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Miles forzó la puerta con un añadido especial que traía el señor Destornillador de Groote, sin querer pensar que esa fue el arma con la que torturó brutalmente a Nathan.

El pestillo dio un chasquido y Miles empujó la puerta muy débilmente. Groote estaba detrás de él, con la pistola preparada. Esperaban oír el zumbido de una alarma. No fue así.

Quantrill no había activado el sistema, eso significaba que no se había ido a la cama aún. Probablemente estaría arriba en su despacho tratando de convencer a los compradores de que no acudieran a la subasta de Sorenson, asegurándoles que todo iba bien, que él tenía el único y verdadero Frost.

Miles se guardó el destornillador en el bolsillo trasero y siguió a Groote dentro de la casa. Oyeron el ruido distante de un disparo, luego el ensordecedor estallido de la artillería, el rumor de un avión, una orquesta in crescendo y la música acompañando a la batalla, todo ello procedente de la puerta entreabierta de la sala de estar.

—Guardias —le dijo Groote a Miles sin emitir palabra—. Están viendo una película. —Le hizo un gesto a Miles señalando las escaleras—. Despacho. —Le hizo otro gesto para que subiera.

Miles ascendió por las escaleras. Groote esperó, con la pistola lista. Si los guardias se estaban quietos delante de la peli, no había de qué preocuparse, no hacía falta matarlos.

Quantrill estaba con la cabeza echada hacia atrás, sentado en una silla frente a su escritorio vacío. Un punto rojo adornaba su frente, tenía los ojos entreabiertos.

Miles le tocó la garganta al cadáver. Estaba aún caliente.

Su ordenador no estaba en el escritorio. Miles fue al baño anexo al despacho, cogió una toalla pequeña y la usó para abrir los cajones y registrar el armario que hacía las veces de archivo suplementario. No había ordenadores portátiles o PDA que pudieran albergar una copia de la investigación sobre el Frost o la lista de compradores. Ningún cedé o deuvedé o disco de ningún tipo. Todo limpio.

Sorenson estaba dejándolo todo limpio, cristalino, eliminando toda posible interferencia. No habían coincidido por poco con él o sus asesinos contratados.

Bajó al hombre de la silla para registrarle los bolsillos. La cartera estaba llena de dinero en efectivo y el móvil cerrado e intacto. Se guardó el móvil en el bolsillo.

Miles bajó las escaleras y se encontró a Groote en la posición donde lo dejó, con la pistola preparada. Los guardias seguían viendo la película. Miles entró en la sala de estar. Los dos guardaespaldas estaban espatarrados en el sofá con un gran bol de palomitas con mantequilla entre ellos y tres agujeros de bala en la cara.

—Bueno —dijo Groote—, supongo que Quantrill no me va a dar el cheque.

—Nos lo hemos perdido por poco, esto ha pasado hace apenas quince minutos. Sorenson les ha arrebatado a los compradores la posibilidad de ser fieles a Quantrill, ahora él es la única opción.

Groote se agachó a coger un puñado de palomitas. Miles trató de no vomitar al ver al hombre masticarlas despreocupadamente.

—Supongo que contactó con los posibles compradores, trató de disuadirles para que no participaran en la subasta y compraran algo de un ladrón. O puede que incluso los amenazara con sacarlo todo a la luz si compraban.

Miles le mostró el teléfono.

—Podríamos llamar a uno de los compradores. Teniendo un número de móvil puedo encontrar a cualquiera.

—Solo necesitamos a uno —dijo Groote con la boca llena de palomitas.

Cerca del muelle de Santa Mónica dieron con una cafetería que ofrecía acceso a Internet y Miles comenzó a trabajar. Averiguó que Quantrill pasó los últimos momentos de su vida llamando a un restaurante chino, a sus jardineros y a dos móviles que Miles creía pertenecían a los devoradores de palomitas. Al final, dio en el clavo con el quinto número. Pertenecía a James Bradley. Una búsqueda en Google de ese nombre junto con la palabra «farmacéutica» le reveló que vivía en Boston y trabajaba para la consultoría que asesoraba a Aldis-Tate, una de las mayores compañías farmacéuticas sitas en los Estados Unidos.

—Este es nuestro chico —aseguró Groote—. Sorenson me aseguró que trabajaba para Aldis-Tate cuando vino al hospital.

El listado de llamadas indicaba que esta fue larga, duró alrededor de media hora.

—Una conversación larga —dijo Miles—. Eso sugiere que discutieron los detalles, y eso significa que Quantrill pudo resultar persuasivo a la hora de boicotear la segunda subasta.

Groote frunció el ceño.

—¿Entonces piensas que Bradley se cagó?

—Averigüémoslo. Dame un segundo. —Llamó al número de Bradley y esperó.

—No lo jodas todo —dijo Groote en voz baja.

—¿Hola?

—¿Señor Bradley?

—¿Sí?

—Hola, señor, soy Corey, de la compañía de seguridad de tarjetas de crédito Ironlock. Estoy comprobando un cargo cancelado que ha activado la alarma en nuestros sistemas. ¿Ha cancelado un vuelo recientemente, señor?

