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Del 13 al 26 de enero de 1643
En realidad, no podía durar, y Mazarino, en la sombra, no creía que fuese posible alejar durante mucho tiempo a Gaston de Orleáns de los asuntos de Francia.
El siciliano siempre había estado en buenas relaciones con Monseñor, y su temperamento de diplomático lo incitaba a pedir el perdón para este hermano demasiado influenciable y demasiado imprudente.
Y sobre todo, pesaba la reina. Sus relaciones con su cuñado siempre habían sido excelentes. Habitual cómplice de Gaston en las diversas conjuras que habían salpicado al reino, Ana de Austria era una de las pocas personas a las que el duque de Orleáns nunca había traicionado. Tal vez amaba a la reina y, a su modo, ella se lo agradecía.
Por otra parte, estas reconciliaciones satisfacían en secreto los deseos de Luis XIII, que quería olvidar los crímenes —y los castigos— que le había hecho cometer el terrible cardenal. Por otra parte, había decidido no ir al funeral de Richelieu el 20 de enero.
Así pues, el 13 de enero, Gaston de Orleáns fue autorizado a ir a la Corte y a volver a su palacio de Luxemburgo. Podía reanudar así su ocupación favorita: pasearse por las alamedas del parque silbando, ¡con unos lentes azules tapándole los ojos!
Si el mayor culpable de los enemigos del rey obtenía la gracia, resultaba difícil justificar ciertos encarcelamientos ordenados por el Gran Sátrapa. Enseguida, el duque de Beaufort, gravemente comprometido con Cinq-Mars, fue también autorizado a presentarse en la Corte.
El 19 de enero, el mariscal de Bassompierre y su amigo Vitry fueron también liberados de la Bastilla.
Al salir, Bassompierre, muy debilitado por doce años de prisión sufridos tras una condena injusta —le habían propuesto liberarlo mucho antes, pero se había negado, reclamando una carta de justificación—, apareció ante todos lleno de energía. «¡Como el puerro —declaró con orgullo—, mi cabeza es blanca pero mi tallo es verde!»
El mariscal, arruinado, volvió a ocupar varios de sus cargos y se pensó en él como preceptor del delfín Luis.
* * *
El sábado 24 de enero, Louis leía un ejemplar de La Gazette de Théophraste Renaudot, que Nicolas acababa de comprar a un vendedor ambulante, cuando reparó en estas líneas:
… El diecinueve de este mes, los mariscales de Vitry y de Bassompierre saldrán de la Bastilla por orden del rey[23].
Inmediatamente cogió su capa y su sombrero para ir al palacio de la Plaza Real donde se alojaba provisionalmente el anciano mariscal.
Habiéndose presentado como notario, pudo verlo sin esperar, porque los notarios eran temidos, ¡sobre todo por la gente arruinada!
Bassompierre estaba con su zapatero, que le probaba zapatos de hebilla. Si el régimen de la prisión había transformado al peripuesto amigo de Enrique IV, antaño siempre rodeado de un ramillete de bellas mujeres, en un viejo gordo, lleno de arrugas y con los cabellos totalmente blancos, el peso de los años no había modificado sus hábitos de elegancia. Estaba vestido con un traje de seda azul.
El mariscal miró a Louis inquisitivamente, con ojos despiertos velados por una pizca de preocupación, mientras un lacayo conducía a Louis a su salón.
Bassompierre hizo un gesto al zapatero para que saliese con el lacayo.
—Esperadme, no será por mucho tiempo —les dijo.
Una vez solos, se dirigió a su visita:
—Señor Fronsac, conozco vuestro despacho pero no creo conoceros a vos… —dijo con un tono distante, apoyado en una esquina de su mesa de trabajo—. Al parecer, deseáis verme por algo relacionado con mi biblioteca… La he vendido y confieso que estoy intrigado…
Louis se inclinó, como saludo y en señal de asentimiento.
—En efecto, excelencia. Sin duda recordáis habérsela vendido al duque de Vendôme, que me parece que no os la ha pagado en su totalidad…
Bassompierre esbozó una sonrisa de incomprensión y se puso algo nervioso. Las cuestiones de dinero siempre eran un fastidio. Replicó suspirando:
—Eso no es exacto del todo. Le he reclamado esa suma varias veces y, sin duda, al enterarse de que me han concedido el perdón y he salido libre, su hijo ha considerado diplomático y prudente hacerme llegar un bono de veinticinco mil libras. Vendôme ya me había pagado cincuenta mil. Así que el asunto ha quedado zanjado… para mí.
—No del todo —replicó Louis inclinándose.
Se había enterado la víspera de la existencia del bono de veinticinco mil libras.
El viejo mariscal puso cara de sorpresa frunciendo el ceño. ¿Qué quería de él este golilla?, pensó con irritación.
—No del todo —repitió Louis en tono algo solemne—. Un librero, el señor Belleville, actuaba de intermediario en esta venta. ¿Lo recordáis? Vos debíais remitirle diez mil libras. Vendôme, en circunstancias particularmente horrorosas, mandó asesinarlo. Belleville deja una hija arruinada y huérfana. Vengo de su parte porque el despacho de mi padre se ocupa de sus intereses.
Bassompierre no pestañeó al oír este discurso. Sin embargo, cuando Louis hubo terminado, lo miró de hito en hito durante un breve instante, y después se dirigió a la ventana. Allí permaneció un momento en silencio tamborileando nerviosamente en el marco.
