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Tarde del 8 de diciembre de 1642
Las dos piezas que Louis Fronsac ocupaba en la calle de los Blancs-Manteaux constituían el primer piso de una casa situada en un pequeño callejón transversal a la calle, como había tantos en aquel entonces.
En efecto, las calles de París sólo eran una sucesión de casas construidas al correr de los años, que seguían más o menos caminos muy antiguos. Algunas avanzaban sobre la calzada, otras se situaban hacia atrás y los callejones eran indispensables para proporcionar a las casas un poco de luz y hacer de cortafuegos en caso de incendio.
Pese a que el callejón sin salida de la casa de Louis no estaba evidentemente pavimentado, parecía bien cuidado por sus ocupantes y no había allí las inmundicias que llenaban habitualmente la calle de los Blancs-Manteaux, aunque los días de lluvia la callejuela se transformase en un pantano.
Cuando Louis llegó al pie de la estrecha escalera que desembocaba directamente en el callejón, se quedó helado por el frío insoportable pero también por el esplendor del espectáculo que tenía ante él: el granizo cubría la calzada y emitía miles de destellos como si un pródigo joyero hubiese extendido sobre el suelo su reserva de diamantes.
Por suerte, el frío impedirá que el granizo se funda y el lodo aparezca demasiado rápido, pensó Louis, tiritando y arrebujándose en su capa.
El inmueble no tenía ni patio ni caballerizas. Louis dejaba habitualmente su caballo en el establo de una hostería situada en la calle, cuyo cartel rezaba la Grande Nonnain qui Ferre l’Oie. Así pues, se dirigió a la hospedería trastabillando penosamente porque caminar sobre las capas de granizo que crujían y se hundían era una tarea harto difícil.
Para ir al Grand-Châtelet, donde Gaston de Tilly tenía su despacho de comisario, el camino no era muy largo pero sí un poco tortuoso. Una vez recuperada su montura, Louis bajó con prudencia la calle del Temple hasta la calle Saint-Antoine. El suelo de hielo crujía bajo los cascos del caballo, que avanzaba con temor y precaución. Por suerte, a pesar de que era lunes, las calles estaban vacías porque el frío limitaba la actividad comercial y el Sena, en parte helado, no desempeñaba su papel habitual de vía alimenticia de la capital.
Llegado a la calle de Saint-Antoine, Louis se dirigió hacia la plaza de Grève pasando delante del Ayuntamiento. Atravesó rápidamente la plaza porque el patíbulo, allí instalado permanentemente, estaba ese día ocupado por algunos cuerpos colgados recientemente por Maese Guillaume, el ejecutor de la alta justicia del Prebostazgo. Algunos gesticulaban débilmente, pero esos movimientos sólo eran debidos a la brisa. O eso esperaba Louis.
Ya había visto, por encima de los tejados, la siniestra silueta del Grand-Châtelet. Sin embargo, debía pasar por unas calles estrechas y dedicó toda su atención a este último tramo del camino ya que en estas calles, cuando sus ocupantes arrojaban sus orinales de excrementos infectos por las ventanas, no había ningún sitio para resguardarse. Muchas veces había pasado por aquella desagradable experiencia.
Desembocó finalmente en la plazuela a la que daba la entrada principal del edificio de policía.
El Grand-Châtelet era el tribunal de justicia criminal más importante de París. Allí tenían su sede el teniente civil y el teniente criminal. Era allí donde estaban encerrados, en celdas sin aire pero no sin agua, porque a menudo eran inundadas por el Sena, los prisioneros arrestados en flagrante delito o simplemente los indigentes que esperaban juicio por haber mendigado.
Gaston, que estaba a gusto en la fortaleza, se había instalado en un pequeño gabinete que nadie quería porque los otros comisarios trabajaban en sus casas. Allí, en aquel sombrío reducto, instruía los asuntos criminales del barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois.
Al aproximarse al porche de la prisión-tribunal —un porche oscuro y fétido— Louis se preguntaba por enésima vez cómo su amigo podía soportar pasar los días en este espantoso edificio, terriblemente sucio. Antes de meterse bajo el porche echó una mirada maquinal a la fachada de piedras ennegrecidas por los siglos, luego hacia la gran torre de la izquierda donde se situaba en el segundo piso el despacho que Gaston ocupaba. Una atalaya siniestra, casi exenta de aberturas, que databa de la época de Felipe Augusto.
La entrada del Grand-Châtelet era, pues, una profunda bóveda que se remontaba a la construcción de la fortaleza por Carlos el Calvo y atravesaba el edificio de parte a parte para desembocar en la calle Saint-Leufroy. Esta última conducía a continuación al puente de madera que cruzaba el Sena doblando el puente del Cambio, cuya reconstrucción estaba casi terminada.
A lo largo de este tenebroso pasaje se instalaban habitualmente algunos vendedores que exponían productos repugnantes en caballetes o en viejos toneles. Pero hoy, a causa del frío, no había nadie.
A mano izquierda, y en el interior del porche, una reja y una taquilla conducían a los calabozos y a un patinillo, mientras que por la derecha se entraba en un gran patio rodeado de caballerizas.
