9
Febrero, marzo y abril de 1643
La primavera no llegaba. Si enero de 1643 había sido muy frío, febrero fue glacial y nevó casi todos los días durante la última semana del mes. Cada mañana, las carretas pasaban por las calles para llevar al cementerio de los Inocentes cadáveres de indigentes y niños muertos de hambre o frío.
Para Louis, la vida transcurría normalmente. Había dejado las investigaciones y trabajaba provisionalmente en el despacho familiar porque, a causa del frío, Jean Bailleul había caído enfermo y a Picard era imposible seguirle el rastro.
La investigación de Gaston se encontraba en punto muerto y se podía pensar que las razones del asesinato de Babin du Fontenay nunca se llegarían a conocer.
En cuanto a la relación entre el Catador y el marqués de Fontrailles, ningún elemento nuevo había sido descubierto y Gaston de Tilly incluso se preguntaba si no se trataría de una simple coincidencia.
Louis había visitado varias veces a su amigo, tanto para obtener noticias como para informarlo de sus vanas investigaciones en las tabernas de París cuando buscaba a Picard. Aquel día discutían en el despacho de Gaston.
Louis parecía tan desanimado que Gaston había decidido cambiar de tema.
—¿Te acuerdas de nuestra visita de enero a Mazarino, en la que nos enteramos de que el rey había tenido que guardar cama? Pues no se ha recuperado todavía.
—No lo sabía. —Louis estaba sorprendido y ligeramente preocupado—. ¿Pero de qué sufre Su Majestad?
El comisario se encogió de hombros para indicar que lo ignoraba.
—No estoy muy seguro… mal de vientre con fuertes accesos de fiebre. Laffemas me ha dicho que los médicos habían diagnosticado relajación de estómago. El rey estaba abatido y lánguido, casi no comía y vomitaba con frecuencia. Pero esto debe de ser más grave porque no se cura.
Gaston no parecía nada afectado por lo que contaba, pero Louis tuvo un extraño estremecimiento. Ya había oído la descripción de esos síntomas unas semanas antes.
Soy un imbécil por alarmarme así, se reprendió a sí mismo. ¿Qué relación podría haber entre la enfermedad del rey y la muerte de Daquin?
Su amigo enseguida le dio otras informaciones que Louis apenas escuchó. Tenía la mente ocupada en otro asunto.
Durante los días siguientes no dejó de pensar en los extraños males de vientre del rey.
* * *
A finales del mes de febrero, creo que un martes, Boutier, que cenaba en casa de los Fronsac, lo informó con más detalle de la enfermedad del rey. Louis le preguntó y advirtió que Boutier parecía más preocupado de lo normal.
—Es cierto que Su Majestad no está muy bien; sin embargo, su estado ha mejorado a principios de mes, incluso cenó con el cardenal Mazarino hace dos semanas, pero hace tres días tuvo que guardar cama de nuevo y, desde entonces, vomita regularmente y tiene mucha fiebre. Dicen que ha adelgazado muchísimo y que tiene que guardar cama permanentemente…
Louis no siguió escuchando. Sus dudas eran demasiado insoportables y tenía que ponerles fin, así que tomó la resolución de ocuparse de ello a partir del día siguiente. No prestó demasiada atención a lo que les estaba contando Boutier a sus padres, pese a que era algo que debería haberle interesado.
—… El joven duque de Beaufort, François, tiene una importancia creciente en la Corte. Está a la entera disposición de la reina y el rey, y no escatima esfuerzos en ayudarlos y complacerlos. Hace todo lo posible por reconciliar a los antiguos opositores a Su Majestad y a los viejos amigos del difunto cardenal Richelieu. Sus relaciones con el señor de Noyers son excelentes. Todos lo elogian y lo aprueban, tanto por su celo como por su moderación, su juicio, su valor y su belleza.
Añadió, con una expresión astuta, dirigiéndose particularmente al padre de Louis:
—Por otra parte, manda a los regimientos de la guardia. Los oficiales le profesan auténtica devoción, y el rey, que sin embargo tenía grandes reticencias con su sobrino, por lo visto lo ha designado para el puesto de caballerizo mayor… ¡el puesto de Cinq-Mars!
—¿Y la reina qué piensa de Beaufort? —preguntó el señor Fronsac.
Boutier hizo una mueca y respondió:
—Su Majestad parece apreciar la presencia del joven Beaufort. Sin embargo, Condé contiene difícilmente su rabia. En cuanto a Mazarino, no dice nada… Es curioso, el italiano parece indiferente a todo lo que pasa a su alrededor. Sin embargo, debería reaccionar, porque Beaufort presume también de político. Por ejemplo, ha obligado a Chavigny y al canciller Séguier a aceptar el llamamiento de numerosos exiliados y declara a quien quiera oírlo que preferiría a Châteauneuf en el Consejo, en lugar del cardenal Mazarino.
—¿Châteauneuf? —se asombró el padre de Louis, soltando el vaso con la sorpresa.
Boutier movió la cabeza en señal de desaprobación.
—Sí, el antiguo ministro de Justicia de Richelieu, el viejo amante de Marie de Chevreuse que estuvo en prisión nueve años por haber conspirado contra el cardenal a cambio de un lugar en el lecho bien guarnecido de la duquesa —se burló.
»¡Y como os podéis imaginar, para los Condé, oír simplemente hablar de una vuelta eventual del que consideran asesino de Montmorency es una afrenta abominable!
