4

Del 11 al 13 de diciembre de 1642

El pesado coche de alquiler, apenas caldeado por una estufa de carbón de leña, dejó el despacho de los Fronsac hacia las cinco de la mañana llevando como pasajeros a Louis y a sus padres.

Gaufredi y Bouvier abrían camino, mientras que un cochero conducía el vehículo cuyas ruedas revestidas de metal emitían un crujido regular y lastimero en el enlosado helado de la calle Saint-Avoye. Los cascos de los caballos acompasaban este ritmo tranquilizador e hipnótico.

Todavía era de noche, pero una media luna iluminaba un cielo oscuro tachonado de estrellas. Dos lámparas de aceite, en la parte delantera del vehículo, iluminaban débilmente el camino, así que el cochero guiaba muy lentamente los caballos. Para soportar el intenso frío todos llevaban puestos varios abrigos, así como mantas de lana y piel. Los dos jinetes, cubiertos por una gruesa capa, estaban ateridos de frío pero no protestaban. La felicidad de reemprender la ruta, como en los viejos tiempos de su vida de merodeadores, borraba la comezón del hielo. La mirada feroz, iban armados como para partir al combate.

En la carroza, Louis y su padre habían dispuesto también dos pistolas de sílex y un arcabuz de rueda de dos tiros. Fabricado por Martin Marin le Bourgeois —armero del rey—, había sido regalado por el señor Fronsac a su hijo unos años antes.

Media hora más tarde entraban en el patio del palacio de Rambouillet. Julie, irreconocible bajo múltiples capas, la cabeza cubierta con un amplio capuchón, los esperaba con la marquesa, que había insistido para estar presente en su partida.

La señorita de Vivonne se instaló al lado de su amado.

Hasta que salió el sol nadie pronunció una palabra. El frío, el rechinar de los ejes, el balanceo del coche provocado por los baches en las rodadas del camino, los habían entumecido y adormecido.

Hacia las ocho se detuvieron en una hospedería. Debían dejar descansar a los caballos y sobre todo darles de beber y de comer. Los pasajeros aprovecharon la etapa para calentarse con sopa para las damas y vino caliente para los hombres.

A las nueve emprendieron de nuevo el viaje, repuestos a pesar del frío todavía intenso. La ruta estaba desierta. Julie conocía el camino, pues había ido a Chantilly con la marquesa de Rambouillet. Durante un momento les describió los paisajes ondulados que cruzaban. Louis habló a continuación de Mercy, contando que era un dominio con antiguos derechos de baja justicia. A continuación, su padre hizo unos comentarios sobre el derecho consuetudinario local, mientras que la señora Fronsac quiso saber si la señorita de Vivonne pensaba vivir allí, una vez casada con su hijo.

Louis le explicó que eso no podría hacerse inmediatamente.

—Sabes, madre, que Mercy está casi en ruinas. Seguramente no podremos vivir allí antes de unos meses y habrá gastos importantes para reconstruir el dominio.

—Espero que Nicolas y su padre hayan encendido el fuego —se inquietó la señora Fronsac, estremeciéndose. Padre e hijo habían partido la víspera con un cargamento de muebles y enseres para la casa.

Juntos, debían preparar el castillo; tenían que limpiar las chimeneas y abastecerse de leña para ponerlas a funcionar, pues sin duda estaban atascadas, si no se habían desplomado.

—Tendremos que contratar a un arquitecto, emplear a docenas de obreros… Y, sobre todo, necesitaremos dinero… —prosiguió Louis.

Mientras hablaba así, Julie sonreía. Louis no se había atrevido a preguntarle por el saquito de cuero que llevaba sobre el regazo.

—Me temo que el lugar no será demasiado confortable —se excusó.

—Eso no tiene ninguna importancia —le respondió la muchacha plácidamente.

Reconfortado por esta respuesta, el joven no replicó. La conversación languideció y se durmieron con las oscilaciones y las sordas trepidaciones del coche.

De vez en cuando Louis miraba por la ventana trasera y observaba a su escolta. Gaufredi, derecho como un huso, a pesar de su edad y envuelto en su capa escarlata, conservaba su actitud de bravucón. Guillaume Bouvier, que desde hacía diez años limpiaba las cuadras y barría el estiércol, volvía a ser el reitre de antes. Había sacado su vieja coraza y su espada española un poco oxidada. A pesar del hielo que le escarchaba la barba, había vuelto a adoptar la fiera e insolente actitud del soldado de fortuna.

