chiflados actuaban como habían temido que acabarían haciendo (algo que, en el fondo, ni siquiera podían reprocharles), pensando que podían desmontar y volver a montar la bomba para, probablemente, explosionarla en otra parte; en un lugar que tampoco era difícil de adivinar.

La mujer, sin embargo, era un elemento totalmente imprevisto de la ecuación. Se la habían presentado como una paciente de Haq (el otro pez gordo de Al Qaeda que había muerto en Eritrea) que había viajado con él a Sudán, pero sí algo ya estaba claro para Hunter era que aquella mujer no era una simple acompañante.

El egipcio ahora le hablaba a ella también al oído, reprochándole algo, a juzgar por su expresión, pero ella lo desestimó como si se trataran de las infundadas quejas de un adolescente, aunque apretándole la mano de un modo extrañamente afectuoso. Un sencillo gesto para apaciguar a Adjar, y Hunter comprendió al instante que, en aquel viaje, el acompañante era el egipcio, completamente hechizado por Arwa, cuyo magnetismo el mismo había experimentado hacía un momento.

El joven haría cualquier cosa que ella le pidiera. Ahora sólo quedaba descubrir cuánto de sensato habría en su plan y si él mismo podía fiarse de la mujer.

Maryland

Cross tardó quince minutos en trazar las líneas generales de su historia ante Evan Drummond. Sentados en el banco de un parque cercano, interrumpidos sólo por el paso de algún fanático del jogging, Cross describió la macabra coreografía que podía concluir con un holocausto nuclear en el transcurso de unas pocas horas. Un holocausto que, según había planeado Tyrell, y bendecido el presidente Sutton, haría «tabla rasa» de un problema insoluble; un plan tan perverso como brillante, nacido del acoso y la desesperación de una nación, y que personificaba su impotente comandante en jefe.

Drummond había estado escuchando con los ojos como platos, con la mandíbula ligeramente desencajada, sentado en el borde del banco con las rodillas en tensión como un resorte a punto de saltar, por lo que la mano derecha de Cross permanecía alerta, como un sabueso presto a lanzarse sobre una posible presa para inmovilizarla.

—El presidente... —fueron las primeras y previsibles palabras de Drummond, apenas un murmullo de vago reconocimiento general sobre la gravedad del conjunto.

—Tenemos que ir a ver a Nunn esquivando al presidente —siguió Cross con cautela, que temía que el muelle saltara de un momento a otro.

Drummond empezó a humedecerse el labio superior y acabó mordiendo con fuerza. Su mirada se había desplazado ligeramente hacia un punto del vacío, un mal síntoma que hizo removerse a Cross.

—Mierda, Evan, tienes que ayudarme a parar esto. Ahora no es momento para ponerse a babear sobre lo terrible e increíble que parece todo...

—¡Hijo de la gran puta! —reaccionó Drummond. Su mirada retornó a Cross, para descargar sobre él una súbita llamarada de ira, aunque no se levantó del banco—. Me asaltas en plena calle con una historia que suena como un martillazo en el puente de la nariz y encima esperas que lo encaje como un besito de buenos días. Maldito cabrón, si esa locura es cierta, no te redime una puta mierda sentir remordimientos a estas alturas. Lunáticos de los cojones...

Drummond empezó a incorporarse, pero la mano de Cross hizo cepo sobre la parte inferior de su muslo izquierdo y lo inmovilizó en el límite del dolor soportable.

—Llama a Nunn y arregla una cita —dijo luego en tono seco e imperativo—. Después podrás seguir cacareando juicios a tu antojo. Y no menciones mi nombre. Dile sólo que necesitas verle con urgencia y a solas. Supongo que llevas un móvil encima.

—Suéltame, maldito tarado —gruñó Drummond, con la boca torcida ante la sensación de náusea que viajaba por sus terminales nerviosas. Sólo cuando sacó un móvil del bolsillo de la chaqueta, la presa de su pierna aflojó ligeramente—. Nunn puede estar reunido con el presidente, y nadie deja plantado al «hombre» sin una buena razón.

