22

Las sábanas le rozaban húmedas la cara. Celeste estaba echada en la cama como un cadáver en la morgue. No le quedaban más lágrimas por derramar.

Allison estaba muerta. Las pasadas veinticuatro horas habían estado colmadas por una pena que la había dejado atontada, sorprendida, presa de la negación de lo que había pasado. Celeste guardaba una pistola en la casa. La había cogido dos veces para luego devolverla a su cajón. No puedo, Allison me mataría. Entonces se echaba a llorar o a reír, cuando los buenos recuerdos de Allison se colaban entre su pena.

Salió de debajo de la sábana y se sentó en el taburete del baño para tocar la cuchilla, muy ligeramente. Podría cortarse, solo un poquito. Sabía que cortarse era un pasito atrás. La semana anterior se había sentido fuerte, más segura de sí misma que en muchos meses. El filo de la cuchilla centelleó, formando una línea perfecta. Como la línea que se dibujó en su vida antes de que Brian fuera asesinado, antes de que ella misma muriera por dentro y no supiera cómo resucitarse.

Presionó el filo de la cuchilla contra la carne del brazo. Una pequeña perla de dolor le subió por el cuerpo e inundó todo su ser.

¿Qué estás haciendo? La voz de Allison le resonó en los oídos. ¿De verdad quieres que una hoja afilada sea la respuesta a tu dolor?

Soltó la hoja y miró la sangre. Vio el rostro de su marido muerto y el rostro inerte de su asesino en aquella burbuja carmesí.

Allison se avergonzaría de ella. Detuvo la hemorragia, se aplicó un antiséptico y cubrió su debilidad con un vendaje. Le puso su cubierta a la hoja y la metió entre dos billetes doblados de veinte, en un compartimento de su bolso. De paso se colocó una nueva gomilla en la muñeca. Ella lo llamaba el condón de cortes, el pedacito de goma que aliviaría su adicción al dolor. Comenzó a azotarse fuertemente en la muñeca con la gomilla, una y otra vez, hasta que la fatiga se apoderó de ella y la náusea de su estómago. La urgencia por cortarse desapareció. Se acurrucó bajo las sábanas.

¿Llamar a la policía para decirles qué? ¿La tarde antes de que mi doctora muriera se presentó en mi casa actuando de manera extraña y usó mi ordenador? ¿Y qué? Eso solo atraería la atención de los medios hacia ella, de esa luz cegadora nunca podría escapar. Ya se imaginaba los titulares: «Antigua estrella de la tele relacionada con la muerte de una psiquiatra». No sabía nada, no había nada que decir.

Estaba en su habitación cuando Nancy Baird, que le hacía las compras y los recados dos veces por semana, se pasó a dejar la comida. Hoy era uno de esos dos días.

—¿Celeste? ¿Estás bien? —dijo Nancy desde la cocina.

—Sí. Estoy resfriada, por eso me quedo en mi habitación.

Nancy abrió la puerta.

—No me asustan tus gérmenes. ¿Quieres que vaya a la farmacia y te traiga alguna medicina?

—No —dijo Celeste desde su santuario bajo las sábanas.

Nancy, una mujer de cincuenta y tantos años a la que no le gustaban las tonterías, entró en la habitación y le puso una mano en la frente a Celeste.

—No estás caliente ni sudorosa.

—No, es la garganta.

—Déjame ver.

—Oh, en serio, Nancy, déjame sola.

—Ya pasas demasiado tiempo sola —aseveró Nancy—. Levántate y sal de la cama, niña.

—¡Déjame en paz! —gritó Celeste—. Deja la comida y márchate.

—No hace falta que grites —dijo Nancy sin arrugarse—. ¿Quieres que llame a la doctora Vance?

—No —dijo, sin añadir «está muerta, ¿acaso no lees los periódicos?»—. No. Yo solo…

—Estás triste y sola —dijo Nancy—. ¿Quieres venir a casa a cenar conmigo y Tony?

Una invitación que siempre le hacía.

—No, gracias. —Celeste luchó por que no salieran nuevas lágrimas—. Nancy, la doctora Vance ha muerto. —El rostro de Nancy evidenció su sorpresa. Celeste le contó lo que había pasado.

—Oh, Dios mío. —Nancy se sentó en el borde de la cama.

