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Tarde del 8 y jornada del9 de diciembre de 1642
Pese a que el notariado no gozaba de mucha estima a mediados del siglo XVII, era, sin embargo, una actividad floreciente y sobre todo indispensable. El padre de Louis no sólo mantenía a su familia con desahogo, sino con opulencia. Su despacho había registrado cerca de mil setecientas actas en 1641. Actas habituales, como arrendamientos, contratos, testamentos o simples poderes; pero también las actas desacostumbradas como contratos de libreros, promesas de matrimonio, clases de baile o de buena vecindad.
El despacho de los Fronsac, una vieja pero sólida granja fortificada, pertenecía a la familia. Cuando había sido construida, tres siglos antes, se ubicaba en medio de los jardines del Temple. Después, la ciudad había crecido y, ahora, el edificio constituía una parte del lado norte de la calle de los Quatre-Fils.
En la fachada, un sólido y poco atractivo muro cercado cerraba completamente el patio interior de la vivienda. Un porche, con una pesada puerta de roble claveteado, defendía el único acceso. En una época en la que cada noche las casas eran atacadas y saqueadas por una u otra banda de truhanes de la capital, esta protección era tanto más necesaria cuanto que los notarios debían conservar no sólo las actas que redactaban, sino también las copias de sus colegas, así como títulos, contratos e incluso valores que se les confiaban.
Ni que decir tiene que semejantes documentos a veces podían ser valiosísimos para las partes en proceso.
El coche de Gaston entró en el patio del edificio por la puerta cochera, todavía abierta a aquella hora de la noche, para detenerse ante el cuerpo principal de la vivienda.
Enseguida Guillaume Bouvier se precipitó a abrir la puerta del vehículo. Había reconocido al pequeño, al chiquillo que se había convertido en caballero de San Luis y al que había enseñado a disparar.
Guillaume y su hermano Jacques eran a la vez guardas y palafreneros del despacho.
En realidad, los dos hermanos Bouvier no tenían demasiado trabajo. Ambos eran exsoldados que habían aceptado —no sin pena— renunciar al saqueo y a su vida de aventuras a cambio de un techo. Su tarea diaria consistía en limpiar el patio del estiércol y los excrementos de los caballos de los visitantes. Su labor, sin embargo, era defender la casa y a sus habitantes en caso de agresión. Y se podía contar con ellos, porque, a pesar de la edad, eran unos temibles mercenarios, violentos y sin piedad en caso de batalla.
Juntos formaban una especie de viejos Cástor y Pólux, de lo mucho que se parecían. Para distinguirlos, Pierre Fronsac acabó por ordenar a Guillaume que llevase barba y a Jacques un enorme mostacho.
Louis saltó a tierra y abrazó al viejo soldado barbudo.
—¿Todavía fuera con este frío, Guillaume?
—Es necesario, caballero, cuando llega un coche tengo que ir a ver… nunca se sabe…
Louis vio la pistola de rueda en la cintura y el machete en una de sus botas. En ese momento Gaston se reunió con ellos, frotando las manos para entrar en calor.
—Cenamos aquí esta noche —advirtió Louis—. Voy a avisar a la señora Mallet.
Antoine Mallet era el portero titular del despacho y su mujer la cocinera de la casa.
Louis se alejó mientras Gaston cambiaba unas palabras con Guillaume sobre la situación militar en el norte de Francia —un tema inagotable para los dos exsoldados, tras lo cual Gaston dejó a su cochero en compañía de Guillaume, que lo conduciría a las cocinas, y subió a saludar al señor Fronsac en el primer piso de la casa.
El piso estaba constituido por cuatro amplias piezas contiguas: un oscuro comedor, una biblioteca en penumbra, una sala crepuscular donde trabajaban los amanuenses del despacho, bajo la dirección del primer pasante Jean Bailleul, y por último un lúgubre gabinete, el despacho del señor Fronsac. Las piezas estaban también comunicadas por escaleras de caracol.
Cuando Louis entró en el gabinete de su padre, después de haber dejado a la señora Mallet, Gaston ya estaba allí, manteniendo una animada conversación con el señor Fronsac, con Philippe Boutier —procurador del rey y padrino de Louis— y con Jean Bailleul.
Como de costumbre, la sala de trabajo estaba sumida en la oscuridad. En realidad, esto sucedía en toda la casa del notario, cuyas ventanas eran escasas, minúsculas y enrejadas.
Sobre un cofre había un candelabro de tres brazos encendido. El fuego de la chimenea producía también unos inciertos resplandores, así como dos lámparas de aceite de naveta posadas en una consola maciza de nogal. Sin embargo, toda esta iluminación producía más olor que claridad.
El padre de Louis, vestido con un largo jubón de terciopelo negro, estaba sentado a su mesa y ostentaba su proverbial semblante severo que le permitía enmascarar sus miedos y sus dudas. Alto y delgado, era el polo opuesto del procurador Boutier, ayudante principal del canciller Séguier, un hombrecillo regordete y casi calvo, vestido también con un simple traje negro de cuello vuelto, como era obligatorio para los juristas, pero alegrado por unas coquetas bocamangas de seda roja, así como unos lacayos, también rojos.