—Oh, sí. Hoy.

—¿Un vuelo a Austin, señor?

—Bueno, sí… —Se sucedió un largo e incomodo silencio—. ¿Me repite quién es usted?

Miles habló con una eficiencia hiperactiva.

—Señor, comprobamos cualquier cancelación que active alguna alarma, ya que aseguramos a las compañías de las tarjetas de crédito y les pagamos el seguro de cancelación del cargo. Estamos investigando a un par de aerolíneas que hicieron cargos falsos para luego cancelarlos inmediatamente, de tal modo que nosotros nos vimos obligados a pagar. Si en este caso es una cancelación correcta, no hay problema, le agradezco su tiempo. —Colgó—. Creo que este canceló. Se quedó helado cuando le mencioné Austin.

—Eres un gran mentiroso. ¿Existen esa clase de seguros?

—No tengo ni idea. —Miles llamó a los números siguientes en el listado.

Tuvo suerte a la tercera. Quantrill había llamado a ese número tres veces seguidas, la primera vez durante cuarenta segundos; las otras dos, la comunicación duró apenas diez.

—O bien se trata de una novia enfadada —dijo Groote— o era alguien que no quería hablar con Quantrill. —Alzó una ceja—. Eres bueno en esto.

El nombre del tipo era David Singhal y era un antiguo vicepresidente de investigación en una compañía farmacéutica suiza que ahora llevaba una consultoría de investigación ubicada en Los Ángeles. Miles buscó su nombre en el buscador de imágenes de Google y encontró una foto de Singhal perteneciente a una entrevista en un diario de negocios europeo. Era un hombre de cincuenta y tantos, aspecto culto, ojos inteligentes y una perilla grisácea. Miles marcó el número.

—Hola, ¿señor Singhal?

—¿Sí? —Tenía un cerrado acento británico.

—Hola, soy James de la empresa de seguridad de tarjetas de crédito Excelsior, trabajamos con VISA y con American Express, y tenemos una pregunta sobre su cuenta, ¿ha cancelado recientemente una reserva de vuelo a Austin?

Singhal era más cauteloso que Bradley.

—Disculpe, ¿para quién trabaja?

Miles lo repitió.

—Trabajamos para las compañías de tarjetas de crédito, intentamos hallar una solución a la corrupción de una base de datos. La discrepancia surge en una versión de la base de datos de la tarjeta, que dice que ha realizado un cargo en un vuelo entre Los Ángeles y Austin, mientras que la otra base de datos reconstruida afirma que ha cancelado ese cargo.

—Voy a tener que llamar a mi compañía aérea —dijo Singhal—. No voy a darle el número de mi tarjeta de crédito por teléfono.

—Oh, claro, señor, eso es muy inteligente por su parte, nunca haga tal cosa. —Lo intentó—: Puedo arreglar el error en la base de datos para que no exista confusión sobre el estado de su billete. ¿Era su vuelo de la compañía Southwest?

Singhal colgó.

—Muy bien —dijo Miles—. Ahora llamará a la compañía aérea y le dirán que todo va bien.

—Dame el teléfono. —Miles se lo tendió y Groote marcó un número, habló con tranquilidad, marcó otro número, dio un código. Colgó, rellenó las tazas de nuevo y se sentó. Sonó su teléfono y escuchó lo que su interlocutor le dijo antes de volver a colgar.

—David Singhal está en el vuelo de la TransWest de mañana por la mañana a Austin. Me volverán a llamar si cancela su reserva.

—¿Cómo has averiguado eso?

—Un contacto en el FBI.

—El gobierno controla las listas de pasajeros de las compañías aéreas.

—Supongo que no es una sorpresa.

—Bien —dijo Miles—. ¿Ahora qué?

—Ahora a dormir —dijo Groote.

Se detuvieron en un hipermercado abierto veinticuatro horas para comprar ropa y otras necesidades. Groote sacó dinero de un cajero. Cogieron una habitación con dos camas en un hotel cerca del aeropuerto.

Groote le dio las buenas noches y apagó la luz. Miles no podía dormir, tenía miedo de cerrar los ojos y que Andy volviera en mitad de sus sueños.

—¿Groote?

—¿Sí?

—Cuando estábamos conduciendo… no me llegaste a decir quién exactamente atacó a tu mujer y tu hija.

El silencio fue más largo en esta ocasión.

—Unos macarras, a los que el FBI había amenazado con investigar, pensaron que yo tenía algo que ver en la desmembración de las operaciones de su círculo. Una venganza errónea.

Quería preguntarle a qué círculo se refería. Si era alguno de los círculos que los Barrada le encargaron espiar… pero el único círculo del sur de California del que se ocupó eran los Duarte… y ahora todos estaban muertos.

—¿Quiénes eran los matones? ¿Traficantes de drogas?

—No importa.

—Entonces, ¿por qué dejaste el FBI?

—Ya no podía cumplir mis metas profesionales.

—¿Qué metas eran esas?

—Venganza —dijo Groote—. No quiero hablar más, Miles. Buenas noches.