15

Las tres primeras semanas de agosto

Claire-Clémence, la esposa del duque de Enghien, acababa de instalarse confortablemente en un sofá de la agradable biblioteca que tanto le gustaba. Era su primer día de verdadero reposo tras el difícil parto que había tenido ocho días antes y que había estado a punto de matarla.

Ahora tenía el corazón lleno de orgullo y satisfacción. Despreciada y separada por la familia de los Condé, que sólo la habían aceptado por la dote —¿el tributo? ¡que pagaba su tío Richelieu!—, considerada por estos aristócratas arrogantes y pretenciosos una estúpida campesina, acababa de dar un heredero a la rama menor de los Borbón.

El duque de Albret, su hijo, era un enorme bebé que tal vez algún día sería rey de Francia. Sí, había estado a punto de morir en el parto. Sí, había sufrido lo indecible. Pero no lamentaba el precio que había tenido que pagar. Se sumió en su ensoñación preferida: ella, la nieta de un abogado, ¿se convertiría en la madre del rey de Francia? ¿Por qué no? Tal vez reina, incluso regente si su esposo… ¡Qué satisfacción después de todas las vejaciones!

Bajita, tímida, pero con la voluntad de hierro de su tío, el Gran Sátrapa, Claire-Clémence había aceptado hasta ahora todas las humillaciones de su familia política. Su esposo no lo sabía, aunque ella lo adoraba. Su suegro no la soportaba. Su suegra deseaba su muerte para poder casar de nuevo a su hijo —¡Claire-Clémence sabía que la princesa de Condé había llegado a pedirle a la reina la anulación del matrimonio!—. Su cuñada, la perversa Longueville, y su cuñado el horrible Conti se mofaban abiertamente de su estatura llamándola callo, incluso en público.

Pero ahora, madre del heredero, se tomaba la revancha.

Dejó el libro esbozando una curiosa sonrisa. Su mirada era extraña por momentos y a veces demente.

Antes del parto venía aquí todos los días a leer durante varias horas. Todo le interesaba: libros de filosofía, política, religión. Su afán de conocimiento era ilimitado, sus ganas de entender, infinitas. Sabía que iba a necesitar todos estos saberes para educar a su hijo y que se convirtiese en un buen rey.

De repente, la puerta se abrió y entró un hombre joven de aspecto tímido. Claire-Clémence se sumergió en la lectura al observar su vacilación.

* * *

A finales de la primera semana de agosto a Louis no le pasaba el tiempo. Por supuesto que escribía regularmente a Julie, pero sabía que sus cartas serían leídas y sólo hablaba con evasivas tanto sobre donde vivía como sobre lo que sabía.

¿Cuándo se acabaría esta reclusión casi forzada?, se interrogaba sin cesar. A veces se preguntaba si en realidad no era un prisionero del príncipe de Condé, si éste no habría adivinado que se guardaba un triunfo en la terrible partida en curso —después de todo, Louis sabía quién había matado a Luis XIII y el modo en que lo había hecho— y si no estaría dispuesto a venderlo a sus enemigos. Ambicioso como era, Henry de Borbón era muy capaz de hacerlo.

Luego, Louis se tranquilizaba convenciéndose de que el duque de Enghien nunca actuaría así. ¿Pero podía estar seguro de ello?

En última instancia, podía escapar. Esto no le parecía muy difícil, pero había dado su palabra. Y luego, en París, no estaba seguro de vivir lo suficiente para poder contar lo que sabía a Mazarino o incluso a Gaston. Así que debía permanecer prisionero y echar el freno.

Esa mañana, pensando de nuevo en una posible evasión, se dirigía lentamente a la biblioteca.

Por el camino le sorprendió la animación y el alboroto que parecían reinar en el piso donde vivían el príncipe y su esposa. Oyó unos gritos violentos y unas desacostumbradas voces iracundas. Por el ruido de pasos, parecía que transitaban por allí numerosos visitantes. Había taconeos de botas y chocar de espadas, murmullos inquietantes y clamores de odio; un tumulto y un barullo extraordinarios en medio de los cuales Louis distinguía a veces los nombres de las señoras de Chevreuse, de Montbazon y de Longueville.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué acontecimiento podía haber dado lugar a tan insólito jaleo? No sabía nada de lo que ocurría fuera del palacio desde hacía ocho días. Y habría dado lo que fuera por un poco de información.

Al entrar en la biblioteca, advirtió inmediatamente que había una joven allí. Vestida lujosamente con varios jubones holgados superpuestos y peinada con un moño ondulado, era bajita y menuda con un rostro poco agraciado, pero franco y abierto. Leía, o fingía leer. Louis dudó un instante en coger un libro, pero luego decidió retirarse para no ser inoportuno. Con todo, se excusó.

—Perdonadme, señora, pensaba que la biblioteca estaba vacía. Ya me voy. Soy el caballero de Mercy y el príncipe me ha recibido en su casa muy amablemente durante unos días.

La joven alzó la cabeza y dejó el libro, examinándolo, con los ojos brillantes de malicia.

—Os conozco, caballero, y sé que venís aquí con frecuencia. Yo soy Claire-Clémence, la duquesa de Enghien.

Al ver que Louis, totalmente confuso, retrocedía con una inclinación, la joven añadió precipitadamente levantando una mano para tranquilizarlo:

—¡Por favor! ¡No os vayáis!… Os estaba esperando…

Louis se inclinó todavía más, esta vez estupefacto. Así que estaba ante la famosa sobrina de Richelieu que se había casado con el joven duque en contra de su voluntad. ¿Y decía que lo estaba esperando? ¿Qué quería de él?