Finalmente, el mariscal rompió la penosa pausa murmurando:
—¡Diablos! ¡Es una complicación terrible! Efectivamente, yo conocía bien a Belleville, y también a esa hija suya tan seria. No sabía nada de esto y confieso que esperaba que él apareciese para pagarle. No me imaginaba que tendría que hacerlo tan rápido…
Se interrumpió de nuevo, contemplando la animación de la Plaza Real dándole la espalda al caballero de Mercy.
Al cabo de un largo minuto, se giró.
—Es un asunto de honor. ¿Puedo daros la suma que se debe y pediros que arregléis este asunto… sin escándalo?
—Iba a rogaros que lo hicieseis.
Bassompierre fue a una mesita y abrió un profundo cajón. Cogió un pesado cofrecillo de madera del que extrajo el dinero en silencio, haciendo cincuenta montones de diez luises de oro. Luego tendió desdeñosamente un papel y una pluma a Louis.
—Aquí tenéis el dinero, por favor hacedme un recibo. Ahí hay un tintero —añadió.
Y mientras Louis escribía, explicó, dando curiosamente la impresión de excusarse:
—Guardaba este dinero para jugar esta noche con unos amigos. ¡Qué se le va a hacer! Las deudas de honor están antes que las deudas de juego…
Louis firmó el documento, luego sacó su sello. Bassompierre le tendió la cera y un artilugio con que calentarla.
Estampó el sello del despacho en el recibo y dejó el papel sobre la mesa.
A continuación cogió el dinero, que guardó en una bolsa de cuero que había llevado por precaución, y la introdujo en un bolsillo. La bolsa pesaba tanto que tensó los cordones de su capa y Louis tuvo que sostener el bolsillo con la mano.
Conviene explicar aquí este pago de diez mil libras en quinientas piezas de oro. La libra, moneda de cambio llamada también franco en el Antiguo Régimen, no correspondía a una especie contante y sonante. El metálico en circulación era, para piezas de cierto valor, el luis de oro de siete gramos y el escudo de plata de veintisiete gramos. La relación entre la libra y las monedas era fijada por la autoridad real y variaba cada cierto tiempo.
Así, en 1642, el luis de oro valía veinte libras y el escudo de plata tres.
De modo que Louis se encontraba en posesión de quinientas piezas de oro de siete gramos, o sea, cerca de cuatro kilos. ¡Demasiado peso para llevar en el bolsillo!
—Señor mariscal —dijo Louis tomando aliento—, no esperaba tanto. Queda otra deuda pendiente del señor de Vendôme hacia Margot Belleville, pero ésa es una deuda de sangre. Me ocuparé de saldarla.
—Si el duque asesinó a su padre, la comprendo. Pero dudo mucho que el Parlamento haga justicia —declaró Bassompierre con un tono de suficiencia haciendo un amplio gesto con la mano derecha—. Ni siquiera el despacho de Fronsac puede hacer nada contra un príncipe de sangre.
—No pensaba en esa clase de justicia, señor mariscal. No me he presentado, pero yo también soy caballero de San Luis y señor de Mercy —dijo Louis inclinándose fríamente—. Gracias, excelencia.
Y dejó al viejo mariscal turbado y desconcertado.
¡Cuántos cambios se han producido mientras estuve en prisión!, pensó después de que Louis se hubo ido, ¡los notarios son caballeros! ¡Qué mundo más extraño!
Louis tenía el caballo en la cuadra del pabellón. Las campanas de las iglesias de los alrededores dieron las doce.
Ya que las tiendas de Palacio cierran a esta hora, meditó, es mejor que vaya directamente a la calle Dauphine a buscar a la hija de Belleville.
Cruzar el barrio fue largo y difícil porque todo el mundo volvía a casa, y tardó una hora en llegar al establecimiento del antiguo librero, un pequeño tenderete situado al fondo de un callejón sin salida perpendicular a la calle Dauphine. La puerta estaba abierta y Louis se acercó.
Margot acababa de regresar de Palacio. Vestida con una falda amplia de terciopelo y una casaca que más tarde se denominó a la Cristina, porque la puso de moda la reina de Suecia, estaba en la tienda con un hombre que la ayudaba a sacar los libros de las últimas estanterías ocupadas.
Louis entró.
El joven era alto, robusto y ancho de espaldas como un mozo de cuerda. Sus cabellos rubios —casi albinos— se confundían con una espesa barba mal cortada que le tapaba la cara. Su nariz demasiado gruesa y sus manazas callosas y velludas le recordaron a Louis un oso.
Le pareció particularmente enfadado con la débil Margot.
Al ver a Fronsac, la mirada del compañero de la joven se dulcificó ligeramente.
—Buenos días, Margot —saludó Louis, ignorando al hombre-oso—. Os había prometido que no os olvidaría.
—¡Señor Fronsac!
Soltó uno de los libros que tenía en la mano, sorprendida de que Louis hubiese venido a verla a su casa.
—¿Puedo hablaros a solas, Margot?
—Michel Hardoin es mi prometido —replicó la joven con firmeza—. Ya os he hablado de él. Puede quedarse.
