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Mañana del 8 de diciembre de 1642
Se puede temblar de miedo, de vergüenza, de fiebre o de dolor, pero, sobre todo, se tiembla de frío, pensaba Louis Fronsac tiritando en su apartamento. El frío, ese mal que no sólo paraliza el cuerpo sino que entorpece la mente, meditaba paseando de un lado a otro.
Desde hacía varios días helaba en París, y aquella mañana el fuego que crepitaba en la chimenea de su casa de la calle de los Blancs-Manteaux apenas conseguía calentar un minúsculo espacio de tres pies ante el hogar.
Así estaba. Tiritando, abrigado con una bata, los pies enfundados en las pantuflas forradas de piel. Entre escalofríos, intentaba leer y anotar —¡tarea harto difícil a causa de sus mitones!— un inventario preparado por la notaría de su padre sobre el que le pedía su opinión.
Louis Fronsac, exnotario y actualmente caballero de San Luis, había nacido hacía treinta años, el 1 de julio de 1613. Alto, delgado, moreno, el cabello largo hasta los hombros, un fino bigote sobre los labios, más ancho y retorcido en las mejillas, con una minúscula mosca en el mentón, como estaba de moda entonces, el joven parecía absorto en su trabajo.
En realidad, Louis hacía como que trabajaba, para acallar su conciencia. Su mente no estaba totalmente ocupada en el enojoso inventario, sino muy al contrario. Entumecido tanto por el frío como por las emanaciones soporíferas del hogar, algo soñador por los recientes acontecimientos que se habían producido en su vida, dejó vagar sus pensamientos.
Después de haber filosofado sobre el frío, se puso a pensar en Richelieu, a quien había visto el día anterior por última vez.
¡Armand du Plessis, el cardenal Richelieu! ¡El Gran Sátrapa! ¡El Hombre Iracundo! ¡El Verdugo! El primer ministro, también, había muerto hacía cuatro días.
Y él, Louis Fronsac, notario e hijo de notario, había estado mezclado indirectamente en los últimos y terribles complots que habían agitado el final de la vida del hombre que gobernaba Francia con mano de hierro.
Louis, sobre todo, había prestado un inmenso servicio al rey, así como a un fiel servidor de Richelieu: Julio Mazarino, y aunque el joven notario se había opuesto violentamente al terrible cardenal —¡quizás precisamente por ello!—, el rey lo había recompensado con el título de caballero de San Luis.
De modo que, de ser un simple notario, había pasado a formar parte de la clase privilegiada, admirada y odiada, deseada y envidiada: la nobleza. Y además, no había sido ennoblecido por haber comprado un cargo de magistrado o curial, como tantos burgueses, sino por las cartas de nobleza firmadas por Luis, rey de Francia, que le había otorgado una tierra señorial —Mercy—, situada al norte de París, y de la cual todavía no sabía nada.
Richelieu había muerto.
La víspera, pese al frío mortal, como miles de parisinos había acudido a las exequias del que había sido tan temido como odiado. El cardenal, vestido de un púrpura idéntico a la sangre que tanto gustaba verter, parecía todavía más terrible y cruel muerto que vivo. Louis había sentido una emoción tal, que había tenido pesadillas toda la noche.
El Gran Sátrapa había desaparecido y en París, liberado, corrían toda clase de rumores. Unos decían que el rey gobernaría solo; otros, que los que todavía estaban vivos y habían sido castigados, condenados y encarcelados por Richelieu, serían perdonados, liberados e incluso indemnizados.
En resumen, se iniciaba un nuevo reinado. El tercero para Luis el Tartamudo, tras el falso reinado en el que había gobernado Concini y el reinado postizo bajo el cardenal. ¿Sería este tercer reinado mejor que los otros?
Durante los últimos veinte años, Francia, efectivamente, se había engrandecido, pero pagando el precio de un completo descalabro económico y social. Y los españoles —nuestros enemigos— estaban al acecho, en los caminos del norte, apenas a dos días de París.
Louis también pensaba que nadie en la ciudad hablaría de Mazarino, el cardenal italiano con fama de pánfilo, cobarde y ridículo entre los que lo detestaban, pero divertido, cultivado, cálido y enérgico entre los que lo admiraban.