Claire-Clémence prosiguió en un instante:

—He oído hablar mucho de vos, sobre todo a mi esposo. Sé que estáis con el cardenal Mazarino, que era fiel a mi tío. Me gustaría intercambiar unas palabras con vos. Y no seáis tan deferente —añadió con una sonrisa irónica—. Mi abuelo era abogado, y el vuestro notario. Procedemos de la misma clase.

Dejó de hablar durante un breve instante, y prosiguió, con el rostro ligeramente arrebolado.

—Vos habéis estado en Rocroy, me lo contó mi abuelo. ¿Habéis visto a mi esposo? ¿Cómo se portó?

Louis se quedó totalmente desconcertado. ¡La duquesa de Enghien era tan diferente de los otros Condé! Se acercó a ella con embarazo, con su sombrero de castor en la mano y respondió:

—Se portó como un héroe… Siempre el primero en el combate. Es, lo creo sinceramente, el más grande capitán de este siglo. Lo admiro con todo mi corazón.

El rostro de Claire-Clémence se iluminó. ¡Adoraba al príncipe tanto como él la detestaba! Louis prosiguió vivamente:

—Me encantaría hablar un poco con vos, si lo deseáis. Estoy obligado al silencio y a no saber nada del mundo desde hace ocho días, y el tiempo no pasa…

—Tengo entendido que los enemigos de mi suegro y del cardenal quieren jugaros una mala pasada —opinó prudentemente.

El rostro de Louis se ensombreció e hizo una mueca.

—Estáis en lo cierto. No sé en qué acabará todo esto. Parece que alrededor de la reina se juega una dura partida y yo sólo soy un peón. ¿Sabéis lo que ocurre desde hace una semana? ¿Se han producido nuevos acontecimientos en la Corte o en la ciudad? Esta mañana noté una agitación desacostumbrada en el palacio…

—¿Entonces no sabéis la razón? No me digáis que no estáis al tanto —se ofuscó con asombro.

—Me temo que no —se excusó Louis confuso.

Claire-Clémence lo miró durante unos segundos, tratando de adivinar si se estaba burlando de ella como hacían tantos en la Corte. Al final, el examen debió de satisfacerla porque prosiguió con voz clara:

—¡Os creo!, así que tendré el placer de contároslo —ahora su rostro menudo irradiaba malicia—. Ayer, en casa de la señora de Montbazon, alguien cogió dos cartas que se habían caído al suelo después de que se hubiera marchado la señora de Longueville. El contenido era poco más o menos éste: en la primera carta, la dama reprochaba a su amante su cambio de conducta y le escribía que ella había creído en una pasión «verdadera y violenta» hasta el punto de que le había ofrecido «todas las ventajas que pudiese desear». Reconocía así haber sido su amante. En la segunda carta le recordaba que lo había «recompensado dignamente» y le aseguraba que «en el futuro sería tan bondadosa como hasta ahora si su conducta respondía a sus intenciones». De modo que, rechazada por su amante, tenía el impudor de ofrecerse de nuevo. Las cartas fueron leídas en plena asamblea delante de los duques de Guisa y de Beaufort. El duque de Guisa aseguró que se habían caído del bolsillo del señor de Coligny. La señora de Montbazon enseguida afirmó reconocer la letra: las cartas sin duda eran de la señora de Longueville, que evidentemente era la amante de Coligny. De modo que la hermana de Enghien, recién casada, ya tenía un joven amante. ¡Era una mujer sin moral y sin virtud como toda la estirpe de los Condé! —se había burlado.

»Evidentemente, la afirmación de la gorda Montbazon era una calumnia, una maquinación urdida con el fin de humillar nuestra casa. La princesa, indignada, ha tomado represalias a la medida de semejante provocación.

—¿Pero, señora, la carta? Supongo que existe, ¿la señora de Longueville la habría escrito realmente?

Claire-Clémence miró a Fronsac con cara de asombro e ironía al mismo tiempo:

—¡Desde luego que no! Es cierto, y todos lo saben, que la hermana de mi marido sintió hace mucho tiempo cierta atracción por el señor de Coligny, que la ama apasionadamente, mas platónicamente. Pero ya no hay nada entre ellos. Y por otra parte, es tan hermosa que sus pretendientes son numerosos, como vuestro amigo el príncipe de Marcillac.

—Señora, el príncipe no es amigo mío. Sólo me ha salvado la vida, rectificó Louis sombríamente.

—Bromeaba, señor —replicó la joven duquesa sonriente—. En cuanto a este asunto, ya os he dicho que se trata de una nueva maniobra de la señora de Montbauzon. Antigua amante del duque de Longueville, nunca aceptó el matrimonio de su viejo amante con mi cuñada.

—¿Pero por qué lo ha hecho? ¿Simplemente por celos?

Claire-Clémence hizo una mueca mitad irónica mitad cínica.

—¿Celos? ¡De la señora de Montbazon de la que cuentan que tiene docenas de amantes y de la cual me decía el abad de Retz recientemente: «¡Nunca he conocido a una persona que haya conservado en el vicio tan poco respeto por la virtud!». ¡Me parecéis muy ingenuo! No, la señora de Montbazon se venga únicamente porque el duque le reembolsaba veinte mil escudos de pensión por tener derecho a sus favores. Era cara, aseguraba el duque, y la tenía por su dinero. Por supuesto, su matrimonio ha interrumpido los reembolsos.