Louis entró en el gran patio y dejó su caballo intentando no pensar en los calabozos cavados bajo sus pies. Sin embargo, le pareció oír algunos gemidos, algunos lamentos de los desgraciados sometidos a la cuestión previa o sufriendo el frío y los malos tratos en el fondo de los calabozos subterráneos. En el patio se abrían, en efecto, los respiraderos de las celdas menos profundas.
Ya había asistido a un interrogatorio en uno de esos calabozos y varias veces Gaston le había descrito las más innobles de esas mazmorras: las Cadenas, la Carnicería, la Barbarie o incluso la Manga de Hipocrás en la que los prisioneros vivían en el agua y no podían ni levantarse ni acostarse. La peor era El Fin de la Comodidad, llena de basura, inmundicias y bichos repugnantes que devoraban los cuerpos con delectación.
Volvió la cabeza para ignorar los terribles respiraderos, luego saludó al vigilante que dormitaba y subió la gran escalera hacia el despacho de los ordenanzas. Éste conducía a una primera sala abovedada con arcos mitrales ocupada permanentemente por arqueros, guardias y carceleros encargados de vigilar las puertas que se abrían a los calabozos y los tribunales de justicia criminal.
Louis atravesó la sala glacial, sumergida en parte en tinieblas a pesar de las numerosas velas encendidas, para dirigirse a una escalera que llevaba al primer piso. Había pocos guardias y hombres de armas, sin duda a causa del frío, y como lo conocían la mayoría de ellos, nadie lo detuvo.
En el primer piso, después de dar algunas vueltas, alcanzó la estrecha galería que rodeaba el gran torreón por donde se accedía al despacho de los magistrados. Aquí trabajaba a veces el teniente civil Laffemas cuando había audiencias judiciales. Al cabo de este corredor, tomó la escalera de caracol que comunicaba la torre de ángulo donde se ubicaba el despacho de Gaston de Tilly en el segundo piso.
Al entrar en el despacho circular, oscuro y glacial, Louis adivinó inmediatamente que Gaston estaba desmoralizado. Su amigo, de pie junto a la estrecha ventana que sólo filtraba una débil luz, había arrugado y hecho añicos muchos expedientes y roto todos los objetos que se encontraban en su mesa; en particular una daga italiana de pequeño tamaño que servía de cortapapeles. Miraba con odio una silla que se había escapado a sus manos de vándalo.
Al ver entrar a Louis, el comisario le echó una mirada terrible. Otro que no fuese el joven notario se habría batido en retirada y abandonado el lugar. Pero, desde el colegio, Fronsac se había acostumbrado a aquellos accesos de cólera que aparecían como una tormenta y desaparecían también de repente. Se sentó, pues, tranquilamente en la silla que habría debido ser la futura víctima de Gaston.
—¿Algo no va bien? —le preguntó suavemente—. Quizás el tiempo…
Gaston gruñó como para intimidarlo y luego explotó:
—¿A qué has venido aquí? Déjame en paz con mis problemas. Ahora eres noble, eres feliz. ¿Por qué te metes en mis asuntos?
—Dime por qué estás así y yo te explicaré el motivo de mi visita.
—¿Sabes en qué consiste el trabajo de un comisario? —recalcó Gaston—. Te lo voy a decir: recibo quejas y denuncias que tengo que investigar. Siempre se trata de asuntos sórdidos. Si tengo un rato libre, debo visitar las casas de libertinaje de mi distrito para ver si están en regla. El resto consiste en preparar las audiencias de policía y en rellenar los expedientes de acusación que conducen a los desgraciados a los brazos del ejecutor de la alta justicia. ¡Por todos los santos!, me pregunto si no debería dimitir. Era mucho más feliz en el ejército —añadió finalmente con voz ronca. Cogió el expediente de su sillón con ambas manos, dudando si romperlo; luego, controlando su ira, se sentó.
Gaston había sido durante unos meses oficial, primero durante la campaña contra el conde de Soissons, y después durante la de los Pirineos. Había detestado el cargo en el seno de una harca de bandidos y asesinos, y Louis sabía que por nada del mundo volvería a aceptar un despacho.
Se produjo un corto silencio. Los dos amigos estaban frente a frente, una palmatoria con cuatro velas apenas les permitía distinguirse débilmente. La minúscula ventana —una especie de tronera— casi no dejaba entrar luz a primera hora de aquella tarde de diciembre porque unas gruesas nubes negras oscurecían ahora el sol.
El comisario cogió finalmente una hoja de papel que había delante de él y lo empujó hacia su amigo.
—¡Todo está ahí! Mira lo que me esperaba cuando llegué aquí después de haberte dejado.
Ahora hablaba con voz sorda y casi lastimera, toda la furia había desaparecido. Sólo quedaba una gran desesperación y un desánimo infinitos. Louis, inquieto, intentó leer el principio del documento con grandes dificultades porque no veía nada. Finalmente, colocó la hoja bajo la palmatoria tratando de descifrar el texto. Cuando comprendió de qué se trataba, levantó los ojos para preguntar:
—¿Es un testimonio contra una mujer que ha envenenado a su marido? ¿Se trata de eso?
