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Viernes 28 de agosto de 1643
Mientras se dirigía caminando hacia su destino, Louis se reía de su ridícula vestimenta. Su silueta recordaba —mucho más exagerada— a la de Gaufredi. Calzaba unas botas de cuero muy anchas con aberturas a los lados. Llevaba puesto un jubón de búfalo marrón remendado por las partes donde le habían asestado estocadas, y una casaca descolorida. Sobre el hombro derecho llevaba colgada una capa remendada y un ancho talabarte del que pendía una pesada espada de hierro oxidada, de tamaño descomunal. Sin olvidarnos del sombrero que había sido de fieltro de castor unos cincuenta años antes y que estaba adornado con una pluma de gallina amarillenta y reblandecida.
Por las calles, todos se apartaban a su paso murmurando. Su indumentaria lo delataba como un temible truhán de baja estofa. Llegó sin contratiempos detrás del Grand-Châtelet.
El Valle de la Miseria, situado entre la prisión y el Sena, era en principio una simple calle donde había un mercado de volátiles. Le habían dado ese nombre porque con frecuencia era inundada por el río, lo que convertía a sus habitantes en miserables, porque con cada inundación lo perdían todo. Poro a poco, todo el barrio desde la zona donde todavía no existían los muelles hasta el muelle de Gêvres —entonces en construcción— fue bautizado con ese nombre.
El lugar hacia donde Louis se dirigía era uno de los más sórdidos, más miserables y, sobre todo, más peligrosos de París. Era un almocárabe de callejuelas peligrosas adonde iban a parar todas las inmundicias y los desechos líquidos de las calles y las viviendas situadas río arriba, y también todas las heces de la población.
En este barrio había dos clases de calles. Las que desembocaban en el Sena, edificadas casi en el agua, se sostenían sobre inestables pilotes de madera. Las más altas, edificadas en tierra firme, estaban rodeadas de casuchas deformes con pisos en saledizo en un laberinto de callejuelas que encubrían tabernas miserables, innobles lupanares o timbas infames.
Los callejones tenían nombres que llamaban la atención: calle de la Matanza, calle del Degüello, calle de Va Quien Dura, o incluso calle Mierdenta.
Era a esta última calle adonde se dirigía.
* * *
Delante de él, el suelo estaba encharcado de una mezcla de sangre de animales —más arriba estaban los mataderos— y deyecciones. El aire era pestilente y corrompido. En algunos lugares Louis tenía que sortear profundos charcos negruzcos, una especie de extraños surtidores, en realidad agujeros, pozos negros, donde los habitantes vaciaban sus bacinillas. Algunos incluso defecaban dentro.
Siguió así algunas calles infectas, estrechas y pestilentes, plagadas de hongos verdosos que coloreaban las paredes deterioradas. Niceron le había dibujado un plano para guiarlo justo a la calle Mierdenta, pero, con todo, se perdió varias veces. Finalmente, salió a un callejón más invadido que los otros de boñigas, cagarrutas y zurullos. Supo que había llegado.
Las casas —¿podían llamarse casas?—, mejor digamos casuchas o cabañas, estaban construidas sobre una especie de pilares, de pilotes, con adobe mohoso y maloliente. Las aberturas de los pisos estaban al aire, las puertas no tenían herrajes y la parte de abajo, arruinada y descompuesta por la podredumbre, facilitaba que el lodo —y el resto— se metiese dentro de la vivienda. Louis observó que los ocupantes remediaban esto cubriendo el suelo con paja, pero nunca cambiaban la paja y formaba un lecho de estiércol sobre el que los habitantes comían, dormían, vivían y morían.
A lo largo de estos cuchitriles, en los rincones, en los mojones, a veces incluso en el suelo, pululaba una fauna de seres andrajosos y llenos de pústulas que buscaban sin duda robar al raro transeúnte para sobrevivir. Pero Louis sabía que no estaba en una corte de los milagros que tanto abundaban en París. Aquí toda esta gente, agotada a causa del sufrimiento y las enfermedades, plagados de heridas y úlceras, devorados por la fiebre y el hambre, nunca recuperarían la juventud y la belleza. En el Valle de la Miseria no había pobres fingidos y tullidos falsos, o aquejados del baile de San Vito[38]. Sólo había miserables.