Louis iba a participar en la conversación cuando su madre entró a su vez en la biblioteca. La señora Fronsac, con un vestido negro de largos pliegues rectos y corpiño de encaje, los llamaba para ir a la mesa.
La cena fue servida en el gran comedor, una pieza lúgubre y glacial, pobremente iluminada por candelabros de plata y amueblada principalmente por una larga mesa y un espacioso aparador con celosía donde la señora Fronsac guardaba sus vasos, sus aguamaniles y sus platos de estaño.
En las paredes de piedra, las colgaduras de tapicería y algunos hermosos espejos intentaban sin éxito ornamentar el lugar, así como una hermosa chimenea de artesonado donde ardía un fuego que apenas calentaba a los invitados. La mesa de nogal, rectangular, había sido cubierta con un elegante mantel adamascado y la señora Mallet había dispuesto las más ricas piezas de orfebrería de la casa: candelabros, saleros, vinagreras y frascos de vino, así como la vajilla de loza.
Nicolas Bouvier, el hijo de Jacques, habitualmente cochero de Louis, representaba a la perfección el papel de sumiller llenando los vasos, situados a la derecha del plato, con vino de Borgoña.
Después de su sobrino, Guillaume Bouvier entró solemnemente en la pieza para colocar en medio de la mesa dos soperas, una con sopa de calabacín y otra de cebolla. A continuación depositó sucesivamente varias carnes, asadas o guisadas, cada una de ellas presentada con una salsa de distinto color.
En cada ocasión, Boutier examinaba los platos con codicia y Gaston con glotonería. La señora Mallet se había superado preparando orejas de jabalí, riñones, manitas de cerdo, así como gallina trufada. Todos los platos iban acompañados con alubias y lentejas humeantes.
Una vez servidos, los invitados se pusieron a comer enseguida, utilizando los dedos y más raramente la cuchara. Mojaban pan en la sopa y las salsas. Únicamente el señor y la señora Fronsac utilizaban los cubiertos italianos. Durante un momento sólo se oyó el ruido de las mandíbulas.
Una vez saciados, el notario, el procurador, el comisario y el pasante reanudaron la discusión interrumpida en la biblioteca: el único tema era la muerte de Richelieu.
Mientras hablaban, Louis meditaba. Se acordaba de la última vez que se había encontrado con el procurador Bouvier. Había sido unas semanas antes; en ese momento, la mano de hierro del cardenal oprimía todavía Francia.
Y ahora que el Gran Sátrapa llevaba muerto varios días, el temor que el hombre de rojo suscitaba era todavía muy fuerte, como si el fantasma de Armand du Plessis gobernase aún el país.
Tardaremos mucho en olvidarlo, pensaba amargamente Louis.
Huelga decir que los invitados ignoraban que, paulatinamente, la reputación del verdugo Richelieu se disiparía para dar paso a la del fundador de la Francia moderna. Pero hasta ese día sólo el miedo y el odio subsistían en los corazones.
—… ¡Y el rey se rió!
Mientras Louis estaba sumido en sus pensamientos, meditando no sólo en el triste final de Armand du Plessis, sino también en las cosas asombrosas que había descubierto en el convento de los mínimos, esta afirmación desconcertante «¡y el rey se rió!» lo sacó de repente de su ensimismamiento. Se volvió intrigado hacia su padrino.
—Disculpad, señor Boutier, no estaba atento, ¿decíais que el rey se reía al dejar la cabecera del cardenal? ¿He oído bien?
Boutier sonrió indulgente ante la distracción de su ahijado.
—¡Exactamente! Vos sabéis, Louis, que las relaciones entre los dos hombres se habían vuelto tirantes hasta la ruptura, y si Richelieu no hubiese muerto por causas naturales, muchos creen que nuestro rey se habría encargado de…
¡Terrible frase, tan cierta como cruda!
No obstante, un mes antes Boutier no habría osado hacer tal comentario y el señor Fronsac jamás habría consentido que lo hiciese. Pero el Gran Sátrapa ya no estaba y la libertad había vuelto por sus fueros. Boutier continuó muy serio:
—Sin embargo, las relaciones que los unían eran tales que el rey debía de ir a visitar a su ministro enfermo. Lo hizo dos veces. Al salir de la segunda visita, mientras el moribundo le había dado sus últimos consejos para reinar sin él, Su Majestad pareció particularmente alegre, lo que sucedía pocas veces. Luis el Justo incluso se echó a reír y se dedicó a bromear con los que estaban con él. ¡Y el cardenal, agonizante, lo oyó!
—Habrá que pensar que en adelante todo va a cambiar en el gobierno del país —se alarmó el señor Fronsac enarcando las cejas.