Gaston se encogió de hombros.
—Efectivamente, puedes verlo así —gesticuló con amargura—. Marcelle Guochy ha envenenado a su digno esposo con antimonio. Debo precisarte que golpeaba cada día a la mujer y a sus hijos hasta dejarlos medio muertos.
»Pero el infierno que vivió no es nada comparado con lo que le espera…
Louis no decía nada, sabiendo perfectamente adónde iba a llegar su amigo. Gaston le dio la espalda y prosiguió, frente a la ventana, eliminando así la poca luz que quedaba.
—Será sometida a la cuestión previa de ocho jarros de agua caliente[3]. Una vez condenada, será llevada a la plaza de Grève. Azotada, marcada al rojo vivo, sin duda le cortarán los labios con unas tijeras, a no ser que Jehan Guillaume no corte las orejas o le traspase la lengua con un hierro candente; al final será colgada, o le cortarán la cabeza, eso dependerá del humor de los jueces.
»Ya sabes, hay que dar ejemplo. Sin embargo, cuando su marido la molía a palos, ¿quién acudía en su auxilio? ¿Y soy yo el que tengo que enviarla a la muerte? ¡A esa horrible muerte! Mientras que, puedo confiártelo, apruebo totalmente lo que ha hecho. ¿Y quién se ocupará de sus hijos? Acabarán en la calle o prostituidos.
Se encerró en un mutismo siniestro. La pieza parecía todavía más oscura y lúgubre. Los reflejos oscilantes provocados por las llamas de las velas acentuaban todavía más aquella impresión fúnebre. Esta vez fue Louis quien rompió el silencio.
—Tú no tienes nada que ver con eso, no eres responsable y no eres ni juez ni verdugo. Y a lo mejor el tribunal no es tan severo. Conozco a los jueces. A menudo son más indulgentes y más razonables de lo que tú dices…
Se calló un momento, dejando que la idea penetrase lentamente en el cerebro de Gaston, y luego continuó:
—Luego podemos volver a ello, si quieres… He venido porque tengo una idea sobre cómo ha muerto Babin du Fontenay…
Gaston se dio la vuelta, tenía los brazos cruzados y se sostenía la barbilla con la mano derecha. Una curiosa arruga vertical de perplejidad —¿o de interés?— le recorría la frente.
—Mi hipótesis te va a parecer inverosímil o incluso absurda…
—¡No, no! Continúa… ya estoy acostumbrado a ellas. —El tono, de impaciencia, rozaba la descortesía.
Louis prosiguió, sin levantarse de la silla.
—Sin duda te acuerdas de aquel famoso mosquete de aire que el padre Diron, del convento de los mínimos, había fabricado para Richelieu. El arma podía disparar balas de plomo con la misma violencia que un arma de fuego, pero en el más absoluto silencio. Todavía la tengo en mi poder.
—Lo recuerdo perfectamente, pero insisto en que no he encontrado la bala de plomo en casa de Babin du Fontenay.
—Ya me lo has dicho. Imaginemos entonces otro proyectil… Lo que quiero decir… ¿Has visto la granizada que ha caído hoy?
Gaston miró entonces con curiosidad a Louis y en su mirada podía leerse una pizca de inquietud.
¿Había perdido Louis la cabeza?, pensaba. El médico del Châtelet le había asegurado que pasar de un asunto a otro en una conversación, sin razón aparente, era un signo inquietante en cuanto a la salud mental de su interlocutor. Se puso a observar a su amigo con atención extrema.
—Yo la he visto —prosiguió Louis imperturbable—; las piedras han roto los cristales de mi casa, ¿te das cuenta? ¡E incluso un cántaro! Con piedras de semejante tamaño…
Se quedó un momento en silencio para observar su efecto y unió el índice y el pulgar para insistir en el tamaño del granizo.
—¿Sabes que una piedra de granizo sería una bala terrible? Y en una pieza bien caldeada sería un proyectil que desaparecería al cabo de unos minutos…
Se calló y Gaston, con la mandíbula temblando por la estupefacción, los labios cerrados, permanecía también silencioso. Durante un momento se oyó el ligero crepitar de las velas. Al cabo de un largo minuto el comisario retomó la palabra, vagamente incómodo.
—¿Intentas decirme que alguien pudo enviar un proyectil de hielo con un arma de aire? ¿Una bola de nieve, por decirlo así? —Gaston sacudió la cabeza con un rictus—. ¡Estás loco! ¿Cómo puedes imaginar semejantes historias? Ningún criminal tiene tanta imaginación. ¿Y dónde encontraría el mosquete? ¿Y cómo hizo las balas con hielo? ¡Todo esto es una insensatez y me haces perder el tiempo!
Se levantó del sillón, furioso.
—Lástima que te lo tomes de este modo —se lamentó Louis levantándose a su vez—. Sin embargo, mi hipótesis explica perfectamente la ausencia de ruido y que no se haya encontrado el proyectil. Además, fabricar un proyectil de hielo, con el frío que hace, no me parece demasiado difícil. Está efectivamente lo del mosquete… Me proponía hacer una visita al convento de los mínimos, así me informaría del hecho de que tal arma esté o no en circulación por París.