A pesar de su ropa remendada, Louis llamaba la atención y casi parecía un gentilhombre. Calculó la distancia que lo separaba de la casa a la que tenía que dirigirse, la tercera. Una docena de sombras descarnadas le habían dirigido miradas brillantes valorándolo. Fingiendo valor, avanzó lentamente, tratando de adoptar una actitud indiferente, la mano orgullosamente colocada sobre la espada, que sabía que era inútil.
La callejuela, como todas las del barrio, era muy estrecha, sólo tenía una toesa de ancho. Al caminar, Louis no podía dejar de rozar o tropezar con los miserables que se encontraba a su paso. Curiosamente, no reaccionaron, nadie se movió ni intentó acercarse a él.
Efectivamente, todos lo miraban, pero para seguir inmediatamente con sus actividades. Algunos hurgaban en los detritus, otros fabricaban alfileres de madera, otros cortaban trozos de tela para hacer sombreros.
Siguió su camino hasta llegar a la casa que buscaba. Entonces pensó que estaba a salvo.
—Dame las botas —farfulló de repente uno de los andrajosos.
Fronsac se volvió. El que le había hablado calzaba unas bonitas botas negras, pero, al examinarlo más detenidamente, Louis descubrió que estaban constituidas de una gruesa capa de lodo que subía hasta las rodillas. El mendigo, en realidad, estaba descalzo. Parecía joven, pero era difícil asegurarlo dada la grasa que le cubría todo el cuerpo. Era algo más alto que él, pero tenía una cabeza enorme, muy ancha y estaba totalmente pelado. Sus cejas eran espesas y muy prominentes. La nariz estaba aplastada. Sin embargo, lo más inquietante eran las manos gigantescas. Eran del tamaño de una pala. Louis tuvo la desagradable impresión de que si las apoyaba contra una pared y hacía un poco de fuerza, se derrumbaría.
Reprimió un estremecimiento cuando el hombre avanzó hacia él, adelantando sus enormes manazas. Louis se quedó inmóvil, tratando de contener los temblores y la comezón que recorría su cuerpo.
Ahora todos los miserables de la calle lo examinaban. Se dio la vuelta para intentar huir pero, detrás de él, un grupo compacto le impedía el paso. No tenía manera de retroceder ni, desde luego, podía esperar ayuda de ninguno de los espectadores. En último extremo, pensó que sus botas —agujereadas— no le resultaban verdaderamente útiles en semejante aprieto. Con un ágil movimiento de rodillas, se las sacó con facilidad, puesto que en realidad eran demasiado anchas para él.
La criatura se adelantó e introdujo en ellas la punta de los pies. El resto no entró. Louis constató horrorizado que los pies del monstruo eran proporcionales a sus manos.
—Tu jubón —añadió el ogro con voz ronca.
Bajo el jubón Louis llevaba una pistola. No podía enseñada porque el hombre se la cogería. Y también tenía la carta de Niceron. Creyó que había llegado la hora de tomar la iniciativa. ¿Acaso no era la palabra la mejor arma contra semejante adversario? Condujo hábilmente la conversación —el monólogo, en realidad— para decir amablemente:
—Busco a Valdrin. ¿Lo conoces?
El otro lo miró con una extraña mueca y girando los ojos. Se quedó inmóvil un momento, como en trance. Las manos quietas y adelantadas. Estúpido. Luego dio unos pasos, pero hacia la puerta de una de las casuchas, gritando: ¡Valdrin! Su grito se parecía al de un gorrino feliz.
Pese a haberse dado la vuelta aquel bruto, Louis no se atrevía a moverse. Pasó un minuto terrible. El monstruo lo había mirado de nuevo, pero sus brazos colgaban y sus manos estaban en reposo, esperando visiblemente que el cerebro de la criatura les diese la señal de la misión que tenían que cumplir.
Se abrió una puerta.
Salió un hombre mayor, consumido y casi sin pelo. Vestía un enorme sayal sucio y gris. Louis se preguntó si era el color original. El hombre miró tiernamente al bruto y luego a Louis con ojos brillantes e inquisitivos, pero amistosos. Frunció el ceño y preguntó:
—¿Me buscáis? ¿Qué queréis?
—Vengo de parte del padre Niceron.
El hombre lo miró durante un buen rato. El examen debió satisfacerlo y sus labios esbozaron una sonrisa cuando vio los pies descalzos de su visitante.