Como todos, el notario había odiado a Richelieu cuando gobernaba el país. Los impuestos agobiantes y una represión sangrienta hacia los que se negaban a pagarlos no podían suscitar amor por el Gran Sátrapa. Pero ahora era el futuro lo que le preocupaba porque lo desconocido es todavía más temible.
—No creo —opinó el procurador con una ligera vacilación que no escapó a Louis—. El rey parece satisfecho por gobernar de nuevo. Está contento de haberse deshecho de su ministro, aunque parece decidido a proseguir con la misma política.
»Ha hecho saber a todos que no cambiaría ninguna máxima y que actuaría con más rigor todavía que en vida del cardenal.
—¿Pero quién será el nuevo primer ministro? —preguntó Gaston con la boca llena—. Vos debéis de saber algo…
El comisario pocas veces tenía la oportunidad de tomar una comida tan suculenta y se estaba atiborrando, limpiándose sin moderación los dedos en su jubón lleno de lamparones.
Boutier dejó su cuchillo y unió las yemas de los dedos, como queriendo recalcar la importancia de lo que iba a anunciar.
—De momento, Su Majestad no da la impresión de querer un primer ministro. Ha conservado el Consejo establecido por Richelieu, con Séguier en Justicia y Noyers como ministro de la Guerra, Claude Bouthillier en Finanzas y su hijo Chavigny en Asuntos Exteriores. «Quiero tener los mismos ministros», dijo. Sin embargo, y cosa sorprendente, ha hecho saber que el «cardenal Mazarino es el primero en estar al corriente de los proyectos y las máximas de Richelieu, y he querido unirlo a mi Consejo».
»Así que, desde ayer, el italiano forma parte del ministerio.
¡Extraordinaria noticia! Así pues, un extranjero, un italiano —o lo que es peor: un siciliano, ¡el hijo de una criada!— se convertía en miembro del Consejo real, apoyado esta vez, no por un Richelieu todopoderoso, sino por el propio rey.
En cuanto a los otros miembros del ministerio, eran todos viejos conocidos: Séguier era ministro de justicia desde el encarcelamiento de Châteauneuf, Sullet du Noyers formaba parte de los devotos cercanos al Oratorio y a los ultramontanos; y los Bouthillier eran viejos fieles que se lo debían todo a Richelieu. La presencia de Bouthillier, padre e hijo, era, en efecto, una señal de que el rey pensaba continuar la política del cardenal. La suerte había llegado a esta familia a través del abuelo Denis, un abogado que había ayudado a la madre del cardenal cuando estaba en la miseria. Una vez en el poder, Armand du Plessis había elegido a su hijo Claude para ser superintendente de Finanzas. Más tarde, el nieto, Léon, había sido nombrado conde de Chavigny, convirtiéndose en secretario de Estado. Las malas lenguas decían que en realidad era un hijo natural de Richelieu y de la señora Bouthillier, porque a pesar del hábito el cardenal había sido un gran mujeriego.
Pero Léon, conde de Chavigny, también era un viejo amigo de Mazarino, que lo había alojado cuando el italiano había llegado a Francia sin dinero, sin conocidos y sin apoyo.
—¿Y qué dice Monseñor, el hermano del rey, de este ministerio? —preguntó Louis inquieto.
—Donde está no puede hacer daño —se rió Boutier con el vaso de vino en una mano, mientras que con la otra cogía unos buñuelos ofrecidos por la señora Mallet—. Hace cuatro días Su Majestad ordenó al Parlamento que registrase una declaración contra el duque de Orleáns, incapacitándolo para cualquier función administrativa o incluso para ejercer la regencia. Además, el rey ha hecho saber a su hermano su deseo de que se instale en Blois definitivamente. Se le ha prohibido volver a la Corte. Luis no ha olvidado la conspiración de Cinq-Mars y, rencoroso como es, no ha perdonado a su hermano.
Todo el mundo sabía en Francia que Monseñor, el duque de Orleáns, el hermano del rey, había participado en la mayoría de las conspiraciones contra el cardenal, y en consecuencia contra su hermano, generalmente con el apoyo de su cuñada Ana de Austria. En su descargo, conviene precisar que las había denunciado y traicionado todas.
—¿Y Condé? ¿Y el resto de los Grandes? —preguntó Fronsac padre, saboreando un crujiente macaroni.
—De momento, las fieras esperan al acecho. El nuevo Consejo no les preocupa. Ninguno de ellos pertenece a él y la situación está equilibrada. Se vigilan, se espían, esperan como predadores que son.
»Condé está sobre todo preocupado por la sucesión del cardenal, del que desea la mayor parte de los bienes, y los demás, los exiliados, los encarcelados, los desterrados, esperan su hora. ¿Cuál será su suerte? Nuestro rey tiene sus defectos, pero es justo y bueno, y ya se habla de una próxima liberación de los encarcelados, como el mariscal de Bassompierre, o del perdón para algunos, como el señor de Trevillé. Para los culpables, Vendôme, Beaufort y la duquesa de Chevreuse, creo que es demasiado pronto, pero a fe mía que todo llegará.