El joven caballero, que se había encontrado con él varias veces —la última hacía apenas cinco días, cuando Mazarino había ido al despacho de su padre para entregarle personalmente el título de nobleza—, había entrevisto tras la máscara de modestia del hijo del intendente siciliano una ambición desmesurada, tanto para sí mismo como para Francia. Louis había advertido, bajo la increíble flexibilidad de ese hombre que muchos tomaban por débil y cobarde, una voluntad de hierro y un coraje fuera de serie. Había observado, tras su aspecto bonachón y encantador, una inteligencia y una perspicacia prodigiosas.
Y, sobre todo, Louis se había dado cuenta de que este nuevo cardenal era el polo opuesto al Gran Sátrapa que lo había formado. Du Plessis era un bruto y un verdugo, mientras que Mazarino era hábil y calculador. Y a ese hombre, a quien Richelieu reprochaba con cierto desdén el buscar la paz, había servido Louis. Desde entonces lo apreciaba y admiraba profundamente.
Pero también lo deploraba, porque sabía que, como protegido del antiguo ministro, el italiano no sobreviviría políticamente a su jefe. Por otra parte, se murmuraba que volvería a Roma.
Y, sin embargo, pensaba Louis, el país tenía verdadera necesidad de la habilidad de Mazarino ahora que Francia y los franceses estaban arruinados. Ayer, sin ir más lejos, su madre le comentaba que el precio del trigo se había duplicado. Se hablaba cada vez más de las revueltas populares que estallaban aquí y allá. Su padre lo había informado de que el Estado había gastado el presupuesto de cuatro años y que él no hacía más que despachar expedientes. La riqueza estaba ahora en manos de alcabaleros y recaudadores —esos financieros que prestaban dinero al rey a cambio de recaudar impuestos y tasas—, y los impuestos, precisamente, eran cada vez mayores, cada vez más gravosos y cada vez más injustos.
Una idea sombría llevó a otra, y Louis se preguntó de nuevo por Mercy. ¿Qué clase de propiedad le había regalado el rey? Un señorío abandonado desde hacía mucho tiempo, había precisado Mazarino.
¿Un señorío? Entonces era un feudo con derecho de justicia, pero también una propiedad abandonada, sin duda saqueada y arruinada.
Al poco de anunciarle el cardenal Mazarino que se había convertido en el nuevo señor de Mercy, Louis había enviado a Gaufredi, su compañero más que su sirviente —un antiguo reitre de las guerras alemanas—, a informarse in situ.
Gaufredi se había ido hacía tres días, acompañado del primer oficial del despacho de su padre, que sería el encargado de estudiar la situación financiera del feudo. Con un poco de suerte, ambos estarían de vuelta hoy. Entonces, por fin, tendría noticias sobre la posesión. ¿Podría establecerse allí? ¿Y vivir como un castellano?
No se hacía ilusiones; Luis XIII era tacaño, y si le había regalado aquellas tierras sería porque probablemente no reportarían nada a la corona. Pero tal vez podría ponerlas en condiciones.
Estos pensamientos sobre su situación lo llevaron a Julie de Vivonne, la joven sobrina de la marquesa de Rambouillet, a la que no había visto desde hacía días. ¿Podría casarse con ella? Ahora era noble, y los problemas de un matrimonio desigual, tan graves cuando no tenía título, habían desaparecido en parte, pero no del todo, porque la familia Vivonne era de rancio abolengo y se remontaba a las cruzadas.
De todas formas, aún no se había establecido. No recibía ninguna renta, ningún sueldo. Louis sabía que ya no podría ejercer su profesión de notario, el único oficio que conocía. En esas condiciones, ¿cómo mantener una casa, una familia y una hacienda?
El joven estaba sumido en estas desagradables reflexiones cuando oyó a alguien subir ruidosamente la escalera de su modesto piso en la calle de los Blancs-Manteaux. Sonrió al reconocer el paso tumultuoso y agitado de su amigo Gaston. Vio su capa y se levantó para dirigirse a la puerta, que abrió de par en par.
Gaston de Tilly, flamante comisario de policía de la parroquia de Saint-Germain-l’Auxerrois —¡desde hacía cuatro días!—, entró franqueando el paso a una corriente de aire helado.