—Entrad, señor. Y tú, Evrard, devuélvele las botas.
Había visto los andrajos en las puntas de los pies del ogro.
La criatura de manos monstruosas —y pies todavía más terroríficos— hizo la mueca del granuja cogido en falta. Se agachó, se quitó las botas y se las entregó con tristeza a Louis. Estaban llenas de lodo y excrementos. A pesar de todo, Louis se las puso, ya que sus pies también estaban llenos de excrementos.
—Excusadle —dijo Valdrin con ternura infinita—, es algo retrasado, pero es bueno.
El rostro del antiguo monje se llenó de dulzura y amor. Luego separó las manos, en señal de bienvenida e invitó a entrar a Louis con un gesto.
—¿Qué tal está mi amigo Niceron? —añadió alegremente—. ¿Sigue investigando?
—Me ha dado una carta para vos.
Louis se la tendió temblando todavía un poco por la situación espantosa que había vivido.
Valdrin sacó unos lentes de un bolsillo de su sayal y leyó la carta en silencio. Luego alzó los ojos inquietos hacia Louis.
—Niceron me pide que os aloje aquí y os ayude… Lo haré. Sólo espero no verme complicado en nada. Dormiréis en el piso. Hay varios jergones. Ahí duermo yo con mi hijo…
—¿Vuestro hijo?
—Sí. Evrard es mi hijo.
Louis se dio la vuelta. El hijo de Valdrin estaba detrás de él sonriendo bobaliconamente. Los pocos dientes que tenía estaban cariados. Sin embargo, algunos, de tamaño desigual, fijados en la mandíbula aquí y allí, eran señal de una extraordinaria salud. Debía de ser capaz de morder y masticar cualquier cosa, pensó Louis que se sintió repentinamente fatigado y derrotado. ¿Qué descubriría de ahora en adelante?
—Sentaos a la mesa —propuso Valdrin—. Y tú Evrard, vete a jugar a la calle.
¿A qué podía jugar?, pensó Louis mirándolo salir. ¿A machacar a los transeúntes? La criatura bajó la cabeza tanto para pasar el umbral como en señal de obediencia. La casa se movió cuando cerró bruscamente la puerta.
—¿En qué puedo ayudaros? Prosiguió el antiguo monje.
Louis dudó en hablar. Niceron le había asegurado que podía confiar en él, pero ¿hasta qué punto?
—Necesito entrar en la banda de los matones de Vendôme. Y pronto.
Valdrin lo examinó detenidamente, pensativo.
—¿Para espiarlos? —preguntó finalmente.
Louis afirmó con la cabeza.
—Ya estáis al tanto de que no tomo partido ni por Vendôme ni por Mazarino —suspiró Valdrin—. Ambos son nefastos para nosotros, los miserables. Si os ayudo es porque se lo debo a Niceron. Cuando me expulsaron del convento, fue el único que me ayudó. Me dio dinero y nunca me hizo ningún reproche. Bautizó a Evrard y dio la absolución a mi compañera cuando la Iglesia me abandonó… Nunca podré pagar esa deuda, por eso os ayudo… Pero será difícil y muy arriesgado para vos.
Cerró los ojos para meditar durante un breve instante.
—Me esperaréis aquí. Voy a ver a unos amigos.
Salió, dejando la puerta abierta. Louis no sabía qué hacer. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese ido a denunciarlo? Se sentó en un banco tambaleante y miró hacia fuera. Evrard estaba en cuclillas en el suelo, enfrente de la puerta y se entretenía destrozando piedras con las manos. Dos o tres bribones lo miraban, entre temerosos y divertidos. Pasaron dos horas. Evrard había destrozado todas las piedras y ahora su mirada estaba ausente.
Louis se había dormido sobre un banco cuando Valdrin entró con un desconocido. El recién llegado era una canalla y carne de horca. Su expresión era astuta y peligrosa. Su rostro lleno de pústulas estaba surcado por profundas cicatrices y su ropa era andrajosa.
—Éste es el amigo de mi hermano —le explicó Valdrin presentándole a Louis—. Como te he dicho, acaba de llegar de Bourges, donde han puesto precio a su cabeza. No conoce a nadie en París y he pensado que podrías encontrarle alguna ocupación en tu banda.