El tono del procurador era de decepción.
—¡Pero si todos los grandes son perdonados, volverá a haber complots! Richelieu sólo ha sido un blanco aparente. Era el rey el que estaba en el punto de mira —exclamó con vehemencia Louis, por el sesgo que tomaba la conversación.
Boutier movió lentamente la cabeza en señal de conformidad.
—Creo que el rey lo sabe. Ya os lo he dicho, Luis el Tartamudo[7] ha desaparecido, y es Luis el Justo quien ha tomado las riendas del gobierno. Será prudente, sin duda… o por lo menos, eso espero…
Pero en su expresión se adivinaba que no lo creía. Louis también dudaba y los acontecimientos futuros le darían la razón.
—No es menos cierto —prosiguió Boutier— que se empiezan a distinguir dos facciones en la Corte: de un lado, los antiguos adversarios del cardenal, sorprendidos, y satisfechos, de estar todos vivos. Son los que intentan aliarse para encontrar el papel que se les debe, por lo menos es lo que ellos piensan, en las instancias del Estado. Enfrente están los que por lealtad, interés, o generalmente por miedo, se quedaron del lado del rey y del cardenal. Éstos no quieren ser eliminados por los primeros, tienen el poder al alcance de la mano y, si lo consiguen, no querrán compartirlo con nadie.
—¿Y España? —preguntó el notario.
Era, en efecto, la gran preocupación de la burguesía, porque si Richelieu dejaba un país ampliado con Artois, el Rosellón y algunas ciudades del este, el ejército de la casa de Austria —el más fuerte de Europa— seguía estando presente, intacto, agazapado en el norte del país, en tierra flamenca. ¡Si la guerra vuelve a comenzar, habría a la fuerza nuevos impuestos! Si no, ¿cómo pagar a los soldados?
—¡España! Tenéis razón —le respondió el procurador, con una mueca de preocupación—. Es el gran temor y la gran pregunta. Los dos últimos años, los Habsburgo han tratado por medio de intrigas y complots colocar a los ultramontanos a la cabeza del Estado francés, pero por suerte siempre fracasaron y todas esas conspiraciones fueron ahogadas con sangre. Sólo le queda la guerra para imponer su voluntad.
—Y será fácil: el ejército de Flandes sólo tiene que caer sobre París, nada ni nadie lo detendrá —afirmó Gaston.
Se produjo un silencio opresivo. Si al estado desastroso del país se sumaba la guerra, los franceses iban a sufrir todavía más. Todos pensaban en ello y no tenían muchas ganas de conversar. A Boutier le pareció buena idea cambiar de tema para no estropear el final de una cena tan suculenta.
—Habladnos un poco de vos —dijo, dirigiéndose a Louis—. Me he enterado de que el rey os ha hecho llegar una carta de nobleza y un título de caballero. No se habla de otra cosa en el Louvre y todos se preguntan sobre las causas de este honor. Vuestro padre no ha querido darme las razones, ¿lo haréis vos?
—Me temo que no —replicó sombríamente Louis—. La contrapartida de este título debe ser mi silencio. Quizás un día, más adelante, la historia será publicada…
Boutier sonrió zalamero, como quien lo entiende todo. En realidad, conocía perfectamente la verdad.
—De acuerdo, pues, no esperaba otra respuesta de vos —aseguró—, pero de todos modos podríais hablarnos de la tierra de Mercy que habéis recibido con vuestro nuevo estado. ¿Vais a convertiros en un rico terrateniente?
—Por desgracia, no lo creo —gesticuló el joven caballero—. Acabo de enterarme hoy, y maese Bailleul os lo confirmará, de que el dominio de Mercy parece abandonado desde hace un siglo. Propiedad de la Corona, reportaba sin duda muy poco para ser mantenida, y las guerras de este siglo han acabado por arruinarla. Reconstruir las ruinas, cultivar las tierras abandonadas, restablecer los caminos y las calzadas, costará mucho más de lo que poseo e incluso más de lo que tenemos todos juntos.
—No desesperes, hijo —lo tranquilizó su madre dirigiéndole una cariñosa mirada—. Dios proveerá, y de todos modos, conviene que te hagas una idea por ti mismo. Debes ir allí…
—¡Desde luego! —encareció Fronsac padre, alzando el tono, armado de su cuchillo para pelar una fruta—. Ese regalo es un favor real que sabremos cómo emplear. ¡Qué diablos!, ¡los Fronsac no estamos en la miseria!
Louis se lo pensó un momento, pero no podía sino ceder, cosa que hizo de buen grado.
—De acuerdo, entonces propongo que vayamos allí cuanto antes, para que no se nos echen encima los grandes fríos de febrero, tan pronto el tiempo lo permita. Pero necesitaremos un vehículo más amplio que nuestro carruaje.
