13
Desde junio hasta mediados de julio de 1643
A principios del mes de junio se ejercieron presiones prodigiosas sobre la reina. Simplemente no podía seguir con la política de Richelieu, necesitaba darles pruebas —¡y dinero!— a sus adversarios.
El propio Mazarino era lo suficientemente flexible como para darse cuenta de que debía soltar lastre.
Desde los primeros días del mes el Consejo de Regencia ofreció, pues, la coadjutoría de París a Paul de Gondi, abad de Retz.
En París los arzobispos sólo tenían un papel honorífico y se confiaba a un coadjutor el funcionamiento del arzobispado. Dicho coadjutor se convertía a continuación en arzobispo una vez la plaza quedase vacante. El arzobispo de París era tío del abad de Retz y era una tradición que el puesto se transmitiese en su familia de tío a sobrino. La reina y Mazarino habían negado durante mucho tiempo el puesto a Paul de Gondi, y por razones diferentes: la reina se oponía porque le parecía escandaloso el papel de los coadjutores; un obispo o un arzobispo debía estar presente en su puesto, con sus fieles. Para Mazarino, las razones de esta negativa no concernían a la moral sino a la personalidad de Retz, que en el pasado había tomado el partido de los oponentes al rey. Esta razón podría no haber sido esencial; después de todo, otros opositores habían obtenido puestos más prestigiosos. Pero Retz tenía un gran defecto a ojos de Mazarino, el abad estaba dotado de una inteligencia excepcional y el cardenal había descubierto en él desde el principio a un futuro y temible adversario.
Sin embargo, y a pesar de todas sus reticencias, la reina y su ministro debieron ceder.
Su segundo grave revés fue aceptar finalmente la vuelta de Marie de Chevreuse. La reina había dudado antes de consentir en ello. Pero la presión de Beaufort y sus amigos era demasiado fuerte y la duquesa fue autorizada a regresar a París el 6 de junio, acompañada de su hermosa hija Charlotte.
Para intentar prevenir problemas futuros, Mazarino le envió un embajador y la reina un emisario.
El embajador de Mazarino era Walter Montagu, exantiguo embajador de Inglaterra en Francia y allegado de la reina Isabel. Montagu era también un viejo amigo de Ana de Austria, porque había sido íntimo de Buckingham[33]. Pero, ya lo hemos dicho, era el hombre de Mazarino, al que admiraba sin reservas. En tanto que antiguo diplomático, Montagu no podía sino apreciar al ministro, que siempre había utilizado sus servicios en las negociaciones internacionales. Mazarino lo había elegido porque sabía que había sido —¡como tantos otros!—, amante de la duquesa de Chevreuse y por tanto la conocía íntimamente. Le envió, antes de su partida, una fuerte suma para Marie de Rohan, esperando así comprar, si no su amistad, por lo menos su neutralidad; Montagu debería hacerle comprender que el dinero en cuestión sólo era un adelanto.
El emisario de la reina era su amigo y servidor de siempre: el príncipe de Marcillac, futuro duque de La Rochefoucauld, al que hizo recomendaciones sobre lo que debía decirle. Ana de Austria todavía apreciaba a Marie de Chevreuse, pero abominaba de sus excesos de su juventud. Ahora reinaba y no quería que la duquesa provocase ningún disturbio, dando en cambio toda su confianza al cardenal Mazarino, que dirigía solo la política de Francia.
* * *
Marcillac ejecutó fielmente las órdenes de la reina y presionó a la duquesa para que obedeciese en todo a la regente. Incluso hizo apología del cardenal, el mejor ministro que Francia había conocido.
Montagu hizo otro tanto.
Marie de Chevreuse los recibió con benevolencia, asegurándoles que seguiría sus consejos. Pero aunque los escuchó, no atendió a nada.