Ningún observador, ni siquiera el más despistado, habría podido hallar el menor parecido entre los dos hombres, sin embargo de la misma edad. Louis vestía con un sencillo y amplio jubón de lana negra de mangas acuchilladas de las que sobresalía su camisa inmaculada. Llevaba calzas, también negras, hasta las rodillas. La única concesión a la coquetería eran las cintas de seda negra anudadas a los puños de su camisa blanca. Dichas cintas, llamadas lacayos, eran un signo indispensable de distinción y solían llevarse no sólo en las mangas, sino también en el resto de la ropa.
Las de su amigo, chillonas, mal combinadas y a veces rotas, eran la prueba de que Gaston tenía otra idea de la elegancia; en su descargo debemos decir que la vida de comisario de policía era a menudo agitada. Para más inri, el hombre era bajo, ancho de hombros y pelirrojo. Su nariz chata, hocicuda, recordaba a un jabalí, al que se asemejaba también en el pelo abundante y espeso así como en la testarudez.
En efecto, Gaston de Tilly era combativo hasta la inconsciencia, tenaz hasta la grosería y franco hasta la inconveniencia. Sin duda por ello era el mejor oficial de policía de la ciudad, y hacía tiempo que gozaba de la aprobación de todos, incluido el terrible teniente Laffemas, que había logrado conservar su puesto tras la muerte de su jefe Richelieu.
Gaston y Louis se habían conocido durante sus estudios en el colegio de Clermont. La dura vida de internos los había acercado; después de levantarse a las cuatro de la mañana, tenían que trabajar hasta las ocho de la tarde con una única interrupción para una larga misa. En Clermont se pasaba mucho frío, la comida era escasa y los crueles profesores se ensañaban con los alumnos con castigos generalmente aplicados con un látigo.
Gaston, el hijo menor de una familia venida a menos, era rechazado por sus compañeros aristócratas. Sus estudios iban encaminados al estado eclesiástico. Sin embargo, había rechazado el hábito de los clérigos y se había enrolado en el ejército como oficial de baja graduación.
Entonces, ambos tenían dieciocho años. Louis se unía al despacho familiar, mientras que a su amigo podrían matarlo en cualquier campaña. Era injusto y se había sincerado con su padre, Pierre Fronsac, hombre de leyes muy escuchado por los regidores de París.
Fronsac padre había pedido, pues, a la corporación municipal, que apoyasen la candidatura de Gaston de Tilly como comisario investigador de la policía junto a uno de los comisarios de barrio.
El joven Gaston, les había explicado, conocía perfectamente las leyes, pero también tenía la tenacidad y la fuerza física necesarias para tal actividad. De hecho, los comisarios investigadores estaban continuamente en la calle para resolver asuntos criminales.
Por aquel entonces, la organización de los servicios de policía de la capital era particularmente compleja. La gendarmería dependía del preboste —el vizconde de París— asistido por un teniente civil, encargado de la policía general, y por un teniente criminal.
Para hacer reinar el orden, el preboste disponía de la patrulla real dirigida por un jinete de la patrulla, así como de un regimiento de soldados, mas para las investigaciones policiales tenía comisarios de barrio —eran dieciséis, correspondientes a sendas parroquias— que dependían de la jurisdicción del Grand-Châtelet. Estos comisarios estaban asistidos por comisarios investigadores e inspectores.
Junto a las fuerzas de policía, los regidores del Ayuntamiento poseían su propia milicia —la patrulla ciudadana—, que destacaba por su escasa actividad.
En cuanto a la justicia, era particularmente tenebrosa habida cuenta de la cantidad de privilegios y jurisdicciones resultado de antiguos señoríos —como el Temple— o eclesiásticos. Todas estas autoridades solían estar enfrentadas las unas con las otras.
Finalmente, en una ciudad donde las bandas organizadas y los rateros se movían a sus anchas, donde no había una noche en la que algunas casas burguesas no fuesen saqueadas, un oficial, buen jurista, propuesto por los regidores al teniente civil, Isaac de Laffemas, satisfacía a todo el mundo.
Laffemas, hombre íntegro pero de una despiadada severidad, había sido nombrado por Richelieu para establecer la seguridad en París. Escogía personalmente a sus oficiales, a sus comisarios y a sus sargentos en función de sus cualidades y competencia. Había dedicado mucho tiempo a estudiar la candidatura de Gaston hasta aceptarlo finalmente. Y no lo había lamentado, pues los resultados del joven habían sido sorprendentes.