»Ahora, la Montbazon sólo tiene un amante, Beaufort, que le paga menos porque ha engordado y envejecido. Así pues, ha perdido con el cambio. Es la única razón por la que quiere ridiculizar al señor de Longueville. A esto hay que añadir que está muy satisfecha denigrando y humillando a los Condé. Pero ha ido demasiado lejos. La princesa es amiga de la reina y tan peligrosa como una serpiente.

—¡Dios mío! —murmuró Louis realmente consternado—. Todo esto es increíble. ¿Es posible tanta abyección e ignominia en la flor y nata de la nobleza de Francia?

Esta vez, la duquesa de Enghien no sonrió. Su rostro se convirtió en una máscara de una dureza increíble, que sorprendió a Louis.

—Creo que sois noble desde hace poco, caballero. Yo también, pero os acostumbraréis a ello como yo. Esa gente, toda esa gente, es más corrupta y depravada de lo que imagináis. Viven en el vicio como peces en el agua.

Louis comprendió que estaba incluyendo a su familia política y prefirió desviarse de un terreno peligroso.

—¿Cómo van a actuar los Condé?

La duquesa de Enghien se encogió de hombros con un mohín de evidencia.

—Seguramente, hacer que la Montbauzon pida excusas, pero ésta no se doblegará porque los Importantes han tomado partido por ella. Todo esto podría desencadenar una guerra civil…

—¿Una guerra civil? Estáis bromeando… Os burláis de mí…

Claire-Clémence hizo un gesto de irritación y luego suspiró ante tanta ingenuidad. Recordó que ella tampoco entendía nada cuando había entrado en este mundo, así que prefirió explicar a Louis las consecuencias de la intriga.

—Acabo de decíroslo, los Importantes tomaron partido por la señora de Montbauzon, desde que la señora de Chevreuse se alió abiertamente con ella. Beaufort también aseguró que había reconocido la letra de la señora de Longueville. Ya que no ha podido casarse con ella, se venga de ella humillándola y haciéndola pasar por una prostituta. Guisa, sin duda, está con ellos, sobre todo porque odia a Coligny. Las dos familias se han olvidado de la noche de San Bartolomé. Mazarino decidió callarse, pero debo decir que se encuentra en una situación delicada: cada día descubre, incluso en sus dependencias, cartas amenazantes exhortándolo para que vuelva a Italia. La reina, por su parte, no sabe qué hacer, dividida entre sus dos amigas, las señoras de Chevreuse y de Condé.

El príncipe entró en ese momento en la pieza, tan sucio y desaliñado como siempre. Se precipitó hacia su nuera sin dirigir una mirada a Louis.

—Hija mía, ¡vengo a anunciaros una gran noticia! Vuestro esposo acaba de conseguir una sonora victoria: ¡Thionville ha caído!

Entonces se volvió hacia Louis y añadió, hinchado como un pavo:

—Mi hijo ha tomado Friburgo y ha expulsado definitivamente a los españoles a la otra orilla del Rin. Han sufrido pérdidas espantosas. Vuelve a París durante unos días, y pronto estará aquí, con un regimiento y sus oficiales.

Entonces habló con voz sorda y amenazante dirigiéndose hacia Claire-Clémence:

—La señora Montbauzon y sus Importantes ya no tienen a qué agarrarse. Los que se han unido a su causa pronto sabrán lo que cuesta desafiar a nuestra familia.

Louis vio en la mirada extasiada de Claire-Clémence todo el amor que sentía por el joven duque, un amor no correspondido. Cuando el príncipe hubo salido, Fronsac se retiró de puntillas.

* * *

El tiempo era cada vez más caluroso y húmedo. El calor era más difícil de soportar en el palacio y Louis se aburría mortalmente.

El día en que se había encontrado a Claire-Clémence en la biblioteca, por la tarde, un lacayo le había llevado, de su parte, varios números de La Gazette de Renaudot.

Louis conocía bien el periódico, que su padre compraba a diario para el despacho y que él mismo enviaba a veces a comprar a Nicolas. Recordó que había sido en La Gazette donde se había enterado de la liberación de Bassompierre.

Renaudot era un médico protestante que había obtenido en 1612 un permiso que le concedía autorización para publicar registros de direcciones, es decir, anuncios breves. Poco a poco se habían ido completando con noticias.

La gaceta había sido, en realidad, una creación de Richelieu, que aportaba un buen número de artículos que le permitían difundir sus ideas.

Hasta la muerte del rey, La Gazette era la voz del poder, pero desde el momento en que Renaudot —según él, por órdenes de Richelieu— propuso que la reina fuese repudiada, su Gazette quedó muy comprometida desde que la reina era regente.

Tenía muy pocas páginas, e incluso corría el peligro de ser prohibida por el poder. Así que, desde el principio del nuevo reinado, había adoptado un tono neutro y humilde, salvo para hablar de la regente, para la que el redactor no escatimaba elogios.

Renaudot, a pesar de haberle propuesto sus servicios a Mazarino, era tildado en los libelos de «nariz podrida», pérfido como un turco, e incluso de trapacero.

En resumen, en su periódico ya no se publicaban noticias demasiado interesantes.