El 13 de junio, Châteauneuf, indultado unas semanas antes, fue autorizado a su vez a volver a París. El examante de Marie de Chevreuse, caído en desgracia y en prisión por amor, parecía no haberse enterado de nada. Una vez llegado a la capital, se puso a disposición de la diabólica duquesa, que había vuelto a su palacete de la calle Saint-Thomas-du-Louvre.
Mientras, la princesa de Condé se moría de rabia al ver que el que había condenado a su hermano Montmorency a muerte regresaba a París. De nuevo, parecían haber cambiado las tornas y Beaufort y sus amigos estaban a punto de constituir una oposición poderosa y homogénea. Anunciaron públicamente que querían el poder, todo el poder.
* * *
Durante ese mes de junio, su importancia en la Corte fue tal que la traviesa y coqueta Anne Cornuel, esposa de un cajero militar y admiradora de Mazarino —y sobre todo una de las lenguas más afiladas del palacio de Rambouillet—, los denominó los Importantes para burlarse de ellos, porque repetían sin cesar: «¡Tenemos un asunto importante!».
El remoquete fue retomado con éxito por el duque de la Rochefoucauld y el cardenal de Retz, y así quedaron bautizados.
Por su parte, la reina seguía cediendo y dando marcha atrás, repartiendo dinero a manos llenas, cargos y fortuna entre sus antiguos amigos, que cada día eran más voraces y estaban más decididos a destruirla.
«La reina lo da todo», se burlaba una canción de moda.
Otros como Retz declaraban: «¡La reina es tan buena!».
Mazarino doblaba la cerviz, cedía y ocultaba sus ambiciones, pero no se rendía.
Nuevos adversarios empezaban a manifestarse contra él. El conde de Chavigny, amigo suyo desde hacía diez años, se acercaba peligrosamente a los Condé, que se hacían cada vez más ricos. En efecto, el príncipe, constatando que el poder se le escapaba, pedía —y obtenía— cada vez más dinero, rentas, posiciones, pensiones. Y con Enghien, que tenía el ejército, un segundo frente podía aparecer en el frágil reinado del joven Luis XIV.
Chavigny y su padre, junto con dos ministros del Consejo, apoyaban a la familia Condé. ¿No constituía esto un peligro real? El cardenal se confió a la reina. Ana detestaba a los Bouthillier, padre e hijo, fieles servidores de Richelieu, al que había odiado tanto, y fue fácil de convencer.
A finales del mes de junio la regente separó al padre del cargo de ministro de Finanzas. Unas semanas más tarde, el conde de Chavigny fue expulsado del Consejo. Mazarino se excusó ante él asegurándole que no había tenido nada que ver. Era la reina quien decidía todo. ¡Había hecho lo indecible para protegerlo! Amablemente, le propuso una embajada, que el otro rechazó con arrogancia.
Henry-Auguste de Brienne fue nombrado secretario de Estado en lugar de Chavigny, a quien confió el gobierno de la prisión de Vincennes.
Todos en la Corte pudieron así observar el método del presidente del Consejo, y meditar sobre ello, porque ya contaban con el precedente de Du Noyers.
Lo comparaban con las fórmulas del pasado: Richelieu había mandado arrestar, meter en prisión e incluso ejecutar a los ministros que no le eran útiles, como el pobre Marcillac. A Mazarino le bastaba separar con buenas maneras a los hombres del poder. Tras lo cual no presentaban ningún peligro. La sangre no se vertía nunca.
* * *
A mediados de junio, y a pesar del poder creciente de los Importantes, el dúctil italiano era todavía el amo incontestable del Consejo. Pero ¿por cuánto tiempo?
El 16 de junio, después de una larga espera, la duquesa de Chevreuse fue recibida por la reina, que la trató con frialdad y distancia, a pesar de las sonrisas y cumplidos prodigados en abundancia. La regente le soltó el siguiente discurso mientras la otra trataba de presentarle su plan de paz con España:
—Habéis estado con los españoles, amiga mía, ¿qué van a pensar nuestros aliados? Sería aconsejable que pasaseis algún tiempo en provincias antes de volver a la Corte…
Este deseo era una orden. Sin embargo, Mazarino prefería mantener allí a la duquesa, donde sus espías podían vigilarla fácilmente, incluso intentar sobornarla, antes de tener una enemiga lejos de la capital. Intercedió, pues, por ella y la reina aceptó de mala gana.