El año anterior, Gaston, habiendo recibido del cardenal un título de teniente del ejército —Richelieu quería alejarlo entonces de su amigo Louis[1]—, había dejado su cargo de comisario investigador.
Y fue en el ejército —¡hacía precisamente cuatro días!— donde Gaston se enteró de que había sido nombrado comisario con plaza fija en Saint-Germain-l’Auxerrois a petición de monseñor Mazarino. El puesto le había sido concedido para recompensarlo por la ayuda que había prestado a Louis Fronsac en el asunto de las cartas robadas al marqués de Cinq-Mars.
Para Gaston esto significaba la opulencia. El sueldo de comisario era de treinta mil libras y le reportaría mil más por año con algunos gajes por las quejas que recibía y las multas que ponía.
Gaston arrojó su sombrero de ala ancha sobre una silla, desató los dos cordones gastados de su capa y sacó la faja deshilachada que sostenía su espada (una espada de hierro y no de parada).
Desde que era comisario había decidido seguir la moda de la Corte y no llevar cinturón de cuero sino una simple faja bordada. Pero como no se preocupaba por su indumentaria, esta nueva coquetería no le confería ninguna distinción, sino todo lo contrario.
—¿Qué buenas nuevas te traen por aquí, amigo mío? —preguntó Louis examinándolo con aire crítico.
Y añadió, temblando a causa de la corriente de aire glacial:
—¡Cierra la puerta! ¡Estoy helado!
—Son más bien malas nuevas…
Gaston tenía un aspecto huraño y parecía molesto.
—… No me quedaré demasiado tiempo —añadió—, pero tengo que hablar contigo urgentemente de cierto misterio con el que he tropezado. Quizás puedas arrojar sobre él alguna luz…
—Te escucho, ponte cómodo, que te serviré un poco de vino caliente que tengo delante de la chimenea.
Louis cogió el frasco de vino dulce que había dejado entibiar y sirvió un vaso a su amigo, que se calentaba, sin mudar su semblante huraño, tal vez preocupado y seguramente triste. Aprovechó para alimentar la chimenea con algunos troncos más que cogió del montón de leña, renovada dos veces al día por su criado Nicolas.
Al cabo de un instante, tras quitarse los guantes, Frotarse las manos y beberse el vino, Gaston se explicó, mientras Louis permanecía de espaldas al fuego.
—Vengo de la calle Saint-Avoye, donde vive Babin du Fontenay, mejor dicho, vivía, el comisario de Saint-Avoye. Uno de mis colegas. Sin duda, el mejor de nosotros.
Contra su costumbre, Gaston hablaba lentamente y con emoción, lo que era excepcional en él. Louis creyó percibir incluso cierto desconcierto.
—¿Qué ha sucedido? ¿Cómo es que hablas en pasado? —preguntó suavemente, turbado por el tono de Gaston.
—Acaba de morir. Por eso me han llamado. Me encontré a toda la familia llorando. Acababa de ser vilmente asesinado.
Gaston apretó los puños con violencia.
—¿Asesinado? ¿Cómo pudo haber ocurrido?
—¡Eso es lo que yo me pregunto! ¡No entiendo nada!
La voz de Gaston sonaba rabiosa y amenazante.
—¡Vamos! ¡Explícate! ¿Qué significa este enigma?
—Acabas de pronunciar la palabra exacta. Es un enigma, un misterio… pero desvelaré el secreto. En fin, a ver qué te parece, he tomado estas notas.
Sacó unas hojas arrugadas de su traje.
—Babin du Fontenay se encontraba en una habitación que le servía más o menos de despacho. Su piso se componía de tres piezas contiguas. Él ocupaba la última. Así que, para acceder a ésta, había que pasar por las dos anteriores. Su mujer y sus hijos estaban precisamente en una de ellas. No se enteraron de nada. A la hora de comer, su hijo fue a buscarlo; lo encontró en su sillón. Muerto. Ya estaba rígido, con el cráneo roto y cubierto de sangre. Un espectáculo espantoso para el niño.
—¿Le habrán disparado desde fuera? Con un mosquete, sin duda —sugirió Louis.
—Eso fue lo que pensé, porque un cristal de la ventana estaba roto. ¡Pero no había ninguna bala! Fíjate —resopló con una voz ronca—, ¡no se ha encontrado ningún proyectil! Nada.