—Ya veremos —dudó el truhán con una voz apagada—, y porque eres tú…
El hombre no parecía muy contento por tener que ocuparse de Louis. Se volvió hacia él y le soltó de malas maneras:
—¡Tú! Sígueme.
Se marcharon.
Hasta la calle Saint-Honoré, el golfo fue delante, sin dirigirle la palabra a Louis. Y luego, bruscamente, esperó a que su compañero lo alcanzase para preguntarle:
—¿Qué hiciste en Bourges para tener que huir?
—Estrangulé a uno de la patrulla —confesó Fronsac—. Me había sorprendido en una casa… degollé a sus habitantes y estaba quemando al último para que me dijese dónde estaba el dinero cuando llegó el arquero.
Louis estaba asombrado de su capacidad para mentir y contar historias inverosímiles.
El otro sonrió ante semejantes cualidades, dejando ver sus dientes cariados. Le dio una amable palmada en el hombro.
—El Patíbulo necesita hombres como tú. Seguramente harás tú el trabajo.
¿Qué demonios será eso del patíbulo?, pensó Louis horrorizado. No he debido jactarme de este modo… y si este hombre fuese un policía…
—Ahora tenemos mucho trabajo —le explicó el canalla, que parecía haber simpatizado con él—. Buscamos a un tipo que se nos ha escapado entre los dedos. Pero ya lo verás, tenemos su retrato. Y yo lo tengo grabado aquí —se dio un golpe con el índice en su pelo graso—. ¡Si lo veo, lo mato! El Patíbulo ya te lo explicará.
—Hum… ¿Por qué el patíbulo? No nos han cogido…
El granuja lo miró con curiosidad, y se quedó alelado un instante. Luego se echó a reír.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! El patíbulo, ¿El Patíbulo? Ya veo que no conoces a nadie aquí. El Patíbulo es nuestro jefe. Ya verás. Te gustará. Es mucho mejor que el que teníamos antes. Se llamaba Carfour. Pero Carfour raramente hacía el trabajo él mismo. El Patíbulo es siempre el primero saqueando. Le gusta mucho destripar a la gente antes de robarles. El otro día, atacamos una casa, todos fueron… Hizo el gesto de pasarse la mano por el cuello riéndose. El Patíbulo se ocupó de los niños. ¡Le encanta!
El hombre soltó una carcajada horrible, luego dejó de reír y se pavoneó orgullosamente.
—Pero, cuidado, ¿eh? Somos militares. Estamos bajo órdenes. El Patíbulo recibe instrucciones de arriba.
Louis hizo una mueca de incredulidad que pareció vejar a su nuevo amigo.
—¡Ya lo verás! La nobleza es quien nos dirige y El Patíbulo incluso nos ha dicho que cuando nuestro jefe ocupe el lugar de Mazarino, seremos todos marqueses. ¿Tú te ves como marqués o incluso como caballero?
Soltó una carcajada. Louis movió la cabeza en señal de aprobación. Se veía perfectamente como caballero.
—¿Quién es ese famoso jefe? —preguntó.
El otro se encogió de hombros.
—¡Quién va a ser! El rey de París, ¡zopenco! ¡Beaufort! El hijo del duque de Vendôme. También te gustará. Además, vamos a su casa.
Louis puso cara de tonto.
—¿A su casa? ¿Al palacio de Vendôme?
—¡No, hombre! ¡Ceporro, más que ceporro! ¡Eres un auténtico tonto! Vamos a su taberna, Deux-Anges.
Habían salido de París por la puerta de Saint-Honoré y ahora seguían por la calle del barrio Saint-Honoré. Efectivamente, Louis veía a lo lejos el palacete de Vendôme —estaba ubicado en la actual plaza Vendôme—. Esta calle, situada en las antiguas afueras, estaba formada por palacetes nuevos alternando con praderas y casas, así como numerosas tabernas y figones. Muchos pertenecían a Vendóme, que poseía la mayor parte de estas tierras donadas por el rey Enrique IV a su amante Gabrielle d’Estrées. Con la expansión de la ciudad, todo el barrio pasaría a tener un valor inusitado, lo que aseguraba una gran parte de la riqueza de los Vendôme.