—No habrá problema con Saint-Fiacre —propuso Bailleul, el primer pasante, con su voz neutra—. No sólo tiene un servicio de coches en París, sino que también alquila vehículos grandes con cocheros por unos días.
—Qué buena idea —aprobó Louis—. Sin duda habrá que enviar un día antes a Nicolas y a Gaufredi con nuestro carruaje y el equipaje: deberemos llevar ropa de cama y vituallas. Habrá que acondicionar el castillo y calentarlo. Todo ello llevará algún tiempo…
—Propongo que organicemos esta locura después de la cena, en mi despacho —sugirió Pierre Fronsac, muy excitado con la idea del viaje a las tierras de su hijo—. ¿Gaston, querréis acompañarnos?
—Por desgracia, no; estoy metido en un asunto, digamos difícil, en el que Louis me acaba de ayudar generosamente y debo dedicarle todo mi tiempo. Lo lamento, podéis creerme.
Se quedó pensativo un instante, como si estuviese dándole vueltas a algo importante, luego prosiguió con tono de forzada indiferencia:
—¿Por qué no lleváis a Julie de Vivonne? Ir con vos le convendría más que a mí.
Todos aprobaron la idea ruidosamente.
—Decididamente, parece que lo tienes todo previsto —cedió Louis con un desconcierto algo fingido—. Estoy de acuerdo. Mañana iré a hablar de este viaje con Julie y con la marquesa de Rambouillet, su tutora. Avisaré también a los hermanos Bouvier para organizarlo todo.
* * *
El resto de la jornada lo ocuparon con los preparativos de la expedición. ¡Vaya si lo era! En esta época constituía una expedición trasladarse a unos cincuenta kilómetros al norte de París en pleno invierno. Semejante desplazamiento representaba una jornada de viaje, a menudo poco confortable, y no exenta de peligros. Convinieron también que Gaufredi, avezado en los asuntos de la guerra que había diezmado Alemania, los acompañaría a caballo con Guillaume Bouvier. Nicolas y su padre, Jacques, partirían la víspera para el avituallamiento; Antoine Mallet se quedaría para garantizar la seguridad del despacho, su sola presencia debería ser suficiente durante unos días.
Al día siguiente reinaba una alegre animación y en toda la casa se comentaba el próximo desplazamiento hacia el «castillo», como todos llamaban a la posesión de Louis. Algunos ya estaban convencidos de que serían criados allí, otros aseguraban que contratarían nuevos criados y gente para el servicio. Todos estaban seguros de los profundos cambios que se iban a producir, porque el ser humano sometido a una vida regular y sin sorpresas aspira naturalmente al cambio.
* * *
Aquel martes el frío reinaba todavía en París, un frío intensificado por el cierzo que se colaba por todas partes. Pese a ello, convinieron fijar la visita al castillo de Louis para el jueves siguiente. En esta estación más valía afrontar el hielo que la lluvia. Ese día, pues, lo dedicarían a los preparativos del viaje, y al día siguiente partirían Nicolas Bouvier y su padre, y al otro, la familia Fronsac. Jacques Bouvier propuso utilizar la carreta para el primer viaje en lugar de la carroza.
No cabe duda de que, había explicado, los conductores estarán instalados menos confortablemente, pero cabrían más objetos en un carretón tan grande.
Porque no sólo se trataba de llevar a Mercy con qué vivir durante dos días, sino también de dejar allí algunos muebles, colchones, tapicerías y ropa blanca de la que no se usaba, lo que permitiría facilitar las próximas visitas.
Las mujeres se ocuparon de escoger en el desván y en el granero los muebles arrinconados que todavía se podían utilizar, mientras que los hombres preparaban la carreta para que estuviese en condiciones de soportar el largo viaje; lo mismo hicieron con los dos caballos, a los que comprobaron las herraduras. Asimismo prepararon algunas armas.
Louis no tenía demasiado que hacer, salvo ir a visitar a la marquesa de Rambouillet a primera hora de la tarde. Pero la presencia probable del marqués de Fontrailles en París ocupaba todos sus pensamientos. ¿Por qué el asesinato de un comisario de policía? ¿Qué quería D’Astarac? Fronsac construía y trazaba hipótesis, que por falta de premisas serias se venían abajo cuando las sometía a la realidad. Sin embargo, tenía una certeza: cada vez que Louis d’Astarac había planeado una intriga, era contra la monarquía; algunos lo tenían por idólatra de la revuelta —incluso de la revolución— que dividía Inglaterra. A media voz, se susurraba a veces —¡terrible palabra!— ¡que era republicano!
Louis, que tenía una mente amplia, hubiera comprendido que el marqués fuese un republicano tal como lo describió Plutarco; pero, en su opinión, éste no era el caso: para Fontrailles todos los medios parecían buenos para derrocar a la monarquía, incluida la violencia y el asesinato. Y si ese hombre acababa de matar a un oficial de policía —un crimen terrible penado con un castigo espantoso—, era porque deseaba proteger una maquinación a punto de ser descubierta. ¿Contra quién? ¿Contra el rey?