El resto de la comida lo dedicaron, más por encima, a los numerosos chismorreos que circulaban sobre el joven Beaufort y su nueva compañera, la vigorosa Marie de Montbazon.
La señora Fronsac apretaba los labios con expresión falsamente escandalizada por las anécdotas indecentes de Boutier, que aireaba los asuntos amorosos de la Ogresa. En realidad estaba encantada de oírlas; así, a su vez, podría contárselas a sus amigas. De modo que Boutier, que lo sabía perfectamente, insistía en los detalles más escabrosos.
* * *
Al día siguiente Louis fue al palacio de Rambouillet para mantener una larga y seria conversación con el viejo marqués.
El señor de Rambouillet era un hombre viejo, casi ciego, que había desempeñado un papel importante en la Corte cuando era gran maestre del ropero real y seguía manteniendo estrechas relaciones con los que rodeaban al rey.
Prometió a Louis ponerse a su disposición.
A los dos días, Louis recibió por la tarde la nota que esperaba del marqués. A pesar de la nieve que cubría París y de la hora avanzada —sólo eran las cinco y parecía de noche—, se dirigió a casa del médico de Daquin, Guy Renaudot, al que encontró cuando se disponía a cenar con su familia. Renaudot aceptó atenderlo durante unos minutos.
El médico, de unos cincuenta años, era de baja estatura, pero su salud parecía excelente y su barriga prominente denotaba su prosperidad. Una sotabarba blanca dibujaba los límites de un rostro jovial e inteligente.
—Señor, por encargo del teniente civil, investigo la muerte de Cléophas Daquin —le explicó Louis—. Creo que vos erais su médico. ¿Qué podéis decirme acerca de esa muerte?
—Terrible agonía y muerte atroz —declaró sentencioso el médico, con los brazos cruzados en su enorme barriga.
Louis movió la cabeza y preguntó:
—¿Querríais acompañarme mañana a casa de uno de vuestros colegas para describirle las circunstancias del final de vuestro enfermo y su muerte?
Renaudot vaciló un momento, mesándose la sotabarba con la mano derecha. Al mismo tiempo, miraba a su interlocutor, tratando de adivinar qué lo había llevado hasta allí en realidad. Sabía perfectamente que el teniente civil Laffemas no acostumbraba a enviar emisarios.
—¿Eso es importante? ¿Y es oficial? —preguntó finalmente.
—Es más importante de lo que podáis imaginar. No, no es oficial, pero como os he dicho, tengo plena libertad para actuar en nombre de Laffemas, e incluso por encima de él si fuese necesario.
Añadió con una vaga amenaza:
—Puedo obtener una orden escrita del canciller… o incluso del rey…
Ante eso, Renaudot no dudó pero intentó imponer la hora de la visita, para no dar su brazo a torcer del todo.
—¡De acuerdo! A las ocho. Más tarde tengo que visitar a unos enfermos…
Louis asintió.
—Pasaré a buscaros —precisó—. No iremos lejos.
* * *
El viernes, 27 de febrero, a las ocho de la mañana, Louis fue a caballo hasta la casa del médico y le pidió que lo siguiese. El galeno, montado en su mula, lo acompañó en un silencio malhumorado que ocultaba mal su curiosidad, porque no dejaba de lanzar miradas perplejas a su compañero. Llegaron así a una callejuela en el lado derecho del Palacio del Cardenal, luego entraron en un palacete donde un lacayo los esperaba.
—No me habíais dicho que íbamos a ver a un colega tan ilustre —le reprochó Renaudot con tono agrio.
En efecto, se encontraban en casa del señor Guénault, médico de Mazarino y circunstancialmente de Luis XIII.
Siguieron al lacayo a un gran salón lujosamente amueblado. Guénault estaba allí, de pie y solo. Los esperaba, pero los recibió fríamente ante una chimenea en la que ardía un alegre fuego. Louis, al entrar en calor, se sintió durante un breve instante próximo a la beatitud, de tanto frío como había pasado al venir.
El médico de Mazarino mostraba un rostro pálido, anguloso y desagradable, sin barba ni mostacho alguno.
El pelo, gris, cortado a la altura de la nuca, hacía resaltar unos finos labios que jamás sonreían. Eso confería a su rostro un aspecto particularmente desagradable. Todo en él hacía presagiar malas noticias. Y cuando habló con voz chillona, Louis se dio cuenta de que era todavía más detestable de lo que denotaba su rostro.
—Señor Fronsac, he recibido vuestra nota, así como la petición del señor de Rambouillet, de quien soy médico y amigo. He hablado de vuestra visita a Su Eminencia, monseñor Mazarino, que me ha aconsejado —mejor dicho, que me ha ordenado— veros. Así pues, he aceptado mantener esta entrevista en detrimento de mis deseos y principios…
Gesticuló.
—… Sin embargo, no conozco las razones. Si queréis hacérmelas saber, soy todo oídos. De todos modos, sed breve, porque estoy muy ocupado…
Había hecho énfasis en el muy y Louis se inclinó ceremoniosamente.
—Gracias, señor. Éste es el señor Renaudot. También es médico. Sólo deseo que os describa los síntomas de un enfermo que ha atendido recientemente y que ha muerto. Me gustaría saber si esos síntomas os recuerdan a alguno de vuestros ilustres enfermos. No os preguntaré su nombre y os ruego incluso que lo ocultéis. Me diréis simplemente sí o no y comprenderé.