Con todo, Louis leyó con gusto una relación de la batalla de Rocroy, así como el relato de las hazañas del ejército francés, completado evidentemente por el de las atrocidades cometidas por el ejército enemigo. Así, los españoles habían saqueado unas cuantas chozas en los alrededores de Rocroy y los franceses habían quemado numerosas aldeas entre Mons y Bruselas[35]. En otro número se contaba que en una aldea tomada por los españoles, éstos habían arrojado a los niños por las ventanas, y luego les habían cortado los pechos a varias niñas y mujeres tras haberlas violado. A continuación habían ahogado a hombres y mujeres después de haber desollado a varios[36]. De modo que habían sido anunciadas nuevas represalias, justificadas de antemano, contra los pueblos del otro lado de la frontera. Sin duda, se dijo Louis, las pobres mujeres de Flandes tendrían que soportar las mismas atrocidades que las francesas.

Apenas veía justicia o equilibrio en toda esta barbarie, así que dejó la lectura sobre las hazañas de las tropas de Enghien.

El descubrimiento de un médico que proponía un bálsamo nerval capaz de rejuvenecer a la gente —a condición de que purificasen su sangre— y que aseguraba haber permitido a una mujer de ciento cinco años tener hijos, llamó su atención. Pero al haber visto en otro número que ese mismo aceite había causado la muerte de una paciente por convulsiones, dejó la lectura de la sección médica para volver a las noticias relativas a Francia.

Pero enseguida se cansó de las exageradas alabanzas a la regente y a su preclara política que, pese a ser escritas sin reservas, no aportaban ninguna revelación.

En última instancia, Louis echó un vistazo a los artículos sobre las ejecuciones públicas. Relataban, con todo detalle, los suplicios que había sufrido un cura quemado vivo con sus cómplices por haber practicado magia —Louis se preguntaba qué tipo de magia, porque sobre eso no daban ningún dato—. También hacían mención en unas líneas sobre un abogado, colgado y después quemado por haber blasfemado delante de un crucifijo.

Por último, Louis juzgó que la lectura de esos periódicos no podía ocupar su mente durante mucho tiempo.

Tenía que dejar el palacete.

Pero ¿cómo? En una ocasión había intentado ir hasta la planta baja, pero allí unos lacayos armados de garrotes le habían explicado educadamente que tenían instrucciones de impedirle salir del palacete. No —habían afirmado—, ni siquiera podía salir al jardín.

Era un prisionero, aunque fuese aparentemente para asegurar su seguridad.

* * *

Desde entonces iba cada día a la biblioteca. Por desgracia, la pieza estaba siempre desierta. Enghien había vuelto y Claire-Clémence, entre su esposo y su bebé, no debía de tener mucho tiempo para leer. En realidad, Louis se enteró más tarde por su amigo Vincent Voiture de que ésa no era la razón, el duque no había venido a ver ni a la madre ni al niño. Al contrario, se había instalado en casa de Ninon de Lenclos, la opulenta prostituta de moda que estaba a punto de suplantar a Marion de Lorme, y si Louis no encontraba allí a Claire-Clémence era simplemente porque la duquesa de Enghien no salía de sus aposentos, esperando en vano a su esposo.

Sin embargo, a mediados de agosto, Louis encontró de nuevo a la sobrina de Richelieu en la biblioteca. Enghien estaba a punto de volver en campaña y había regresado con sus oficiales. Ese día, cuando Louis entró, Claire-Clémence dejó el libro que estaba leyendo. Su mirada estaba teñida de tristeza pero, al ver al joven caballero, se iluminó.

—Buenos días, caballero, ¿venís en busca de noticias frescas? Debo confesar que esperaba en secreto encontraros hoy…

—Ardo en deseos de ser informado, señora, sobre todo por vos.

Claire-Clémence hizo un coqueto gesto de satisfacción. ¡Los cumplidos eran tan escasos y mesurados! Juntó su manos chiquititas y explicó doctamente:

—Ya se sabe quién escribió las dos cartas perdidas, y no fue la señora de Longueville. ¿Queréis oír la historia?

—Lo estoy deseando, señora.

La duquesa de Enghien sonrió y empezó:

—El marqués de Maulevrier es el autor e iban dirigidas a su amante, la señora de Fouqueroles. El marqués pidió al príncipe de Marcillac que intercediese ante la señora de Montbauzon para recuperar las misivas. Una embajada, constituida por el príncipe y la señora de Rambouillet, intervino ante la duquesa. Las damas y los caballeros estudiaron la esquela amorosa y finalmente excluyeron a la señora de Longueville. La señora de Montbauzon, de mala gana y con la boca pequeña, tuvo que reconocer sus errores. Por último, las cartas fueron quemadas.

—¿Entonces va a excusarse?

—Creo que sí, porque mi esposo ha puesto su espada y su ejército en la balanza. Él y todos sus oficiales han tomado partido por su hermana. Mazarino y la reina lo siguieron al punto, y son muchos los que en este momento cambian de campo para ponerse en el lado de los vencedores.

—¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó Louis divertido con la idea de que el más grande general de ejército francés tuviese que librar tan ridículo combate contra la gorda Montbauzon y la hipócrita Chevreuse.

—Lo están negociando. Ayer, el cardenal, la señora de Chevreuse, la reina y la princesa de Condé pasaron muchas horas juntos para redactar una excusa que la duquesa leerá públicamente a la hermana de mi esposo. Una explicación redactada de un modo que no la desprestigie.

—Todo esto es grotesco, ¡el primer ministro debe tener bastantes cosas que hacer como para ocuparse de las excusas de la señora de Montbazon! —se sublevó Fronsac.

