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Finales de mayo de 1643

La llegada de Luis XIV a París fue un éxito popular para el joven rey, una gran alegría para su madre, que concitaba ¡por fin! el amor de los franceses, pero sobre todo un absoluto triunfo para François de Beaufort, que había organizado y dirigido la parada.

¿Una parada? No, sobre todo un espectáculo, porque la entrada del rey en París debía ser la pieza preliminar del nuevo poder que iban a presentar a los parisinos: a partir de ahora sería el duque de Beaufort, tan seductor, tan joven, tan deslumbrante, quien dirigiría el país.

Condé y monseñor, envejecidos y fatigados, habían sido colocados en medio del cortejo como simples figurantes, o incluso peor, como caudillos esclavos de los pueblos vencidos que Roma presentaba durante sus triunfos. Los dos príncipes depuestos eran así exhibidos como los residuos de un tiempo pasado que ya no tenía razón de ser.

En las calles, la multitud era tal que la comitiva tardó varias horas en llegar al Louvre. El reinado del futuro rey comenzaba, pues, en medio de un fervor y un alborozo indecibles. Louis Dieudonné tenía cinco años y su hermano Anjou dos. Los parisinos los aclamaban, los ovacionaban, gritando a su paso: ¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Viva Beaufort!

La joven regente parecía en la gloria y nunca se la había visto tan feliz.

Sin embargo, interiormente la carcomía la inquietud porque sabía, como escribiría pertinentemente el cardenal de Retz, que «la adoraban más por sus desgracias que por sus virtudes».

Pero esto sólo era comedia. El lunes 18 de mayo debían comenzar las cosas serias.

A las cinco de la mañana comenzó la sesión solemne de las Cortes en la gran cámara del Palacio de Justicia de la Isla de la Ciudad, ante el Parlamento de París al completo.

Todos los príncipes, duques, pares, mariscales y oficiales estaban allí. ¿Todos? No. El cardenal Mazarino no estaba. Circulaba el rumor de que el siciliano estaba haciendo las maletas y que el retorno a Italia era inminente. En efecto, el ministro había hecho saber que tenía que volver a su país para visitar a su madre enferma y recibir de manos del Papa el capelo cardenalicio, que todavía no había ido a buscar a Roma.

Debemos recordar que el Parlamento no era una cámara de diputados electos; aunque se presentase frecuentemente como una emanación de los Estados Generales, era un conjunto de tribunales y de cámaras constituidas por magistrados propietarios de un cargo hereditario comprado con mucho dinero.

A pesar de ello, los parlamentarios se habían arrogado progresivamente el derecho de registrar las decisiones reales. Mientras una decisión no estaba registrada —es decir, inscrita en un registro especial— por todos los parlamentarios provinciales, no era válida y no tenía autoridad. El rey conservaba, sin embargo, la prerrogativa de hacer caso omiso del mal humor de los parlamentos; entonces debía desplazarse al Parlamento de París y dar paso a la sesión solemne de las Cortes instalándose en su trono.

Tras la sesión, la decisión del rey tenía poder ejecutorio.

Los parlamentarios se habían arrogado otro derecho en el transcurso de los años: el de hacer amonestaciones al rey. Pero se habían hecho tan frecuentes, que dos años antes Luis XIII se había desplazado al Parlamento para prohibirlas definitivamente.

La sesión solemne de ese lunes 18 de mayo de 1643 debía reunir todas las instituciones parlamentarias. Primero, las ocho cámaras judiciales: la Gran Cámara, las dos salas del Tribunal Supremo y las cinco cámaras de información. A continuación, el Gran Consejo, el Tribunal de Cuentas y el Tribunal de Impuestos.

A las nueve, el joven rey hizo su entrada en la gran sala con su madre. Todos los magistrados presentes lucían sus más suntuosos atavíos, es decir, vestidos escarlata con capas de armiño. Los guardias llevaban sus magníficos uniformes y la nobleza de la corte lucía los trajes más caros y de moda.