Renaudot enarcó las cejas con asombro. Incluso abrió la boca para protestar pero, ante la expresión siniestra de su interlocutor, se contuvo. De modo que Louis continuó en un tono más solemne e incluso amenazante. Su rostro era totalmente inexpresivo.
—Otra cosa. Nadie debe enterarse de lo que hemos hablado aquí. Ambos mantendréis el secreto más absoluto. No tengo autoridad para prohibíroslo, pero opino que si alguna información sale de estas cuatro paredes, la muerte sería segura. Comenzad, señor Renaudot…
Los tres estaban de pie y Louis dio un paso atrás.
Renaudot, impresionado por el discurso, se puso a hablar de la enfermedad de Daquin. Al principio, dudó y buscó las palabras. Luego siguió con fluidez. De vez en cuando, Guénault lo interrumpía para hacerle preguntas precisas.
Las respuestas se volvieron cada vez más explícitas. A veces en el rostro del médico se dibujaba la estupefacción. Louis los observó un momento, luego se acercó a la ventana y se asomó al espectáculo de la calle. La discusión, muy técnica, no le interesaba. Por momentos, algunas palabras llegaban a sus oídos: estómago, diarrea, debilidad, gusanos rojos. Dejó vagar el pensamiento. Bruscamente, el silencio que se había hecho en la pieza lo trajo a la realidad. Se volvió hacia los médicos con mirada inquisitiva.
Guénault, con cara de espanto, lo miró con más respeto. Con la voz entrecortada pronunció estas palabras:
—Señor, los síntomas son los mismos…
Louis movió tristemente la cabeza y le hizo un gesto a Renaudot indicándole que podían irse. Durante la entrevista se habían quedado con los sombreros en la mano y volvieron a ponérselos. Guénault los acompañó hasta el rellano, sin dirigirles la palabra, pero su mirada y su rostro exangüe no ocultaban su terror.
Renaudot, que había notado el espanto de su colega, parecía desconcertado por lo que había pasado y no comprendía.
Cuando llegaron al patio, el médico de Daquin protestó, tratando de adoptar un tono autoritario:
—¿Qué significa esta comedia?
Louis lo miró con compasión.
—Señor, os doy las gracias. Quizás os llame otra vez, mas por ahora no puedo deciros nada. No lo olvidéis: por vuestra vida y la de vuestra familia, no le refiráis a nadie esta visita y lo que aquí se habló.
Se dejaron con frialdad.
* * *
Una vez en su casa, Louis escribió una larga carta a Mazarino que él mismo llevó al Palacio del Cardenal. Llegado allí, pidió que lo condujesen al despacho de Toussaint Rose, al que solicitó que llevase la misiva en su propia mano y sin ningún testigo al cardenal.
Esa misma noche un oficial llevó una carta sellada a Louis. Cuando éste se fue, la abrió. Sólo contenía cuatro palabras:
¡Buscad a Picard, rápido!
El sello era del cardenal Mazarino.
* * *
Por la tarde, Louis visitó a Gaston. Nada más entrar en su despacho, haciendo caso omiso del aspecto desconcertado de su amigo, cerró la puerta con llave, luego lo cogió del brazo y lo llevó junto a la minúscula ventana, una especie de tronera. Allí le habló en voz baja para asegurarse de que nadie oiría su conversación. Le explicó que Babin du Fontenay había sido asesinado para que no investigase un envenenamiento que, por otra parte, se parecía muchísimo a la actual enfermedad del rey. Y que eso también explicaba el papel que desempeñaba Fontrailles en la intriga y la finalidad de ésta.
Intentaban, lisa y llanamente, matar a Luis XIII.
* * *
A finales de marzo subieron las temperaturas.
Louis había intentado encontrar a Picard, pero debía reconocer que había fracasado. El antiguo marino seguramente había muerto, y antes de confesar su fracaso a Mazarino, Louis había decidido ir a Mercy para pasar allí unos días con Julie.
El joven mantenía correspondencia regular con Margot Belleville, que lo informaba de los trabajos. Gracias al regalo del ministro, a sus ahorros y a la ayuda de su padre, el dinero no faltaba.
De momento.
Partieron el martes 4 de marzo en la carroza del despacho. La tía de Julie había autorizado, en un gesto muy simbólico, el viaje de su sobrina. El desplazamiento se hacía en parte necesario por razones fiscales: Margot los había informado de que el recaudador de impuestos, acompañado de sus agentes, había ido a Mercy a cobrar los derechos de señorío. Margot le había explicado al recaudador que un nuevo señor había sido nombrado por el rey y que no podía cobrar. El hombre volvería para consultar los títulos de propiedad de Louis y, como a Fronsac el Parlamento acababa de concederle el registro, el joven los llevaba con él.
En este viaje iban acompañados por Gaufredi y Guillaume Bouvier, que le había cogido el gusto a estos desplazamientos. Nicolas, como de costumbre, conducía el vehículo.
Cuando llegaron a la propiedad, el estupor se dibujó en sus rostros. El lugar estaba desconocido.
Donde antes había un sendero invadido por las zarzas y los helechos, aparecía ahora un camino empedrado que no conducía a un oscuro edificio cubierto de hiedra negruzca, sino a una vasta extensión plantada de hierba. En medio del césped se erguía el edificio, pero estaba casi completamente cubierto de andamios.