Cogió su sombrero, que estaba sobre un cofre cerca de él.
Ante estas palabras, Gaston lo miró. La duda, y luego la inquietud, y al final la perplejidad parecían haberse adueñado de la mente del policía.
¿Y si Louis tenía razón? No perdía nada. Sin contar con que una visita al convento le permitiría cambiar de aires. Rodeó la mesa, cogió a su vez su sombrero y su capa posados en un arca mientras Louis, ahora inmóvil, lo observaba con interés.
—Bueno. Te acompaño para que te des cuenta de tus divagaciones —refunfuñó.
Louis sonrió discretamente. No había dudado del resultado. Su disputa no estaba, sin embargo, ni cerrada ni olvidada y bajaron en silencio al gran patio. No obstante, Gaston se sentía molesto por haberse puesto furioso, por lo que queriendo redimirse murmuró:
—Cojamos mi coche, pasaremos menos frío… Haré que un arquero lleve tu caballo al establo y te dejaré en casa cuando salgamos del convento.
Prepararon el coche de Gaston, mientras éste organizaba con un oficial la vuelta del caballo de su visitante.
Una vez que el coche estuvo preparado, Louis se instaló en él lo más cerca posible de la estufita de carbón que lo calentaba durante el invierno y que evitaba sufrir demasiado las mordeduras del hielo, mientras Gaston discutía el itinerario con el cochero.
El convento de los mínimos estaba situado detrás de la Plaza Real —una plaza que Hercule de Rohan-Montbazon, gobernador de París, había inaugurado tres años antes—; en ese trayecto probablemente hubiese mucha circulación, por eso el cochero propuso a Gaston costear el Sena.
—Las orillas embarradas están en parte heladas —explicó— y nadie trabaja en los puertos a causa del frío. El trayecto será rápido hasta el Arsenal.
Gaston asintió al punto, ya que tenía prisa por acabar, y se reunió con su amigo. Pero la discusión estaba todavía latente y ninguno de los dos quiso reanudar inmediatamente el diálogo.
El coche salió de la prisión por el porche en dirección al Sena.
Durante un momento contemplaron en silencio las orillas del río. A Louis le costó trabajo reconocer los ribazos, era un lugar que frecuentaba poco, pero allí donde recordaba haber visto un año antes caminos fangosos, transformados en torrenteras durante las lluvias, empezaban a levantarse avenidas empedradas rodeadas de casas de alquiler de renta. Olvidó el mal humor de Gaston y lo hizo partícipe de su asombro.
—En efecto, la ciudad cambia —le respondió el comisario, contento de que se hubiese terminado el enfado—. El rey acaba de conceder al marqués de Grêves, su mariscal de campo que manda el ejército de Champagne, la parte de las orillas del Sena situada entre el puente del Cambio y el puente de Notre-Dame.
Mostró la zona en cuestión por la ventanilla y prosiguió con los detalles.
—Por lo visto, el mariscal había gastado mucho al servicio de Su Majestad, principalmente pagando a las tropas de su bolsillo, y Luis no podía reembolsárselo, así que utilizó este recurso. Por real despacho, le confió esta parte de las orillas, con la obligación de construir dos calles con casas de vecindad que podrá vender enseguida. Los despachos fueron registrados en agosto y los trabajos acaban de empezar bajo la dirección del marqués, que por otra parte ha abandonado el ejército. Ahora es un medio de enriquecerse haciendo construir, y ya lo había utilizado Marie parcelando la isla de San Luis y edificando el puente.
Se encogió de hombros, algo huraño.
—Pronto los financieros reconstruirán toda la ciudad y les pertenecerá.
—Los financieros y la nobleza —recalcó Louis—. No te olvides de que el primero de ellos, Enrique, nuestro buen rey, parceló la Plaza Real en casas de alquiler.
—Es cierto, incluso los reyes necesitan dinero —filosofó Gaston—. He elegido mal mi oficio.
Louis pensaba en la comedia cuya lectura había hecho Corneille dos meses antes en el palacio de Rambouillet. Uno de los personajes declamaba en ella:
Una ciudad entera, con pompa construida, Parece un viejo foso de milagro surgida. |
¡Y era tan cierto en París! Toda la ciudad estaba en obras. Por todas partes se elevaban inmuebles y palacetes.
Después de haber pasado el puerto del heno, donde desembarcaban el forraje, luego el puente Marie, se aproximaron al Arsenal, la sede del puerto militar de París convertido después en prisión y tribunal excepcional para los procesos políticos. El carruaje giró a la izquierda, antes del puerto de San Pablo, en la calle del mismo nombre. De repente, allí la circulación se hizo difícil y el cochero no dudó en insultar y en empujar a los viandantes, así como a los conductores de otros vehículos, para ir más rápido.
Durante este tiempo Gaston, que no había dejado de refunfuñar contra los financieros, se decidió a preguntar a Louis sobre el problema que le interesaba: el crimen de Babin du Fontenay.
—¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan descabellada del asesinato?