Probablemente.
Y además no se debía ignorar la orden del Santo Oficio con la que Louis d’Astarac había amenazado al superior del convento. Si esa orden no era un farol, podría significar que Fontrailles era su jefe. Y entonces, ¿para quién trabajaba? ¿Para España?
Probablemente también.
Decididamente, no se podía guardar para sí estas informaciones. Louis decidió contar lo que sabía, desoyendo la recomendación de los monjes de los mínimos a los que había prometido discreción. Redactó, pues, una larga misiva a la atención de la única persona que sabía que le creería: Julio Mazarino.
* * *
A primera hora de la tarde, muy abrigado, salió en uno de los caballos del despacho hacia el palacio de Rambouillet. Después del frío glacial de los últimos días, y la famosa tormenta de granizo, el tiempo volvía a mostrarse clemente y los parisinos habían salido para dirigirse a sus ocupaciones o simplemente para callejear, como acostumbran, de modo que la circulación en las calles era complicada.
Los vendedores ambulantes habían vuelto a instalar sus puestos contra los mojones de los cruces. Los caballetes y los tenderetes invadían de nuevo la calzada, todavía limpia, porque el hielo, muy espeso, impedía que el barro negro y hediondo se instalase por todas partes. Louis se dirigió en primer lugar hacia el Louvre, donde sabía que podría hacer llegar fácilmente su mensaje a Mazarino.
Pasada la calle Saint-Avoye[8], tomó por la calle de la Cristalería, luego por la calle de los Lombardos, antes de penetrar en el dédalo de callejuelas que desembocaban en la calle Saint-Honoré.
Mientras el caballo de Louis se dirigía casi solo hacia el Louvre, Louis iba sumido en sus pensamientos sin apenas prestar atención a la animación que lo rodeaba. No respondió a los verduleros que querían venderle sus productos, e hizo caso omiso de los oficiales mayores de la Casa Real, de sayas y polaina, que lo miraban descaradamente, sin duda encontrándolo a su gusto. Tampoco miraba a las hermosas burguesas con capas multicolores ocultando, en parte, bajo cuellos de encaje, sus puntillas y sus corsés encargados de realzar sus pechos. No, Louis no hacía caso a todo este tumulto y actividad. Estaba sumido en sus melancólicos pensamientos. ¡Qué sencillas eran las cosas antes, cuando trabajaba de notario y su futuro sólo era la proyección inmediata de su pasado reciente! Ahora estaba comprometido, lo habían nombrado caballero y propietario. Creía que la combinación de los tres elementos de su nuevo estado sólo podía ser fatal para su felicidad. Es cierto que volvería a ver a Julie, y quizás pasaría dos o tres días enteros con ella, pero su placer y su alegría iban a quedar temperados por la mirada temerosa que ella dirigiría a los lugares adonde iba a conducirla. Era consciente de que si Julie había sido educada en la más absoluta pobreza, desde hacía unos años vivía, si no con una de las familias más ricas de Francia, sí con una de las que más pródigamente gastaba. Descubrir que el castillo en el que le proponía pasar el resto de su vida sólo era una ruina, que las tierras lindantes estaban en barbecho y rodeadas de tenebrosos bosques abandonados, sólo podía ser fatal para su amor.
Despacio atravesó la calle de Saint-Honoré hasta la calle de las Poulies, que quedaba a mano izquierda y cuya fachada principal estaba constituida por el palacete de Longeville. Las otras casas de la vía estaban todas ocupadas por la alta aristocracia.
Delante de la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois volvió a girar a la derecha en la calle del Pequeño Borbón, como se solía llamar equivocadamente a la calle del Louvre, donde estaba el palacio del mismo nombre. Esta calle —de hecho una callejuela— permitía acceder al pasaje del Louvre, que era la entrada principal al patio cuadrado del palacio. A lo largo de este pasaje discurría la verdadera calle del Louvre, llamada a veces calle de Austria, pero este camino era tan poco seguro, con numerosos recovecos en la fachada, que el rey había ordenado cortar por los lados. La travesía del Louvre conducía finalmente a un puente fijo con amplias y hediondas zanjas. En este lugar Concini había sido asesinado por orden del joven rey.
Desde este lado la fachada del palacio real estaba formada por cuerpos con lúgubres ventanas. A cada lado se levantaban dos vetustas torres llenas de grietas. Mirases a donde mirases, el lugar era sórdido, miserable y siniestro.
Louis pasó la puerta del puente fijo. En el patio un guarda poco atento aseguraba una vigilancia benévola. En la práctica, cualquiera vestido correctamente podía entrar en el palacio; nunca lo paraban. El joven, no deseando ir más lejos, se dirigió a un fogoso oficial del regimiento de guardias que acompañaba a un grupo de mosqueteros de uniforme rojo y casacas azules con galones, adornadas con una gran cruz. El oficial, apoyado sobre su mosquete, parecía esperar con lasitud no fingida el final de su tedioso servicio. Louis se dirigió a él con amabilidad. ¡Nunca se era demasiado educado con esta gente!