—Bueno… —Louis dudó un instante, luego prosiguió sacando la bolsa de cuero del bolsillo—. Esto es lo que me ha dado el mariscal de Bassompierre. Ahí hay diez mil libras en luises de oro. Os haré un recibo que deberéis firmarme y que será registrado en el despacho, si estáis de acuerdo en quedaros este dinero. También podéis dejarlo en mi poder e ingresarlo en un banco.
Le dio la bolsa. Margot la cogió y la abrió. Se puso pálida, luego se desplomó temblando en el único taburete de la pieza.
A continuación se puso a sollozar.
Louis se quedó un momento dudando, ligeramente emocionado sin saber qué hacer. Finalmente, se acercó a Hardoin, que trataba de consolar a su prometida.
—Margot me ha dicho que sois carpintero.
—Así es. Soy obrero.
El hombre se irguió, cruzó los brazos y lo miró orgullosamente.
—Tal vez tenga un trabajo para vos… ¿Cuánto ganáis?
—Entre ochenta y ciento veinte ochavos al día, depende de los talleres, o sea entre cien y ciento cincuenta libras al año. No es mucho…
Dirigió una mirada furtiva a Margot que se enjugaba las lágrimas y añadió con cierto embarazo:
—… Y con ese salario no podremos casarnos. ¡Una hogaza de pan cuesta doce ochavos!
Miró hacia la bolsa de las monedas que estaba en el banco y prosiguió más animado:
—¡Le habéis dado una fortuna! ¿Cómo agradecéroslo?
—Ese dinero se lo debían al padre de Margot, no es un regalo. Yo, por mi parte, os ofrezco quinientas libras al año, a vos y a Margot, por trabajar en mi casa. Pero tendríais que dejar París.
Margot había dejado de llorar y escuchaba con atención lo que decía Louis.
—Es posible —opinó Hardoin, algo dubitativo mesándose la barba—. ¿Pero para qué clase de trabajo?
—El rey me ha nombrado caballero de San Luis, y he recibido unas tierras y un viejo castillo en ruinas. Hay que restaurar toda la carpintería y el tejado. Necesitaría una pareja de confianza para que se ocupase de poner en condiciones la casa, contratar a los obreros y vigilar los trabajos. Quizás se ocuparía también de las tierras. El dominio está en Mercy, cerca de Chantilly.
Los dos jóvenes se miraron en silencio. Para ellos era un golpe de suerte.
—¿Cuándo deberemos responderos? —preguntó tímidamente la joven.
—Cuando gustéis. Haced llegar vuestra respuesta al despacho de mi padre, en la calle de los Quatre-Fils. Sabéis donde buscarme y podréis empezar inmediatamente.
—El dinero —preguntó Margot— ¿podríais guardarlo vos? De momento…
—Ya os he dicho que sí.
Margot retiró diez luises de la bolsa. Louis lo anotó en el recibo que le hizo y le pidió que firmase.
—Guardaré este dinero en nuestra caja de caudales. Venid a buscarlo cuando queráis o a pedirme que lo coloque en un banco o en un financiero.
Deslizó la bolsa bajo su capa, los saludó y salió.
Acababa de saldar una deuda.
* * *
A los dos días de esta jornada que había dado a Louis alguna esperanza de arreglar su señorío y que le había permitido aliviar su conciencia, el frío arreció todavía más.
Desde el lunes por la mañana el vino se heló de nuevo en las casas y el Sena se cubrió totalmente de hielo. Algunos incluso lo cruzaban a pie. Pero pocos salían de sus casas, salvo los que buscaban leña para calentarse.
En las calles desiertas parecía que la ciudad y sus habitantes estaban definitivamente aletargados en una larga hibernación. En cuanto a los que no tenían casa… nadie se ocupaba de recoger sus cuerpos rígidos en las calles.
Aquella mañana Louis estaba esperando a que Nicolas lo afeitase. Ante él, su criado había colocado pomadas, toallas y un estuche de tocador, peines y brochas.
Entonces llamaron a la puerta. Nicolas dejó su tarea para ir a abrir.
Un oficial de la guardia estaba allí, tieso como un huso. Lucía un mostacho con las guías retorcidas, que le daban un aspecto todavía más insolente que a Gaufredi, pero ridículamente cubierto de escarcha, y adelantaba el cuerpo como un matón. Su uniforme estaba impecable y tenía una sonrisa felina. Una pesada espada a la española se bamboleaba a un costado. Sus botas de vuelta le subían hasta las pantorrillas.
—Vengo a buscar al caballero —dijo a Nicolas.
Su voz estalló como un látigo. No se había anunciado como una visita. Era una orden para pasar.
Fronsac lo había oído. Intrigado, fue hasta la puerta, en camisa, con la navaja de afeitar de Nicolas en la mano.
—¡Señor de Baatz! —se asombró al reconocer al bravucón—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Entrad, rápido!
Se trataba, en efecto, del oficial de guardia del Louvre a quien había entregado el pliego para Mazarino. El hombre se inclinó haciendo tintinear brutal y deliberadamente sus espuelas.
—Estoy de servicio, caballero. Su Eminencia desea veros de inmediato y debo acompañaros para escoltaros.
—¡Diablos! ¿Con este frío? ¿Puedo por lo menos acabar de asearme? ¿Querríais, mientras tanto, compartir mi desayuno?
De Baatz dirigió una mirada golosa a la mesa que Nicolas había preparado. Se atusó un momento el bigote para decidirse.