—Tú la tienes —dijo Cross suavemente, dejando de apretar el músculo para depositar la mano sobre la rodilla, en un gesto casi amistoso—. Dispones de información sobre lo que le ocurrió a Tyrell...

—Me pedirá que acuda de inmediato a su despacho en la Casa Blanca.

—La cita no puede ser allí —negó Cross—. No quiero arriesgarme a verme rodeado de agentes del Servicio Secreto y esposado antes de terminar de hablar. Es fácil imaginar cual será la primera reacción de Nunn que, como mínimo, pasará por una genuina incredulidad... Dile que tu contacto quiere que nos veamos ante el monumento a Washington dentro de treinta minutos. No des mi nombre, pero dile que conoces al informador y que su historia merece la pena. Tampoco le adelantes nada y pídele que no informe, de momento, al presidente.

—¿Y si se muestra poco colaborador? —insistió Drummond en sus obstáculos.

—Entonces yo me podré al aparato. Marca ya.

Drummond obedeció finalmente. Ninguno de sus malos augurios se cumplió. Nunn se encontraba en su propio despacho, y aunque mostró una natural reticencia inicial a seguir las instrucciones, su confianza en Drummond y la importancia de la información que se le prometía doblegaron sus últimas dudas. La conversación sólo duró cinco minutos.

—Muy bien, Evan, muchacho —felicitó Cross, palmeándole la pierna como si fuera un perrito que hubiera traído un palito de vuelta—. Ahora haré yo una llamada y nos pondremos en marcha.

—¿A quién? —inquirió Drummond.

Cross no se molestó en contestar. Marcó en su móvil el número de su buzón de voz, y el mensaje que temía oír, le asaltó el oído como una astilla de hielo: «¿Dónde demonios te has metido? Dios, acabo de oír la noticia. Estamos bien jodidos. Jodidos. En cuanto quien tú ya sabes se entere (en realidad, ya debe saberlo), todo el maldito tejado se hundirá. Y adivina encima de quién caerá. Mierda, ¿dónde coño andas? Llámame cuanto antes o perderé la chaveta».

Eso era todo. Lo que no era mucho, dadas las circunstancias. Como era previsible, el pánico había coceado a Babcock en cuanto se enteró de lo sucedido en Moscú; pero lo que debía medir era el grado de desesperación y, por lo oído, éste no había alcanzado aún el punto de ebullición que, con el paso de las horas, convertiría a su «compañero» en un peligro para su propia supervivencia.

—En marcha —ordenó Cross.

El hombre guardó el móvil y echó un rápido vistazo a su reloj. Las 7:40. Ocho horas más en Tel Aviv, por donde Hunter debía estar paseando en busca del lugar idóneo para plantar la semilla de aquel nuevo orden del que ahora él se veía obligado a abjurar.

Tel Aviv

—¿Y bien? ¿Se encuentra al corriente de la nueva situación? —inquirió Sahbir en su esforzado inglés en cuanto regresó a la habitación.

Miró directamente a Hunter con la misma expresión de incomodidad, debido al exceso de responsabilidad al que se enfrentaba.

—Así es —respondió, adoptando un pasable aire de enfado, tras convenir con la mujer que lo mejor era mantenerse a la expectativa y, sobre todo, vivo—. Y ése no era el trato que cerramos con él —añadió, señalando a Adjar—. Un trato muy laborioso y bendecido por las más altas instancias de ambas partes. Y si es cierto que alguien a este lado está tomando decisiones al margen de la Shura, no sólo actúa de forma estúpida, sino que acabará enterrado con la cabeza separada del cuerpo.

La visualización de aquella amenaza pareció surtir cierto efecto en Shabir, que se humedeció los labios con un movimiento casi reptiliano de su lengua.

—La decisión no es mía —replicó después, poniéndose a la defensiva—. Y tampoco me gusta, pero no puedo hacer nada al respecto.