—Señor, tengo un documento importante que hacer llegar a Su Eminencia Monseñor Mazarino. ¿A quién debo dirigirme?
El interesado le dirigió una mirada cansada pero agradecida. Merced a aquella solicitud, al fin tendría un pretexto para dejar su puesto. Se irguió cuan largo era, apoyó su mosquete en la pared y colocó con soberbia su mano izquierda sobre el guardamano de su espada: una gigantesca tizona con la empuñadura formada por gruesas tiras de cobre entrelazadas.
—¡Ya me ocupo yo de ello! —soltó el matamoros con voz grave.
Volviéndose hacia uno de sus colegas mosqueteros, le dijo al que estaba más cerca:
—Señor de la Fère, sustituidme unos instantes, por favor. Tengo que hacer una visita muy importante a Su Eminencia.
Arrastró la r de «muy importante», descubriendo así su origen gascón.
Louis estaba sorprendido por tanta prontitud, y así se lo hizo notar mientras le tendía el pliego.
—Gracias, señor, no esperaba tanta rapidez —y, curioso, añadió—: ¿Podríais decirme vuestro nombre?
—Soy Charles de Baatz[9], gascón y primer oficial de los guardias —respondió el bravucón, alisándose desdeñosamente el mostacho de puntas retorcidas mientras cogía rápidamente la carta con la otra mano.
Louis lo saludó y volvió sobre sus pasos. Ahora debía ir al palacete de Rambouillet. El palacio se ubicaba en la calle Santo Tomás del Louvre, una callejuela que empezaba en el Palacio Real y terminaba en el Sena[10]. El camino más rápido era cruzando por los muelles, y es adonde Louis encaminó sus pasos. Pasó delante del antiguo palacio de Borbón para desembocar en el muelle del Louvre.
Los jardines del Louvre se extendían a su derecha mientras costeaba el río. A aquella hora el lugar estaba particularmente animado. Los barcos atracaban continuamente y un cortejo de pesados carros o carretas desembarcaban y embarcaban mercancías. Como el camino permitía evitar la calle Saint-Honoré —perpetuamente atascada—, muchos lo tomaban como un simple atajo.
Pero Louis no tenía prisa. Se dirigió hacia la Torre de Madera que encuadraba la Puerta Nueva, el límite de las antiguas murallas de Felipe Augusto, que el rey había mandado demoler. Allí terminaba la nueva galería del Louvre cuya construcción había ordenado Enrique IV para que le permitiese pasar de su palacio a las Tullerías sin mojarse. De este lado la fachada del Louvre era más elegante que en la calle de las Poulies y los frontones esculpidos por Goujon proporcionaban al conjunto un bello equilibrio.
Mucho antes de llegar al ala construida por el Viejo Verde, Louis franqueó el portillo del Louvre para encontrarse en la calle de Santo Tomás. Ante él estaba el palacete de Rambouillet y, algo más lejos, el de Chevreuse, actualmente vacío porque la duquesa estaba en el exilio y su esposo vivía en el Louvre como oficial del rey.
* * *
Catherine de Vivonne, marquesa de Rambouillet, era hija de un embajador de Francia en Roma y de una princesa italiana. Había llegado a Francia muy joven para descubrir con horror la vulgaridad y la suciedad de la Corte de Enrique IV. Decidió al punto no volver a poner allí los pies y recibir en su casa. Para ello había mandado construir su palacete con el fin de que se convirtiese en la Corte de la Corte.
El edificio de ladrillos rojos y piedras blancas, denominado «el Palacio de la Maga», disponía de todo el confort posible, en particular de agua corriente traída por canalizaciones subterráneas, e incluso de bañeras. Allí, desde hacía treinta años, todas las tardes, la marquesa recibía en su Cámara Azul a todo aquel que era alguien en Francia, fuese por su nacimiento, talento o virtud.
Louis entró por la gran puerta cochera. Vio entonces a Chavaroche, el intendente de la marquesa, rodeado por un grupo de jardineros y se dirigió hacia él. Saltando al suelo para dejar su montura a un palafrenero, lo saludó y le dijo:
—Vengo a visitar a la marquesa y a la señorita de Vivonne.
Chavaroche, que lo conocía, se inclinó respetuosamente y le hizo una señal para que lo siguiese. Sabía que Louis era considerado como un hijo por los Rambouillet, habida cuenta de los inestimables servicios que les había prestado en el pasado.
Subieron al primer piso por la gran escalera y, después de haber atravesado numerosas piezas contiguas y alcanzado el extremo del edificio, entraron en la antecámara de un apartamento. Allí el intendente le abrió la puerta de la gran cámara de recepción —completamente azul—, a la que accedió por una puerta también azul.