—¡A fe mía! Si insistís, señor. No quisiera molestaros… pero sería una lástima echar a perder todo eso.
Sin dudarlo más, se precipitó a la mesa, se sentó y se puso a devorar todo cuanto tenía al alcance de la mano.
Louis volvió a su habitación algo preocupado.
¿Habría sido un error proponerle al guardia compartir su desayuno?
Una vez terminado su aseo, volvió a la pieza que le servía de salón y comedor. Louis supo que estaba en lo cierto. El oficial acababa de terminar la carne y el pan y lo miraba a la vez con aire satisfecho y saciado.
—Señor, si tuvieseis un poco de vino para hacer bajar el desayuno, os quedaría muy agradecido.
Louis se dijo que la aventura le serviría de lección. No se podía invitar impunemente a un hombre de la guardia o de los mosqueteros a la mesa. Todos tenían justa fama de glotones e imprudentes.
Suspiró haciéndole una seña a su criado, que se había quedado mudo de la sorpresa ante aquel tragaldabas.
—Nicolas, abre una botella de borgoña para nuestro amigo. Luego ve a La Grande Nonnain para que preparen mi caballo. Nosotros iremos enseguida.
Se sentó a la mesa y se preparó una rebanada de pan con un resto de mermelada que el soldado había dejado.
Después de haber vaciado la botella, mirando de soslayo si había otra, De Baatz contempló a Louis. Atusando su mostacho con la mano derecha, le dijo:
—Señor Fronsac, decididamente vos me gustáis. Me invitáis generosamente y he oído hablar de vos y de vuestras dificultades con el difunto cardenal. También me han dicho que estáis con Mazarino, y tengo una deuda con el italiano porque acaba de proponerle al rey el regreso del señor de Tréville a la Corte.
»Tréville es amigo mío. Gracias a él, dentro de uno o dos años, como mucho, confío en dejar la guardia e incorporarme a los mosqueteros del rey. Espero que vos seáis también amigo mío.
Dejó su vaso vacío para estrechar con fuerza la mano de su huésped, que no esperaba tanta efusividad.
Louis ya se imaginaba que Mazarino desearía reconciliarse con Tréville y sus correligionarios, comprometidos en la tentativa fallida del asesinato de Richelieu. Estos gentileshombres eran apreciados por el rey y podían ser un apoyo precioso para el siciliano, que apenas tenía amigos. No había tenido dificultad alguna en convencer a Luis XIII para que los llamase, los perdonase y les devolviese su cargo.
—Ahora que habéis desayunado, caballero, ¡vámonos! No puedo esperar más tiempo —aseguró De Baatz levantándose.
Sus espuelas crujieron al arrastrarse por el suelo de madera de roble encerado, con gran disgusto de Louis, que acababa de anudar cuidadosamente sus lacayos negros.
Ambos hombres salieron por fin, tras ponerse Louis su capa de lana y su sombrero para afrontar el frío espantoso que reinaba en el exterior.
—Habéis olvidado vuestra espada… —hizo notar el soldado examinando a Fronsac al pie de la escalera.
—Cuánto lo siento, señor, pero no tengo espada. ¿Nunca os han explicado que la pluma es superior a la espada?
El otro se quedó un momento desconcertado, inmóvil. Luego masculló señalando a Louis con el índice:
—Nunca, creedme. En fin, es asunto vuestro.
Los caballos los esperaban abajo, el de Louis junto al del guardia. Nicolas temblaba sosteniéndolo por el ronzal.
Tomaron la dirección del Louvre y cabalgaron juntos durante un momento en silencio. El lugar de la cita era el Palacio del Cardenal, había explicado De Baatz.
—¡A quién se le ocurre salir sin espada! —murmuró este último al cabo de un nuevo silencio.
—¿Conocéis al señor Chapelain? —le preguntó entonces Louis.
—¡Todo el mundo lo conoce! ¿No es ese que viste como un ropavejero?
Louis sonrió.
—¿Sabíais que lo han ennoblecido?
Y prosiguió sin esperar respuesta:
—Una vez que adquirió el título de nobleza, Chapelain se hizo con una espada que nunca abandonaba. Un día, un amigo se acercó a él para decirle: «¡Alabado sea Dios, llevas una espada! He tenido una disputa por la que voy a batirme en duelo, tú serás mi segundo. Te necesito, porque nuestros adversarios son temibles, ¡habrá muertos!». Chapelain, aterrado, tuvo que rehusar avergonzado, y a partir de entonces salió siempre desarmado, para estar tranquilo. Por mi parte, y como él, no tengo ninguna gana de que me maten en un estúpido duelo.
Se hizo un silencio particularmente pesado. De Baatz comprendía que su compañero era un cobarde. Finalmente, Louis siguió en tono más seco.
—Una espada no me sirve para nada, señor. El rey en persona me ha hecho caballero. Conoce mi virtud y es suficiente. No necesito utilizarla contra nadie o pavonearme estúpidamente como un comediante.
Charles de Baatz lo miró por el rabillo del ojo con desprecio y arrogancia. No se dirigieron la palabra hasta el Palacio del Cardenal. Cuando llegaron, y después de haber dejado sus monturas al cuerpo de guardia, que estaba frente a la entrada del primer patio, De Baatz lo guió en un silencio despreciativo a través de un dédalo de piezas, galerías y escaleras a veces monumentales y a veces muy estrechas.