—El asesinato de un comisario de policía es excepcional, ¿no? No lo ha podido matar un asesino vulgar; así pues, el criminal debía de tener razones de peso para hacerlo. Desde ese momento me pareció un procedimiento fuera de lo común que había que contemplar. Puesto que tú habías eliminado las hipótesis más verosímiles, sólo quedaban las conjeturas más inconcebibles.
—Bueno. Tardaremos en saberlo, pero si tienes razón, ésta es una investigación cuyo resultado es incierto. ¡Nadie querrá creerme! A propósito, ¿dónde están tus dominios?
—Si te refieres al castillo que acabo de recibir, está en ruinas y, tirando por lo bajo, necesitaré unas cien mil libras para ponerlo en condiciones. Y te aseguro que no las tengo. Y si se te ocurre hacer alusión a mi matrimonio con Julie de Vivonne, ya te digo ahora que es imposible mientras no me haya establecido. Quizás debería hacerme yo también financiero —añadió Louis lúgubremente.
—Puedo prestarte dinero. He obtenido beneficios vendiendo mi tenientazgo —sugirió Gaston—. Mañana te entregaré diez mil libras con las que no sé qué hacer…
—Gracias, pero debo arreglármelas yo solo. Pienso ir a ver el estado del dominio en primavera. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?, ya que nos acercamos… Tengo que explicarte dónde vamos a meternos.
Atravesaron efectivamente la calle de Saint-Antoine y vieron al final la maciza silueta de la Bastilla, donde todavía se hallaban encerrados tantos enemigos de Richelieu, por ejemplo el mariscal de Bassompierre.
—¿Qué sabes de ese convento al que vamos?
Gaston esbozó una mueca de perplejidad. Para él, todos los conventos se parecían. Sin embargo, no ignoraba que el de los mínimos era un caso aparte.
—Pues que allí, según dicen, viven muchos sabios, matemáticos, filósofos, pero los religiosos son hombres de Iglesia antes que científicos. Se han opuesto muchas veces al rey y nosotros vigilamos las estrechas relaciones que mantienen con España o con Roma. Dicho esto, y a pesar de sus actividades misteriosas, no tenemos nada que reprocharles. Todavía no…
Louis asintió con la cabeza.
—Exacto. Vincent Voiture tuvo problemas con ellos, y Théophile de Viau más todavía hace veinte años. Proponían entonces la puesta en práctica de una Santa Inquisición, parecida a la española, tribunal que se encargaría de juzgar a los librepensadores como él o como Guez de Balzac. Pero son tan fanáticos como brillantes científicos. ¿Sabías que Descartes se alojó en el convento hace quince años únicamente para trabajar con ellos? En particular, con el padre Mersenne, que está considerado como el mayor matemático de Europa.
El coche acababa de entrar en el patio del convento después de haber rodeado la iglesia, cuya fachada estaba en proceso de rehabilitación, y tuvieron que interrumpir su conversación.
Un monje portero de mirada inquisitiva y paso militar avanzó hacia ellos cuando bajaban del vehículo.
Gaston se encaró con él arrogante.
—Soy el comisario de policía Gaston de Tilly. Quiero ver a uno de vuestros padres superiores para un asunto confidencial que no puede esperar.
El monje frunció imperceptiblemente el ceño ante la insolencia de su interlocutor, pero se reprimió y se inclinó con humildad. Les hizo una seña para que lo siguiesen hasta una larga y estrecha sala que daba al patio. Allí se excusó, tras pedirles que esperasen unos instantes, y se alejó rápidamente sin volverse.
La sala adonde los había conducido estaba completamente pintada de paisajes campesinos llenos de flores sobre un extraño fondo encarnado. Las cuatro paredes estaban también totalmente cubiertas, sin ningún espacio libre. El conjunto daba una curiosa sensación, a la vez opresiva y relajante. Gaston miraba aquellas pinturas asombrosas con cierta incomodidad. Al cabo de un instante, no se pudo contener:
—¿Qué significa este decorado? Me produce una curiosa impresión…
—Es singular, ¿verdad?
No era Louis el que había hablado, sino un monje imponente de aspecto severo. ¿Desde cuándo estaba a sus espaldas? El religioso tenía un rostro seco y profundamente marcado, cruzado de un fino mostacho que se prolongaba con una corta perilla blanca. Louis enarcó las cejas: aquel corte de barba era más frecuente entre los hombres de espada que en los servidores de Dios; ¡era en verdad la misma que la de Richelieu! Miró las manos del monje: eran largas y finas. Las manos de un hombre de pluma, pensó Louis, o de gentilhombre habituado a manejar la espada.
El desconocido sonrió ante este examen, que no le había pasado inadvertido, y se explicó:
—Soy el padre superior de este convento. ¿Qué desean, señores?
Gaston se adelantó.
—Me llamo Gaston de Tilly, soy el comisario del barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois, y éste es el caballero de Mercy, que me ayuda en una investigación criminal —declaró con su brusquedad habitual—. Buscamos información sobre las armas de aire fabricadas en vuestro convento por el padre Diron. Para el cardenal Richelieu, creo…
—El padre Diron está en Roma —el monje dudó un instante antes de proseguir—. Pero si lo deseáis, puedo conduciros hasta el padre Niceron, que trabaja con él.