Al día siguiente de ser tan mal recibida por la regente, el italiano le envió doscientos mil escudos a su palacete de la calle Saint-Thomas-du-Louvre.
Marie de Chevreuse comprendió que la partida no había hecho más que empezar y que no sería nada fácil con aquel siciliano que, sin embargo, parecía tan débil, tan impotente y tan estúpido. Tendría que reconquistar a la amiga que veinte años antes había afirmado: «Preferiría no tener hijos a separarme de la duquesa de Chevreuse».
Pero la reina había tenido hijos y los amaba por encima de todo.
* * *
Marie de Chevreuse decidió ir todos los días a presentarse ante la reina. Rápidamente su encanto —mejor dicho, su embrujo— empezó a surtir efecto. Pasaba largas horas con la regente y en cada ocasión se burlaba amablemente del italiano.
Luego, coreada por otros, se ponía a denigrarlo, a desacreditarlo y a veces a humillarlo cuando él estaba presente.
Tan reiteradas indirectas parecían dar en el blanco y cada día transcurrido se tambaleaba la posición del ministro.
En la Corte, rápidamente, la duquesa tomó posiciones. Era ella quien admitía —o rechazaba— las recompensas o gratificaciones de la reina.
Marie de Chevreuse también hacía circular, bajo su capa, unas notitas agridulces como ésta:
Se dice que la reina es buena, pues nunca a nadie el mal desea. Pero, si un extranjero ordena, no habrá quien más maldad posea. |
A principios del mes de julio la duquesa obtuvo el permiso de su amiga la regente para el regreso a París del duque de Guisa, que había sido condenado a muerte por contumacia el año anterior tras su participación en el complot del duque de Bouillon.
Guisa llegó a París el 11 de julio. Juró que no se metería en más complots y que sólo deseaba anular su último matrimonio para casarse con la señorita Pons, una dama de honor de la reina de la que estaba locamente enamorado.
Sin embargo, este hecho se iba a convertir en un instrumento más para la diabólica duquesa. Los Importantes estaban ahora al completo y en París se cantaba una cancioncilla compuesta por los amigos de Mazarino:
Dejar virtud, seguir el vicio, reír y hablar sin pensar antes; no hacer al rey ningún servicio: en eso están los Importantes. |
La guerra de los libelos estaba abierta. Una guerra de corte sutil, encantadora y espiritual. Pero en secreto los cuchillos se afilaban.
* * *
Un mes después del célebre día en que Mazarino pagaba —¡y caro!— para conseguir los favores de Marie de Chevreuse, Louis leía en su casa una larga carta de Margot Belleville describiéndole cómo iban los trabajos y pidiéndole —¡ay!— más dinero. Menos mal que podía contar con el botín de Rocroy y la recompensa del ministro.
Fuera, Gaufredi, bien pertrechado, vigilaba la puerta, temiendo por la vida de su amo desde el incidente del molino. Aun contando con esta protección, cuando llamaron, Louis abrió con una pistola de sílex en la mano a un paje que reconoció inmediatamente como miembro del servicio de la marquesa de Rambouillet.
—Mi señora os pide que vayáis rápidamente a su casa, caballero, recitó el niño entregándole una nota.
Ésta no hacía más que confirmar la petición sin ninguna otra explicación.
Ligeramente preocupado, Louis pidió a Gaufredi que lo acompañase. Se armaron hasta los dientes como solían hacer desde hacía días, cogieron sus caballos en la Grande Nonnain y se dirigieron al Louvre. El paje había ido a pie y Louis lo llevó en la grupa.
