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Wade Sutton, presidente de Estados Unidos, detectó que algo iba mal (es decir, todavía peor, si ello era posible), cuando al realizar una panorámica de los cinco hombres y la mujer reunidos en torno a la mesa de la Sala de Situación, en el sótano de la Casa Blanca, justo debajo del Despacho Oval, sus ojos se posaron sobre los de Raymond Nunn. A diferencia de los demás, el secretario de Seguridad no apartó los suyos, ni su expresión era la de alguien sobrepasado por los acontecimientos, que esperaba ser tragado por la próxima ola, o por la siguiente. Muy al contrario, Nunn parecía... «¿furioso?», se preguntó Sutton, que se removió en la cabecera de la mesa. ¿Qué le había ocurrido desde su último encuentro, hacía sólo unas horas? O, más exactamente, ¿de qué se había enterado desde entonces?
Intentando convencerse de que todo eran imaginaciones de su acosada mente, Sutton se aclaró la garganta y apartó la vista de Nunn para enfocarla en un hombre de facciones patricias, coronadas por una distinguida y bien peinada cabellera cana.
—¿Algo nuevo de Moscú? —le preguntó.
Thomas Barnes, director de la CIA, carraspeó ligeramente y removió los papeles que tenía delante para ganar algo de tiempo.
—El cadáver del hombre que encontraron en la furgoneta, junto al lanzagranadas, pertenecía a un ruso que trabajaba en el Ministerio de Finanzas —informó Barnes—. Los investigadores creen que prestó ayuda logística a los asesinos, aunque no saben si por simpatía ideológica, sea cual fuere, o porque le pagaron por ello. Ahora están revolviendo su casa, sus cuentas e interrogando a sus vecinos y compañeros de trabajo.
—Si existe una infraestructura detrás, el objetivo no podía ser Tyrell, que viajó de improviso, ¿no les parece?
Las cabezas se volvieron en dirección al hombre de pequeños e inquietos ojos que acababa de hablar. Bryce Iverson, era el más joven de los presentes y parecía sentirse incómodo y fuera de lugar aunque, como vicepresidente de Estados Unidos, ya había participado en muchas sesiones del CSN y dirigido algunas de ellas.
—Eso aseguran los rusos —continuó Barnes, moviendo la cabeza para revelar cierta disconformidad—. Pero el objetivo sigue pareciéndome muy poco valioso para tanto operativo...
—El objetivo debía de ser Konyev, el homólogo de Tyrell —intervino la única mujer presente. A sus cincuenta años, Barbara Eden podía pasar por una eficiente pero inofensiva asistente con décadas de servicio, pero nadie en aquella mesa, ni en el mundo, se dejaba engañar por esa imagen que la secretaria de Estado gustaba de utilizar ante sus interlocutores—. Simplemente se equivocaron al pensar que ambos viajaban juntos. Así de sencillo y trágico.
Los ojos de Sutton, que sólo escuchaba a medias, se vieron de nuevo atraídos hacia Nunn, que también parecía distante con respecto al grupo. Cuando sus miradas se cruzaron otra vez y el presidente volvió a percibir aquella corriente subterránea de indeterminada ira en su consejero y amigo, supo que no se trataba de imaginaciones. Su sangre pareció espesarse al solo contacto con esa certeza, y por su cabeza pasó la demencial idea de suspender la reunión y llevarse a Nunn a su despacho cogido de un brazo. Pero antes de que pudiera decir o pensar nada más, y como si también él hubiera detectado lo crucial del momento, Nunn se apoderó de la iniciativa.
—Thomas —empezó el secretario de Seguridad, dirigiéndose al director de la CIA pero sin dejar de mirar a Sutton—, creo que debería pedir a los rusos que confirmen si ese cadáver pertenece a un hombre de origen judío.
La dispersa atención del grupo se concentró súbitamente en Nunn.
—¿Cómo dice, Raymond? —preguntó Barnes, perplejo.
Nunn cruzó las manos sobre la mesa, desplegando una falsa tranquilidad que chirriaba aún más en contraste con la agitación que acababa de provocar.