—De acuerdo —convino el policía, mirándolo a los ojos.
El religioso no pestañeó y les hizo una señal para que lo siguiesen. Acompañaron en silencio al austero religioso por un dédalo de pasillos y de escaleras hasta desembocar finalmente en un vasto granero glacial. Debían de encontrarse en la parte superior del convento. Allí varias máquinas extrañas estaban en proceso de construcción a manos de tres o cuatro oblatos que parecían obedecer a un joven sacerdote. Éste, delgado, con el rostro demacrado cercado por una sotabarba muy negra, tanto como sus ojos vivos, sostenía en sus brazos a otra persona herida o aquejada de alguna enfermedad. Muerto, tal vez. Un monje lo asistía examinando el cuerpo.
Bruscamente, el joven los vio y soltó al herido, que cayó al suelo con un inquietante ruido metálico. Gaston enarcó las cejas y se puso rígido. La pobre víctima no se movía y parecía gravemente enfermo. El joven sacerdote, ignorando totalmente a su enfermo, avanzó hacia ellos riéndose de una manera innoble. Louis se dio cuenta entonces de que no era tan joven como parecía. El religioso debía de haber superado largamente los cuarenta.
—¿Os ha sorprendido que haya dejado a mi paciente? —rió con crueldad.
Gastón y Louis comprendían cada vez menos el tono irónico y sarcástico, al tiempo que los otros oblatos parecían contener la risa con dificultad. ¿Era así como actuaba la Iglesia? ¿En qué lugar de depravación habían caído? Louis sorprendió entonces al padre superior, que no ocultaba su risa demente ante el comportamiento vergonzoso del padre.
—Acercaos, señores —prosiguió con descaro el monje perverso.
La invitación era curiosamente amistosa y ellos obedecieron. El herido, tendido en el suelo, no se movía. El padre se inclinó sobre él y le levantó la camisa: ¡una placa de hierro atornillada ocupaba su vientre! La abrió con la ayuda de unos ganchitos.
El interior estaba lleno de correas y ruedas.
—¡No es más que un autómata! —dijo levantándose—. Y si conseguimos ponerlo en funcionamiento, será cuestión de días.
Gaston y Louis estaban paralizados por el estupor. Habían oído hablar de tales ingenios pero nunca habían visto uno. No sabían qué decir, y fue el padre superior quien retomó el motivo de su visita, interviniendo severamente:
—Las bromas han terminado, padre Niceron, este señor es comisario de policía y desea información sobre los mosquetes de aire del padre Diron. No estamos obligados a responderle porque no dependemos de su jurisdicción, pero no tenemos nada que ocultar. Podéis hablarle libremente en mi presencia.
Niceron los miró, aparentemente sorprendido; hizo una mueca para declarar sin pestañear:
—Conozco poco las armas extraordinarias del padre Diron, pero intentaré informaros. ¿Qué deseáis saber?
Louis tomó la palabra.
—Sabemos que Richelieu obtuvo un mosquete de aire del padre Diron, pero se trataba de un arma muy pequeña que, dicho sea de paso, conozco muy bien. Deseamos saber si existe otra mayor y sobre todo capaz de enviar un grueso proyectil.
El padre de los ojos negros dirigió una mirada fugaz a su superior, que asintió con la cabeza, dándole implícitamente permiso para responder.
—En efecto, el padre Diron construyó un sólido mosquete capaz de enviar balas de más de una pulgada de diámetro.
—¿Podemos verlo?
De nuevo el intercambio de miradas furtivas, más preocupadas esta vez. Y no hubo respuesta alguna.
—¿Debo entender que no lo tenéis?
Ahora era Gaston el que tomaba la palabra. Su tono era seco y desagradable.
El padre superior les hizo una señal para que se dirigiesen a un rincón de la pieza donde los oblatos no pudieran escucharlos.
—Lo hemos prestado —susurró con una sonrisita falsa.
—¿Prestado?
—Somos hombres de Iglesia —se excusó—, y tenemos superiores. Uno de ellos se presentó ante nosotros con una orden escrita del Santo Oficio. Teníamos que entregarle el mosquete. Y así lo hicimos.
Sonrió de nuevo para señalar la evidencia.
—¿Quién era ese hombre?
Niceron se mostró ofuscado.
—Un gentilhombre fuera de toda sospecha, una de las más viejas familias del Languedoc: el marqués de Fontrailles.
Si en ese instante el autómata se hubiese levantado y se pusiese a bailar la giga, nuestros amigos se quedarían menos estupefactos que al oír el nombre del marqués.
Louis d’Astarac, el marqués de Fontrailles, ¡el instigador de la conspiración de Cinq-Mars! El hombre que había intentado tantas veces asesinar al Gran Sátrapa. Ese jorobado tan deforme y malévolo a quien el cardenal Richelieu le había dicho un día, zarandeándolo: «¡Apartaos de mi vista! ¡No me gustan los monstruos!» ¿Un monstruo? Tal vez. En todo caso, un intrigante inteligente, sin escrúpulos y, sobre todo, uno de los mejores amigos de Monseñor, el hermano del rey, el posible heredero del trono de Francia.