Con sus pistolas enfundadas, dos pesadas espadas españolas a la cintura, el mostacho con las puntas retorcidas y aspecto feroz, Gaufredi iba delante, con un mosquete de doble cañón en la mano y la mecha dispuesta para ser encendida. En las calles todo el mundo le cedía el paso con prevención y sobre todo con inquietud.
El buen tiempo había llegado con el verano y las calles llenas de inmundicias habían recuperado su olor infecto debido al limo fétido que las cubría, sutil mezcla de estiércol y de boñigas. En las callejuelas estrechas y sin pavimentar, debido al calor, el hedor era insoportable. El fango, espeso y pegajoso, se adhería a las patas de los caballos y a las botas de los jinetes.
Nuestros amigos desembocaron aliviados en la calle de Saint-Honoré, porque esta vía, pavimentada con adoquines de piedra, era más agradable que las infames callejuelas que habían atravesado. Por desgracia, la calle estaba, como de costumbre, atestada, incluso obstruida, por la multitud compacta de peatones, jinetes y coches que siempre circulan, aparentemente sin razón, por la capital. Y aquí, más que en otras partes, los vendedores atascaban la calle con sus puestos. Esto impedía pasar a los viandantes, que eran abordados y acosados insolentemente por los mercachifles de todas las maneras posibles. A veces, incluso los perseguían para intentar venderles pescado, vino, fruta o incluso castañas y bellotas.
Porque en esta calle de París se mercadeaba con todo: comida, ropa y mujeres que se prostituían y vendían su cuerpo por dos cuartos.
Los dos jinetes avanzaban muy lentamente en medio de todos estos estorbos.
Intentaban no salpicar a los transeúntes más conspicuos, como los vendedores ricos o los médicos vestidos de paño negro y tocados con sombreros de alas. Debían también estar ojo avizor con sacerdotes y otros religiosos, y más todavía con los oficiales dispuestos siempre a cualquier pelea. Por galantería tenían cuidado con las burguesas con jubones seguidas por un paje o un lacayo. Y, sobre todo, intentaban no volcar los puestos de carnicería, asadores, peleteros u orfebres, a riesgo de que dichos comerciantes malhumorados, o sus dependientes, la emprendiesen con ellos.
Los nervios de los dos hombres se tensaban con el ruido permanente y exasperante de toda aquella gente que vociferaba, gritaba o cantaba atronándoles los oídos.
Gaufredi se había puesto al lado de Louis y vigilaba estrechamente aquel tumulto, acechando cualquier presencia inquietante, ya fuese un lacayo armado o un mozo de cuerda, o incluso una prostituta de navaja disimulada en el corsé.
Sin embargo, llegaron sin novedad a la calle Saint-Thomas-du-Louvre.
Allí a Louis le llamó la atención el ajetreo que reinaba en esta travesía habitualmente tranquila. Los empujones y el estruendo eran peores que en la calle Saint-Honoré. Toda la vía estaba ocupada por carrozas y coches que estacionaban de cualquier manera. Centenares de gentileshombres, magistrados y lacayos se apresuraban, se empujaban y se insultaban.
Louis constató rápidamente que no era en el palacio de Rambouillet donde se producía esta afluencia, sino delante del palacio de Chevreuse. Al acercarse descubrió que el patio del palacete estaba lleno de lacayos, caballos y carruajes.
Decididamente, muchos estaban ya seguros de que la poderosa duquesa iba a imponerse en el país y ya le hacían juramento de fidelidad, esperando conseguir de ella algunas migajas del futuro festín.
Por el contrario, el patio del palacio de Rambouillet estaba agradablemente tranquilo y vacío. Louis fue recibido inmediatamente por la marquesa en la cámara azul.
El bello rostro de Catherine de Rambouillet, habitualmente sonriente e irónico, estaba en esta ocasión ansioso y serio. Julie de Vivonne, vestida con una sencilla falda recta, llamada devancière, y una blusa con cuello, estaba junto a la marquesa, aparentemente tan preocupada como ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó Louis sorprendido, después de haberlas saludado—. Parecéis alarmadas, angustiadas. ¿Habéis recibido una mala noticia?