—A veces lo grotesco puede evitar lo atroz —suspiró la duquesa de Enghien—. Es cierto que todo el mundo se ríe ahora de esta comedieta que se parece a una de esas chocarrerías con las que a veces nos deleita el señor Molière. Sin duda, la señora de Montbazon y sus amigos quedarán cubiertos de gloria con sus chismes; ¡pero ellos se lo han buscado! Pero ahora hablemos de otra cosa, señor; acabo de leer de cabo a rabo una obra aparecida ayer y cuyo contenido me parece más esencial que las inútiles frivolidades de la Corte. ¿Queréis leerlo? Me gustaría conocer vuestra opinión.

Le tendió amablemente la obra que tenía en la mano.

Louis cogió prudentemente el volumen y lo abrió. Se titulaba: De la comunión diaria. Fronsac la miró un instante con perplejidad y le dio las gracias. Entonces Claire se levantó y dejó la pieza.

Louis se quedó solo y empezó la lectura.

Al día siguiente, de nuevo en la biblioteca, acabó de leer la encendida obra de Arnauld de Andilly, que se convertiría en la biblia del jansenismo durante los veinte años siguientes, y esperaba la llegada de la esposa de Condé para hablar con ella, pero no apareció. En realidad, no volvería a ver a la duquesa en el palacio de Condé.

Sin embargo, ese mismo día, mientras esperaba en vano, oyó inopinadamente una discusión en la pieza de al lado. El ruido procedía de las dependencias del duque. Pensó un momento en salir por discreción, pero al oír el nombre de Mazarino, decidió quedarse para escuchar.

—… ¿Cómo podéis estar seguro? —replicaba una voz que creyó reconocer como la del duque de Enghien.

—Epernon, el capitán de los guardias del Louvre, ha sido avisado por Des Essart a quien Beaufort pidió que no interviniese; pero Epernon habló conmigo y no sabe qué hacer. Beaufort ha planeado que unos veinte hombres ataquen la carroza del italiano cuando salga del Louvre.

—Debemos advertir al ministro. Es una cuestión de honor. Aunque lo detestemos, si no hablamos nos convertiremos en cómplices…

—¡Calma, hijo mío! —protestó la segunda voz—, ¡esta historia no nos concierne! Si Beaufort quiere librarse de Mazarino, no debemos mezclarnos, sino estudiar el beneficio que podemos sacar de ello. Una vez que el ministro haya desaparecido, no tengo más que detener, juzgar y ejecutar a Beaufort por asesino. ¡Ya tengo testigos! Así nos convertiremos en los amos del reino. Tu mandas en el ejército, Louis, no olvides nunca que sólo dos niños nos separan del trono. Gaston de Orleáns ya no cuenta.

Louis había reconocido perfectamente la voz del príncipe. El silencio se hizo en la pieza. Enghien debía de reflexionar y, finalmente, reconocer lo atinados que eran los argumentos de su padre.

Fronsac salió en silencio.

De vuelta en su habitación y en un estado de agitación máxima, se puso a pasear de un lado a otro de la pieza. Pronto tomó una decisión; tenía que marcharse de allí sin falta, debía advertir al ministro de lo que se estaba tramando. Si Mazarino era asesinado, harían lo mismo con el joven rey y su hermano Anjou. Pensó un instante en disfrazarse de sirviente, a lo mejor podía coger un uniforme dirigiéndose al piso donde se ubicaban los cuchitriles de los criados.

Estaba preparando su plan cuando llamaron a la puerta. Condé y su hijo entraron enseguida. Louis palideció, ¿se habrían dado cuenta de que los había espiado?

Pero enseguida se tranquilizó. Enghien lo trataba con cariño y el príncipe de Condé fue, por primera vez, amable con él.

—Señor Fronsac, la reina me ha hecho saber que, por real orden, iba a darle a mi esposa el dominio de Chantilly, que había sido requisado a los Montmorency por el cardenal de Richelieu. Estamos autorizados a ir hasta allí a evaluar los trabajos y pensamos dejar el palacio mañana; sólo mi esposa se quedará en París. Mi hijo opina que Claire-Clémence estará mejor allí para descansar. He pensado que podríais acompañarnos. Chantilly no queda muy lejos de vuestro señorío de Mercy, adonde podéis dirigiros discretamente. A partir de ahí, tendréis que velar vos por vuestra seguridad…

—Acepto gustosamente, monseñor. Sabed que aprecio mucho vuestra hospitalidad, aunque debo confesaros que no me pasaba el tiempo…

—Muy bien. Por cierto, es posible que mi palacio esté vigilado, así que estaría bien que os maquillaseis un poco… Si eso no os gusta, había pensado que podríais disfrazaros de lacayo. Son muchísimos y todos van uniformados con librea. Nadie se fija en ellos.

Louis sonrió ligeramente. Decididamente, ¡le habían leído el pensamiento!

—Eso será perfecto, monseñor —respondió Louis—, y gracias una vez más. Siempre estaré en deuda con vos.

Los dos hombres lo saludaron y salieron.

* * *

La tarde pasó rápidamente. Louis escribió una carta a Julie, anunciándole su próxima liberación. Por la noche le llevaron unas ropas de tela gastadas y muy ordinarias.

—Saldremos mañana muy temprano —le explicó el criado—. En realidad, de madrugada.

Al día siguiente, lo despertaron a las tres de la mañana. El convoy se pondría en marcha a las cinco, pero el transporte de equipajes y la cantidad de personal de la casa y oficiales hacía que el cambio de domicilio fuese una verdadera expedición. Debía unirse discretamente a los domésticos y seguir a un lacayo que estaba en el secreto.