—¡Pero el marqués de Fontrailles está huido! —se asombró Louis—. Si ha venido aquí, deberíais denunciarlo.
—Nosotros no nos metemos en asuntos terrenales —intervino hipócritamente el padre superior bajando los ojos—. Para nosotros, sólo era el representante sagrado del Santo Oficio.
—Decid mejor de la Santa Inquisición —escupió Gaston—. Las relaciones de Fontrailles con España siempre han sido fecundas. ¿Y cuándo fue la visita?
—Hace una semana —replicó Niceron bajando los ojos como un chiquillo pillado con la mano en el bote de mermelada.
Se hizo el silencio. Gaston trataba de hilar todas las informaciones. Louis observaba severamente a los religiosos. El joven no se reía y el padre superior estaba sombrío. Sabían que su franqueza les podía costar muy cara. Adivinaban lo que su orden arriesgaba. No tanto por haber entregado el mosquete, sino más bien por haber ocultado la visita de Louis de Astarac, un criminal huido. Para ellos podría suponer el exilio o, lo que era peor, que les cerrasen el convento. El padre superior levantó los ojos y sin duda leyó los pensamientos de Louis, pues preguntó:
—Os hemos dicho la verdad y no estábamos obligados a ello. ¿Y a cambio vos estáis obligados a relatar lo que os hemos contado?
Gaston pareció sofocado.
¡Y encima quieren que los absuelva!, explotó en su fuero interno. Iba a estallar cuando Louis respondió en su lugar.
—Podéis contar con nuestra discreción, padre.
Tilly, pasmado, miró a su amigo. ¿Qué tenía aquel loco en la cabeza? Abrió la boca para hablar cuando Louis se le adelantó.
—En contrapartida, necesito otra respuesta: ¿Vos pensáis que el mosquete podía disparar cualquier clase de bala?
—¡Desde luego! —asintió Niceron que había recuperado la jovialidad—. El padre Diron utilizaba balas de madera y, fijaos que gracioso, cuando le conté la anécdota a Fontrailles, un día de invierno, ¡intentó hacer proyectiles de hielo! ¡Creedme, eran tan temibles como los de acero! Además, le expliqué al marqués que semejantes proyectiles al fundirse no dejarían ninguna huella.
Gaston miró a Louis con una expresión consternada. ¡Así que eran ellos quienes habían dado aquella abominable idea a Fontrailles! Fronsac sonreía suavemente. Sin embargo, Tilly estaba furioso, más consigo mismo que con su amigo; ¿por qué no había creído en él? Con el tiempo, debería saber que siempre tenía razón.
—Creo que ya sabemos bastante —explicó prudentemente Louis—, pero quizás volvamos para hacer algunas precisiones. Evidentemente, nos advertiréis si el mosquete vuelve a vuestras manos… o el marqués de Fontrailles…
—El padre Niceron os acompañará —decidió el superior del convento, visiblemente aliviado de que la entrevista terminase así, pero sin ratificar la afirmación del joven.
No obstante, dudó un momento y luego añadió dirigiéndose únicamente a Fronsac:
—Gracias, caballero. Os agradezco vuestra discreción y quedo a vuestra disposición…
Pero ya se había dado la vuelta y se había retirado por una puertecita casi invisible.
El padre Niceron les hizo una seña para que lo siguiesen y volvieron al laberinto, sin duda en sentido inverso; sin embargo, como el trayecto se eternizaba, Louis se preguntó si el mínimo no pretendía despistarlos.
Desembocaron bruscamente en un pasillo cuyas paredes estaban pintadas con sendas imágenes; en la de la derecha aparecía María Magdalena llorando en su gruta y en la de la izquierda san Juan, el águila de Patmos.
Mientras nuestros amigos se acercaban al fresco, los personajes allí pintados desaparecieron progresivamente.
Entonces se encontraron en el interior de la larga pieza pintada con paisajes en la que los habían recibido.
¿Qué milagro era aquel?
Gaston y Louis se miraron, asombrados, y Gaston dijo en voz baja a su amigo:
—¡Vive Dios! Si no estuviésemos en un monasterio, diría que todo esto es una magia diabólica.
Niceron apareció entonces muerto de risa por su estupefacción. Sus ojos negros brillaban de malicia.
—Acabáis de apreciar mis curiosas perspectivas. Os propongo que retrocedáis un poco.
Los dos amigos siguieron la recomendación del fraile.
El águila de Patmos reapareció misteriosamente igual que María Magdalena. Así, vistas de cerca, las pinturas sólo eran paisajes, pero vistas desde más lejos y bajo un punto de vista más reducido, los paisajes desaparecían y el dibujo de los personajes era evidente.
—Ya lo entiendo —murmuró Louis—, ¡es un efecto óptico!, ¡un trampantojo!
