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—¿Es efectiva? —preguntó Groote. Apenas se acordaba de respirar. Es este, Amanda, aquí está el milagro que te salva y te pone buena. Había volado desde el condado de Orange hasta Albuquerque, luego había conducido una hora para llegar a Santa Fe. El cansancio por la larga noche de espera antes de matar al contable se había evaporado—. ¿De verdad es efectiva?

En la sala de conferencias del hospital, el doctor Leland Hurley sonrió ante su pregunta, ante su esperanza. Hurley comenzó a hablar de nuevo sobre aflojar la vívida carga emocional del más horrible de los recuerdos, soltando un glosario de sustancias químicas para tratar el cerebro: epinefrina, propanolol, superbloqueadores beta, receptores adrenérgicos. Hurley habló sobre devolver a los pacientes una vida normal, mientras en lo único que podía pensar Groote era en si el tratamiento funcionaba realmente.

La mayoría de los pacientes descansaban dentro de los pequeños pero cómodos cubículos que tenían por habitaciones, tras tomar una cena tempranera. Al final del pasillo principal de esta planta se ubicaba una gran sala grupal donde se reunían para hablar.

—Aquí tiene algo que no verá todos los días —aseguró Hurley, conduciendo a Groote por una puerta en la que ponía «Tratamiento de realidad virtual. Silencio, por favor».

Se trataba de una sala oscura dividida en dos por una pantalla de cristal y abarrotada de ordenadores adosados a las paredes. Al otro lado del cristal, un joven tenía prendidos cuatro cables elásticos que salían del techo. Llevaba un mono blanco ajustado plagado de cables y pequeños artilugios que Groote sospechaba servían para medir los latidos del corazón, la respiración y otras funciones vitales. Un extraño casco le cubría los ojos y las orejas. El paciente pendía laxamente de los cables, casi sin moverse, solo se agitaba de vez en cuando ante las escenas que se reproducían en sus gafas. En una pantalla se veía lo que parecía una película animada por ordenador, que mostraba un oscuro pasillo humedecido por la lluvia por el que tres hombres caminaban juntos. Uno portaba una cadena, otro un cuchillo.

—¿Qué son estas escenas? —preguntó Groote.

—Recreamos sus traumas —dijo Hurley con una sonrisa rajada a cuchillo en el rostro—. Realizamos exhaustivas investigaciones y entrevistas para averiguar todos los detalles de sus traumas individuales, entonces creamos un escenario generado por ordenador acorde con esos detalles. Nosotros lo vemos en la pantalla, él en las gafas, así la inmersión es mayor. Como ve, es una especie de videojuego adaptado a sus circunstancias, una herramienta para que se enfrenten a sus miedos. Ayuda al procesamiento de los recuerdos de aquellos pacientes que aún no están listos para contar abiertamente sus experiencias, de tal modo que puedan discutir sobre ellas. Así, el medicamento, llamado Frost, puede ser capaz de debilitar esas malas experiencias. Este sujeto fue atacado y casi muere durante un brutal atraco en Washington. Ahora está viviendo una recreación de ese asalto.

—Realidad virtual —dijo Groote—. No es necesario para que el medicamento funcione, ¿verdad?

—A nosotros nos sirve como un medio de camuflaje para el Frost. Todos los pacientes creen que se está probando la efectividad del tratamiento de realidad virtual. No saben que se les está administrando Frost.

Groote frunció el ceño.

—No saben que son cobayas.

—No. No podemos permitirlo. Es importante no publicitar la investigación, ya que se la vamos a vender a una empresa farmacéutica que la tomará como propia de sus laboratorios.

El joven se agitó en los cables de suspensión, comenzó a gemir y pedir ayuda al tiempo que en la pantalla los gráficos generados por ordenador le atacaban con cadenas y navajas. Un técnico, que estaba sentado al mismo lado del cristal que Groote y Hurley, le habló al paciente con palabras reconfortantes para calmarlo.

—Tengo entendido que su hijastra sufrió un trauma interesante.

¿Interesante? Bonita palabra. Este tipo es una rata de laboratorio.

—Es mi hija. La adopté. Iba con su madre por una carretera junto a un barranco cuando las dispararon desde otro coche y las echaron de la calzada. Las dos quedaron atrapadas entre los restos del vehículo. Mi mujer murió a las pocas horas, mi hija estuvo inmovilizada treinta y seis horas junto al cadáver de su madre hasta que la encontraron. —Se quedó sin aire en el pecho. Le sorprendió lo fácil que había sido compartir el horror de su familia con un hombre que le era casi desconocido. Sin embargo, sabía que esta vez tenía ante sí una ocasión de oro para Amanda, la razonable posibilidad de un futuro para ella alejada de pasillos alicatados, sedantes y vigilancias de veinticuatro horas—. Los médicos no han sido capaces de ayudarla. Intenta constantemente hacerse daño a sí misma.