—Tengo motivos para creer que ese hombre estaba ayudando a un comando del Mossad, desplazado a Moscú con la misión, en contra de la opinión generalizada, de eliminar a Nicholas Tyrell.
Las ondas concéntricas de la conmoción alcanzaron los extremos del estanque, agitando toda la superficie. Voces atropelladas y miradas incrédulas se superpusieron en torno a la mesa, exigiendo aclaraciones, rechazando otra vuelta de tuerca de la locura que ya los atenazaba. Nunn no se inmutó mientras la tormenta descargaba a su alrededor. Tenía la mirada clavada en Sutton, que la sostenía con un aire casi vacuo. El brote de pánico que llevaba rato acuciándole empezaba a clavarse como una punta de alambre de espino. ¿El Mossad? ¿De qué estaba hablando Nunn? Y, más importante aún, ¿dónde había conseguido aquella demencial información?
—¡Por todos los santos! —exclamó el jefe del Estado Mayor, haciendo oír su voz de barítono. El almirante Webber era un hombre robusto, de mandíbula cuadrada y rostro curtido por una carrera en contacto con el aire marino—. ¿Por qué iba el Mossad a asesinar a Tyrell? ¿Qué demonios está pasando aquí? —masculló, e intercambió expresiones de perplejidad con sus colegas del CSN.
—¿De dónde ha sacado eso? —inquirió bruscamente Barnes.
—De una persona que trabajaba con Tyrell en uno de sus «proyectos especiales» —dijo Nunn, sin dejar de mirar a Sutton—. En uno llamado Tabla Rasa. ¿Ha oído hablar de él, señor presidente?
La parálisis que constreñía a Sutton pareció extenderse a su garganta, como si acabara de aspirar algún gas venenoso. Intentó humedecerse los labios, pero notó la lengua hinchada, muerta. Percibió sobre sí la mirada colectiva del grupo, aturdido como una manada perdida en medio de un páramo hostil.
—Ramsey, será mejor que aclare de qué va esta mierda —masculló la única persona que todavía no había hablado.
Peter Chambers, secretario de Defensa, era un hombre de aspecto profesoral que parecía ocultarse tras unas enormes gafas con montura de concha, pero cuya sangre fría y capacidad para manejarse en arenas movedizas lo hacía muy útil en aquella mesa y durante aquellos turbulentos tiempos.
—Claro —aceptó Nunn, mirando por fin a su alrededor—. Pero he de advertirles de que la situación es mucho más grave de lo que parece... y de lo que pueden imaginar.
—¿Quiere dejarse de jodidos acertijos? —gruñó el almirante Webber.
—He preparado una videoconferencia con el hombre que me ha proporcionado esa demoledora información para que la repita ante todos ustedes. Se llama Cross. Es un antiguo agente de la CIA reclutado por Tyrell para participar en esa operación, tan siniestra y de consecuencias tan imprevisibles que, debo añadir, nunca hubiera progresado sin el visto bueno presidencial.
De nuevo, Sutton sintió sobre sí seis pares de ojos, observándole ahora como si empezaran a detectar algo todavía por definir, pero cuyo perfil comenzaba ya a provocar repulsión. Por un momento, Sutton pensó en imponer su autoridad, en llamar al orden a aquellos ingratos que no tenían ni idea del peso que arrastraba, de la responsabilidad que había tirado de él como cuatro caballos atados a sus extremidades... Pero no dijo nada. El silencio le pareció de pronto un lugar acogedor, y descubrió que las miradas no le ofendían tanto, que incluso parecían insuflarle cierta dosis de extraña liberación. Y, por debajo de todo ello, latía su propia curiosidad. ¿Qué hacía el Mossad en su operación? ¿Cómo habían podido los israelíes reventar Tabla Rasa? ¿Cómo se habían atrevido a asesinar a su consejero de Seguridad Nacional?
Las miradas volvieron a girar cuando Nunn hizo una seña al oficial de comunicaciones de la Sala de Situación. La gran pantalla que dominaba el lugar parpadeó y le iluminó, mostrando a un hombre que se agitaba nervioso ante la cámara, con unas marcadas ojeras sobre un rostro macilento. Por supuesto, Sutton no reconoció al individuo, pero eso no significaba nada. Nunca había llegado a conocer a los «soldados» de Tyrell.