La taberna de Deux-Anges se parecía más a una posada rústica que a una taberna de las que se encontraban en París. Tres edificios daban a un patio polvoriento, las cuadras a la izquierda, los graneros a la derecha y el cuerpo principal en el medio. Una docena de chiquillos esqueléticos estaban sentados en el suelo del patio.
El guía de Louis entró en la pieza central de la posada. Estaba casi vacía a aquellas horas.
—Se han ido todos de caza —explicó el truhán a Louis.
—¿De caza?
—Sí, de caza, ya te lo he dicho, buscan a un tipo, un notario… Un tal Fronsac, lo han herido y tendríamos que cogerlo enseguida. Nos ayudarás. Sería gracioso que lo encontrarás tú, que no conoces a nadie.
Se dirigió a una amplia escalera de madera, enfrente de la inmensa chimenea sobre la cual había potes de cobre colgados, espumaderas, caza y jamón. Una estrecha galería con claraboya se extendía a lo largo del piso. Louis lo seguía sin dejar de observar. Su guía llamó a una puerta y entró sin esperar respuesta.
Louis comprendió enseguida que se encontraba ante El Patíbulo.
Era un hombre todavía joven, con el pelo casi blanco y los labios finos y crueles. Estaba acostado, en camisón, sobre una cama. Varias mujeres excesivamente maquilladas lo rodeaban. Su frente estaba horriblemente marcada por la varicela.
—Excusadme, jefe, traigo a uno nuevo. Es un estrangulador buscado por la policía de Bourges…
El hombre se levantó lentamente de la cama y se acercó a Louis con suspicacia e interés. Olía horriblemente a vino. Miró detenidamente al nuevo dando vueltas alrededor de él. El examen debió de satisfacerle.
—¡Bien! —aprobó finalmente—. Siempre se necesitan hombres que no duden en manejar el cuchillo. Dale el retrato de Fronsac y envíalo al Châtelet. Allí nunca hay gente suficiente. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Eh… La Horca, jefe —declaró Louis con firmeza.
El Patíbulo hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa:
—¡Excelente! ¡Ese nombre me gusta!
El bandido dio una palmada afectuosa a Louis y volvió a meterse en cama. Louis y el truhán salieron.
Louis cogió el retrato que tan bien conocía y fingió examinarlo con atención.
—¡Qué cabeza más fea tiene el tal notario! Si lo encuentro, ¿qué hago? —preguntó.
—Lo matas —respondió lacónicamente su nuevo amigo.
—¿Y si me equivoco?
—¡No pasa nada, hombre, creo que ya han matado a tres o cuatro por error!
* * *
De modo que Louis se fue a la caza de sí mismo. No había comido en todo el día y compró a un vendedor ambulante, cerca del Châtelet, por la cantidad desorbitada de veinte ochavos, una pierna de cordero asado y un pan. Luego se sentó en el suelo sobre su capa agujereada, se puso a comer y esperó, fingiendo observar a los transeúntes. En dos ocasiones vio pasar a Gaston de Tilly, luego reconoció a Antoine de Dreux d’Aubray. Se contuvo porque había visto a otras personas sospechosas en las inmediaciones de la prisión. Dos veces fue a una miserable taberna cercana a beber un jarro de vino agrio.
Hacia las seis, volvió a la taberna de los Deux-Anges; pronto vio que, en la calle Saint-Honoré, algunos mendigos que merodeaban delante del Châtelet lo seguían discretamente. El Patíbulo no confiaba en él y Louis se felicitó por su prudencia.
La taberna estaba llena. A la entrada, dos brutas corpulentas seleccionaban a los visitantes. Lo pararon y a duras penas consiguió explicarse. Fue el Patíbulo quien, advertido, fue finalmente a liberarlo.
—Bien, Horca, ¿has encontrado a Fronsac? —preguntó el joven bribón, completamente vestido de seda y lleno de lacayos dorados.
—Nada, vengo con las manos vacías.
Louis puso cara de pena.
—¡Ah! Al parecer lo han visto en los Inocentes… Mañana visitaremos el osario. ¡Si lo encontramos allí, ya no tendremos que enterrarlo! —soltó una carcajada—. Vete a beber con los otros.
Le señaló al grupo de asesinos y pillos sentados alrededor de dos o tres mesas. Louis se acercó al que lo había reclutado en casa de Valdrin. El único que conocía. Todos estaban achispados y excitados.
