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—Me has hecho perseguirte, tío. —Groote se arrodilló junto a Nathan, sin dejar de apuntar a la cabeza de Celeste—. Ahora basta de lucha, ¿de acuerdo? Eso solo servirá para haceros daño.

La boca de Nathan tembló.

—No. No.

—¿Estás pensando en el tiempo que pasamos juntos? —dijo Groote—. No me agrada hacerle daño a la gente. Pero sin dolor para ti, no hay ganancia para mí. Háblame y no volveré a sacar al señor Destornillador. Al menos no para ti. —Agarró a Celeste, que había salido de debajo de Nathan.

—No —dijo Nathan—. No le hagas daño.

—Entonces ayúdame, Nathan. —Recorrió el nuevo peinado de Celeste con el cañón de la pistola—. Quiero saber dónde están el Frost y Miles Kendrick.

—Miles se ha ido —dijo Celeste antes de que Nathan pudiera responder—. Ha ido a por el Frost —añadió.

—Estás cooperando, señorita Brent —dijo Groote.

Celeste tragó saliva.

—No quiero que nos dispare.

—¿Cuándo estará de vuelta?

—En una hora. No estoy segura —dijo Celeste.

—Estabas perdiendo el culo para salir corriendo de aquí —dijo Groote—. He oído que te encanta estar bajo techo.

—Nathan me sacó de quicio —explicó.

—Causa ese efecto en la gente —dijo Groote—. Ahora sois vosotros quienes me sacáis a mí de quicio, y estáis eligiendo a la persona equivocada para hacer eso…

Sonó el teléfono.

—Déjalo sonar —ordenó Groote.

—Si es Miles —dijo Celeste sin perder la calma—, esperará que conteste. Se preguntará dónde estamos. Si no respondo, estará prevenido al venir.

Groote la impulsó hacia el teléfono.

—Responde. Si le adviertes, mato al soldadito de plomo. —Cogió a Nathan del pelo, lo atrajo hacia él a empellones y presionó el arma contra su sien.

Celeste descolgó el teléfono.

—¿Sí? —Ni ella misma entendía la calma inusitada de su voz. No hubo respuesta, solo oía una respiración al otro lado de la línea—. Sí, estamos bien —dijo, arrepintiéndose de repetir la afirmación, preguntándose por qué Miles no hablaba.

—¿Está ahí Groote? —dijo la voz desconocida de un hombre con un leve acento de Boston.

—Sí —dijo de nuevo.

La línea se cortó.

—De acuerdo, Miles, adiós. —Colgó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Groote.

—Me hacía saber cómo va la búsqueda.

—La de Edward Wallace.

—Sí, pero Wallace no está en casa. Miles va a esperarle, traerá comida cuando vuelva. —Se sentó en la cama. Le picaba la piel. ¿Qué demonios era esa llamada?, ¿quién era ese hombre?—. No hemos comido en varias horas.

—Pobrecitos. —Groote se rascó el vendaje de su nariz rota y se preguntó si había sido Miles el que le había dado tal paliza.

—Te vi en la primera temporada de Supervivientes. A mi mujer le encantaba ese programa. Sé que puedes ser una zorra tramposa.

—Jugué limpiamente. —No se podía creer el tono de su propia voz, lleno de rabia.

—Da igual. Tu rostro es conocido. Vas a ser un problema para mí.

Le invadió el terror. Ahora que Groote creía que Miles volvería pronto con el preciado Frost, ni ella ni Nathan le hacían falta. No iba a dejarla salir de la habitación. El arma llevaba puesto un silenciador y sus manos eran lo bastante grandes como para romperle el cuello. Sus ojos, empequeñecidos por el cansancio sobre el sucio vendaje de la nariz, la miraban sin compasión.

No podía sentarse en esta habitación desvencijada y esperar a la muerte, otra vez no. No iba a aguardar a que un hombre entrara por esa puerta y fuera asesinado mientras ella se ahogaba en el miedo. Otra vez no.

—¿Por qué haces esto? —le preguntó Nathan a Groote.

—Mi jefe quiere recuperar su propiedad —dijo Groote. Le dio un golpecito a Celeste con el arma—. Tú. Dime, ¿funciona?

—¿El qué? —Celeste levantó la vista de su regazo.

—El Frost, ¿funciona?

—¿Por qué le importa?

—Curiosidad. —Su tono era plano, pero notó el calor en sus ojos cuando hizo la pregunta.

—¿Me pregunta si el Frost funciona para saber si merece la pena matarnos por él? Bueno, tengo demasiado miedo para decírselo. —Hizo que su voz temblara—. Si me entra el pánico me pongo a chillar.

—Nada de gritos —ladró Groote bruscamente—. Si gritas, mueres.

Se puso las manos en la boca, fingiendo estar ahogando un grito. Respiró profundamente dos veces y luego bajó las manos.

—Necesito… mi medicina. Por favor.

—Ni hablar. Cállate y quédate ahí sentada.

—Déjala que se tome su antidepresivo, tío —dijo Nathan.

Groote le dio una patada en el pecho que le hizo rodar por los suelos.

—No quiero escuchar vuestros lloriqueos. Estoy increíblemente cansado de vosotros.

—La pastilla está en mi bolso, en la habitación de al lado. —Se dio un manotazo en el pecho, como si estuviera conteniendo un aullido que le subía por la garganta—. Tengo también sedantes para Nathan.