Uno de los patios se estaba reconstruyendo y las paredes de ladrillos rojos se levantaban sobre las bodegas que acababan de ser empedradas. El tejado había sido echado abajo y dejaba ver las vigas podridas del granero. Unos cuarenta obreros trabajaban ruidosamente en la obra colocando las vigas de la nueva construcción. Hardoin estaba a la cabeza, en la parte superior del andamio. Cuando los vio, descalzo y en mangas de camisa, saltó como un acróbata para precipitarse a su encuentro.
—¡No me habíais dicho que llegabais tan pronto! —les reprochó riéndose, corriendo hacia ellos—. Pero tranquilizaos —prosiguió al observar sus caras de sorpresa ante el edificio sin tejado—, podremos alojaros.
Recuperó aliento.
—¿Cómo veis los trabajos?
Hizo un amplio gesto con el brazo derecho, mostrando orgullosamente el edificio y los andamios.
—¡Inaudito! ¡Extraordinario! ¡Increíble! —exclamó Louis—. ¡Y en tan poco tiempo!
Julie se había adentrado en el patio, también maravillada.
—¡Tened cuidado! —le gritó Hardoin. ¡Podría caeros una piedra en la cabeza!
Los demás se reunieron con ella.
—He contratado tres equipos de obreros —prosiguió—. El primero construye y coloca los andamios una vez cortados los árboles necesarios en el bosque. Otro grupo desmonta el tejado. Estoy preparando las vigas que hay que cambiar, que son casi todas. Aprovecho también para sustituir algunas tablas de los pisos, reconstruir las chimeneas y a veces rehacer los suelos. El tercer equipo derriba en parte las torres y la muralla del recinto. Unos cuantos niños escogen las piedras y utilizan los cascotes para rellenar y drenar las zanjas.
Se dirigieron a las cuadras abovedadas.
—Me he instalado allí, con los obreros. Os alojaréis con Margot y los guardianes en la vieja granja. La hemos puesto en condiciones y allí encontraréis habitaciones, si no confortables, al menos habitables.
—¿Qué vais a hacer después?
—Todavía tengo que contratar a más obreros para terminar los cimientos y las bodegas del nuevo edificio, y también para cortar los árboles para hacer los suelos. El trabajo de madera es lo que lleva más tiempo. ¡Hay tanto que hacer!
—¿Y el dinero? Preguntó Julie, preocupada, en voz baja.
—Por desgracia, va a hacer falta. —Su rostro se ensombreció—. Hay que pagar salarios, pero sobre todo los materiales. La piedra, los marcos de las puertas y las ventanas, los ladrillos, los clavos. Margot os mostrará las cuentas.
Dejaron la obra para ir a la granja.
Allí la librera les enseñó el jardín del que se ocupaba, el corral lleno de animales y un campo labrado.
—Hemos contratado a una pareja de Mercy para que nos ayuden —les explicó.
Se quedaron unos días en la granja, visitando la propiedad y la aldea, tratando de conocer mejor los problemas de la gente que vivía allí. También comprobaron cuáles eran los derechos y los deberes de los habitantes, el derecho sobre las plantaciones, el pasto libre. Louis descubrió que, aunque exentos del impuesto de talla, los habitantes de Mercy estaban sujetos a muchos impuestos, en particular el diezmo eclesiástico y la gabela, que a menudo eran fijados a priori por recaudadores deshonestos. Preparó dos informes con este asunto para el Tribunal de Impuestos.
Habían llevado diez mil libras para los pagos inmediatos. Louis recomendó a Margot que hiciese economías, pues ése era todo el dinero que le quedaba. Más allá de eso debería recurrir a su padre.
* * *
Al volver de Mercy, a mediados de marzo, en París se oían rumores de guerra. Las tropas españolas se habían reforzado a lo largo de la frontera con Flandes. Ahora había cuatro ejércitos enemigos repartidos a una distancia regular entre Calais y Metz.
Al oeste, alrededor de Douai, el duque de Albuquerque disponía de doce regimientos. Más a la derecha, en Valenciennes, estaban instaladas ochenta y dos compañías. Todavía más al este, hacia Charleroi, había una docena de regimientos acantonados dirigidos por el temible Issemborg. Por fin, en Luxemburgo, había seis mil reitres a las órdenes de Jean de Beck.
En total había cerca de diez mil caballeros y más de veinte mil soldados de infantería. Todos, combatientes experimentados y ansiosos de darse al pillaje. La posición de las tropas y su preparación parecían indicar que no iban a tardar en caer sobre París, dirigiéndose primero a Arrás.
El rey de Francia disponía de dos ejércitos, uno cerca de Amiens y otro en Champaña. Aunque estas dos formaciones podían ir rápidamente a Arrás para defender la ciudad, eran muy inferiores en número a los cuatro ejércitos españoles constituidos por una temible infantería, los tercios, imparables en las batallas.
Por otra parte, los franceses disponían de una artillería insuficiente y sensiblemente más débil que la de los españoles.
Pero lo más dramático no era eso. Ganar la guerra dependería sobre todo de los generales que mandaban las tropas y de su táctica. Ahora bien, el ejército enemigo estaba comandado por brillantes estrategas como Fontaine, Beck, Albuquerque, Issembourg, que acabamos de citar, y sobre todo por Francisco de Melo, el capitán general, gobernador de los Países Bajos, un estratega poco común.