Más de treinta coches empezaron a ponerse en marcha hacia las cuatro y media de la mañana. A ellos se añadieron al menos cien oficiales y guardias a caballo. A Louis lo instalaron en un vehículo cerrado. Nadie hubiera podido reconocerlo y ni siquiera sospecharlo. Era su primera salida desde hacía más de tres semanas.

El viaje fue terriblemente largo, caluroso y molesto, pese a la hora. Hacia mediodía, la caravana se detuvo en una gran granja que pertenecía a los Condé para una comida campestre. Louis estaba sentado, un poco aislado, y comía un trozo de faisán cuando vio al joven duque dirigirse hacia él a grandes zancadas. Se levantó inmediatamente.

—Caballero, estamos a una legua de Mercy —le anunció Enghien con ojos maliciosos—. Sois libre de marchar. He mandado preparar un caballo a uno de mis oficiales —con la mano señaló a un hombre que estaba bajo un árbol sosteniendo las riendas de un caballo bayo—. Os lo doy. Sé todo lo que habéis hecho para tratar de salvar al rey. Es tan digno de elogio como vuestro valor en el combate.

Su voz se ensombreció cuando pronunció esta frase:

—Cuidaos mucho y no olvidéis jamás que vuestros enemigos son los míos, y vuestros amigos también lo son míos.

Entonces le dio la mano y Fronsac se la estrechó efusivamente.

Qué hombre más curioso —pensó—. Tan pronto frío y altivo, como afectuoso y amable.

Louis estaba emocionado y molesto al mismo tiempo, quería hablar pero el duque ya se había alejado. Comprendió que tenía que aceptar el caballo, del que hubiera podido prescindir, pero sin duda Enghien se sentía en deuda con él. Fue a buscar al animal, era un soberbio ejemplar que por lo menos había costado quinientas libras. El oficial le dio una chaqueta y un sombrero para cambiar de aspecto y lo puso en guardia.

—Hay dos pistolas cargadas en sus fundas. Seguid ese camino, conduce a Ysieux. Buena suerte, caballero. Y sed prudente.

Luis hizo una inclinación de cabeza, montó a caballo y picó espuelas.

¡Era libre!

* * *

Cuando se hubo alejado del campamento de los Condé, puso el caballo al paso. Saboreaba cada segundo, disfrutando de cada detalle del paisaje que lo rodeaba. A ambos lados del camino la siega estaba en pleno apogeo; un grupo de campesinos segaba, otros ataban los haces o hacían almiares para protegerlos de la lluvia, y por último, otros llenaban grandes carretas de cereal.

En algunos lugares trillaban el trigo directamente con mayales, o simplemente con parejas de mulas. El tiempo seguía siendo caluroso, pero el camino era poco polvoriento. De cuando en cuando se cruzaba con una carreta llena de trigo o de cebada que arrastraban con dificultad. Los labriegos lo saludaban amablemente. El año próximo él también haría la siega, pensaba.

Llegó al río y se detuvo un momento para que su caballo bebiese. ¿Qué haría ahora? Podía pasar la noche en Mercy y marcharse al día siguiente. Tal vez con Gaufredi, si estaba allí. Mañana a mediodía, como mucho, vería a Mazarino, lo advertiría del intento de asesinato y le contaría lo que había deducido sobre la muerte del rey. Entonces sería libre.

Reemprendió la marcha, adormeciéndose poco a poco sobre su montura y dejándose guiar por el animal, que seguía el camino. De repente, reconoció la hilera de árboles a lo lejos. ¡Marcaba el comienzo de sus tierras! Al fin llegaba a casa y apresuró el paso de la montura.

Ahora observaba las hermosas tierras a lo largo del río. No estaban cultivadas, pero por poco tiempo; también producirían trigo. Se hizo esa promesa. Todavía no habían reconstruido el puente y tornó el camino del castillo; aún estaba lejos, pero ya oía el ruido de martillos y picos.

Al llegar delante de su casa se maravilló una vez más por el espectáculo prodigioso que aparecía ante él. El muro que rodeaba el patio entre las dos torres había sido echado abajo y las piedras, ordenadas por tamaño, habían sido colocadas en montones. El viejo edificio, en el cual habían abierto nuevas ventanas, anchas y altas, según el plano de Julie, ahora estaba casi totalmente cubierto de tejas nuevas y relucientes. Las nuevas construcciones anexas, a derecha e izquierda, estaban muy avanzadas, tenían una altura de tres toesas. Unos cincuenta obreros trabajaban ruidosamente en el taller. Louis se acercó lentamente.

Nadie le prestó atención. Dejó su montura delante de una cuadra provisional hecha con tablas, pidió a un muchacho que la limpiase y le diese de comer y luego subió la escalera que llevaba a las habitaciones. La gran sala estaba desierta. Llamó.

—¿Margot? ¿Michel? ¿Hay alguien?

Al punto, oyó a alguien bajar las escaleras precipitadamente. Era Margot Belleville, que se agarraba los bordes de su vestido de tela con las dos manos para no caerse. Su rostro anguloso estaba colorado por la emoción y su pecho palpitaba con fuerza en su blusa a la brandeburguesa bellamente escotada.

—¡Caballero! —dijo, ahogada por la emoción—. Así que sois vos. ¡Alabado sea el Santísimo! ¡Nos preguntábamos si estabais vivo!

