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—¿Funciona? —preguntó Miles.
—Sí —dijo Amanda. Estaba sentada en el porche del hospital dejando que el viento besara su rostro—. Funciona. La magia reside en los bloqueadores beta, se cargan los malos recuerdos. Y en la terapia, claro.
—¿Crees que debería tomar la pastilla?
—Sí, pero no me gusta la parte de la terapia —dijo—. Se habla demasiado. La tranquilidad es mejor. Cuando nadie habla, oigo las voces de mi madre y de mi padre.
—Te querían mucho —dijo Miles.
—Eso ya lo sé. —Se rascó una cicatriz con forma de estrella que tenía en una esquina de la boca y Miles se preguntó cómo se la habría hecho—. ¿Vas a tomarte la medicina, Miles?
—No lo sé —dijo—. A veces el dolor nos hace más fuertes. Otras más débiles. No tengo claro de qué tipo es mi dolor.
—Deberías tomar la medicina —dijo—. Tanto sufrir hace que tu vida sea una auténtica mierda. —Se puso en pie—. Voy a ayudar a Nathan.
—¿Con qué?
Le anunció su proyecto con la ironía propia de su edad.
—Es una cursilada. Voy a pintarle un espejo.
—No te esfuerces mucho con eso.
—No. Es un espejo para cuando esté listo para mirarse en uno. Voy a pintar todos los escudos de los equipos de la NFL a los lados. Él sabe perfectamente que si lo rompe, lo mato. Creo que pronto podría estar preparado para enfrentarse a los espejos de verdad, así que será mejor que lo termine —anunció, y entonces se fue a seguir trabajando en ello.
Miles observó una nueva llegada desde el porche. El gobierno se apropió de Sangre de Cristo como parte de la investigación tanto de Quantrill como de Dodd. Víctor y su ejército de abogados negociaron un contrato, tras muchos brazos torcidos y persuasiones sutiles, para llevar a cabo un programa de comprobación del Frost en colaboración con una respetada compañía farmacéutica. Víctor y Celeste comenzaron a ponerse en contacto con gente activa en el mundillo de las páginas web sobre síndrome de estrés postraumático. Exsoldados de todo el mundo, supervivientes de abusos, de violaciones, de actos terroristas y de desastres naturales que no podían desembarazarse del trauma causado por sus devastadores recuerdos. Dos o tres veces al día llegaba alguien nuevo en un taxi, un coche de alquiler o, en algunos casos, en coche familiar. Entraban en Sangre de Cristo como si fuera la última esperanza. Víctor les llevaba café, hablaba con ellos, les explicaba la teoría, el potencial y los riesgos del Frost y, casi inevitablemente, todos se prestaban a formar parte de las pruebas. El gobierno, ansioso por comprar el trabajo de Dodd y Quantrill para promover un fármaco legal, buscaba una forma de lograr una rápida aprobación. Allison estaba en la celda de una prisión federal esperando a ser juzgada.
Miles encontró a Celeste caminando junto a un estanque artificial en la parte trasera de la propiedad. Estaba tirando guijarros al agua, de pie delante del estanque, lejos de los muros. Alzó el rostro para dejarse acariciar por el viento, por el sol.
—¿Qué estás pensando? —preguntó.
—Recordaba. No pensaba… solo recordaba. Tengo dos regalos para ti.
—No es mi cumpleaños.
—¡Sorpresa! Sí, lo es. Es un nuevo comienzo. Una nueva vida. —Sacó del bolsillo el papel que él le había dejado junto a la cama aquel día. Llevaban de vuelta en Santa Fe tres semanas. Ella no había mencionado la confesión, él no se la había pedido—. Esto es tuyo.
—Supongo que ese es mi carbón. —Miles miraba fijamente a sus propios zapatos.
—No pone la verdad. Sabes que no lo mataste.
—La cagué de todos modos. Si no le hubiera infundido ese pánico…
—No lo mataste, Miles, y el FBI se encargará del hombre que lo hizo. —Le obligó a coger el papel—. Ya no es una confesión, es el último capítulo de tu antigua vida. Yo me centraría en la nueva.
Partió la confesión en lentos y elaborados pedacitos, lentamente, y los tiró en las calmadas aguas.
—Me hablaste de dos regalos —dijo cuando terminó.
—Voy a tomar el nuevo Frost a partir de hoy.
Miles no dijo nada.
—No soporto los recuerdos de la muerte de Brian. Necesito el Frost para seguir adelante… —Le puso la mano en la mejilla, sin llegar a decir «nosotros»—. Para que podamos seguir adelante.
«¿Olvidarías el peor momento de tu vida?» Sabía que no había matado a Andy. El peor recuerdo de su vida no era ser un asesino, sino su incapacidad para salvar a Andy. No quería volver a sentirse incapaz. Ni tampoco solo.
Miró a la otra orilla. Andy estaba allí, negando con la cabeza, arrugando la cara.
—No, no lo hagas, Miles, no hagas que me vaya. Quiero quedarme. Siempre.
—¿Está allí? —preguntó ella.
—Sí, y está enfadado conmigo.
Celeste abrió la mano. Tenía una pastilla blanca en la palma, blanca como los pedacitos de folio flotando como confeti en el agua.
Miles cogió la pastilla de su mano. Se la puso en la boca, en la lengua. Celeste cerró sus dedos entre los suyos.
Miles se la tragó y abrió los ojos.
—Vayamos a cenar —dijo Celeste. Miles asintió, y ambos se apartaron del estanque, sin mirar atrás, porque, eso esperaba, no había nada que ver.