La situación era muy diferente en el ejército de Amiens dirigido por el inútil y eterno mariscal de Châtillon —metido siempre en desastres—, así como por el viejo mariscal de l’Hôpital. En cuanto al ejército de Champaña, ni siquiera tenía a nadie al mando desde que el mariscal de Gêvres había vuelto a París para ocuparse de la construcción de su muelle en el Sena.
Evidentemente, estaba el señor de Turenne, que se podría haber puesto en cabeza, pero como era hermano del duque de Bouillon, que había traicionado a Francia reuniendo a los conjurados proespañoles alrededor de Cinq-Mars, el rey había preferido enviarlo a ocuparse del ejército de Italia.
No obstante, había allí algunos oficiales de valor, pero sobre todo eran militares de oficio, sin imaginación y sin piedad, como Jean de Gassion.
Gassion tenía treinta y cuatro años, era el hijo menor de una familia protestante. Simple soldado en las tropas de Rohan durante las guerras contra Richelieu, se había distinguido por su valor, su obediencia y sobre todo por su falta de compasión. Sin embargo, en época de paz había sido rechazado para formar parte de los mosqueteros del rey. Entonces había partido a hacer la guerra como mercenario a Alemania a las órdenes de Gustavo Adolfo, con el que se convirtió rápidamente en capitán y luego en coronel.
Cuando regresó a Francia, Jean de Gassion había desempeñado de nuevo un puesto de mando y se había convertido en un fiel de Richelieu, que lo llamaba La Guerra. En 1641 había dirigido las tropas de represión durante la revuelta normanda. A sus órdenes, sus soldados habían masacrado a los campesinos, violado numerosas mujeres, torturado niños y quemado las cosechas e incluso las iglesias. Un hombre así «no podía sino satisfacer al rey», había declarado Richelieu, encantado. Pero Gassion no era un estratega, sólo un militar sin conciencia.
* * *
Hacia finales de marzo, Voiture contó a Louis que había visto a Giustiniani, el embajador de Venecia, en el palacio de Rambouillet y que le había dicho con placer:
—El rey ha experimentado una notable mejoría, no ha vuelto a tener accesos de fiebre ni convulsiones estomacales, los médicos dicen que está fuera de peligro.
Louis se tranquilizó. ¿Habrían fracasado los que intentaban envenenar al rey? Louis también se enteró de que el rey se había cambiado del castillo viejo de Saint-Germain al castillo nuevo. ¿Acaso el envenenador, sin duda miembro de su entorno, no había podido seguirlo? Y si ese cambio de domicilio era una maniobra de Mazarino, había sido un éxito.
Louis no supo hasta más tarde que varios médicos se habían opuesto luego a otro desplazamiento de la Corte a Versalles. ¿Complicidad? ¿Incompetencia? Bruscamente, y sin ninguna explicación, la salud del rey se agravó de nuevo. El sufrimiento era cada vez mayor, no comía casi nada y se quedó reducido progresivamente a la condición de enfermo.
Durante este tiempo Louis había reanudado sus exploraciones a las tabernas de la ciudad. Ahora precisamente se dirigía a la puerta de San Pablo, hacia las calles Beautreillis y la de la Pute y Musse. Picard era un marino y allí había muchos marineros que frecuentaban las tabernas del puerto de San Pablo. Era el barrio de París donde había más prostitutas y sifilíticas. El lugar incluso se conocía como el valle del Amor, porque allí estaban instaladas las principales damas que ejercían el «oficio más viejo del mundo» en la capital. Picard debía frecuentarlas y a buen seguro lo conocerían.
Louis iba hasta allí disfrazado de estudiante o de mozo de cuerda en busca de aventuras para conseguir información, pero seguía sin haber rastro de Picard, parecía haber desaparecido de París, cosa que confirmaba Gaston, quien proseguía la búsqueda por su parte.
* * *
A mediados de abril, en una velada en el palacete de Rambouillet, Louis se enteró de dos noticias extraordinarias del marqués de Pisany.
—Amigo mío —le dijo este último cogiéndolo por el brazo—, mirad a Enghien, ¿no lo encontráis cambiado?
En efecto, el príncipe, normalmente seco e insolente, se mostraba ahora radiante y hablador. Bromeaba y su corte jamás había sido tan numerosa. El hombre nervioso y colérico parecía haber encontrado cierto equilibrio mental.
—¿Qué ocurre? ¿Se divorcia para casarse con la señora Du Vigeant? —preguntó Louis intrigado.
Pisany se puso serio y se encogió de hombros.
—¡No!, ¡cómo va a interesarse por la de Vigeant! Hace unos días, el rey invitó a cenar a su hermano, a Mazarino y a Enghien. Les hizo saber que había decidido —en realidad parece que lo había decidido el cardenal— que el hijo del príncipe de Condé dirija el ejército del Norte, y si los españoles nos atacan, será él el encargado de detenerlos.
Louis se quedó estupefacto.
¿De modo que un príncipe de veintidós años, sin experiencia, se iba a convertir en comandante en jefe de nuestros ejércitos? ¡Qué fantástica jugada acababa de hacer Mazarino!
—¿Pero Du Noyers está de acuerdo en que se reanuden las hostilidades con España? ¿No es el secretario de Estado para la guerra? —preguntó preocupado.