Louis no ocultó su escepticismo y se encogió de hombros con un gesto de incredulidad.
—Es imposible. La bala estará en su cabeza, o la habrá atravesado y habréis buscado mal.
—¡Que no! ¡Hazme caso! —protestó Gaston—. Hemos buscado perfectamente. Y nadie oyó ningún disparo.
Louis suspiró con un nuevo gesto de duda.
—¡Es increíble! Tiene que haber una bala. ¡Tiene que haberla, necesariamente! Si me dices que hay un cristal roto, tiene que haber sido atravesado por un objeto.
Gaston meneó la cabeza, en un gesto de impotencia.
—Es un misterio insondable. Lo reconozco.
Louis ahora estaba un poco desconcertado. ¿Estaría Gaston ocultándole algo?
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Reflexionar —declaró el comisario—. Si alguien puede encontrar una solución lógica a este problema absurdo eres tú.
En el colegio, Louis había estudiado Derecho por necesidad, pero se había aficionado a las matemáticas por inclinación natural. Había tenido de profesor a un discípulo de Philippe Lansbergius, un matemático alemán seguidor de Copérnico y Galileo. La lógica le había apasionado particularmente porque poseía una mente de geómetra que le permitía llegar fácilmente a conclusiones exactas a partir de hechos heterogéneos y diferentes. Cuando un asunto criminal aparecía muy embrollado, Gaston tenía la costumbre de llamar a su amigo, que, por lo general, si no le ofrecía una solución, al menos sí le daba explicaciones verosímiles y una dirección por la que seguir.
Louis permaneció silencioso un momento mientras Gaston cerraba los ojos para saborear el calor. Finalmente, preguntó a su amigo el comisario:
—Supongo que descartas cualquier complicidad en la familia.
—Desde luego —afirmó Gaston—. Los conozco a todos. Ahí no hay ninguna solución que considerar.
Diciendo estas palabras se levantó, enfurruñado, pero también lleno de inquietud.
—Es mi primer caso —afirmó con voz apagada—. Soy comisario desde hace cuatro días ¡y me veo incapaz de resolver mi primer crimen! Si fracaso, no permaneceré mucho tiempo al servicio de Laffemas.
Louis era consciente de ello, pero ¿qué podía hacer por él? Le habló de un modo confuso, con un sentimiento de culpa un poco fuera de lugar:
—Si se me ocurre alguna solución, iré a verte…
Gaston vació su vaso y miró a su amigo desesperado. Había pensado que podría volver al Grand-Châtelet con una explicación.
—Tengo que irme. Laffemas me espera —añadió cansado, pensando que había hecho el viaje en balde.
Gaston salió y Louis se quedó solo. Se sentó delante del fuego para meditar.
Extraño y curioso crimen… En primer lugar, ¿por qué matar a un comisario de policía? El castigo por semejante asesinato sería proporcional al delito. Si cogían al asesino, sería torturado, luego juzgado expeditivamente y caería en las manos expertas de Jehan Guillaume, el verdugo del Prebostazgo y vizcondado de París, que lo desmembraría públicamente entre los aplausos y aclamaciones de los espectadores de la plaza de Grève.
Así pues, el móvil de este crimen debía de ser digno de atención. ¿Tendría acaso relación con una de las investigaciones de las que se ocupaba Babin du Fontenay? Sí, era una pista que debía sugerirle a Gaston. Pero seguramente él ya lo habría pensado.
Louis, preocupado, no se hallaba en condiciones de trabajar. Se levantó y se acercó a la ventana. El cielo estaba completamente oscuro a pesar de ser la primera hora de la tarde. Se avecinaba una tormenta. Tal vez de nieve… con este frío, la tempestad sería terrible. Encendió dos velas porque apenas se veía. Volvió a oír barullo en la escalera, esta vez una serie de gruñidos estruendosos. ¿Otra visita?, se preguntó yendo a abrir la puerta.
Era Gaufredi.
Gaufredi era un mercenario que había hecho la guerra de los Treinta Años, y algunas otras menos conocidas pero tan cruentas como ésta. Solo y viejo, había entrado al servicio de Louis, que le alquilaba un cuchitril ubicado en uno de los desvanes de la casa. Louis le pagaba un sueldo mínimo, pero retribuido regularmente e íntegro, lo que era excepcional en París. Para el antiguo soldado, que nunca había tenido casa y sólo había vivido pillajes y asesinatos, esta nueva vida era un paraíso.