A sólo unas docenas de metros de la Casa Blanca, en el despacho de oficinas ejecutivas donde Nunn le había instalado, Cross se removió en su asiento mientras enfocaba la mirada entre la webcam y el monitor situado debajo. A su izquierda, Drummond se apartó tras completar los arreglos, como si temiera ser captado por la cámara.
—Señor Cross, ¿puede verme y oírme bien?
Cross parpadeó con fuerza, mirando hacia el grupo reunido en torno a la mesa. Nunn se encontraba en el lado izquierdo, hacia el centro, pero su mirada se focalizó hacia la cabecera, donde la imagen del presidente Sutton le asaltó con una fuerza casi física que le hizo balancearse como una boya encadenada al fondo marino, sometida al vaivén de las olas.
—¿Señor Cross? —repitió Nunn.
—Puedo verle y oírle —consiguió decir Cross, cada vez más furioso con Nunn y consigo mismo por haber permitido que le arrastrara a aquel escenario.
—Bien —dijo Nunn, que seguidamente hizo un gesto con la mano que abarcó a todo el grupo—. Supongo que conoce a las personas aquí reunidas.
Aunque de forma subconsciente, Cross ya había reparado en las cinco personas que acompañaban a Nunn y Sutton, y que le miraban entre incrédulos y pasmados. A pesar de estar preparado para ello, una banda de acero pareció ceñirse en torno a su pecho al verse observado por el cónclave que regía los destinos del llamado mundo libre y civilizado. Cross ignoraba hasta dónde habrían llegado las explicaciones de Nunn antes de su «presentación en sociedad». Inspiró hondo para ensanchar aquella opresión.
—Por supuesto —asintió, y volvió a concentrarse en el presidente.
Era imposible deducir por su expresión si se encontraba ya sometido al cerco de las revelaciones de Nunn. En realidad, parecía un poco ausente, como si su mente estuviera manejando varias escenografías al mismo tiempo... o ninguna.
—Señor Cross, ¿por qué no nos habla de Tabla Rasa? —volvió a hablar Nunn.
Las palabras sacudieron a Cross, que parpadeó en dirección al secretario de Seguridad, la opresión que le abrumaba adquirió rápidamente otra dimensión.
—¿Aún... no les ha hablado de ello? —balbució, notando los labios pegajosos—. Señor, creí haber dejado claro la importancia de una urgente reacción. —Cross echó una rápida ojeada a su reloj. Atónito, descubrió que ya era mediodía—. En Israel son ya las ocho de la tarde. No creo que tengamos más de doce horas para intentar evitarlo...
—Intentar evitar, ¿qué? —saltó la secretaria de Estado, que dirigió su atención a Nunn, lo que Cross agradeció.
Nunn se incorporó súbitamente, sin hacer caso a Eden y para aproximarse a la pantalla como si pretendiera dar así más contundencia a sus siguientes palabras y, de paso, recordar a Cross que seguía bajo su «custodia» directa.
—Señor Cross, estas personas necesitan una visión completa del cuadro para hacerse una idea exacta de a qué nos enfrentamos. Los detalles aislados sólo provocarían más confusión e impedirían la adopción de las medidas más apropiadas, lo que, a menudo, está reñido con la precipitación.
Cross se echó hacia atrás en su asiento y sintió que la presión de su pecho se aliviaba, como si se hubiera aflojado el nudo de un globo, mientras una idea, aún más turbadora y gaseosa, crecía y se expandía desde la trastienda de su mente.
«¿Y si ya es tarde?», se preguntó mirando con ojos nublados hacia el monitor. ¿Y si, desde un punto de vista político, no sólo era ya tarde para actuar, sino contraproducente? ¿Podían llamar a Jerusalén para revelar que una bomba nuclear estaba a punto de arrasar Tel Aviv y que la idea había sido apadrinada por el mismo presidente de Estados Unidos? Si ya nada podía frenar el desastre, ¿valía la pena pagar el alto precio de esa confesión? ¿Era eso en lo que pensaba Nunn al hablar de medidas «no precipitadas»?