El joven rey —recordemos que tenía cinco años—, vestido de violeta y con un cetro muy pesado, se sentó en el trono para declarar orgullosamente:

—Señores, he venido para testimoniar mi aprecio al Parlamento. Mi canciller os dirá el resto…

Siguieron algunos discursos introductorios. A continuación, Gaston de Orleáns tomó la palabra y pidió plenos poderes para la regente, contrariamente al testamento de Luis XIII.

Tras éste, Omer Talon, presidente del Parlamento, y luego el canciller Séguier, explicaron doctamente que el rey anterior se había equivocado en sus últimas voluntades. ¡Qué irónica revancha para la reina ver al canciller Séguier explicar que Ana de Austria era la encarnación de la virtud mientras que unos años antes, por orden de Luis XIII, le había registrado el pecho en busca de un correo sedicioso!

Convencido o vencido, el Parlamento unánimemente anuló sin ningún escrúpulo la declaración real que había registrado tres semanas antes.

La reina se convertía en regente de Francia con todas las prerrogativas reales.

El Parlamento, sin embargo, estaba dividido en un último punto: unos querían condenar el reinado anterior y pedían a la reina que gobernase con nuevos ministros, y otros preferían que actuase con total libertad.

Rehusando el debate, la reina se retiró sin pronunciar palabra.

Esa misma tarde Ana de Austria convocaba un Consejo al que Mazarino no asistió. El italiano le hizo saber que no podía asistir al Consejo porque ya no era ministro.

El miércoles 20, contra todo pronóstico, Ana de Austria nombraba a Julio Mazarino primer ministro de Francia y presidente del Consejo de Regencia.

* * *

Fue un golpe fatal para muchos y causa de alarma para el duque de Beaufort. De modo que el pequeño siciliano, de quien todo el mundo decía que se marchaba a Italia, se imponía y llegaba a la cima. ¡La criatura de Richelieu se convertía en el nuevo amo de Francia! ¿Cómo lo había hecho?

En realidad, lo que nadie sabía era que Mazarino, extraordinario director de teatro, lo había preparado todo de antemano. Había sido él quien había incitado al abogado general Omer Talon y al canciller Séguier a pedir la anulación de la declaración del difunto rey. Asimismo, había sido él quien había incorporado a monseñor y al príncipe Condé a la causa de la reina. También había conseguido el apoyo de los influyentes eclesiásticos cercanos a la reina, como Vincent de Paul, haciéndole comprender lo importante que era para Roma que fuese uno de sus miembros, italiano y cardenal, por tanto cercano al Papa, quien dirigiese a la hija predilecta de la Iglesia. Sólo Beaufort había sido preterido, olvidado, y ahora se quedaba aislado.

Ese mismo día se produjo un segundo acontecimiento notable. Un jinete entró en París dejando un reguero de polvo a su paso y cruzó la ciudad gritando a lo largo del camino, primero hacia el palacio de Condé, y luego hacia el Louvre:

—… ¡Hemos ganado la batalla! ¡Hemos derrotado a los españoles!

Era el fiel La Moussaie.

Llevaba a la reina unas palabras de parte de Enghien contándole el victorioso combate.

¡Decididamente, para los parisinos y para la Corte, las cosas habían ido demasiado deprisa! Después de haber sido apartados del poder, Mazarino y la familia Condé tenían de nuevo todas las bazas, mientras que François de Beaufort, el rey de París, estaba a punto de perderlo todo después de haber tocado el poder con sus manos.

Al día siguiente otros jinetes llegaron a su vez, portadores de varios escritos en los que se contaban los detalles de la batalla. Enghien no hablaba de sí mismo. Habían sido, escribía, Jean de Gassion y Sirot los verdaderos vencedores. Y para ellos pedía las recompensas. En una carta personal —y poco conocida— a Mazarino también habló cariñosamente de Louis Fronsac, el extraño y prodigioso notario.

El palacete de Condé se convirtió en el nuevo centro de la capital. Beaufort y la Montbauzon fueron el objeto de todos los sarcasmos y las más groseras bromas. Esa semana se celebró un gran Te Deum para agradecer al Señor el haber salvado a Francia en detrimento de Su Catolicísima Majestad española. Todos los cañones de la ciudad atronaron, «sirviendo de fondo a la música del Te Deum». Por todas partes hubo fogatas, danzas y bailes. Centenares de estandartes, cornetas y banderas tomadas al enemigo cubrieron las paredes de Notre-Dame, sin dejar una sola piedra a la vista. Jamás una victoria fue tan festejada y el duque de Enghien fue a su vez adulado por el pueblo de París, que ya había olvidado a su antiguo ídolo Beaufort.