Bruscamente, se detuvo para llamar a una puerta.
—Es el antiguo despacho de Su Eminencia —precisó en voz baja y deferente como si el temible cardenal estuviese todavía en la pieza.
Entró cuando oyó la autorización, dejó a Louis pasar delante de él y luego salió de nuevo cerrando la puerta.
* * *
La sala estaba ocupada por cinco personajes que se interrumpieron al verlo entrar.
Louis reconoció enseguida a Mazarino. El cardenal, sentado en una alta silla tapizada de rojo, no había cambiado desde la última vez que lo había visto. El ministro, que pasaba de los cuarenta, conservaba un rostro sin arrugas, casi joven, a pesar de que tenía entradas y algunas arrugas alrededor de los ojos negros enarcados de espesas cejas. Un corto bigote y una barba bien recortada le daban un aspecto elegante y cordial. Sin embargo, su expresión preocupada, incluso contrariada, llamaron la atención de Louis.
Su amigo Gaston de Tilly, oculto en parte por el ministro, le hizo una señal amistosa con la mano, a la que el exnotario no hizo caso al reconocer a la tercera persona sentada en un taburete al lado de Mazarino. Louis incluso retrocedió involuntariamente: aquel hombre era Rochefort, el hombre de los trabajos sucios de Richelieu.
Vestido como siempre, completamente de negro y armado hasta los dientes con una panoplia de armas diversas, indispensables para su profesión de asesino, el esbirro lo miraba con un rostro totalmente inexpresivo.
Louis evitó su mirada, para saludar con una inclinación de cabeza a Isaac Laffemas, el cuarto. El último miembro de la asamblea, un desconocido para Louis, iba vestido muy sencillamente de negro, como un burgués, pero se sentaba en un sillón tapizado un poco más pequeño que el de Mazarino.
—Caballero —declaró ceremoniosamente Mazarino nombrándolo por su título—, tal vez no conozcáis a algunas de las personas aquí presentes, como el señor Laffemas o el señor Le Tellier.
Mazarino señaló con la mano a los dos importantes personajes. Louis no sabía quién era Le Tellier, pero no tardaría en enterarse. El italiano prosiguió con su acento cantarín:
—El señor Le Tellier es intendente militar en nuestro ejército del Piamonte. Lo conocí el año pasado y lo tengo en gran estima. Necesito de su competencia judicial y policial. Lo he llamado, pero nadie sabe que está en París. Os ruego que no divulguéis este hecho.
* * *
Añadamos aquí unas palabras sobre Michel Le Tellier, a quien acaba de presentarnos monseñor Mazarino.
El intendente, de cuarenta años, provenía de una familia de nobleza de toga. Procurador del rey en el Châtelet bajo las órdenes de Laffemas, luego jefe de investigaciones en el Consejo de Estado, el canciller Séguier lo había llamado para reprimir la revuelta de los salineros de los pies descalzos en Normandía. Una tarea despiadada que había cumplido severamente junto a Jean de Gassion como brazo armado.
Ascendido por su éxito, Le Tellier había sido nombrado intendente militar en el ejército de Italia.
El intendente militar representaba al rey en los asuntos policiales, de justicia y de control de aprovisionamiento en el seno del ejército. Sus poderes eran casi ilimitados.
Le Tellier había demostrado eficacia en esta labor, y Mazarino, entonces en el Piamonte como embajador ante los príncipes de Saboya, lo había observado en 1641. Éste sería el principio de unas relaciones duraderas y de confianza.
Le Tellier pronto sería ministro y su hijo, convertido en marqués, le sucedería con el terrible nombre de Louvois.
* * *
—Ahora que os he presentado —prosiguió el cardenal—, coged una silla, caballero. He aquí el objeto de esta reunión: he recibido vuestro informe, que completa el que el señor de Tilly ha transmitido al teniente civil. Así que he resuelto reunir a todas las partes para decidir cómo actuar.
—Podemos sospechar que el señor de Fontrailles, o un cómplice, mató en condiciones particularmente innobles al señor Babin du Fontenay, comisario de Saint-Avoye. El señor Rochefort, que está acostumbrado a pisarle los pies al marqués de Fontrailles, porque lo ha seguido todo el año, incluso hasta España, para desbaratar el complot de Cinq-Mars, me ha confirmado que el marqués D’Astarac ha ido a París a ver al príncipe de Marcillac, de quien todavía sigue siendo inexplicablemente amigo. Lo que no comprendemos todavía es por qué habría matado a Babin du Fontenay.
Mientras el ministro hablaba así a sus visitantes, Louis apenas escuchaba y observaba discretamente a Le Tellier.
El alargado rostro del intendente militar estaba dotado de una nariz puntiaguda y ojos penetrantes. Mostraba una actitud reflexiva y atenta, y tenía sobre las rodillas una escribanía con tintero en la que a veces tomaba notas. Sin embargo, pese a su distracción, en el momento en que Mazarino habló de Fontrailles, Fronsac se sobresaltó.
De modo que Louis d’Astarac vivía en casa del príncipe de Marcillac, a quien había visto unos días antes en la recepción de la duquesa de Rambouillet. ¿Cómo era posible semejante amistad si Marcillac era conocido por su moralidad y su lealtad a la realeza? ¡Fontrailles y él estaban en bandos totalmente opuestos!