—Señor Cross, ¿cuáles eran los objetivos de Tabla Rasa? —insistió Nunn.
Pero ¿no sería más inteligente cubrirse haciendo aquella llamada y utilizarla, al mismo tiempo, para presentar a Sutton como cabeza de turco y sacrificarlo como al perfecto cordero pascual?, siguió pensando Cross, que intercambió una intensa mirada electrónica con Nunn, que apretaba con fuerza el puño derecho contra su costado. Cross se adelantó en la butaca, como si quisiera leer más de cerca la expresión del secretario de Seguridad. Y entonces distinguió, o creyó hacerlo, la dirección de la corriente subterránea en que navegaba Nunn. Y su perversa fuerza era tal que Cross casi sintió que tiraba de él, enroscándose como una raíz viva para atraerlo al seno de aquella turbulenta visión que acababa en una violenta catarata. Para su sorpresa, no se sintió, sin embargo, escandalizado por la siniestra revelación; de hecho, había algo brillante en su perversidad: la brillantez de convertir el mal absoluto en piedra filosofal.
Cross aspiró hondo, tratando de hacer sitio para asimilar la poderosa y turbadora visión que acababa de estremecer su espina dorsal. Debía admitir que lo hizo con un tinte de fascinación, incluso de admiración en el horror.
Sí, quizá la apuesta de Nunn, además de la más audaz, fuera también la más inteligente en ese momento. Es decir, si no eran sólo elucubraciones suyas...
Cross se agarró con fuerza a los brazos del sillón y empezó a hablar de Tabla Rasa.
A medida que aquel hombre, Cross, avanzaba en su relato, reventando puerta tras puerta —y, en el proceso, revelándole a él mismo una parte de la realidad que le había sido hurtada por Tyrell, como la irrupción del Mossad y sus nefastas consecuencias— de lo que debería haber sido la inviolable barrera de un secreto tan perecedero como la cámara funeraria de un faraón egipcio, Sutton percibió cómo la atmósfera de la Sala de Situación se cargaba de electricidad; incluso le pareció oler a ozono, aunque, por supuesto, aquello estaba sólo en su cabeza...
La conmoción de la audiencia era, sin embargo, real, y todos habían terminado por abandonar sus asientos para aproximarse a Nunn, que seguía cerca de la pantalla, como si él fuera el único capaz de guiarles por aquellos desconocidos pasadizos llenos de desagradables sorpresas, o para retirarse unos metros en busca de un espacio propio desde el que asistir a la profanación. Ése era el caso de la secretaria de Estado, Eden, que miraba alternativamente hacia la pantalla y al presidente con una mano en la boca, como si temiera que una arcada le subiera por la garganta de un momento a otro.
El relato de Cross era tan poderoso e hipnótico que las muestras de incredulidad o directo rechazo eran escasas, y Nunn se encargaba de canalizarlas como un guardia de tráfico para evitar que el avance por el siniestro laberinto se frenara...
Sutton asistía a todo ello en silencio, aunque la sensación de paz que la aparente resignación había llevado consigo estaba desapareciendo a toda velocidad, sustituida por la precedente ira que pugnaba entre el abotargamiento que había confundido con paz... ¿Cómo se atrevían a juzgarle, a dirigirle esas hipócritas miradas de espanto, como si le hubieran crecido antenas y una lengua bífida? Todos ellos habían sido más una carga que una ayuda durante aquellos meses, con su parálisis frente al terror, su falta de iniciativa, su cobardía a la hora de arriesgar cualquier decisión. Había estado completamente sólo durante el infernal periplo, a excepción del amparo ofrecido por Tyrell, e incluso él había acabado traicionándole al ocultarle todos los datos, probablemente por temor a que cancelara su plan maestro, aquel que debía cambiar la horrenda fisonomía del mundo surgido de unos ya olvidados errores del pasado... Ahora, además de engañarle, le había abandonado en medio de aquella noria a punto de saltar de su eje, víctima de una granada antitanque israelí; un disparo que no por defensivo resultaba menos irritante...