—Es más complicado —Niceron había sacudido la cabeza algo irritado—, se trata de anamorfosis, es decir, figuras que estiradas se vuelven irreconocibles[4]. Sólo recobran su verdadera forma bajo una determinada perspectiva. Estas dos todavía no están terminadas porque no he podido traducir lo que deseo[5]. Muchos fenómenos pueden ser tratados con anamorfosis. Venid, os mostraré otra curiosidad.
Abrió una puerta con la mano izquierda y los invitó a entrar en un salón donde había un inmenso bastidor, similar a los que se ven en los molinos. A su alrededor había clavados cuadros que representaban a príncipes franceses.
—Colocaos aquí —ordenó instalándolos en un pequeño marco situado contra el bastidor—. Ahora fijad la mirada en ese punto.
Les indicó el centro de la máquina.
De repente, dio un golpe al mecanismo que se puso a girar muy rápido y, súbitamente, nuestros dos amigos vieron aparecer en el centro del bastidor la fusión de los cuadros que giraban vertiginosamente. La fusión constituía un nuevo retrato: el del rey.
Se quedaron desconcertados. ¿Qué era aquel nuevo milagro? Una vez más, Niceron se burló de su desconcierto.
—No se trata de ningún milagro —bromeó—, sólo es ciencia. Es lo que yo llamo catóptrica, o la ciencia de los espejos. He diseñado muchos aparatos de este tipo. Algunos pueden incluso proyectar una imagen en movimiento, animada, sobre una pared blanca, una especie de teatro artificial. Pero el padre superior me ha dicho que eso no tenía ningún interés práctico[6].
»Anamorfosis, catóptrica, no hay ninguna brujería, únicamente la ilusión. Volved a visitarme con más tiempo, os mostraré todo esto y muchas más cosas.
Los acompañó por la pieza decorada. Louis comprendía ahora que se trataba de pinturas estiradas, que variaban las formas siguiendo la posición que se adoptaba cuando se miraban. Pero Niceron añadió, esta vez muy serio:
—No olvidéis jamás que la realidad se parece a las anamorfosis. Según la perspectiva desde donde se la considere, su significado no es el mismo…
Y con estas palabras enigmáticas se dio media vuelta y los dejó.
Un poco afectados por esta visita, nuestros dos amigos salieron y llegaron al patio donde los esperaba su carruaje.
—¡Vaya!, éste sí que ha sido un extraordinario desplazamiento —afirmó Gastón con voz sorda—. Si me lo hubiesen contado, jamás habría creído lo que acabamos de ver.
—Lo que es todavía más sorprendente es la amabilidad de estos frailes; al fin y al cabo, nada los obligaba a decirnos la verdad.
—Para eso sí que tengo una explicación. En realidad, el superior casi no tenía elección: durante la conspiración de Cinq-Mars muchos de los priores, o simplemente hombres de Iglesia, estuvieron comprometidos. No debemos olvidar que fue España la que financió la conjura. Desde entonces la policía vigila los conventos y todos los lugares susceptibles de convertirse en focos de rebelión.
»El padre superior lo sabe perfectamente y no ha querido correr ningún riesgo. Imaginemos que nos hubiese mentido, o que se hubiese negado a hablar, yo se lo habría referido a Laffemas y, dentro de ocho días, todos nuestros amigos se encontrarían camino de Roma o de Madrid. Como no tienen nada grave que reprocharse, salvo haber recibido al marqués de Fontrailles y no haberlo denunciado, la vergüenza habría sido más dura para ellos que la franqueza. Nos ha ayudado, tanto para evitar disgustos a su congregación como para obtener futuras ventajas.
Louis dirigió a su amigo una mirada llena de lucidez.
—Eres un cínico y sin embargo tienes razón. En esta causa dispones ahora de una pista seria. Si Fontrailles mató a un comisario de policía, es por lo que sabía o iba a descubrir. Ahora es cosa tuya encontrar y examinar los casos de los que se ocupaba. De ellos saldrá la verdad.
Durante el trayecto, mientras hablaban, Louis había levantado la cortina de cuero del vehículo. Ya casi era de noche, porque habían pasado mucho tiempo en el convento. Sin embargo, algo de luz permitía ver el exterior; no estaban muy lejos de la calle de los Quatre-Fils, donde se encontraba la notaría de su padre.
—Tengo una propuesta que hacerte, Gaston. Esta noche ceno con mis padres, que han invitado a Boutier, el procurador del rey. Él nos contará todo lo que pasa en la Corte. Reúnete con nosotros. Quizás allí te enteres de rumores que te sean útiles. Podemos estar allí dentro de diez minutos. Tu cochero comerá con nuestros criados y tú volverás después de cenar. De todos modos, de noche y con este frío, tampoco creo que puedas hacer nada mejor.
—De acuerdo —respondió Gaston, después de haber dudado imperceptiblemente—. Tanto por el placer de ver a tus padres como por la curiosidad de escuchar a nuestro amigo Boutier. Es cierto que podría contarme ciertas historias que ignoro. Ya ves, me pregunto si en este asesinato no hay más gente implicada de la que creo. Si Fontrailles desempeña en él un papel, este crimen ciertamente tiene ramificaciones más extensas de lo que yo sospechaba al principio.