—No, tranquilizaos —le respondió la marquesa retorciéndose las manos maquinalmente—. Es que debo transmitiros una invitación que me disgusta muchísimo… Pero podéis rechazarla…
Esperó un instante, buscando las palabras, y se pasó rápidamente la lengua por los labios para ocultar su vacilación.
—La señora de Chevreuse, mi vecina, mi amiga —pronunció con una curiosa inflexión esta última palabra— desea reunirse con vos.
—¿La señora de Chevreuse? ¿Pero cuándo? ¿Y por qué?
Louis sorprendió la mirada turbada de Julie.
—¡Inmediatamente! —replicó la marquesa—. Me ha dicho que, tan pronto llegaseis aquí, os recibiría en cualquier momento. Parece un gran honor, porque muchos príncipes esperan horas en su antecámara para verla —añadió la marquesa de Rambouillet con un mohín de ironía—. Me habéis preguntado por qué. No lo sé, pero la conozco bien y estoy más que preocupada.
—Pero hay un barullo tremendo delante de su casa; si me presento ahora, ¿cómo hago para lograr que los lacayos me introduzcan?
La marquesa hizo un gesto con la mano:
—Hay un pasadizo entre nuestros palacios. Os conduciré allí personalmente y entraréis directamente en sus aposentos. Ya os lo he dicho, os espera…
Louis estaba al mismo tiempo pensativo, confundido y dubitativo. Para Marie de Chevreuse él no era nadie, ¿y cómo diablos sabía de su existencia? Interrogó a Julie con la mirada, sin saber qué decisión tomar.
—No vayáis, Louis —le respondió la joven demudada—. Tengo un terrible presentimiento.
Su rostro afligido estaba blanco como el mármol. La marquesa cogió las manos de la joven —que estaban heladas— para intentar reconfortarla.
—En realidad, caballero, yo no comparto el punto de vista de Julie. Aunque quisiera haceros daño, Marie sabe que estáis en mi casa y no intentará nada contra mí. Creo que podéis escucharla sin correr peligro inmediato. Y con ella, más vale saber que quedarse en la duda. Simplemente, sed prudente. Y no olvidéis que estáis al servicio del rey.
Louis miró a las dos mujeres. Debía tomar una decisión. Le pareció que la marquesa era la más razonable. ¿A qué se arriesgaba en medio de la multitud que se agolpaba en el palacete de los Chevreuse?
—¡De acuerdo!, vamos —se oyó decir.
Julie se sentó en una silla en una especie de postración. Estaba al borde de las lágrimas y no le hizo caso a Louis cuando se acercó a ella. Pero la marquesa ya le hacía una seña para que la siguiese. Obedeció, abandonando a Julie mientras la marquesa de Rambouillet lo conducía por un laberinto de pasillos y escaleras hasta una pesada y siniestra puerta de nogal.
Aquí la marquesa se paró y se volvió hacia él. Louis notó que se mordisqueaba ligeramente los labios.
—Louis, debo advertiros. Marie de Chevreuse es la mujer más hechicera, bella, atrayente y deseable… y la más peligrosa de Europa. Parece un ángel, pero es un demonio. Hace lo que quiere con los hombres. Estad alerta y no creáis nada de lo que os diga.
La marquesa se detuvo un instante.
—Como Circe, utilizará todas sus armas contra vos. ¡Resistid!
Luego abrió la puerta con una llave.
Justo detrás se hallaba un lacayo con librea del palacete de Chevreuse. ¿Cuánto tiempo llevaría allí esperando?, pensó Louis. Sin decir una palabra, la marquesa lo dejó pasar y cerró la puerta con llave tras él.
* * *
Louis examinó el lugar. Se encontraba al principio de una larga y ancha galería bordeada de banquetas en las cuales esperaban sentadas personas de calidad.