El reitre entró, seguido de Jean Bailleul, el primer pasante del despacho de los Fronsac.
Jean Bailleul era un hombrecillo ordinario, con el rostro liso y pálido, cabellos descoloridos, y figura inexpresiva y banal; vestía una ropa neutra y apagada, y su porte era insignificante y modesto. Una delgada capa de lana lo cubría y sus zapatos de hebillas y lazadas eran ridículos comparados con las gigantescas botas en forma de embudo de su compañero de viaje.
A su lado, Gaufredi parecía el capitán del teatro italiano, tal como lo representaban en los escenarios parisinos. El reitre iba vestido con un viejo jubón de búfalo remendado que había conocido más de un combate, una capa escarlata que le llegaba hasta los tobillos y estaba tocado con un sombrero informe que le llegaba hasta los hombros. Calzado con unas botas desgastadas por el uso y que le llegaban hasta los muslos tapando las calzas, hacía tintinear las espuelas de cobre relucientes. Una larga espada, a la española, con puño de cobre, completaba su indumentaria.
Así ataviado, con su mostacho de puntas retorcidas y su rostro del color del ladrillo surcado por una mezcla de arrugas y cicatrices, Gaufredi daba miedo. De una edad ya avanzada —Louis sabía que tenía cerca de sesenta años— pero todavía robusto y peligroso, el viejo mercenario profesaba hacia Louis una Fidelidad inquebrantable.
—Entrad rápido y cerrad la puerta —ordenó el exnotario a sus visitas. Aquí tenéis vino caliente. Venga, contádmelo todo.
Gaufredi arrojó con gracia el sombrero sobre un cofre y se desabrochó el cinturón, dejando caer su tizona al suelo, al alcance de la mano. Después de lo cual, sin dejar de hablar, se aflojó el jubón:
—Ha sido un viaje muy duro, señor, sobre todo con este tiempo. Hemos empleado cerca de medio día, en buena parte al galope, para ir y otro tanto para volver. El señor Bailleul ha resistido bien pero ha debido sufrir.
Jean Bailleul asintió con la cabeza. Hundido en una silla, parecía completamente agotado y no pensaba ni en quitarse la ropa ni en tomar nada.
—¡Describidme Mercy! —pidió Louis con cierta impaciencia.
Gaufredi volvió a tomar la palabra con voz fiera. Se sirvió un buen vaso de vino de la botella.
—Bueno, pues Mercy está a ocho leguas de aquí; es una aldea de unas cincuenta casas…
—¡Cincuenta y dos exactamente! —lo cortó Bailleul, que detestaba la imprecisión.
El error le había dado vigor. El primer pasante cogió a su vez la botella y llenó el vaso que Louis le tendía.
—Bueno, cincuenta y dos —admitió el reitre—. No queda lejos de Chantilly, en las proximidades del Ysieux. Vuestro castillo se encuentra al oeste de la aldea. Es una vieja construcción arruinada, aunque todavía sólida, una especie de casa solariega. El edificio principal y su muralla forman un patio rectangular de cuarenta toesas por veinte. En cada ángulo, en el lado opuesto al castillo hay una torre. Las dos están en ruinas. La casona está formada por una larga sala abovedada, sin duda una antigua sala de guardia, con cocinas. Desde allí, una escalera lleva al salón de recepción del piso: una estancia de treinta toesas por veinte, con dos hermosas chimeneas. En cada extremo hay otra pieza. Por una gran escalera se accede al piso superior, donde hay cinco habitaciones contiguas. Los peldaños se prolongan hacia un inmenso granero y, desde allí, hasta un camino de ronda a lo largo del tejado que une las torres por una cortina que rodea el patio.
Hizo una pausa, vació su vaso y trató de concentrarse para no olvidar nada.
—La carpintería es mala y hay que rehacer el tejado, pero las paredes son sólidas. Una de las habitaciones está ocupada por un viejo intendente que vive allí con su mujer. También hacen de guardas. Apenas hay muebles, y los que quedan están destartalados. El lugar es glacial y húmedo. Está todo abandonado desde hace mucho tiempo…
Decididamente, es peor de lo que esperaba, pensó Louis haciendo una mueca. Preguntó al primer pasante:
—¿Cuánto reporta el dominio?