Pisany le dirigió una sonrisa burlona y condescendiente:
—¡Se acabó Noyers, amigo mío! —le reveló—. El rey acaba de pedirle que se retire de la Corte. El señor Le Tellier —¡un desconocido!— ha sido nombrado secretario de Estado para la guerra en su lugar. Y todo el mundo sabe ahora que Le Tellier es un hombre adicto a Mazarino. El cardenal tiene todas las cartas en la mano, ¡o más exactamente a todos los hombres!
—¡Prodigioso! Pero decidme por lo menos cómo ha caído en desgracia Du Noyers… Hasta ahora era el ministro preferido de Su Majestad…
Pisany cogió a Louis por el brazo y se lo llevó aparte a una alcoba. Entonces le habló en voz baja, pero en un tono que no lograba ocultar su satisfacción y su admiración hacia el siciliano.
—Parece que el señor de Chavigny y monseñor Mazarino le han tendido una… trampa. Es cierto que el rey apreciaba mucho a Du Noyers. ¡No veía más que por sus ojos! Al ver al rey enfermo, los dos ministros enviaron al jesuita Galocha[28] a ver a la reina para asegurarle su apoyo en el caso probable de una regencia. Du Noyers así lo hizo, convencido de sacar provecho de tal embajada. Luego le propusieron buscar ayudas, sobre todo entre los jesuitas y la Iglesia, para organizar la regencia. Al mismo tiempo hicieron circular rumores sobre la conducta vergonzosa de Du Noyers, que calificaron de obscena, de estar esperando la muerte de Su Majestad. ¡Después de todo, el rey no había muerto! Y cuando un número suficiente de gente se enteró de las maniobras —fantasiosas— del ministro, simplemente lo denunciaron al rey.
»Éste, disgustado de que hubiese decidido lo que ocurriría tras su muerte, echó al ingrato de la Corte.
Pisany lloraba de risa contando la cínica trampa. No así Louis, asombrado de que Mazarino, al que admiraba tanto, hubiese utilizado una estratagema tan pérfida. Se lo confió a su amigo, que le replicó encogiéndose de hombros:
—¡Bah! En la guerra todo está permitido, y era él o Noyers. Además, el jesuita Galocha llevaba a Francia directamente a los brazos de España con el apoyo ciego del imbécil de Beaufort. Ahora Mazarino cuenta también con el apoyo del rey, además del de la reina. También se ha ganado la confianza de Enghien, que le está muy agradecido. Es él quien maneja la situación.
Más serio, añadió:
—No olvidéis, Louis, que cuando se trata de ser deshonesto por una buena causa —o que se considera tal— ¡Mazarino es un maestro del engaño! Pero, a diferencia del anterior cardenal, ha conseguido lo que quería sin ejecutar a nadie, y eso es algo digno de tener en cuenta, ¿no?
Louis no podía más que reconocerlo. En una situación similar el Gran Sátrapa, Du Noyers y sus amigos habrían perdido la cabeza.
—¿Y Le Tellier? ¿Quién es? —preguntó hipócritamente, acordándose de las recomendaciones del ministro.
Pisany hizo un gesto vago con la mano izquierda.
—Es un hombre severo pero muy capaz —le contestó—. Fue el que dirigió la represión en Normandía, hace tres años, con Gassion a sus órdenes. Es tan cruel como él. Fue administrador de justicia en el Piamonte y al parecer ejerció el cargo con grandes dotes organizativas. Todos nosotros, soldados, esperamos que se haga cargo del ejército.
El ejército necesitaba en efecto que se ocupasen de él, pues en esta época de guerra no existía paradójicamente ninguna administración militar eficaz. Diferentes cuerpos del ejército heteróclitos podían ser reunidos en caso de conflicto. En primer lugar, la corneta blanca, es decir, gentileshombres voluntarios. Eran jóvenes valientes, cierto, pero poco disciplinados. Luego estaban las tropas estables, ordenadas y acuarteladas. Eran regimientos reales como los guardias franceses, los guardias suizos, los mosqueteros o incluso la caballería ligera. Sólo ellos tenían uniformes, pero eran poco numerosos.
También había seis viejos regimientos: Picardía, Piamonte, Navarra, Champaña, Normandía y Marina, también mal pagados y con uniforme, pero muy mal equipados.
En total, eran diez mil hombres como máximo. Así que cuando se necesitaban, se reclutaban tropas mercenarias: croatas, alemanes, flamencos o suizos. Fieles mientras se les pagaba. Temibles en caso contrario, pues saqueaban la primera ciudad que encontraban[29].
Finalmente, en caso de guerra generalizada, se formaban regimientos de voluntarios, constituidos a veces en su mayoría por falsos soldados presentes solamente en las paradas donde los contaban para establecer la paga. Los que eran enrolados en estos regimientos estaban mal armados, peor vestidos y pésimamente alimentados. Eran la carne de cañón.
Todas estas tropas no estaban acuarteladas y circulaban con carretillas, coches y equipajes, desplegándose por todas partes. Eran numerosos los soldados que viajaban con su familia, su amante o sus hijos. Alrededor de esta población dispar pululaban gran cantidad de parásitos: jugadores, prostitutas, mendigos, ladrones de todas las razas y lenguas.
Estas tropas, al principio, eran mantenidas por financieros escogidos por el ministro. Pero esa gente buscaba sobre todo enriquecerse y, finalmente, los ejércitos vivían sobre todo en las campiñas que atravesaban, sembrando el terror y las carnicerías en granjas y aldeas. El paso de tales hordas por un territorio lo dejaba saqueado para varios años.
—¿Y qué ha sido de Du Noyers? —preguntó Louis inquieto.