Estaba conmovida y Louis, en su fuero interno, se quedó muy satisfecho. La tranquilizó:

—Acabo de llegar ahora mismo. ¿Gaufredi está aquí? ¿Y vuestro prometido?

—Por desgracia, Gaufredi se fue ayer. Me dijo que se alojaría provisionalmente en casa de Vincent Voiture, vuestro amigo el poeta, que vive enfrente del palacio de Rambouillet. Está allí para vigilar discretamente a la señorita de Vivonne. Nos dijo que una banda de truhanes que se alojan en la posada vecina vigilan las entradas y salidas del palacio. También nos dijo que los hombres de Vendôme y de la duquesa de Chevreuse os buscan por todo París. Incluso han pasado por aquí algunos jinetes sospechosos, pero hay tal cantidad de obreros que no se atrevieron a entrar. Venid, mi prometido está en el bosque que hay detrás del castillo. Os lo contará todo mejor que yo.

Salieron y tomaron el camino que cruzaba la pradera y subía serpenteando al bosquecillo que Hardoin explotaba. A medida que se acercaban, Louis veía oquedales despejados y troncos de árboles cortados en el suelo, sin ramas, como si una terrible tormenta los hubiese derribado dejándolos bien ordenados. Varios hombres estaban a punto de colocar unas ruedas provisionales a un lote de cinco o seis troncos, sin duda para transportarlos. Louis y Margot se dirigieron hacia ellos.

Michel Hardoin daba órdenes a los obreros. Tan pronto como vio a Margot y a Louis, dejó su trabajo para recibirlos.

—¡Caballero! ¡Por fin habéis venido! Nos teníais muy preocupados. Gaufredi nos dijo que estabais escondido, pero temíamos que os hubiese pasado algo. ¿Os quedaréis con nosotros? ¡Aquí estáis a salvo! Hay cincuenta obreros a vuestra disposición para defenderos.

—No, Michel, regreso mañana a París. Contadme todo lo que sabéis. Estoy absolutamente desinformado.

Hardoin sacudió la cabeza con energía y apretó las manos con fuerza para intentar calmarse.

—No podéis volver a París. Hay un montón de canallas buscándoos. Los lugares que frecuentáis están vigilados. Si vais, recibiríais una paliza o una bala…

—¡Diablos! Es realmente enojoso…

—Esperadme un segundo. Voy a dar unas instrucciones y vuelvo ahora.

Hardoin regresó con sus obreros, dio unas cuantas órdenes y volvió corriendo. Se explicó jadeando:

—Estas vigas son para los suelos del castillo. Un carpintero las va a preparar. Ayer recibimos los dinteles y los marcos de piedra, también contraté a dos canteros.

Añadió con un tono algo contrito:

—Evidentemente, es muchísimo gasto, pero menos que si hubieseis llamado a unos artesanos. Estos hombres son nuestros obreros y trabajan únicamente para nosotros.

Louis hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—¿Necesitáis más dinero? —le preguntó.

—Todavía no, intervino Margot. Pero dentro de un mes sí. Ahora mismo tenemos un grupo de cuarenta y siete obreros al que pagamos entre media libra y una libra al día, incluyendo algún domingo. Así que nos cuesta alrededor de cincuenta libras por mes. Por suerte, el bosque es gratis, sobre todo hemos tenido que pagar la piedra. Sin embargo, en septiembre necesitaremos tablones. Quedan dos mil libras de la última cantidad que nos entregasteis. A Michel le gustaría instalar un aserradero en el río. Será un gasto significativo, pero una vez terminados los trabajos, supondría un ingreso regular por la tala de árboles y así podríais vender tanto tablones como troncos.

—Puedo poner a funcionar el aserradero en menos de un mes —aseguró Hardoin con entusiasmo—. Traeré sierras de París, el suelo de las habitaciones no nos costará nada y así podremos hacer el entablamiento del piso comprando troncos de castaños secos. Y tal vez incluso el artesonado…

—Estoy de acuerdo —aprobó Louis, riéndose ante la excitación del hombre, cosa que le permitía olvidar sus preocupaciones—. He visto que la parte más antigua del castillo casi está terminada…

—Sí, es en la que más dinero hemos invertido. He tenido que comprar puertas, ventanas y el entablamiento. Las chimeneas están limpias y reparadas. En invierno podéis vivir allí, aunque de modo provisional. Sólo en la parte nueva estaréis lo suficientemente cómodos. En el segundo piso y en el granero habrá sitio suficiente para recibir y alojar a los criados.

—Otra pregunta, he visto unas troneras en la fachada del segundo piso. ¿Son para las chimeneas?

—Tengo que hablaros de eso, señor —replicó Hardoin—. Es una idea de Margot. Vuestro castillo era una antigua fortaleza, pero tal como está no podría defenderse en caso de ataque.

—Un ataque poco probable —dijo Louis sonriendo.

—Cierto, señor —intervino Margot—. Pero ¿y si hay otra guerra civil? El rey es un niño. Esas troneras permiten instalar fácilmente viguetas para soportar una galería exterior de madera en saledizo de matacán, lo que facilitaría la defensa ante una compañía que sitiase el castillo. Pero Michel puede suprimirlos, si queréis.

Louis permaneció silencioso, examinando los muros del castillo. Era una precaución inútil, pero ¿quién sabe? Les dijo sonriente:

—Es una buena idea, estoy muy contento con vos[37]. ¿Pero vos estáis bien instalados?

Ya habían llegado al castillo.