—¿Qué clase de demencial broma es ésta? —exclamó de pronto el secretario de Defensa, como si saliera de su propio estado catatónico—. Dios, ¿todo el mundo está oyendo lo mismo que yo o sintonizamos distintas frecuencias? Mierda, Raymond, va a tener que mostrarme una prueba más sólida que la puta muralla china para que siga escuchando...
—Wade —intervino Eden, apartando lentamente la mano de su boca y aproximándose con igual tiento a Sutton—. Díganos que nada de todo esto es cierto...
La bomba de frustración, ira e impotencia que bullía en el interior de Sutton salió finalmente disparada contra la capa de detritos que la contenía como si fuera la tapa de un volcán. Con el rostro contorsionado, se incorporó bruscamente, la mirada un tanto borrosa, el corazón batiéndole en la garganta.
—¡Basta! —aulló—. ¡La reunión del CSN queda cancelada!
—¿Qué? —saltó al momento Nunn—. Vamos, Wade, no sea ridículo; no va a librarse de esto tan fácilmente.
—¡Quedas relevado de tus funciones, Ray! —exclamó Sutton, más consciente del asfixiante flujo de lava que circulaba a su alrededor que de sus palabras o acciones—. Quiero que recojas tus cosas y abandones tu despacho antes de una hora.
—Ya no acepto su autoridad —replicó desafiante Nunn—. Es más, le conmino a que presente su dimisión a causa del daño que ha infligido a este país.
—Creo que debemos tranquilizarnos todos un poco —trató de interceder Webber.
—Entonces tendrán que sacarte a la fuerza, como a un jodido turista revoltoso —graznó Sutton sin oír siquiera al almirante.
Su capacidad de percepción se constreñía rápidamente a Nunn y a la llameante corriente que le transportaba ladera abajo. Y ella le arrastró hacia la salida de la Sala de Situación, ajeno a la conmoción que a su alrededor comenzaba a transformarse en tumulto. Junto a la puerta, una garra rodeó su brazo izquierdo y lo frenó.
—Ha perdido el juicio, Wade —proclamó Nunn—. No puede seguir rigiendo los destinos de este país ni un segundo más.
Sutton tiró del brazo haciendo rechinar los dientes, en el momento que se abría la puerta y aparecían los agentes del Servicio Secreto, atraídos por el escándalo y la amenaza que de ello podía derivarse hacia su protegido. En cuanto vieron a Nunn forcejeando con el presidente, se lanzaron sobre él sin reparar en su rango. La mente de Sutton, en ese momento ya un torbellino incandescente, registró una visión que la atizó aún más, consumiendo los últimos restos de pensamiento racional que subsistían en el abrasador entorno, dejando sólo un impulso primitivo al que Sutton se entregó instintivamente, sin obedecer a una razón concreta, al menos no en aquel preciso y exacto momento.
El movimiento fue felino, producto igualmente de ese mundo salvaje donde la vida se medía en fracciones de segundo, y sorprendió al agente del Servicio Secreto. La mano derecha de Sutton se deslizó bajo la chaqueta abierta, aferró la culata del arma que sobresalía de su funda sobaquera y tiró de ella mientras daba un paso atrás. Quitó el seguro, tirando de la corredera y deslizó una bala en la recámara, todo ello en una acción intuitiva. Sólo entonces, cuando percibió el frío peso de la pistola en su palma, la razón del impulso que acababa de ejecutar se definió claramente. Era una visión de fuga, un túnel que conducía fuera de aquel escenario de horror permanente, de noches en blanco o sueños breves que serpenteaban entre ríos de sangre y miembros mutilados... Un mundo sin demonios.
Una visión hacia la que se precipitó sin dudar, más temeroso de que la entrada del túnel se cerrara súbitamente, que de la profundidad de aquel salto sin retorno. Con la mirada vidriosa y sus oídos rechazando una avalancha de sonidos inconexos, Wade Sutton se metió el cañón de la pistola en la boca y disparó.