El lacayo, de rostro imperturbable, debía de tener indicaciones precisas. Le hizo una seña a Louis para que lo siguiese hacia una inmensa puerta acristalada en mitad del pasillo. Llamó; luego, respetuosamente, lo hizo pasar.
Reunidos allí, se hallaban varios personajes que Louis no conocía; vestían todos lujosamente y llevaban la cara llena de afeites. Rodeaban con deferencia a una extraordinaria beldad —a Louis le pareció muy joven, aunque ya pasaba de los cuarenta[34]— vestida con un espléndido traje carmesí, de cuerpo tan escotado que su denominación de atrayente era más que acertada. Llevaba los bucles de su cabellera peinados hacia atrás.
Louis no la había visto nunca pero la reconoció fácilmente.
En la pared, ante de él, se encontraba el famoso cuadro de Claude Deruet que la representaba de Diana cazadora.
Era Marie de Chevreuse.
Todos dejaron de conversar al verlo entrar. Y todos lo miraron con insolencia y arrogancia.
—El caballero de Mercy, anunció el lacayo en tono neutro.
Marie de Chevreuse arrugó imperceptiblemente la frente, haciendo aparecer varios encantadores hoyuelos en su rostro; luego, con voz clara y cautivadora, ordenó a sus invitados:
—Señores, ¿podéis dejarme a solas un instante? Si queréis esperarme en el saloncito…
Salieron todos, obedeciendo sin sorpresa y sin hacer comentario alguno las órdenes de quien consideraban ya futura ama de Francia.
Una vez a solas con Louis, la duquesa se sentó en un sofá y le hizo una seña para que se sentase a su lado, lo que Louis hizo con cierta reticencia e inquietud. Ella advirtió su turbación, le dirigió una nueva sonrisa incitadora y se acercó a él.
—Caballero, me han hablado maravillas de vos…
Su voz era grave y cálida.
—No lo merezco —farfulló Louis.
Entonces la duquesa lo miró largo rato en silencio, con una sonrisa burlona en los labios, pero su mirada parecía insondable. Luego, con una voz muy dulce, prosiguió cogiéndole las manos:
—¿No os doy miedo, al menos?
No esperó respuesta y continuó:
—Iré al grano. Creo que estáis con el cardenal.
—Os han informado mal, señora —protestó Louis—. Estoy con el rey… Como vos, creo…
La duquesa frunció imperceptiblemente el ceño. Esta respuesta no le gustaba. Louis vio entonces las minúsculas arrugas que surcaban su rostro. La duquesa estaba muy maquillada, pero no era tan joven como parecía.
En una fracción de segundo se recuperó y cambió la expresión de su rostro. Una sonrisa encantadora dejó ver unos magníficos dientes nacarados. Le soltó las manos e hizo un ligero movimiento con las suyas, como para confirmar lo que iba a decir.
—Por supuesto, yo también estoy con el rey… y con la reina. Hemos nacido para entendernos…
Se interrumpió un instante, mordisqueándose los labios con un gesto encantador.
—El cardenal es un gran ministro al que aprecio mucho, pero… me temo que nos abandonará muy pronto. Me han dicho que tenía numerosos asuntos familiares que resolver en Italia —con esta evocación, la duquesa manifestó ostensiblemente su tristeza—. Y el señor Châteauneuf podría convertirse en primer ministro.
Bajó los ojos y movió la cabeza.
—Los que persiguen la gloria del cardenal se arriesgan a quedarse solos. Pensad en ello.
De nuevo, la duquesa alzó los ojos para mirar a Louis e impedirle que mirase hacia otro lado.
—Por mi parte, necesito hombres como vos, hombres de acción, pero también de pensamiento. Me han dicho que sabéis muchas cosas y que tenéis talento para deducir muchas más… Que incluso el duque de Enghien os admira… El señor Châteauneuf os necesitaría.
—Han exagerado mis virtudes, señora —replicó Louis con sencillez.