«Como César, el príncipe ha nacido capitán», escribía Retz entusiasmado.

Mazarino estaba todavía más satisfecho que los demás de la victoria de Rocroy. Recordaba a todos que había sido él quien había aconsejado al rey que eligiese al joven príncipe como capitán de nuestros ejércitos. Explicaba modestamente que siempre había visto en Louis de Borbón un gran genio militar.

Sin embargo, en su fuero interno estaba preocupado por esta nueva popularidad. No quería de ningún modo que el joven héroe entrase en París, donde podría eclipsarlo. Pero Enghien, embriagado por su éxito, ni siquiera lo pensaba, deseando proseguir la guerra para correr de victoria en victoria. El ministro le propuso hostigar a los españoles hasta Thionville, esperando así desembarazarse de él.

* * *

Entre todo este alborozo, Beaufort, el hijo mayor del duque de Vendôme, estaba ingenuamente convencido de que todavía era el amo, puesto que disponía de la guardia real y era el ídolo del pueblo. Así que despreció con soberbia a Mazarino y siguió conduciéndose como el primer personaje del reino.

Unos días después de la victoria de Rocroy, cuando la reina estaba tomando su baño, Beaufort se anunció y entró a la fuerza en la cámara real donde la regente estaba desnuda. Ana de Austria lo echó sin contemplaciones. Beaufort sufrió tal humillación que todos en la Corte se burlaron del rey de París.

Poco a poco, como bajo una influencia maléfica, las burlas hacia el joven duque se fueron haciendo más malvadas, más hirientes y más crueles.

Sin embargo, Beaufort no estaba solo y no era estúpido. Había reunido a su alrededor a todos los que se oponían a Richelieu y ahora a Mazarino. En primer lugar, los antiguos compañeros del conde de Soissons y de Gaston de Orleáns, como Fontrailles, Montrésor o el duque de Bouillon, así como los parlamentarios que no habían aceptado la supresión del derecho de amonestación, cuyo jefe de filas era Barillon.

El duque de Beaufort había conseguido, muy hábilmente, conservar cerca de él a personas cercanas o antiguos partidarios de Richelieu, apartados del poder por Mazarino, como Du Noyers, que acababa —recordémoslo— de ser excluido por el cardenal. Du Noyers, el Jesuita Galocha, concitaba en torno a él a todos los devotos y ultramontanos favorables a España, como el obispo de Beauvais.

En el entorno de Beaufort estaba el señor de Châteauneuf, el exministro de Justicia que había condenado a Montmorency y que se hallaba dispuesto a todo para volver a ocupar un lugar en la cama de Marie de Chevreuse.

Aparte de eso, y lo que era más peligroso para el poder, Beaufort dirigía la mayoría de los regimientos de guardias, bien directamente, bien por mediación de sus fieles oficiales, como La Chatre, Campion o Beaupuis.

Mas para vencer definitivamente a los Condé, el heredero de los Vendôme necesitaba aliados capaces de influir sobre la reina. El marqués de Fontrailles le aconsejó entrar en contacto con la señora de Chevreuse, la nuera de su amante, la gorda Montbazon.

Beaufort aprobó la idea y sus allegados asediaron a la regente solicitando el regreso de Marie de Chevreuse, la diablesa.

La duquesa de Chevreuse no es que hubiese permanecido inactiva, precisamente. ¡En Bruselas ya negociaba en nombre de Francia con España! Un proyecto de tratado veía así la luz según el cual nuestro país devolvería sus conquistas a cambio de una parte de Alemania, al mismo tiempo que se negociaba la apertura del congreso de Munster, que unos años más tarde daría lugar al tratado de Westfalia.