—Se equivoca —contradijo Hunter, que se arriesgó quizá demasiado ante la aparente debilidad de Shabir—. Usted sólo responde ante la Shura, y debería seguir con el plan previsto a menos que recibiera una contraorden directa de ella. Así es como debe funcionar una cadena de mando, especialmente si, como es el caso, se rompe por la mitad.

—No me dé lecciones, americano —reaccionó Shabir, que alzó el tono, lo que a ojos de Hunter, sólo revelaba más dudas por parte del árabe. Y, probablemente, por eso mismo el hombre no se sentía capacitado para tomar una decisión; mucho menos, si ésta se basaba en el consejo de un infiel—. Salgo para Nazaret enseguida, y lo único que necesito saber es si va a crear usted problemas o se adaptará a la nueva situación.

Hunter alzó las manos más en un gesto de buena voluntad que de rendición.

—Puedo esperar unos días —aceptó luego—, pero el riesgo que corremos es tan real y enorme como el edificio del Mossad, que, por cierto, tenemos muy cerca. Y le guste o no, es usted quien debe administrarlo mientras la Shura decide.

—Acabo de enviar un correo electrónico cifrado a una dirección de Riad, que incluye un mensaje para la Shura. Tendremos una respuesta dentro de dos o tres días —señaló Shabir, como si eso fuera todo un logro, aunque a Hunter le pareció que lo mismo podría haber dicho dos o tres meses.

—¿Dónde guardará la bomba? —preguntó después.

—La traeré directamente aquí. Éste ha demostrado ser un buen escondite; nuestra mera presencia aquí así lo revela.

—Quiero acompañarle —dijo Hunter de pronto.

—Ni hablar —negó Shabir de inmediato—. Lo hará ella —añadió, señalando a Arwa—. Una mujer vestida al estilo occidental me servirá de excelente tapadera. Viajaremos en taxi y yo haré de conductor. Todos los papeles están en «regla».

—Me parece buena idea —intervino la mujer, que dirigió a Hunter una mirada de subterránea complicidad que él acogió con las mismas reservas que todo lo demás.

—Eso no importará si, de vuelta, alguien le obliga a abrir el maletero —apuntó él.

—Evitaremos toda ruta conflictiva y pasaremos a kilómetros de Cisjordania y de las zonas de control. No pueden revisar todos los coches y todas las mochilas o maletas.

—Pero las circunstancias no son normales, ni siquiera para el estándar de excepcionalidad que vive Israel. El Mossad anda tras algo, aunque no sepa exactamente de qué. Los controles aleatorios pueden haberse incrementado en todo el país.

—Lo que ocurra será voluntad de Alá —sentenció Shabir con el recurrente latiguillo árabe—. No podemos reducir los riesgos a cero.

—Pero sí aproximarnos —replicó Hunter, despertando un automático y receloso interés en Shabir—. Una pareja de extranjeros viajando en la parte trasera de su taxi siempre resultará más natural que una mujer sola. Y, por otro lado, puedo arreglarlo para que, llegados a una situación extrema, no perdamos la bomba —agregó con seguridad.

—¿A qué se refiere? —inquirió Arwa, adelantándose a Shabir.

—El temporizador cuenta con un «botón de pánico», una secuencia que haría detonar la bomba instantáneamente. En una situación extrema, detonarla, aunque no fuera en el lugar previsto, siempre sería mejor que perderla, ¿no les parece?

El silencio que siguió fue tan intenso que Hunter casi creyó oír silbar el aire que pasaba por los pulmones de fumador de Shabir, que volvió a humedecerse los labios con un rápido movimiento de la lengua. Hunter no apartó la mirada de él, estableciendo un mudo desafío del que todos eran conscientes, hasta que el árabe rompió el clímax esbozando una torcida sonrisa, entre burlona y confusa.

—¿Está usted diciendo que sería capaz de inmolarse como uno de nuestros mártires?

—No tendría nada que ver con el martirio —replicó Hunter con cuidado, sabedor de lo resbaladizo del terreno—, sino con una cuestión de «practicidad», si me permite el término. Bajo ningún concepto me gustaría ser capturado por los israelíes. Volatilizarme en una fracción de segundo resulta una opción mucho más halagüeña.