Por más que Louis fuese un habitual de este lugar, cada vez que entraba en la cámara mágica no podía dejar de sentir una mezcla de aprensión y arrobamiento.
Ese día la pieza estaba vacía y todavía a oscuras —las cortinas se abrirían a la llegada de los primeros visitantes, después, por la tarde—, pero se distinguían perfectamente los techos azules y las tapicerías oro y azul salpicados de ramas blancas.
Dio unos cuantos pasos por la sala silenciosa, caminando con cuidado sobre el piso de madera cubierto de alfombras de Oriente en las que dominaba el azul. El vasto salón estaba amueblado con veladores de ébano y consolas llenas de lámparas o de grandes cestas de flores multicolores. En el centro destacaba un lecho de aparato recubierto de raso azul pasamanado de oro y plata, rodeado de sillas altas con verdugados y taburetes. Algunas sillas estaban tapizadas de azul, otras de carmesí.
Al fondo de la pieza, en anaqueles de columnas retorcidas, se guardaban libros preciosos u objetos raros. Las paredes estaban adornadas con espléndidos espejos venecianos.
—Voy a avisar a la marquesa y a su sobrina —murmuró Chavaroche desapareciendo de la sala.
Louis no tuvo que esperar mucho rato. La marquesa entró en la cámara azul por una puerta excusada que daba directamente a sus apartamentos privados.
Catherine de Vivonne-Savelli, marquesa de Rambouillet, apodada Arthénice por su corte, tenía cincuenta y cinco años. Sin embargo, conservaba el pelo castaño y estaba tan resplandeciente como cuando tenía veinte años. Se acercó a Louis —al que consideraba como un hijo— con el rostro radiante.
Llevaba puesto un vestido de tafetán, azul y blanco, susurrante, con botones de oro, cuyo corsé iba adornado de un cuello de encaje bordado como se llevaba entonces. Sus cabellos cayendo en tirabuzones y peinados hacia atrás.
Mientras Louis se inclinaba ante la marquesa de Rambouillet, Julie entró en la pieza. La joven tenía alrededor de veinticinco años y se parecía mucho a su tía. También era morena, tenía la misma mirada dulce y atenta que la marquesa, pero su expresión era más apasionada y más voluntariosa. Iba vestida con una sencilla falda recta de terciopelo llamada la modesta, que cubría otras dos, la bribona, que se veía a veces, y la secreta, que había que imaginar. Su falda era del mismo color que sus ojos azules, mientras que los visos tornasolados del tejido daban la impresión de una gama de colores diferentes aunque a juego. Un corsé escotado, sujeto por una ballena de encaje puntiagudo, realzaba su busto. Sus cabellos, finamente rizados alrededor de la cabeza, formaban ese óvalo cardado que llamaban peinado de bufón, con una ligera raya sobre la frente llamada garceta.
Julie, hija de Henry de Vivonne, teniente de la caballería ligera, muerto en Arrás de un arcabuzazo mientras asistía al duque de Enghien, era sobrina del padre de la marquesa. A su muerte, Henry de Vivonne sólo había dejado a su esposa un terrenito cerca de Poitiers y numerosas deudas. Arruinada, la pobre mujer había pedido ayuda a la familia de su marido para establecer a su hija.
Julie vivía desde hacía tres años con la marquesa, que ya tenía cinco hijos.
Por suerte, el rey acababa de acordarse —¡gracias a Mazarino!— del caballero Henry de Vivonne y había concedido a su viuda una renta muy decente, así como el título de marqués para el futuro esposo de Julie en concepto de dote.
* * *
Louis se acercó respetuosamente a la señora de Rambouillet sin dejar de mirar a Julie.
—Siento presentarme de este modo, señora, sin haberos enviado una nota, pero tengo que pediros un favor urgente.
—Os lo concedo, Louis, pero yo os pediré otro —declaró la marquesa con una mueca burlona—, de modo que vuestra visita es bienvenida.
—Pasado mañana debo ir con mis padres a Mercy y he venido a pediros en su nombre autorización para llevar a Julie. Durante tres días.
El rostro de Julie se iluminó. Aunque el joven caballero lo ignorase, sus temores respecto a las aspiraciones de la joven eran vanos. Ella sólo quería casarse y le importaba poco cómo sería su casa o el tren de vida de su futuro hogar.
—Si Julie está de acuerdo —afirmó la marquesa—, yo también lo estoy, pero también me debéis un favor. Celebramos el fin de año el 26 de diciembre y os pido que lo paséis con nosotros. Estarán todos nuestros amigos. Será una gran fiesta… y vuestra presencia será obligatoria.
Louis detestaba este tipo de fiestas porque no era lo bastante rico para codearse con la alta sociedad que frecuentaba a los Rambouillet, pero, acorralado, no le quedó más remedio que aceptar. Habiéndolo vencido así, la marquesa le dio algunos detalles de la velada que estaba organizando y a continuación dejó solos a los prometidos.