Laffemas tomó entonces la palabra dirigiéndose particularmente a Fronsac.
—Según el señor de Tilly, la muerte del señor Du Fontenay podría estar relacionada con uno de los tres asuntos que llevaba el comisario de Saint-Avoye. Hablamos de ello antes de vuestra llegada. Había una investigación en curso por la muerte de un ujier de Palacio, Cléophas Daquin, fallecido tras una larga enfermedad gástrica con horribles molestias. El comisario no excluía un envenenamiento…
—¿Por su esposa? —intervino secamente Le Tellier interrumpiendo a Laffemas y dejando de tomar notas.
Louis comprendió, al verlos cruzar las miradas, que los dos magistrados no se apreciaban demasiado.
—No —respondió Tilly—, parece, aunque no estamos muy seguros, que el criminal podría ser un compañero de juergas, un tal Picard, que después desapareció. Todo parece acusarlo y…
—¿Por qué eran horribles esas molestias? ¿Y estáis seguro de que la mujer no tuvo nada que ver? —lo interrumpió Mazarino—. No he leído nada de ese sujeto en vuestras memorias y no sería la primera vez que una mujer envenena a su amado esposo.
Fronsac creyó oportuno intervenir.
—Excusadme, monseñor, pero he visto a esa mujer y me ha parecido fuera de toda sospecha. Es tan hermosa como desgraciada. Su esposo frecuentaba las tabernas y dormía a menudo fuera de casa. La mujer apenas lo veía y todos dicen que Daquin sólo frecuentaba a un notorio canalla, el tal Picard. Tiene un hermano que la quiere mucho y que creo que es un hombre muy honrado. Además, trabaja en el Louvre. En cuanto al adjetivo horrible —prosiguió tras reflexionar un instante—, es demasiado suave…
Se calló un instante antes de precisar:
—Todo indica que unos gusanos gigantes se desarrollaron en el interior del enfermo y lo devoraron vivo…
Mazarino y Le Tellier palidecieron, mientras que Laffemas y Rochefort permanecían relativamente indiferentes. Habían asistido a otras muchas muertes espantosas.
Louis prosiguió rápidamente sus explicaciones:
—Ahora bien, ese Picard, que ha desaparecido, era un viejo marino, un cañonero que había regresado de las Indias orientales. Les había ofrecido a varios de sus compañeros de francachelas un eficaz remedio para desembarazarse de sus enemigos o de sus esposas.
—Un veneno abominable, probablemente traído de Oriente —añadió Tilly.
Se hizo un silencio que nadie se atrevió a interrumpir. Eran hombres valientes, pero estaban aterrorizados al pensar que un día les pudiesen administrar una droga semejante.
—¿Y los otros dos asuntos? —preguntó finalmente Mazarino—. Porque hasta ahora no veo al marqués de Fontrailles desempeñar un papel muy significativo…
—Los otros dos expedientes son más insólitos y verdaderamente más alentadores —informó Laffemas—. Fontenay se ocupaba de un asunto de moneda falsa. Lo hemos resuelto. Parece que España hacía entrar en Francia armas y una cantidad considerable de escudos de plata falsos. ¿Con qué finalidad? Debo confesar que todavía no lo sabemos. El expediente ha sido enviado al secretario de Estado, el conde de Chavigny.
—En efecto, me habló de él —recordó el ministro enarcando las cejas—. Pero de todos modos no sabía que el marqués de Fontrailles podía estar mezclado en ese asunto. Por desgracia, creo recordar que España lo ha negado todo, que el embajador incluso ha tildado de provocación…
—Es difícil seguir las ramificaciones —refunfuñó sordamente Gaston—, tendríamos que acudir a la Embajada para indagar, o incluso a Bruselas…
La mirada glacial que le dirigió Le Tellier cortó su propuesta.
—Nos queda el tercer asunto —prosiguió en tono suave Laffemas—, se trata del loco que atacaba a las mujeres con guanteletes de acero. Una historia similar tuvo lugar hace casi veinte años. Sabéis que conseguí detener a ese canalla. Después lo interrogamos, por desgracia…
—¿Por desgracia? —preguntó Mazarino.
—Por desgracia murió durante la cuestión previa —reveló el teniente civil con tono amargo—. Sin embargo, parecía fuerte y resistente. ¡También fue culpa suya! El muy idiota no quería decir nada. Tuve que insistir y es la primera vez que me ocurre esto —se excusó como un niño que comete una travesura.
—Entonces, no hay esperanza en esa dirección —le reprochó Le Tellier secamente—. Pero el marqués de Fontrailles, ¿qué papel desempeña actualmente?
Ahora se dirigía a Rochefort.
—El señor D’Astarac afirma que hay una relación entre el duque de Vendôme, los españoles y la duquesa de Chevreuse, que se encuentra en Bélgica —aseguró el esbirro—. Hace viajes frecuentes entre París, Londres y Bruselas. No hay duda de que están preparando una conspiración.
—Entonces no puede estar relacionada con la moneda falsa —aseguró Gaston abriendo los brazos y separando las manos queriendo indicar la evidencia—. Y el origen es una vez más Marie de Chevreuse…
La duquesa de Chevreuse, Marie de Rohan, era hija de Hercule, duque de Rohan-Montbazon, gobernador de París.