Si Marie de Chevreuse procedía así, es porque estaba convencida de actuar en nombre de la reina, no en vano había sido su mejor amiga. Y también porque Ana de Austria era la hermana del rey de España.

Lo que no sabía Marie de Chevreuse era que la regente ya no era española, sino la madre del rey de Francia. Y con ese título había olvidado todo su pasado. Lo único que contaba ahora para ella era dejarle a su hijo el más poderoso reino de Europa.

* * *

En esta coyuntura, Louis y Gaston volvieron a París el domingo 24 de mayo, cada uno con un ánimo muy diferente.

Para Gaston se había resuelto otro asunto criminal. Fontrailles había probado su veneno con Daquin; Babin du Fontenay había sospechado de un crimen, el marqués lo había asesinado con el fusil de aire y luego había conseguido envenenar al rey. A continuación, había intentado hacer desaparecer a los que se acercaban a la verdad.

Para Louis subsistían demasiadas zonas de sombra. ¿Por qué lo habían llevado a Rocroy? Era incomprensible que Fontrailles hubiese malgastado tantos medios y energía para matarlo allí. La venganza no era suficiente explicación en un hombre tan calculador. En cuanto a las aclaraciones que Fontrailles había pretendido darle, eran demasiado equívocas. Las razones profundas de la muerte de Babin du Fontenay no le parecían aclaradas porque, si Babin hubiese proseguido su investigación, ¿qué habría podido probar? ¿Un envenenamiento? El asunto habría sido clasificado tras la desaparición de Picard. Finalmente, la actitud de Anne Daquin hacia él daba qué pensar. ¿Por qué quería seducirlo? ¿Sabía la joven que lo enviaba a una trampa? Louis estaba convencido de ello, como también estaba convencido de que Anne conocía al marqués de Fontrailles. ¿Pero había sido manipulada por el jorobado y desconocía el papel que le habían hecho interpretar o, por el contrario, era cómplice de todos los crímenes cometidos?

Todas estas preguntas se las había hecho a Gaston, que les había quitado importancia.

Una noche, el joven notario volvió una vez más sobre el asunto.

—¿Te acuerdas de las anamorfosis del padre Niceron?

—Sí —respondió Gaston enarcando una ceja.

—¿No tendremos una ante nuestros ojos?

—¿Qué quieres decir?

—Que desde cierto ángulo puedes efectivamente explicar todos los acontecimientos que se produjeron. Pero ¿y si no es el ángulo correcto? Estoy convencido de que hay otra percepción posible, lo he notado en lo que me dijo Fontrailles y todavía más en las alusiones que hizo. Estoy convencido de que es esa otra dimensión, esa otra explicación la que debemos descubrir.

—¡Estás soñando! —se burló Gaston con despreocupación—, fíate de mi experiencia de policía, los asesinos nunca son tan complicados. Hay muy pocos motivos para el crimen, todos perfectamente claros: el dinero, el odio y las pasiones. Fontrailles no es tan diferente de los demás criminales. Mira las cosas por el lado bueno: hemos vuelto vivos de una terrible batalla y con un copioso botín.

La discusión era inútil y Louis se quedó solo con sus elucubraciones. Sabía que había otros motivos aparte del dinero y las pasiones. Para hombres como Fontrailles, había otra razón para actuar, una fuerza más poderosa que todas: ¡el deseo de cambiar el mundo!

Una vez llegados a París, se separaron con algo de frialdad. Gaston volvió a su trabajo —después de repartirse el botín— y Louis escribió un detallado relato a Mazarino. En dicho informe se dedicó sobre todo a expresar sus dudas, sus preguntas, sus especulaciones y sus temores.

Cuando recibió el documento, el ministro lo convocó —era martes 26 de mayo— y la entrevista tuvo lugar en presencia de Le Tellier, el nuevo ministro de la Guerra.

Mazarino había envejecido de repente, pensó Louis al verlo de nuevo. Ahora mostraba un aspecto austero, casi gruñón. Su tez era gris, las arrugas surcaban su frente y la fatiga se dibujaba tanto en su rostro como en sus expresiones. Le Tellier, por el contrario, seguía estando sonriente y amable.