—Mazarino le ha hecho saber que estaba tremendamente disgustado por verlo abandonar la Corte y que, si hubiese sido por él, eso nunca le habría ocurrido.
Decididamente, Mazarino era de una habilidad diabólica, pensaba Louis. Eliminaba al pobre Du Noyers y seguía teniéndolo como amigo.
Pisany se partía de risa. Louis cambió de tema.
—¿Y vos, marqués, qué vais a hacer si estalla la guerra? —preguntó.
—Desde luego me voy con Enghien, que me ha pedido que me una a su Estado Mayor. Pero os escribiré y vos me haréis llegar vuestras noticias…
Dos días más tarde, el hijo del príncipe de Condé estaba ya en Amiens para hacerse cargo del mando, que, sin embargo, debía compartir con el viejo mariscal de l’Hôpital.
* * *
Louis contó a Gaston todo lo que había averiguado.
Su amigo le confirmó el disgusto y la preocupación de Laffemas ante la fulgurante ascensión de Le Tellier, con quien no se había entendido en el Châtelet. Los dos hombres eran diametralmente opuestos: Laffemas era severo hasta la crueldad, incluso con los inocentes, para justificar el orden, mientras que en Le Tellier primaba la justicia y la equidad.
—El señor de Laffemas tendrá dificultades para trabajar con el nuevo ministro. ¿Eso no complicará tu investigación? —preguntó Fronsac preocupado.
—Te lo confiaré, Louis, aunque no sea oficial. Hace unas semanas que Le Tellier le pidió a Laffemas que abandonase su cargo. Ahora es Antoine Ferrand, su lugarteniente particular, el que lo sustituye provisionalmente.
La noticia no entristeció mucho a Louis, que no apreciaba demasiado al verdugo de Richelieu desde que había querido someterlo a la cuestión previa[30], pero esa eventualidad podía volver más difícil la búsqueda de Picard.
* * *
A finales del mes de abril todos los que rodeaban al rey sabían que a este último sólo le quedaban unos pocos días de vida. A su muerte se presentarían dos posibilidades para la regencia del joven rey: o bien la asumiría la esposa de Luis XIII, Ana de Austria, o bien su hermano Gaston.
Ahora bien, el rey rechazaba las dos soluciones con la misma férrea voluntad. La opinión sobre su hermano estaba, ciertamente, justificada por el comportamiento pasado de Gaston, pero la que tenía sobre su esposa no tanto. En efecto, desde hacía unos meses la reina había cambiado y había expresado al rey su arrepentimiento por sus errores pasados.
—Debo perdonarla, pero no estoy obligado a creerla —había murmurado Luis.
Una lamentable desconfianza, porque la reina esta vez era sincera.
¡Luis XIII, evidentemente, no podía adivinar que Ana reinaría mejor que él!
* * *
A partir de este momento, una sorda lucha iba a enfrentar a monseñor Gaston y a la reina, viejos amigos y aliados. Ahora estaban en bandos opuestos.
Monseñor había traicionado a tanta gente que ya no tenía amigos. Ana de Austria, por el contrario, tenía el apoyo del príncipe de Marcillac, su viejo confidente, que le había aportado el sostén del duque de Enghien. Ya tenía el de la princesa de Condé y, en definitiva, todo el clan de los Borbón la apoyaba. La reina también contaba con el duque de Beaufort y, por consiguiente, con los Vendôme. Por último, Mazarino se inclinaba naturalmente hacia la bella soberana. Ana también apreciaba al ministro italiano, tan fino, tan hábil, que tanto se parecía a Buckingham. Un Buckingham inteligente, desde luego.
Al final, la mayoría de los grupos apoyarían a Ana de Austria, aunque por motivos bien diferentes.
El rey lo comprendió y tuvo que ceder. El domingo 19 de abril Luis el Justo ordenó que al día siguiente se reuniesen, en sus habitaciones, la reina, sus hijos, los príncipes de sangre, los duques y pares, los ministros y los grandes oficiales de la Corona. Leyó a todos una declaración real en la que decidía que la reina sería la regente y monseñor, a su vez, lugarteniente general del reino.
La declaración precisaba que el cardenal Mazarino se convertiría en presidente del Consejo Real y que a sus órdenes estarían, de manera permanente, el canciller Séguier, el señor de Bouthillier en Hacienda, y su hijo el señor de Chavigny en Asuntos Exteriores. El príncipe de Condé sería también miembro de este Consejo.
El rey ordenó, por precaución, que esta declaración fuese registrada por el Parlamento. De este modo tendría carta de ley.
El texto, Giustiniani lo hizo saber en Venecia, había sido redactado en su totalidad por Mazarino con el acuerdo —un poco a regañadientes— de la reina, de monseñor y del príncipe de Condé.
El mismo día Luis XIII declaró que deseaba que todos los exiliados que todavía no habían sido perdonados pudiesen volver a Francia.
Todos, salvo una: la diabólica duquesa de Chevreuse.
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El Parlamento registró la declaración real al día siguiente y Ana fue comparada con Blanca de Castilla. Halagada por todos, se contaba sin embargo que esta decisión sólo la satisfacía en parte, porque no obtenía plenos poderes como deseaba.
Sobre este último punto fue completamente tranquilizada —en secreto— por el cardenal Mazarino, que le comunicó que la declaración real era obra de Chavigny —¡cosa que era falsa!— y que él, Mazarino, había tomado personalmente disposiciones para que dicha declaración no fuese aplicada, ¡lo que era cierto!