—Nada —afirmó el hombrecillo con tono tranquilo y plácido—; e incluso menos que nada, ¡porque hay gastos considerables! Evidentemente, están los derechos feudales: cada casa debe proveer dos gallinas y dos celemines de trigo o su equivalente, o sea seis libras, pero hasta ahora era un representante del rey el que las percibía. En contrapartida, el vecindario está exento de pechos. Sin embargo, hay buenos campos de trigo, aproximadamente cien arpendes parisinos[2], y una veintena de fanegas de pastos comunales. Pero todo está en barbecho, y no hay ningún apero para trabajar la tierra, aunque existe una granja —vacía y sin ocupantes— todavía en buen estado detrás del castillo.
Tras una breve pausa, Bailleul respiró hondo para continuar con su relato:
—Los bosques ocupan una superficie de ciento cincuenta fanegas no explotadas pero abundantes en caza. En fin, poseéis un puente en ruinas sobre el Ysieux, que lleva aparejado un viejo derecho de peaje. Una vez restaurado, es una posible renta suplementaria. Si cultiváis cincuenta arpendes de trigo, os reportará, limpio de simiente, entre tres y cinco mil libras. Con algo de ganadería, la explotación de la madera, las rentas de los derechos, podrían rendir entre siete y nueve mil libras al año, quizá más. ¡Pero hay tanto trabajo por hacer y tantos fondos que invertir!
—¿Cuánto se necesitaría? —preguntó tímidamente Louis.
Bailleul hizo un movimiento de cabeza seguido de un gesto dubitativo.
—No lo sé exactamente, pero diría que unas treinta mil libras como mínimo para hacer el castillo habitable. Diez mil para poner las tierras a producir, comprar material y construir graneros, y por lo menos diez mil para el puente. ¡Ah, sí! También hay un estanque invadido por los lucios. Pero, una vez limpio y lleno de truchas, sería desde luego un buen rendimiento.
—Y el molino —apuntó Gaufredi.
—¡Me olvidaba del molino! —confirmó el pasante—. A lo largo del río todavía se encuentran las ruinas de un molino. Ciertamente, es posible ponerlo a funcionar. Pero, en conclusión, creo que para llegar a una explotación óptima tendréis que aportar por lo menos de cincuenta a cien mil libras. Incluso cien mil. Eso os dará un rendimiento del tres al cinco por cien.
—¡Diablos!, no tengo ni un escudo —exclamó Louis.
El exnotario exageraba. El despacho de su padre era próspero y reportaba alrededor de diez mil libras al año. Tras pagar los impuestos, a los pasantes y empleados de la casa, la alimentación y el mantenimiento, al señor Fronsac le quedaban algo menos de tres mil libras, de las que entregaba un millar a su hijo por su trabajo. Louis, ahorrador, apenas gastaba unas trescientas, por lo que también disponía de un peculio que había ahorrado de seis mil libras. Pero, evidentemente, las cuentas no le salían.
—Los financieros podrían prestaros la suma, sugirió Gaufredi, que entonado por el fuego y también por el vino se había repantingado en un sillón y levantaba ahora sus botas empapadas.
—Desde luego —convino Louis—, pero ¿a qué interés? Los préstamos de esta clase se negocian al cinco por ciento. Eso se llevaría todas mis ganancias.
Se quedó pensativo un momento mientras los dos mensajeros saboreaban en silencio su vino caliente —Gaufredi ya se había servido otro vaso— con los pies extendidos hacia el fuego.
—Sea como fuere —volvió a tomar la palabra Louis—, habéis hecho un buen trabajo.
Cruzó los brazos, meditando unos segundos, apoyado en la chimenea.
—… En carruaje, ¿cuánto tiempo se necesita para ir hasta allí? ¿Y se puede dormir en el lugar?
—Si el tiempo es seco, el viaje dura alrededor de seis horas —replicó el reitre—. En cuanto a dormir allí, es perfectamente posible; puedo partir antes que vos, mandar que preparen las camas, comida y sobre todo que calienten las habitaciones. Pero deberéis llevar ropa de cama, comida… y bebida.
Esbozó una sonrisa de satisfacción al pronunciar estas últimas palabras.