—El periódico dice que probablemente ha sido una explosión de gas, pero ¿y si no lo fue?, ¿y si alguien quería matarla? —Celeste se levantó de la cama para dar vueltas por la habitación. Se presentó sin avisar, actuó de manera extraña, me pidió que le guardara un secreto. Algo del hospital. No podía decirle nada a Nancy sobre la petición de Allison. Nancy llamaría a la policía, vendrían, luego la prensa… no. Nunca más. Pero debería llamar a las autoridades… contarles lo que dijo Allison. ¿Y si era importante? ¿Y si Allison fue asesinada? Ese pensamiento, uno que había estado guardándose, cayó sobre ella como una avalancha.

—Cariño, escúchame. —Nancy la rodeó con el brazo—. Fue un accidente, no creo que nadie quisiera hacerle daño a la doctora Vance.

—Trabajaba con locos. Somos peligrosos. —Celeste no paraba de darle vueltas.

—No estás loca, querida…

—Sí, lo estoy, estoy loca, Nancy. —Celeste renqueó hasta las cortinas y se apoyó contra la pared—. Es el precio que pago por no haber salvado a mi marido…

Nancy la condujo de vuelta a la cama.

—¿Apuñalaste tú a Brian?

—No… no…

—Entonces no lo mataste. Borra esa idea de tu cabeza. No eres responsable de su muerte. —Nancy negó con la cabeza—. No estás chiflada. Lo estarías si pensaras que el modo en el que vives es normal, y sabes que no lo es. Bueno, no vas a hacerte daño, ¿verdad?

—No —dijo—. No.

Nancy miró el vendaje recién puesto en el brazo de Celeste.

—Será mejor que me quede esta noche.

—No. Tienes una vida. Vívela.

—Me quedo.

—No me haré daño. Prefiero estar sola, de verdad. Por favor. Te llamaré si te necesito.

—Pasas demasiado tiempo sola. ¿Has comido hoy?

—El desayuno, antes de ver las noticias.

—Entonces voy a hacerte una sopa de verduras antes de irme. Te traeré un plato de queso y unas galletas saladas para que piques algo mientras la preparo.

—Deja de ser tan amable.

—Deja de actuar como si no te lo merecieras. —Nancy le dio un abrazo y Celeste se lo permitió, aunque no le gustaba mucho que la tocaran.

—Gracias, Nancy.

—No pretendo resultar insensible con lo de la doctora Vance —dijo Nancy—, pero puede que lo inteligente ahora sea buscar a otra terapeuta.

—No creo que pueda enfrentarme a otro psiquiatra ahora mismo.

—La doctora Vance no hubiera querido que tu terapia terminara.

—Tienes razón. —Se limpió las lágrimas de las mejillas—. Creo que voy a mirar el correo electrónico.

—Pasas demasiado tiempo en el ordenador. Cualquier día voy a desenchufar a ese monstruo y lo voy a tirar a la calle. Quizás así salgas de casa. —Nancy le apretó la mano y partió rumbo a la cocina.

Celeste se sentó en el ordenador. Allison se había sentado en esa misma silla, y parecía nerviosa, a la que saltaba. Ahora estaba muerta, y en circunstancias extrañas. Quizás una cosa no tenía nada que ver con la otra. Solo porque tuvieras un día raro y después acabaras muerto… No significaba nada.

El día en que murió Brian empezó gafado. La cafetera se estropeó, gorgoteó y se negó a hacer café. Al sacar los huevos del frigorífico se le cayó el cartón entero y claras y yemas se desparramaron por todo el suelo.

—Nena, iré a la tienda y me pasaré por el Starbucks —le dijo él entonces.

Ella no podía ir. Como en Atlanta, la reconocía todo el mundo, y uno de los dependientes siempre armaba mucho jaleo al ver a la ganadora de Supervivientes. Brian no estaba cuando el admirador perturbado llamó sonriente a la puerta y ella abrió creyendo que era un amigo, porque confiaba en él. Era el presidente de su club de fans. Entonces sacó la navaja y la pistola y le dijo que ella y Brian iban a morir en cuanto Brian llegara a casa con la docena de huevos y el café caliente.

Cerró los ojos, se agarró a la silla. Brian entrando, ella atada y el fan perturbado apretando la tela contra sus labios. Brian dijo:

—Nena, escogí café de Sumatra, espero que te guste.

Y su vida se hizo un gurruño y terminó, todo acabó, a la basura.