Al ver el cambio en la expresión de la cara de Groote, de un ceño fruncido a una expresión casi normal, Celeste comprobó que el hombre había tomado la decisión que ella esperaba. Darles medicamentos a sus rehenes haría que fuera más fácil tenerlos bajo control. Groote apuntó a Nathan con el arma y le hizo ponerse en pie.

—Vamos, soldadito de plomo. Intenta algo y te quedas sin dientes.

Celeste caminó hasta la otra habitación, con Groote y Nathan un paso por detrás. Se acercó al bolso.

—Mal —indicó Groote—. Cógelo por debajo, señorita Brent, tíralo todo al suelo. Nada de trucos.

Hizo lo que le decían y sus cosas acabaron en una pila sobre la grasienta moqueta gris. Lápiz de labios, las gomillas que le trajo Miles, su monedero, un cuaderno negro, un frasco vacío de pastillas, la cartera y el móvil apagado, tal como ordenó Miles para que la compañía no pudiera detectar su posición. Se agachó sobre sus cosas.

—Las manos fuera del móvil. Échamelo con el pie —ordenó Groote.

Obedeció. Groote rompió el teclado y la pantalla con el talón.

Mientras, ella abrió el frasco. Vacío.

—Oh —dijo—. No… no me quedan. —Se resbaló y puso la rodilla sobre el monedero.

—Estúpida —dijo Groote. Ella permaneció de rodillas.

—Levanta, soldadito de plomo, a la cama, voy a ataros juntos.

Celeste se levantó, cerrando el puño en torno al monedero. Dejó caer el dinero y tiró al suelo el monedero. Entre los suaves y gastados billetes, el afilado borde de la cuchilla le mordió el dedo. Se la escondió en la mano.

Groote no se dio cuenta de nada. La lanzó contra la cama, al otro lado de Nathan.

—Si alguno de los dos se mueve, acaba muerto —dijo Groote.

Por favor, átame a mí primero, pensó. Nathan podría ayudarla a luchar en el momento que se acercara a ella.

No obstante, ató primero a Nathan. Para ello tiró del cable del teléfono de la pared, hizo que colocase juntos los pies y las manos, arrancó un pedazo de almohada y se lo introdujo tan hondo en la boca que prácticamente corría el riesgo de ahogarle.

No te muevas, se dijo a sí misma.

No había otro cable de teléfono en la habitación, así que Groote soltó la cuerda de la cortina y se acercó a ella.

De rodillas en la cama, puso las manos delante del cuerpo, como esperando a que la esposaran, y antes de que la atara le dijo:

—Me quedan todavía gran parte de los cinco millones que gané. Son suyos. Déjenos ir.

Y como creía que estaba suplicándole, no luchando, él se detuvo.

—Me importa una mierda tu dinero.

—No se me puede atar. Por lo que me ocurrió… cuando mi marido murió. —No le resultó difícil darle un tono medroso a su voz. Tenía miedo de lo que podría pasarle si no lo detenía—. No me ate, sé dónde están los datos sobre el Frost.

—¿Dónde?

Alzó la mandíbula.

—No quiero que Nathan lo oiga.

Se imaginó que Groote iba a llevarla a la habitación contigua, pero él estaba demasiado ansioso para esperar. Acercó la cabeza a ella, una ocasión que podía ser única. Celeste le lanzó una bofetada, y como mantenía la cuchilla bien fijada entre sus dedos, la hoja cruzó la cara de Groote e hizo una línea roja a lo largo de la mejilla, cerca del ojo.

Groote trastabilló sorprendido hacia atrás, y ella atacó de nuevo, pero esta vez el hombre le apartó el brazo gruñendo como un animal enrabietado. El gruñido se tornó en grito. Celeste buscó la garganta con la cuchilla. Groote le asestó un puñetazo en el lateral de la cabeza y Celeste cayó por un lado de la cama. Le pisó la muñeca con fuerza, la forzó a abrir los dedos y la cuchilla se le escapó de ellos.

—Es la hora del señor Destornillador. —Su voz sonaba rota—. Me has cortado, zorra, más vale que no me quede cicatriz, más vale que no asuste a Amanda… —Dejó de hablar y ella luchó, mordió, pateó. Las manos de él trataban de taparle la boca y la cargó hasta el baño con la cabeza por delante. La puso boca abajo, de tal forma que los pies rozaron el yeso del techo.

—¿Dónde está el Frost? ¿Dónde?

—No lo sé —comenzó a decir y luego vio el retrete abierto acercándose a ella. Se las arregló para coger un poco de aire antes de que le metiera la cara en el agua poco profunda.

Celeste se revolvía, pero él la sujetaba por las piernas y las manos con sus grandes brazos, y le sostenía la cabeza en un ángulo preciso para que diera en la porcelana. No es la primera vez que hace esto, pensó en mitad de su sorpresa.

—¡Sí lo sabes! ¡Dímelo! ¿Dónde está? —gritó.

Lo único que podía hacer ella era seguir dando patadas para dificultarle su intención de ahogarla.

El aire explotó en sus pulmones buscando liberarse. Se asfixió, respiró agua y entonces, en ese preciso momento, él la dejó. Cayó sobre las frías baldosas, tosiendo, saboreando su propia sangre en los labios.

—Señorita Brent, ¿se encuentra bien?

La voz del teléfono. Un hombre de cincuenta y tantos años, con el pelo oscuro como el carbón, la piel pálida y la pistola más grande que jamás hubiese visto entre las manos la observaba desde arriba. Apuntaba el arma a la cabeza de Groote.