La duquesa se quedó perpleja. ¿Quién se creía que era este notario? Le proponía la fortuna, un cargo, ¿qué más quería? ¿Meterla en su cama? Prosiguió con un tono más rápido para recalcar su impaciencia:
—En absoluto. En resumen, os ofrezco un puesto en mi casa. Y para que os unáis a mí os daré cien mil libras. En el acto. Conmigo vuestro futuro está asegurado. También le daré una dote a vuestra futura esposa que, según me han dicho, es la sobrina de mi amiga la marquesa de Rambouillet. ¿Qué me respondéis?
Louis, que hasta ese momento estaba embotado, se quedó anonadado. Semejante proposición no podía ser rechazada. Y cien mil libras era una fortuna que le permitiría establecerse. No, no podía declinar la oferta y vaciló un instante, completamente hechizado, a pesar de lo que le había dicho la marquesa.
Notando que se ablandaba, Marie se acercó a él con una curiosa expresión. Añadió con voz ronca:
—Sé recompensar a los que me sirven, caballero, no tenéis más que pedir… Podéis tenerlo todo de mí… Ahora, si lo deseáis…
Le cogió de nuevo las manos. Se hizo el silencio durante un largo rato. Marie lo miraba en ese momento como quien compra un caballo y lo va a probar. Esto disgustó a Louis. Con dificultad, volvió a hablar:
—¿Debería serviros como el marqués de Fontrailles?
Entonces las manos de la duquesa fueron traspasadas por un frío glacial, se soltó y se apartó ligeramente. Su mirada había cambiado y en ella sólo se veía la maldad.
—Fontrailles no es mi amante, señor. Es un amigo, y nada os impide serlo vos también.
El encanto había pasado. Louis ironizó:
—¿Yo? ¡Amigo del marqués de Fontrailles! ¡Dios me libre!, prefiero ser su enemigo. Es más prudente.
Louis le dirigió una mirada seca sacudiendo la cabeza.
—Debo reflexionar, señora. Ante tanto honor y tanta fortuna, no sé si podré satisfaceros suficientemente y cumplir mi cometido.
El rostro de la duquesa se volvió liso e impenetrable como el mármol. Murmuró mirando detrás de él:
—Decidíos rápido, señor, la partida ha empezado…
Luego la duquesa se levantó con una expresión malvada que cambió enseguida. Pero su sonrisa forzada ocultaba mal sus sentimientos y Louis tuvo miedo.
Con un estremecimiento, se levantó a su vez para inclinarse con toda la deferencia que pudo imprimir a su saludo. Marie pareció satisfecha y movió la cabeza sin expresión alguna. Se abrió la puerta detrás de él. El criado debía de haber sido advertido, Dios sabe cómo, de que la entrevista había terminado. Y mal.
Louis salió con la impresión de abandonar el antro de Circe.
Acababa de ver un demonio hembra. Se secó la frente con el pañuelo, siguiendo maquinalmente al lacayo. No salieron por donde habían entrado, pero Louis no era consciente de ello. De repente, se encontró solo en el patio del palacete.
En el lugar había un tremendo ajetreo de lacayos, cocheros, gentileshombres, burgueses, magistrados u oficiales. Todos esperaban una hipotética audiencia con Marie de Chevreuse o al menos con uno de los oficiales de la casa. Algunos estaban allí simplemente para rendir honores, juramentos de fidelidad o para esperar órdenes.
Louis, desconcertado y contrariado por la penosa discusión que acababa de tener, atravesó aquel tumulto con la mirada perdida sin prestar atención. Sin embargo, por casualidad, sus ojos se fijaron repentinamente en una silueta que conocía y nunca hubiera debido encontrarse allí.
Se detuvo un segundo, sintiéndose dolorosamente traicionado y al mismo tiempo horrorizado hasta la náusea pensando en las consecuencias que implicaba la presencia de la persona que acababa de ver.
Luego, intentando disimular su turbación, apresuró el paso hacia el palacio de Rambouillet. Tenía que regresar allí rápidamente o era hombre muerto.