Tragó saliva como pudo. Pulsó la barra espaciadora del teclado para despertar al ordenador de su ensueño. Podría curiosear en el sistema para ver lo que hizo Allison. Antes de que Brian muriera, Celeste era una programadora experimentada; ahora su ordenador era su mejor amigo, aparte de Nancy.

Comprobó los mensajes enviados en su programa de correo electrónico. No vio nada inusual, Allison no envió nada desde la cuenta de Celeste. Lo siguiente fue mirar la historia de su navegador web.

Apareció la lista de páginas webs que había visitado el día anterior. Extraño. Celeste se pasó casi toda la mañana del miércoles en Amazon, comprando libros nuevos sobre estrés postraumático, pero eso no aparecía en el historial. Las páginas a las que accedió después de la visita de Allison, el blog de Víctor Gamby, el foro de los enfermos postraumáticos, CNN y eBay sí aparecían en la lista.

Eso significaba que cuando Allison usó el navegador borró el historial para no dejar pistas.

Celeste abrió todos los programas de Microsoft Office para examinar la lista de archivos abiertos recientemente y ver si alguno no le resultaba reconocible. No era así. Entonces Allison no había abierto ningún documento de Word o Excel, o había limpiado también el historial de estos programas.

¿Qué fue lo que dijo? Celeste arrugó la frente tratando de recordar. «Tengo los programas y los datos necesarios en un disco.»

—Celeste, el plato para picar está listo —la llamó Nancy—. Siéntate aquí conmigo mientras termino de hacer la sopa.

—De acuerdo.

¿Debería llamar a la policía? ¿Qué les iba a decir? La mujer que explotó por los aires, la loquera, vino a mi casa a navegar por Internet. Se preguntó si habría alguna manera de recuperar los historiales borrados. Se pondría a investigar en cuanto Nancy se fuera.

La cocina olía a caldo y a chile. Se sentó delante de un plato de galletas de trigo, uvas y queso Havarti. Comida. La necesitaba más que unas cuantas horas de llanto en la cama, aunque Allison bien merecía esas lágrimas.

—Gracias.

—De nada, cielo.

—Tienes razón en eso de que debo buscar a otro terapeuta —dijo Celeste—. Allison mencionó a un tal doctor Hurley en Sangre de Cristo. Le llamaré para concertar una cita.

Nancy le dijo que era una buena idea y se marchó. Celeste rebañó el plato de sopa. Sabía magníficamente. Estaba caliente, los chiles verdes le daban un sabor picante. Se tomó dos platos y se sintió mejor.

Abrió las páginas amarillas y encontró en ellas el nombre de Leland Hurley. Marcó el número del hospital, acabó en un buzón de voz donde dejó un mensaje diciendo que la llamaran para asignarle a un facultativo que continuara la terapia.

—Allison actuó de manera extraña el día que estuvo aquí, el martes, necesito hablarles de ello —añadió. Se sintió como una traidora, pero sabía que Nancy tenía razón, no podía dejar que la terapia terminara. Quería distraerse, así que se tiró en el sofá, encendió la tele y se dispuso a entretenerse con una vieja comedia de Bob Hope.

Sonó el timbre. Pulsó el botón del mando de la tele que mostraba la cámara de seguridad de la puerta principal. No conocía al hombre que estaba en la puerta. Sostenía un papel escrito a mano para que lo captara la cámara: «Sé lo del secreto de Allison».

Se quedó mirando la pantalla unos segundos, incrédula. El hombre saludó educadamente hacia la cámara.

Celeste pulsó el botón del portero electrónico.

—¿Quién es usted?

—Hola, me llamo Miles Kendrick.

—¿Qué quiere?

—Creo que usted puede tener información relevante sobre la razón por la que murió Allison —dijo el hombre sin apartar la mirada de la cámara.

—No hablo con desconocidos —dijo—. Váyase.

—Sé que prefiere estar sola. La entiendo. Pero creo que querrá hablar conmigo.

—¿De qué conocía a Allison? —acabó preguntándole.

—Me pidió ayuda. —Sacó otra nota y la puso delante de la pantalla. La leyó. Era claramente la letra de Allison, recta y limpia.

—¿Cómo sabe que yo sé algo? —le preguntó.

—Porque Allison me lo dijo —replicó—, que estaba metida en un problema y que podría confiar en usted.

Estudió su rostro durante cinco minutos. Con las manos temblorosas, Celeste cogió su pistola, sintiendo el poco familiar peso en las manos, y abrió la puerta.