—¿Qué pasa? —preguntó cogiendo la jarra de vino de su reclutador y quitándole toda autoridad.
—Esta noche morirá el italiano —respondió el otro, sorprendido de que Louis le hubiese birlado el vino. Luego, recordando que La Horca podía ser peligroso, hipó y pasó la mano por el cuello de izquierda a derecha riéndose, dejando ver los pocos dientes amarillentos que le quedaban.
Louis se mantenía impertérrito pero su corazón latía desbocado. Replicó dejando violentamente el jarro sobre la mesa:
—¡Eso está muy bien! No me gustan nada los italianos, pero ¿por qué no lo habéis hecho ya?
—Lo intentamos —replicó otro bandido, un delgaducho que trataba de ganarse al recién llegado—, pero nunca iba por el camino que tenía que ir. Esta vez lo esperaremos en el Louvre. A las nueve de la noche… ¡estirará la pata!
—¿No es un poco arriesgado en el Louvre? —preguntó Louis cerrando los ojos y adoptando un aire astuto.
El otro sacudió la cabeza quitándole importancia.
—No, Beaufort vendrá a explicarnos; estaremos todos escondidos en la sombra. Cuando la carroza del siciliano salga del castillo, dispararemos con metralla y mataremos a todos. ¡Será rápido!
Louis aprobó con la cabeza y luego se retiró a un rincón oscuro.
¿Cómo advertir a Mazarino? No podía salir sin llamar la atención. Esperó, tratando de encontrar una oportunidad. Los pillos bebían y daban voces. Beaufort y Fontrailles llegaron hacia las ocho, ambos vestidos con refinada elegancia. Louis se escondió en su esquina para pasar inadvertido.
—¡Amigos míos! —gritó Beaufort—, será esta noche. El Patíbulo os llevará al puente del Louvre, donde os esconderéis. No le quitéis ojo a la tercera ventana del primer piso del palacio desde el Sena. Si se enciende una lámpara y se apaga tres veces, id en cuanto salga la carroza. Si no, no os mováis. ¡Y ahora, bebamos para celebrarlo!
Los canallas dieron dos hurras. Louis también, casi más fuerte que los demás.
* * *
Una hora más tarde, Louis estaba detrás de un enorme mojón, cerca del puente del Louvre. Había tomado una decisión, cuando viese la carroza, se adelantaría para advertir a Mazarino. Quizás el cochero pudiese retroceder o el ministro huir.
La espera era interminable. Por momentos, Louis distinguía a sus camaradas, todos perfectamente camuflados en los porches de las casas o en las esquinas de las calles cercanas. También veía perfectamente la ventana del Louvre de donde debería partir la señal. A veces podía entrever unas siluetas en los pisos. ¿Beaufort? ¿Fontrailles? ¿Vendôme? Era imposible decirlo.
Salieron varios coches. Ninguna señal. Luego un último vehículo pasó delante de ellos. Hubo algunos murmullos de asombro; era la carroza del cardenal; se reconocía por sus escudos de armas, y todavía no habían recibido órdenes de atacar. Aún permanecieron allí una hora, luego alguien pasó entre ellos diciéndoles que volviesen a los Deux-Anges. La operación había fallado. ¿Qué había sucedido?
A medianoche estaban todos reunidos en la taberna y manifestaban su disgusto a base de gruñidos cuando llegó Henry de Campion, el brazo derecho de Beaufort.
—¿Qué? —le gritó El Patíbulo—, nos haces perder el tiempo. ¡Había más cosas que hacer! ¡Podíamos haber asaltado algunas casas esta noche! ¡Acabamos de perder dinero por tu culpa!
Campion, con uniforme de oficial de los guardias del rey, le arrojó una bolsa con insolencia.
—Se hará el domingo —dijo—. Beaufort vendrá mañana a daros las instrucciones. Hubo un problema en el último minuto; cuando Mazarino subía al coche, se le acercó monseñor, que quería acompañarlo. Beaufort no quiso que su tío muriese en la carnicería y anuló la operación. Pero Mazarino no tendrá tanta suerte la próxima vez.
Louis lo había escuchado todo. ¡Bien! Mañana no actuarían. Seguiría representando su papel, y el domingo le resultaría más fácil contactar con Gaston. Se fue a dormir a la casa de la calle Mierdenta.