—¿Podrían encargarse de ello Boutier y Nicolas?
Gaufredi asintió con la cabeza. Jean Boutier y Nicolas, su hijo, trabajaban para los Fronsac. Boutier como hombre para todo lo relativo al despacho y Nicolas como criado de Louis. Un viaje así les gustaría.
Louis se enfrascó en sus pensamientos. Sólo se oía el alegre crepitar del fuego. Cada uno de ellos saboreaba el momento, pero aquello no podía durar para siempre. Louis se levantó de nuevo y encendió otras dos velas. Fuera, el cielo estaba completamente negro y la pieza a oscuras. Siguió, con algo más de entusiasmo:
—Este verano podríamos enviarlos allí con una carreta, para equipar un poco el castillo. Y a continuación iría con mi padre y mi madre a pasar un día o dos, para hacernos una idea. Voy a hablar con ellos.
Se volvió hacia el primer pasante que casi estaba dormido.
—Vos, Jean, contadle todo esto a mis padres. Yo los veré esta noche porque tenemos un invitado. Y os agradezco sinceramente que hayáis hecho un viaje tan complicado.
Gaufredi y Bailleul comprendieron que debían irse. Se levantaron y cogieron sus capas; Gaufredi volvió a ponerse las botas con un suspiro, cogió su talabarte y su espada, y por fin, listos para enfrentarse al frío, salieron.
Louis se quedó solo con sus pensamientos, dispersos de nuevo. Se instaló confortablemente en el sillón e imperceptiblemente se fue quedando dormido. Se había dormido del todo cuando fue bruscamente sacudido por una violenta detonación; toda la casa vibró.
El trueno —porque sin lugar a dudas se trataba de un trueno, y de una violencia inusitada— lo obligó a ir hasta la ventana. El cielo estaba ahora surcado por relámpagos. El granizo caía en abundancia sobre la ciudad. El ruido fue espantoso, similar al de una batalla. Impresionado, Louis retrocedió. Veía el granizo hacer trizas las tejas de los tejados de enfrente y los pedazos caer sobre el suelo estrepitosamente. Abajo, en la calle no pavimentada, el hielo formaba ya una placa brillante. Algunas piedras de granizo golpeaban los cristales con un ruido metálico. Súbitamente se levantó una borrasca. El granizo tamborileaba ahora con una fuerza increíble. Por momentos la tormenta duplicaba su furia. Fue durante uno de esos períodos de actividad cuando varios bloques de hielo rompieron dos o tres cristales de la ventana. Uno de ellos, llevado por la tormenta, siguió su camino hacia uno de los numerosos cántaros de barro que había en el suelo, que servían para conservar el agua. Se estrelló contra el recipiente con una formidable violencia. Louis, asustado, se puso a cubierto, lejos de la ventana. La tormenta prosiguió todavía unos instantes, luego progresivamente volvió la calma. El viento remitió y el cielo se calmó.
Louis cogió entonces unos trapos en un barreño y protegió, como pudo, la ventana rota, porque el frío glacial invadía la pieza. A continuación recogió los trozos de cántaro, que tenía poco más o menos la forma de una cabeza humana. Entonces fue cuando se dio cuenta del fenómeno: alrededor del recipiente roto no había nada.
El hielo se había fundido y el agua se había colado en el piso de madera.
Para un observador ajeno que no hubiera asistido al incidente, las razones de la rotura del recipiente hubieran sido misteriosas… ¿como la muerte de Babin du Fontenay? ¿Y si el cántaro hubiese sido una cabeza humana?
Louis tuvo que sentarse un instante, emocionado por lo que acababa de columbrar. Trataba de poner en orden sus ideas.
¿Se podía matar a alguien de esta manera? Era un método diabólico. Y si se trataba de un crimen, él conocía el arma que habían debido utilizar para matar en silencio.
Tenía que hablar con Gaston. ¡Inmediatamente!
Miró la hora: el mediodía hacía tiempo que había pasado y no había comido. Observó de nuevo el cielo. Ahora estaba despejado. Comprobó entonces que sus lacayos negros estaban bien anudados, se arrebujó en su capa de lana, se calzó sus anchas botas de vuelta, se tocó con su viejo aunque todavía sólido sombrero de castor de torzal, enfundó sus guantes de cuero y salió, como siempre, desarmado.