—Perfectamente. Hemos puesto en condiciones dos piezas amplias en el segundo piso. Los Hubert se han quedado con otra, así que quedan dos habitaciones sin arreglar. Y la cocinera y algunos criados y camareras en los desvanes.

Subieron al primer piso. Margot enseñaba la casa y comentaba los trabajos como si fuese el ama de casa, lo que en parte era cierto.

—Convertiremos la sala grande en una sala de recepción —explicó—. A cada lado hay una habitación. La más grande comunica con dos gabinetes pequeños, uno de ellos puede servir de excusado. Michel cree que puede instalar una bomba de agua cuando esté listo el aserradero, el agua llegaría de un estanque que hay detrás del castillo. Desde el estanque, con una bomba de mano, se podría subir hasta aquí. La escalera de caracol que va del dormitorio grande al piso, a nuestro piso, está reconstruida, así como la gran escalera. ¿Habéis observado que hemos puesto chimeneas por todas partes?

—He dispuesto grandes reservas de leña para este invierno —ponderó Michel.

—Todo esto es perfecto. ¡Sois maravillosos! —les aseguró Louis.

Se sentaron en el salón sobre unos viejos y destartalados sillones. Habrá que comprar mobiliario, pensó Louis. ¡Más gastos!

—Entonces, ¿pensáis que es peligroso que vaya a París? —preguntó al cabo de un instante.

—Desde luego; además, ¿adónde iríais? Vuestra vivienda y la de vuestro padre están vigiladas, así como la del señor de Tilly, el palacio de Rambouillet y las viviendas de todos vuestros amigos. Gaufredi nos lo dijo. El Louvre y el Palacio del Cardenal están llenos de espías que os impedirán ir allí. Quedaos aquí durante un tiempo, Beaufort y la Chevreuse no tendrán siempre la sartén por el mango. Dentro de unas semanas se habrán olvidado de vos.

—Por desgracia, eso no es cierto, incluso estoy seguro de lo contrario. ¡No! Debo informar sin falta a Gaston o al cardenal de lo que sé, y debo hacerlo por el delfín —perdón, por el joven rey.

¿El delfín? Louis dejó de hablar durante un momento, pensando en la asociación de ideas que acababa de hacer. Prosiguió:

—¡Escuchadme! —se dirigió a Margot—. ¿Todavía tenéis la casa de la calle Dauphine?

—Sí, voy a venderla, pero está desocupada —respondió algo sorprendida por la pregunta.

—¿Podríais darme la llave? Nadie la estará vigilando. Me instalaré allí, me disfrazaré durante un tiempo y me apuesto lo que sea a que algún día encontraré a Gaston cuando circule por París.

—Es demasiado arriesgado —dudó Hardoin—, es posible que también vigilen esa casa.

Louis miraba a Margot esperando su respuesta. La joven hizo una mueca de desaprobación, pero aceptó.

—De acuerdo, os daré la llave, pero cuidaos… ¡Dios mío! ¡Si os pasase algo! Os prepararé ropa de campesino. Michel os llevará a la entrada de la ciudad. Luego, a pie, llamaréis menos la atención. Deberíais afeitaros la barba y el bigote, tal vez cortaros el pelo…

—Tenéis razón. Dadme unas tijeras y peines…

Una hora más tarde, Louis no parecía ni un burgués ni un gentilhombre. Rasurado y con el pelo corto, su rostro podría ser el de cualquiera. Vestido con un blusón y zuecos, ¿quién lo reconocería?

Los tres cenaron en silencio. Cuando terminaron, Louis les deseó las buenas noches, pero antes de retirarse, advirtió la preocupación en sus rostros.

—¿Qué os pasa? ¿Hay alguna mala noticia que no me habéis dado?

—No…, es decir, sí —dudó Michel retorciéndose las manos—. Bien, los trabajos habrán terminado, como más tarde, la próxima primavera, y vos ya no nos necesitaréis… ¿Podríamos quedarnos aquí como criados…? Podríamos seros útiles…

Louis estaba estupefacto.

—¿Quedaros como criados? ¡Ni se os ocurra pensarlo! Os quedaréis aquí como intendente del castillo. Os necesito —aseguró.

—… Es que —dudó Michel—, sé calcular y diseñar una obra de carpintería, sé cortar y construir un tejado, pero no sé leer. Margot me enseña, pero es muy difícil para mí. ¡Por qué hay tantas letras! ¡Las confundo todas! Ay, no podéis tener un intendente analfabeto…

Louis pareció reflexionar un segundo en el problema.

—Tenéis razón —reconoció finalmente—. ¡De acuerdo! No seréis intendente. ¡Será Margot! Siempre quise tener una intendente.

El rostro poco agraciado de la hija de Belleville se iluminó. Se puso a llorar suavemente ante tanta felicidad.

Michel la tomó en sus brazos para compartir con ella ese momento y Louis se alejó.

* * *

Se fue al día siguiente. Había pedido que el caballo de Enghien fuese cuidado especialmente en las cuadras de la casa y conservó bajo su blusa una de las armas que el oficial le había dado. Michel conducía un carro que debería volver por la noche con material para el aserradero. A lo largo del trayecto, Louis le hizo recomendaciones para que Mercy estuviese seguro. Hardoin lo dejó a la puerta de Saint-Antoine. Iba a ese barrio a comprar sierras. Louis se encaminó al Sena dando un paseo. Atravesó el río para dirigirse a la orilla izquierda, menos frecuentada.

Aquí estaba seguro de que nadie lo reconocería.