Louis habló poco, pues ya lo había puesto todo por escrito. El ministro tenía la carta en la mano. Su mirada iba a veces del pliego a Fronsac para declarar finalmente con autoridad:

—Comparto vuestras dudas, caballero, y añado mi inquietud. Además, no sabemos cómo ha actuado Fontrailles. Hay un asesino en libertad que puede volver a actuar en cualquier momento. Y no tengo ni una sola prueba contra D’Astarac. Si vuelve a la Corte, me será posible arrestarlo con vuestro testimonio, pero no estoy seguro de tener autoridad para mantenerlo en prisión. Está muy protegido por sus amigos. La reina jamás consentirá separarse del príncipe de Marcillac, sobre todo al comienzo de su reinado, parecería una venganza póstuma de Richelieu. Necesito pruebas. ¡Encontradlas, Fronsac! ¡Traedlas! ¡Sólo vos podéis!

Recalcó sus últimas palabras.

Cuando hubo terminado, Le Tellier tomó la palabra con su voz lenta, grave y circunspecta.

—Nos habéis escrito que Fontrailles os había dicho exactamente: «¿Hábil? Mucho más, caballero…» a propósito del Catador. Esta frase me intriga mucho, ¿qué quería decir en vuestra opinión?

Louis movió la cabeza y respondió con amargura:

—He dado vueltas y más vueltas a esas palabras en mi cabeza. Y debo confesaros que no he llegado a ninguna conclusión…

—Continuad, pues —replicó secamente Mazarino—. Sólo vos podéis conseguirlo.

Louis se inclinó.

Al cardenal le gustaba halagar a aquellos que podían serle útiles. Unos días más tarde, envió al estudio de Fronsac la recompensa que Enghien había pedido para Louis: cinco mil libras.

Había un bono de trescientas libras para Gaufredi y Louis supo por Gaston que él había recibido otro tanto. Con estos regalos el ministro les recordaba que seguían a sus órdenes.

¡Encontradlos!, había ordenado. Pero ¿cómo? Louis decidió probar suerte en la calle de los Petits-Champs sabiendo que se arriesgaba a fracasar, pero también secretamente porque deseaba volver a ver a la guapa viuda.

Anne Daquin aceptó recibirlo, no sin antes hacerlo esperar un buen rato. Una doncella lo condujo al salón y le explicó que su ama estaba acabando de arreglarse.

Finalmente, lo recibió en su habitación. Llevaba un turbador vestido de casa muy escotado y sus cabellos rojos se esparcían sobre los hombros. Sentado cerca de ella, en un canapé, Louis le contó su aventura en Rocroy, describiendo el papel de Fontrailles pero callando todo lo que podía concernir a la muerte del rey.

—¿Quién estaba enterado de que buscabais a Picard? —le preguntó finalmente—. Me tendieron una trampa, de modo que alguien debía de estar informado de mi visita a vuestra casa y estar seguro de que me entregaríais la extraña carta.

Louis se comportaba como si jamás hubiese dudado de ella. Anne Daquin permaneció pensativa largo rato, los ojos en el vacío y las manos juntas. La fragancia de su perfume embriagaba poco a poco a Louis.

—Es difícil saberlo —suspiró la joven finalmente—. Muchos en el barrio me han oído preguntar sobre Picard; mi hermano ha hecho lo mismo por todas partes y no hemos ocultado vuestra visita; además, no teníamos ningún motivo para hacerlo. Cualquiera se ha podido enterar…

—Evidentemente…

La explicación de la bella viuda era razonable, así que intentó otra cosa:

—¿Habéis oído hablar del Catador?

Anne enrojeció ligeramente:

—¡Desde luego! Como todo el mundo en este barrio… ha desfigurado a más de una desdichada, aquí…

—Y ha matado a tres —le reveló Louis observándola.