Hercule era un anciano de setenta y siete años, célebre por dos razones de importancia indiscutible: Estaba junto a Enrique IV cuando Ravaillac lo había atacado —él mismo había sido herido ligeramente— y era el hombre más estúpido de Francia.
Curiosamente, contradiciendo las leyes naturales de la herencia, no era el caso de su hija. Al contrario, podía considerarse a Marie de Rohan como una de las mujeres más inteligentes del reino.
Marie se había casado muy joven con Luynes, el primer favorito de Luis XIII. Cuando Luynes murió, se casó en segundas nupcias con el duque de Chevreuse, el cuñado del duque de Guisa.
Marie, joven, bella y mordaz, se había impuesto rápidamente en la Corte, convirtiéndose en la mejor amiga de Ana de Austria, de modo que era la peor enemiga del cardenal y del rey. Había arrastrado a Ana a la mayoría de las conspiraciones que hasta el momento habían salpicado este reinado, hasta el día en que le había propuesto a la reina, que estaba embarazada, una carrera desenfrenada por una galería, durante la cual la había hecho tropezar a propósito.
Después de esta caída, la reina había abortado un niño.
Tendrían que pasar veinte años para que Luis XIII —u otro— se decidiese a dar un nuevo delfín a Francia.
Finalmente, perseguida sin tregua por Richelieu, a quien se había opuesto, Marie se exilió en Bruselas con su hija Charlotte.
Pero no estaba de ningún modo vencida. Desde Bélgica, y bajo protección española, había seguido intrigando para la desaparición del cardenal. Y ahora que este último estaba muerto, la capacidad de hacer ruido de la diablesa podía ser temible, porque ¿quién detendría a la exmejor amiga de la reina si volvía a Francia?
En ese instante llamaron a la puerta y el señor de Chavigny entró.
Léon Bouthillier, conde de Chavigny, era el viejo amigo de Mazarino que lo había alojado en París cuando el siciliano era el nuncio del Papa.
Ahora ostentaba el cargo de secretario de Estado para Asuntos Extranjeros. Rico y elegante, era un joven brillante pero superficial. Sin embargo, aunque poco ambicioso, había observado con cierto despecho la rápida ascensión de su amigo plebeyo Julio Mazarino.
Chavigny ignoró a los asistentes a la reunión y se acercó al cardenal, a quien susurró unas palabras al oído. Mazarino frunció el ceño, dudó un instante y luego anunció:
—Señores, me comunican que el rey, ligeramente enfermo, guarda cama. Debo ir a su lado. Continuad con vuestras investigaciones y mantened al señor Le Tellier informado.
Todos se levantaron, saludaron a los dos ministros y se dirigieron a la puerta.
—Vos quedaos, Fronsac —ordenó Mazarino con tono seco.
Sorprendido, Louis esperó a que los otros salieran y también Léon Bouthillier.
Durante ese tiempo Mazarino ordenaba sus papeles con semblante preocupado. Cuando estuvieron solos, miró durante un buen rato a Fronsac, muy serio, para decirle finalmente:
—No me gusta esta historia, caballero. Y sobre todo no me gustan nada esos gusanos gigantes. —Extendió un dedo—. Quiero saber qué se trama, mantenedme al corriente de la investigación, daré instrucciones a Laffemas para que os diga todo. Vos tratad de enteraros de más cosas y sobre todo reflexionad. Los otros son todos policías y no tienen imaginación. Vos sabéis razonar sin rechazar hipótesis inverosímiles so pretexto de que lo son. Sabed que aprecio en su justo valor el modo en que habéis descubierto cómo murió Fontenay y el papel de los religiosos del convento de los mínimos.
Durante todo ese tiempo caminaba a lo largo de su mesa de trabajo. Se detuvo un instante, contemplando desde la ventana la actividad en el patio.
—Todo este asunto me preocupa, Fronsac, mucho más de lo que imagináis. Mi situación no es segura, pueden echarme en cualquier momento. ¿Qué quiere Fontrailles? Por un lado, tal vez haya matado a un comisario; por otro, trabaja con Vendôme y la Chevreuse. También sé que se presenta en todas partes como el jefe de una futura república. ¡Una república en Francia! Me han llegado informaciones sobre ese último punto.
»Nada de ello es bueno y sospecho una nueva y terrible intriga. ¿Por qué lo ha hospedado el príncipe de Marcillac? Su Majestad no tardará en perdonar a todos los que han querido derrocarlo. Ahora mismo en su entorno, a los malvados que conspiran contra él y contra la patria, les llaman generosos, a los ingratos gente íntegra, los que traicionan su palabra gente hábil y los jefes de la sedición se llaman restauradores del Estado.
El tono del ministro era cínico y desengañado. Se interrumpió, con el ceño fruncido, buscando las palabras. Luego prosiguió, más agresivo:
—Pronto van a actuar a plena luz y necesito pruebas para confundir a la jauría. Intentad averiguar más cosas, tratad de encontrar a ese Picard, seguid la pista española, descubrid quién era verdaderamente ese Catador. Pero, sobre todo, necesito comprender el juego de mis adversarios. ¿Qué buscan? Debéis descubrirlo e informarme. Sólo así podré vencerlos.
Se interrumpió otra vez, mirando a Fronsac, y entonces su rostro se distendió lentamente, reapareciendo su cautivadora sonrisa. Dijo en tono zalamero.