En el palacio se encontró con Gaufredi, que lo esperaba en el patio. Al ver a Chavaroche, con quien el viejo reitre discutía, pidió al intendente de la marquesa que le presentase sus excusas, a ella y a Julie. Volvería a verlas rápidamente, pero ahora tenía prisa.
No podía adivinar que no volvería a ver a su prometida durante varias semanas.
Se fueron en silencio. Louis miraba regularmente hacia atrás para ver si los seguían. ¿Lo habría visto la persona que había reconocido en el palacete de Chevreuse? ¿Alguien más habría sorprendido su mirada? ¿Cómo saberlo? Si era así, su vida estaba en peligro.
¿Qué debía hacer? ¿A quién confiarse?
* * *
Pero dejemos a Louis con sus problemas y volvamos un momento al palacete de Chevreuse, unos segundos después de su partida.
Marie de Chevreuse no estaba satisfecha con el giro de los acontecimientos. Conocía suficientemente a los hombres para saber que éste no le pertenecería jamás. Tenía por costumbre responder cínicamente cuando le preguntaban cómo era capaz de convencer tan fácilmente a los hombres: «Sólo tengo que dejarles tocar mi pantorrilla en la mesa».
Esta vez se daba cuenta de que Fronsac no se convencería, le dejase tocar su pantorrilla o más arriba. ¡Sin embargo, estaba dispuesta a ello! Y el dinero tampoco lo había tentado. ¡Demonio de hombre! Se dirigió hacia un saloncito donde la esperaban sus amigos y abrió la puerta, dirigiéndose a un guapo joven de cabellos rubios:
—Beaufort, ¿podéis venir un instante? Y vos, señor Montrésort, ¿podéis ir a buscar a Fontrailles? Seguramente está en el palacio.
Su voz era entrecortada y nerviosa.
El duque de Beaufort la siguió con deferencia. Le contó en pocas palabras su entrevista.
—El tipo es constante. No quiere dejar al cardenal. Es fiel, me gusta —aseguró el hijo de Vendôme con un acento de carretero parisino—. Sí, me gusta mucho… No es como los otros, dispuesto a venderse por casi nada.
—Decididamente, Beaufort, nunca entendéis nada —le soltó la duquesa con tono despectivo—. No tenemos que atender a la fidelidad, a la rectitud ni a la probidad. Fronsac sabe muchas cosas. Tiene los medios para mandar detener a Fontrailles. Si descubre más cosas, nos encierran en la Bastilla o algo peor… Maese Guillaume, el ejecutor de la alta justicia, estaría encantado de que cayésemos entre sus manos…
—Fronsac sabe más de lo que vos creéis —dijo una voz ronca y siniestra.
Se dieron la vuelta.
Un enano horrendo acababa de entrar en la estancia. Su rostro repelente dejaba ver una sonrisa irónica e inteligente desgraciadamente estropeada por una nariz chata, unos ojillos brillantes hundidos en sus órbitas, una boca deforme llena de dientes rotos y una piel blancuzca marcada por la viruela. Sus ropas eran lujosas, llevaba un traje de seda azul oscuro adornado de cintas multicolores. La combinación de su físico repugnante y su elegante vestimenta no le confería un aire ridículo, sino un aspecto temible y espantoso.
Louis d’Astarac, marqués de Fontrailles, se consideraba en su casa en el palacete de la duquesa, a quien tantos servicios había prestado. Habló con su tono estridente, mezcla de burla y maldad:
—En el patio, Fronsac reconoció a alguien con quien no debería haberse cruzado. Yo estaba asomado a una ventana y lo observaba. Fue un error haberlo dejado pasar por allí. Un error que le va a costar… la vida… Por otra parte, siempre he dicho que teníamos que desembarazarnos de él.
—¡No somos asesinos, señor! —se alteró Beaufort, mirándolo de arriba abajo con un desprecio no exento de temor.
Marie de Chevreuse los miró alternativamente, con una mirada vacía, insondable, espantosa. Luego dijo:
—¡Matadlo! Rápido.