—No lo sabía.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas en un susurro. Louis incluso adivinó otra cosa. ¿Miedo, tal vez? Pero no era extraño. El Catador inspiraba tal terror con su guantelete de acero que desgarraba las gargantas… Louis añadió, embarazado, para tratar de salir de la trampa en la que se sentía caer:

—¿Sabíais que el Catador era una invención del marqués de Fontrailles? De este modo buscaba desviar la atención de la policía del asesinato de vuestro esposo. Tal vez perseguía así otro objetivo que desconozco. Ahora sé que conocía al Catador y que fue él quien lo hizo venir a París. Y tal vez lo haya incitado a matar y desfigurar a esas jóvenes. El Catador era su criatura y sus crímenes están ligados indiscutiblemente a la muerte de vuestro esposo.

Esta vez el rostro de Anne Daquin palideció intensamente y la joven pareció petrificada.

—No lo sabía —repitió en un murmullo.

Pero su voz temblaba de emoción.

Entonces la joven viuda le tomó la mano y se la apretó con fuerza. Pero su mano estaba glacial y el encanto no surtió efecto. Al cabo de un instante, Louis se liberó y se levantó. No conseguiría nada más y, sin embargo, tenía la fugaz impresión de haberse aproximado a algo importante. ¿Pero para quién? ¿Para él? ¿O para la seductora Anne Daquin?

Dejó la casa casi huyendo.

* * *

Los días siguientes los dedicó a sus búsquedas en las notarías parisinas. Poco a poco, se hizo la luz; al descubrir ciertos documentos, empezó a comprender. ¡Pero todavía le faltaban tantas informaciones!

Al cabo de unos días se confió a Julie, a la que tenía al corriente de sus búsquedas y que cada día estaba más seria y huraña con él.

—¿Crees que Pisany podría ayudarme? —le sugirió—. Picard pudo haberle hecho confidencias en el ejército. Ahora que hemos vencido, tu primo no debería tardar en volver… ¿Tienes noticias de él?

—No puedes contar con él —replicó la joven exhalando un suspiro.

—¿Por qué?

—La marquesa me ha dicho esta mañana que Mazarino ha dado orden a Enghien de seguir a los españoles y dirigirse hacia Thionville. La guerra durará todo el verano, y todavía más.

Louis hizo una mueca. Las cosas no iban bien, y Julie tenía una expresión preocupada. Al final Louis manifestó su irritación.

—¿Por qué estás disgustada? —le preguntó—. ¿Tienes algo que reprocharme?

Su expresión cambió entonces completamente y lo miró, con el rostro lleno de temor.

—Porque parece que no te has dado cuenta del objetivo que persigues…

Louis se quedó estupefacto.

—¿Qué quieres decir?

—Me has dicho que tenías la impresión de que Fontrailles se sorprendió cuando le preguntaste sobre las razones de la muerte de Daquin. Luego él pensaba que tú sabías algo, a pesar de que lo ignorabas todo.

—¿Y qué?

—¿No te pareció raro que no la tomara contigo? Está en París, y sabe que estás vivo. No tendría ninguna dificultad en matarte si quisiera.

Louis no había pensado en ello. Julie prosiguió insistiendo en su explicación:

—Ahora sabe que no has comprendido nada y por eso no ha intentado matarte de nuevo. No te arriesgues más.

»Sólo Mazarino desea que continúes buscando la verdad, y te estás acercando. He aquí tu dilema: buscas la verdad y sólo te protege tu ignorancia. El día que lo sepas todo habrás firmado tu sentencia de muerte.

Se hizo el silencio entre ellos. La mente de Louis funcionaba a toda velocidad. Julie tenía razón; sin embargo, debía de haber un medio… Finalmente propuso:

—Pero si Mazarino conserva el poder, me protegerá.

—¿Pero Mazarino conservará el poder? —replicó la joven enigmáticamente.

A partir de ese día, Louis decidió ser más prudente. Sólo salía con Gaufredi de guardaespaldas y cubierto con una brigandina, es decir, un coselete ligero formado por placas de acero articuladas alrededor de una camisa de seda; era un regalo que le había hecho Pisany unos meses antes y que ya le había salvado la vida en otra ocasión.

A finales de mes, Louis y Julie fueron unos días a Mercy. Solos. Cuando regresaron a París, el 6 de junio, la marquesa de Rambouillet los esperaba cariacontecida. Antes de darles la bienvenida, les anunció con voz sorda, casi desesperada:

—¡Vuelve Marie de Chevreuse!