—Me he enterado de que necesitáis dinero. El rey os ha hecho un regalo envenenado, ¿verdad? Su Majestad acaba de ofrecerme la abadía de Corbeil y puedo distraer algo de dinero. Al salir, pasad a ver a mi secretario; os dará cinco mil escudos de mi tesoro.
Miró un momento a Louis, luego volvió a sus papeles dando a entender, con un ademán, que la entrevista había terminado.
Louis le dio las gracias tartamudeando penosamente y salió.
Una vez en el largo pasillo, se dio cuenta de que no sabía ni dónde estaba ni adónde ir. Esperó unos instantes, completamente perdido, cuando dos funcionarios, tristemente vestidos de negro, con gruesos sacos de documentos, hicieron su aparición. Se acercó a ellos.
—Busco el despacho del secretario de Su Eminencia.
El más bajito de los dos lo miró durante un buen rato, con un desprecio infinito, pensando: ¿Qué diablos hace aquí este hombre si ni siquiera sabe adónde se dirige? A continuación alzó los ojos en una muda súplica hacia el dios todopoderoso de la administración y acto seguido suspiró e hizo una señal a Louis para que lo siguiese.
Tras caminar por varios pasillos, el funcionario abandonó a Louis delante de una puerta sin decir palabra.
Sin saber qué hacer, el joven llamó a la puerta y entró después de oír la autorización. Entonces reconoció en la pieza a Toussaint Rose[24], el secretario personal del cardenal, a quien conocía.
El hombre también se acordaba de él. El secretario se levantó de la silla, rodeó la mesa y se precipitó hacia nuestro amigo:
—¡Caballero! Os estaba esperando, tengo un bono de setecientos cincuenta luises de oro para entregaros. Pueden pagároslos en la tesorería del Palacio cuando lo deseéis o puedo daros esa suma en piezas de oro.
—Lo prefiero en monedas —solicitó Louis—. Necesito ese dinero rápidamente.
Cogió el dinero con dificultad, pues pesaba alrededor de diez kilos. Lo puso bajo el brazo mientras Toussaint Rose lo acompañaba a la puerta.
—A la derecha encontraréis una escalera —dijo—. Cogedla. Al llegar abajo, atravesad la galería, que os llevará al patio. Buena suerte, caballero.
Louis siguió el itinerario, pasando alternativamente el cofre de un brazo a otro. Ahora lamentaba no haber cogido un bono de caja. ¿Cómo transportar el pesado cofre a su casa sin llamar la atención? Desde luego, podían robárselo en cualquiera de las animadas calles que tenía que atravesar. Cavilando en estas cosas, se encontró de repente en el gran patio del Palacio.
Entonces, junto a su caballo, descubrió a su amigo Gaston.
—Creo que he hecho bien en esperarte —ironizó este último señalando con el dedo el pesado bulto bajo el peso del cual Louis vacilaba—. No sé qué contiene ese cofre pero creo que con dos personas no llega para vigilarlo.
Mientras hablaba había abierto las alforjas de su silla, en las que llevaba dos pistolas de hierro de rueda así como varias correas de cuero. Luego cogió el cofre que Louis había dejado en el suelo para tomarse un respiro y lo colocó en la parte de atrás de la silla del caballo de su amigo, atándolo con las correas.
Cuando hubo terminado estas operaciones, Gaston observó atentamente a la gente que circulaba a su alrededor. En el patio había una gran cantidad de guardias, mosqueteros y exentos. Reparó en dos arqueros y los llamó.
—Soy el comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois, ¿qué hacéis aquí?
—Llevamos documentos del Consejo de Regidores al conde de Chavigny, señor. Ahora vamos al Ayuntamiento —explicó el mayor saludándolos.
—Bien, nosotros vamos en la misma dirección y vos nos escoltaréis. —Señaló con el dedo a Louis y los dos caballos—. Daremos la vuelta por la calle de los Quatre-Fils y os acompañaré al Ayuntamiento para excusarme ante vuestro oficial.
Los dos guardias asintieron, aparentemente indiferentes pero satisfechos en su fuero interno de librarse de su aburrido servicio.
Así se trasladarían los diez kilos de oro al despacho de los Fronsac.
Por el camino, Louis y Gaston hablaron libremente de su entrevista con Mazarino.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Louis.
—Insisto en que la pista más segura es la de los falsificadores de moneda. Los conspiradores siempre necesitan dinero y, si España no ha querido darles oro para ayudarlos, no parece ninguna tontería que se hayan metido en lo de la moneda falsa. Así que voy a continuar en esa dirección.
—Tienes razón —aprobó Louis—, yo voy a buscar de nuevo a Picard, pero para matar dos pájaros de un tiro puedo también informarme discretamente sobre la pista española. Y en lo referente al Catador, ¿qué decides ahora que ha desaparecido?
Gaston se quedó un rato pensativo. Finalmente, dijo:
—No lo sé. ¿Tienes alguna idea? Me temo que no se seguirá investigando… Después de todo, está muerto y ya no hará daño a nadie…
—Laffemas ha dicho que murió ayer. ¿Alguien podría hacerme un retrato del cadáver si todavía no ha sido enterrado?
—Sí, por supuesto… El cuerpo está todavía en el depósito de cadáveres del Châtelet… Puedo pedírselo a un ujier que conozco y que dibuja muy bien. ¿Mañana te va bien?
—Sería perfecto.