—Su cerebro se enfrenta continuamente al recuerdo traumático. Este recuerdo se fortalece, se consolida, como nosotros decimos, y lo mismo el trauma asociado a él: las pesadillas, el miedo, la paranoia —explicó Hurley—. En el caso de su hija, todo es una reacción al poder del recuerdo. Sospecho que tiene miedo a subirse a un coche, y pensar en su madre la sumerge en un estado disociativo en el cual regresa al trauma mismo, o quizás se inflige heridas porque cree que ella debería haber muerto junto a su madre.

—Sí —dijo Groote.

Hurley señaló al hombre en la sala de realidad virtual.

—La mayoría de las investigaciones destinadas a adormilar el recuerdo traumático, ya que borrarlo por completo es imposible, consisten en introducir bloqueadores beta en el paciente, eso ayuda a que el recuerdo no se consolide. Cuando tenemos una experiencia aterradora, nuestro cerebro activa hormonas del estrés, neurotransmisores y receptores beta periféricos. Yo lo llamo el «zumo del miedo» —dijo Hurley sonriendo—. Esas sustancias químicas mejoran el recuerdo del suceso traumático. Tenemos la capacidad de interferir de inmediato en la formación de un recuerdo traumático si introducimos antagonistas beta-adrenérgicos como el propanolol, de tal manera que el trauma del recuerdo nunca llega a exprimir del todo ese zumo del miedo, dicho simplemente.

Groote asintió.

—Di clases de química en la universidad, soy capaz de entender una explicación técnica.

Hurley sonrió como si no se lo creyera.

—Por supuesto. El recuerdo traumático se consolida en varias regiones del cerebro, no existe únicamente en un determinado grupo de células que podamos destruir. Cuando el paciente tiene el recuerdo, como está haciendo ahora este chico, es también cuando ese recuerdo es más frágil químicamente. Nos proporciona la mejor oportunidad para atenuarlo, hacer que su impacto sea menos debilitante. Levantas el recuerdo de la cama donde se ha acostado en tu cerebro; es como arrancar una rosa de su lecho de tierra. Si no lo tratas, el recuerdo vuelve a echar raíces, más fuertes y profundas.

»Sin embargo, si los debilitamos químicamente durante la reconsolidación, al menos pueden quitarse las espinas, por decirlo de algún modo. El problema de los primeros experimentos era que había que administrar los bloqueadores beta justo después de que se produjera el trauma, por lo tanto, no se podía hacer nada con aquellos pacientes que sufrían traumas de larga duración. Hasta que llegó el Frost. Es un cóctel de fármacos, bueno, una combinación, que suena mejor. Son de distintos tipos; un superbloqueador beta sintético para reducir el zumo del miedo y un nuevo inhibidor de síntesis proteínica para evitar que los recuerdos aterradores se consoliden.

En la pantalla, uno de los atracadores animados por ordenador le dio una brutal patada en el pecho al hombre y le puso una navaja en la garganta. El paciente permaneció quieto, ladeando la cabeza un poco hacia un lado, como si estuviera ante una escena que le provocaba un ligero interés.

—¿Me está diciendo que el Frost podría hacer que este hombre acabara por olvidar este ataque?

—No del todo. Lo que el Frost hace es eliminar el trauma del ataque, evita que el recuerdo se fortalezca. El Frost le quita los dientes para que no muerda, de tal modo que al rememorarlo no causa los efectos del estrés postraumático. —Hurley se dio golpecitos en el labio inferior con el bolígrafo y sonrió con orgullo—. Este hombre sufrió su trauma hace dos años. Hace cuatro meses se sumergía en un estado disociativo cuando veía la recreación por ordenador. Ahora, tras el tratamiento con Frost, su ritmo cardíaco se eleva, se pone nervioso, pero no tiene miedo.

—Es una cura.

Hurley sonrió.

—Funciona. Siempre que se use en combinación con una terapia que refresque el recuerdo, como la sala de realidad virtual o una terapia psiquiátrica estándar. Venga conmigo.

Salieron de la sala de realidad virtual y Groote siguió al doctor hasta su desordenado despacho, al otro lado del pasillo. Hurley se sentó en el escritorio y tecleó algo en su ordenador.

—Los cuarenta y seis pacientes a los que se ha administrado Frost sufrían severos síntomas del síndrome de estrés postraumático, momentos extremos en los que se perdían en sus recuerdos, pronunciadas ansiedades y, en ocasiones, un comportamiento inadaptado. Todos ellos han mostrado una mejoría estable en la reducción de su trauma usando el fármaco del recuerdo, contrariamente a los del grupo de control de cuarenta y seis pacientes que recibieron placebos azucarados. Es una muestra pequeña, pero suficiente para interesar a las empresas farmacéuticas.

—Y esa Allison Vance sabe lo del programa.

—No sabe nada sobre el Frost, solo lo de la realidad virtual. No obstante, creo que sospecha que les estamos administrando algo a los pacientes. La pillé tratando de sacar una muestra de sangre del laboratorio; me dijo que pensaba que el paciente era seropositivo y que deberíamos hacerle la prueba.