Por supuesto, estaba mintiendo. Nunca haría semejante cosa, mucho menos si el escenario no contemplaba siquiera el blanco previsto. Aún le gustaba pensar que era un hombre con un propósito y una misión aceptables, no un vulgar asesino en masa. Pero la posibilidad de llegar cuanto antes a la bomba para recuperarla bien valía el intento. Por lo que había oído, Shabir no se traería compañía de Nazaret una vez recogida la mochila, de modo que el camino de vuelta a Jaffa sería un buen momento para librarse de él y llevar directamente la bomba a Tel Aviv.

—¿Y usted? —preguntó Hunter, tanteando con extrema prudencia aquel resorte—. ¿Estaría dispuesto a adelantar su partida al Paraíso?

La mueca de Shabir se descolgó enseguida como si, a pesar de las precauciones, Hunter hubiera presionado demasiado, insultándole por el mero hecho de poner en duda su capacidad de sacrificio por la yihad. Pero, en cuanto volvió a humedecerse los labios, Hunter comprendió que estaba actuando, especialmente ante Arwa y Adjar, que en realidad la idea del martirio no le provocaba el menor entusiasmo ni estaba ansioso por probar las delicias que aguardaba a los mártires de la causa. Y, justamente, por esa debilidad que el árabe no podía poner de manifiesto, supo de inmediato que Shabir era suyo.

—Partiremos dentro de diez minutos —certificó secamente; giró sobre sus talones y abandonó de nuevo la estancia.

Al momento, Adjar se aproximó a Hunter, apretando la mandíbula como si estuviera reprimiéndose a la espera de que Shabir se alejara lo suficiente antes de hablar.

—¿A qué ha venido toda esa mierda? —gruñó luego el egipcio por lo bajo—. A mí no va a manipularme tan fácilmente como a ese majadero.

Arwa le tomó al instante de un brazo, en un gesto tanto de alarma como de advertencia. Ahora fue Hunter quien le dirigió una mirada de complicidad para salvar aquel penúltimo escollo.

—Hace sólo unos minutos hablábamos de ello —le murmuró ella en inglés—. El americano puede recuperar ahora el control de la bomba.

—Pero ¿por qué no esperar a que Shabir esté de vuelta por la mañana? —replicó Adjar en el mismo idioma, ya en un tono más quejoso que furioso, el influjo de Arwa actuando sobre él de manera casi mágica—. Él no se inmolaría por nada el mundo —añadió despectivamente, como si Hunter se encontrara en otra habitación y no a su lado.

—Seguro que no —admitió Arwa mirándole de reojo—. Pero, probablemente, resultará más sencillo librarse de Shabir en campo abierto que aquí. Y creo que se ha ganado cierto grado de confianza. Trajo la bomba desde Moscú a pesar de todo, ¿no?

—No me gusta la idea de quedarme en este agujero mientras tú y él...

—Cada uno tiene un papel que asumir, y tú ya has cumplido con creces con el tuyo —le interrumpió ella, que acarició el brazo que sujetaba—. Ni siquiera habríamos llegado hasta aquí de no ser por ti —agregó, completando el golpe de gracia con un beso en la mejilla.

Hunter no pudo por menos que volver a admirar el arte manipulador de aquella mujer, pero lo hizo sin mover un músculo, mientras veía la resistencia de Adjar diluirse como un copo de nieve sobre un platillo de aceite caliente.

—No querrás acaparar todo el protagonismo, ¿verdad? —remachó Arwa con una sonrisa que derrotó definitivamente al egipcio.

—Pero ¿qué pasará conmigo? —inquirió luego, sonando como un muchacho desvalido.

—Volveremos a buscarte —aseguró ella, mirando a Hunter en busca de aprobación.

—Claro —asintió él—. Volveremos y saldremos los tres juntos del país.

Adjar no dijo más, aunque de su expresión parecía desprenderse que lo tomaba por una mentira piadosa. Y Hunter no se lo podía reprochar.