También le hizo comprender que poco importaba en qué condiciones se convertiría en regente, lo importante era que hubiese sido por voluntad real. Luego ella no ahorraría medios para afirmar su poder.
Ese mismo 21 de abril, Luis Dieudonné fue bautizado, sostenido en brazos por su madrina, la princesa de Condé, asistida por su padrino, el siciliano Mazarino.
El rey no pudo asistir, débil como estaba, mas por la tarde recibió a su hijo de cinco años y le preguntó su nombre.
—Me llamo Luis XIV —dijo el niño orgullosamente.
—Todavía no, hijo mío, todavía no… pero pronto —le respondió con un hilo de voz el pobre moribundo.
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El 25 de abril, Louis recibió esta carta del marqués de Pisany:
Querido caballero y amigo:
En Amiens nos hemos encontrado con una situación penosa. Aquí no hay ninguna disciplina, casi no hay oficiales, incluso algunos, como el marqués de Gêvres, han vuelto a París para ocuparse de sus asuntos. A mi llegada no había ningún mariscal de campo, no habían pagado los sueldos y las tropas vivían sembrando el terror y la desolación por el país. El duque se hizo cargo de la situación con una firmeza asombrosa para su edad, restableció los reglamentos, restauró la autoridad y nombró nuevos oficiales competentes. La moral ha vuelto. Enghien está en todas partes, incluso duerme en el suelo con sus soldados, que estarían dispuestos a seguirlo hasta el infierno si fuese necesario. Sólo nos queda un problema por solucionar: ¿por dónde vendrá el enemigo? Todo el mundo presiona a Enghien para que avance hacia Arrás, pero no está convencido de que los españoles lleguen por ahí. No sé qué pensar; ¡Dios quiera que no se equivoque!
Vuestro amigo, Pisany.
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Tres días más tarde, Louis estudiaba con gesto de preocupación un informe sobre los gastos de Mercy que acababa de recibir cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir.
Era Anne Daquin.
Estaba más guapa que nunca, con un vestido de raso azul que debía de costar por lo menos trescientas libras. La falda era muy corta y dejaba entrever una bribona bordada. Llevaba la parte delantera, que se entreabría impúdicamente, atada con lacitos multicolores. Las mangas, acuchilladas, dejaban ver el cuerpo de la falda.
Abrió su capa, Louis pudo ver su pecho blanco y generoso, realzado por un gran cuello bordado.
Sonriendo, entró en la pieza, que quedó impregnada de su perfume.
—¿Así que es aquí donde vivís? —preguntó con voz cantarina.
Tendió ligeramente el cuello hacia la puerta entreabierta:
—¿Vuestra habitación? —preguntó, pícara.
No esperó respuesta y dejó la capa que le cubría los hombros sobre un sillón, tras lo cual, con gesto zalamero, sacó una carta de su corsé y se la tendió a Louis.
—Caballero, estuve dudando durante mucho tiempo si venir a veros. Y sin embargo, me moría de ganas… Esto es lo que me ha decidido: hace dos días recibí esta carta anónima.
Louis desplegó la carta, todavía perfumada por haber estado en contacto con el cuerpo de la mujer.
Señora,
Si todavía buscáis a Évariste Picard, está en el ejército, con Enghien.
Louis la leyó en silencio.
¿Quién diablos podía haber enviado semejante carta?
—¿Qué vais a hacer al respecto? —preguntó curiosa sin abandonar su gracia natural.
Louis no respondió inmediatamente. Pero ya había tomado una decisión.
—Voy a intentar que lo arreste su oficial —respondió prudentemente.
—Pero eso llevará tiempo y va a ser difícil —protestó la mujer haciendo un mohín de disgusto—. ¿Cómo vais a encontrarlo? ¿No creéis que deberíais ir allí cuanto antes y traerlo para que lo juzguen y maese Guillaume, el ejecutor de la alta justicia, se ocupe de él en la plaza de la Grève?
Louis no había pensado en ello. Pero tal vez fuese la solución.
En última instancia, efectivamente… Seguro que sí. De modo que iré…
Anne se acercó a él, casi lo tocaba y dijo con una voz algo ronca:
—Os lo ruego, señor, id y traedlo para que lo cuelguen. ¡Dios mío! —añadió, emocionada, ¡haced que mi esposo sea vengado!
A continuación, en silencio, miró apasionadamente a Louis durante largo rato, con el pecho jadeante. Luego añadió suspirando:
—Si lo traéis, señor, sabré recompensaros como os merecéis…
Y bruscamente cogió su capa, saliendo sin añadir una palabra.
Cuando cerró la puerta tras de sí, Louis fue presa de un enorme nerviosismo.
Por fin iban a coger a la persona que podría desvelar este enredo incomprensible. Tal vez el propio Picard conociese un antídoto. ¡Incluso podría salvar al rey! Se acercó a la ventana y vio que Anne subía a una lujosa carroza.
Sin reflexionar más, partió inmediatamente hacia el Grand-Châtelet. Por el camino, y a pesar de su excitación, se dio cuenta de que había dos cosas que lo atormentaban.
¿Cómo es que Anne Daquin tenía su nombre y dirección?
¿Por qué tenía tanto interés en que fuese en persona al ejército para encontrar a Picard? Estaba decidida a perder su honra para que él partiese.