—Eso no es del todo descabellado.

—Me sugirió que creía que las muestras de sangre tenían una historia detrás —prosiguió Hurley—. Si se apoderara del Frost o supiera de la subasta del producto entre las compañías farmacéuticas podría causar problemas.

—¿Esas empresas no podrían desarrollar esto por su cuenta?

—Piense en cuántos anuncios de fármacos ve. El presupuesto que destinan a marketing es muy superior al de investigación y desarrollo. Nosotros sacaremos beneficios, ellos también. —Hurley devolvió sus ojos al ordenador.

Groote se cruzó de brazos.

—Y Quantrill, ¿dónde consiguió Frost?

—No lo sé.

—¿Lo robó? Es un ladrón, aunque se le califique con el bonito título de consultor. —Hurley no respondió. Groote se incorporó hacia delante—. Pues eso pienso. No quiere que las empresas farmacéuticas sepan de dónde ha sacado el Frost, ¿verdad?

—No sabría decirle, señor Groote.

—¿Por qué está Allison Vance metida en esto?

—Es reservada, bastante nueva en la ciudad, no tiene conexiones con la comunidad psiquiátrica local. Necesitaba a una ayudante para que se encargara de las evaluaciones. Era barata y eficiente. A sus pacientes les gusta.

—Podría robar una muestra de Frost y hacer que la analicen.

—Yo mismo administro todas las dosis. No se ha perdido ninguna.

—¿Cómo las controla?

—Las cuento.

—¿Son cápsulas sólidas? ¿Podría sustituirlas por otras falsas?

El rostro de Hurley se tornó escarlata.

—Está sobrevalorando a esa doctora. No recurriría al robo. Llamaría a las autoridades si estuviera preocupada.

—Entonces podemos comprarla si levanta la liebre.

—Allison no es de las que se compran con dinero. Es altruista. Siempre anda diciendo que los pacientes son lo primero.

—¿Por qué no simplemente la traemos, la sentamos y le hacemos un interrogatorio?

Hurley soltó una risita nerviosa.

—No doy el perfil de brazo fuerte capaz de encargarse de esas cosas. Para eso está usted aquí.

—No ha acudido a las autoridades para destapar la historia.

—Allison nunca acusaría a nadie al azar ni daría un mal paso. Si pasa cinco minutos con ella verá que es una persona cauta, como la mayoría de los psiquiatras. Puede verla si quiere, tenemos vídeos de ella entrevistando a sus pacientes… —Abrió un cajón con una llave y de repente se quedó lívido.

—¿Qué pasa? —preguntó Groote.

—Guardo aquí copias en deuvedé de toda nuestra investigación. No están.

Frost. A la mierda. La presión regresó al pecho de Groote.

—Solo son copias, tendrá los originales en el disco duro…

—Ese no es el asunto. Si Allison quisiera sacarnos a la luz, tiene las pruebas en esos deuvedés.

—Quizás los ha puesto en otro lugar.

—No, hago una copia diaria y los guardo bien. Solo yo tengo la llave. —La voz de Hurley bordeaba el pánico.

—¿Está Allison aquí ahora?

Abrió una ventana en el ordenador que mostraba las tres entradas y salidas del hospital, además de un control del uso de las claves informáticas de los trabajadores.

—No, no está.

—¿Dónde podría encontrarla?

—Probablemente en su consulta. Está en la avenida Palace, cerca del Plaza.

—¿Cuánto hace que se fue?

Hurley tecleó algo. Dos de las pantallas de vídeo permanecieron abiertas, una mostraba a Allison Vance saliendo del edificio, los números de debajo indicaban que a las diez de la mañana. En el otro vídeo se veía a un hombre joven, ataviado con una bata de paciente, mirando por encima del hombro mientras se acercaba a una puerta. El contador mostraba que eso había sucedido hacía diez minutos.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó Groote.

—Un paciente, Nathan Ruiz. ¿Qué demonios hace con una tarjeta? Lo vemos porque la tarjeta que usa tiene el mismo código que la de Allison… los guardas deberían haberle visto salir.

Groote sacó el brazo de debajo de la chaqueta.

—No sé cómo ha podido cruzar todas las puertas y llegar aquí arriba —dijo Hurley.

—Es el ladrón.

—No puede ser ese tipo, está completamente acabado, y los pacientes no saben nada sobre el Frost —dijo Hurley—. Yo me encargo de él. Usted encuentre a Allison y vea si tiene esos archivos.

—No es el fin del mundo, ¿verdad? Sigue teniendo la investigación original.

—No sea idiota. La persona que sea puede darle el Frost a Sanidad y sacarnos a la luz pública. No venderíamos nada. —Negó con la cabeza—. No habría fármaco para su hija —dijo Hurley en tono tenso y franco al tiempo que avanzaba por el pasillo.

Groote lo adelantó y lo dejó atrás.