Louis pensó un momento, con nostalgia, en la época en la que le había enseñado a disparar con pistola. Había conseguido hacer de él un buen tirador. Luego dio en pensar que si Guillaume y su hermano no hubiesen entrado al servicio de los Fronsac, estarían esperando a cualquier viajero para robarle.

Esta imagen lo hizo sonreír.

A mediodía habían recorrido seis leguas desde París, cuando se detuvieron de nuevo una hora larga para comer y dejar que los animales descansasen. Poco después de reanudado el camino, avistaron la abadía de Royaumont y, en una encrucijada, el coche torció a la derecha por un sendero que bordeaba el Ysieux.

Dos horas más tarde Gaufredi golpeó el cristal del carruaje.

—¡Caballero! Aquí comienza vuestro dominio —gritó con voz estentórea.

Todos miraron por las ventanillas. Bordeaban el río por un camino arenoso donde había un haya sin hojas, las puntas de cuyas ramas estaban adornadas con pequeñas guirnaldas de hielo. De tarde en tarde, los álamos levantaban tristemente sus ramas deshojadas hacia el cielo en una oración muda por que volviese el verano. El río transportaba trozos de hielo.

Al cabo de diez minutos se acercaron a un puente derruido que cruzaba el Ysieux. Una parte del piso central se había hundido. En la otra orilla el camino invadido de zarzas estaba visiblemente abandonado desde hacía mucho tiempo. Enfrente del puente subía una estrecha pista llena de rodadas, atestada de moreras salvajes y de brezos tupidos. Gaufredi, que había pasado delante, señaló la senda al cochero y el coche se metió en ella crujiendo en todas sus piezas.

Las ramas golpearon el carruaje. La humedad había invadido la posesión desde hacía docenas de años. Las gruesas piedras diseminadas por el sendero estaban llenas de verdín. Por todas partes una inmensa y sombría maleza ocultaba el resto del monte y probablemente toda una serie de animales del bosque los espiaban. La atmósfera era penosa y opresiva.

Todos se sentían invadidos por una infinita tristeza en ese lugar abandonado del hombre desde hacía tanto tiempo.

De repente, el camino —mejor dicho, la pista— llegó a su fin. Desembocaron en una especie de meseta todavía más desolada; por todas partes, una negra y delgada selva había cubierto el suelo. La vegetación, de escasa altura, era espesa y cerrada, salvo en medio de la plataforma, donde se levantaba el castillo: una maciza y poco atractiva construcción de piedras ennegrecidas por el tiempo.

El camino los condujo a un viejo puente de madera carcomido que cruzaba oscuras y verdes zanjas. Detuvieron allí el coche y bajaron. Aunque habían sido advertidos, estaban consternados por el siniestro lugar en el que se hallaban.

Construido unos doscientos o trescientos años antes, y en montículo con finalidad defensiva, el castillo parecía sólido. Pero con las paredes cubiertas de hiedra tan negra como la construcción y sus tejados de pizarra puntiagudos erguidos hacia un cielo gris y frío, producía una desagradable impresión de lugar salvaje y hostil.

Agotados y ateridos de frío, entraron en silencio en el patio cuadrado del viejo caserón. Frente a ellos, el cuerpo del edificio principal; de cerca se trataba efectivamente de una simple casa solariega, muy grande, pero sin arquitectura defensiva especial. En la fachada se abrían altas ventanas en ojiva y a través de los cristales del primer piso se podían ver los resplandores de un fuego. Tranquilizados, se dirigieron hacia una ancha escalera cubierta de musgo que llevaba seguramente al piso acogedor.

Los habían visto, o más exactamente oído, porque la puerta se abrió: ¡era Nicolas!

—¡Por fin! Entrad rápido a calentaros y descansad. Yo voy a ocuparme del coche y de los animales.

Conmovidos y curiosos, Louis, sus padres y Julie entraron en la misma planta en una pieza muy amplia mientras Nicolas salía. No había vestíbulo. La cal, hinchada por el salitre, recubría en algunas partes las paredes de piedra. Si en algún momento estuvieron cubiertas con artesonado, ahora había desaparecido. Una gran mesa, formada por tablones y caballetes, había sido montada y rodeada de bancos igual de rústicos. Algunas velas de sebo iluminaban menos de lo que humeaban. Pero los visitantes sólo vieron una cosa: dos grandes fuegos ardían alegremente en dos gigantescas chimeneas colocadas a ambos lados de la sala.

Nicolas y su padre habían instalado delante del hogar dos bancos construidos a toda prisa con toscos troncos de árboles apenas desbastados. Habían añadido dos viejos sillones carcomidos que podían romperse en cualquier momento. Louis los reconoció con un vuelco en el corazón, porque habían salido del desván del despacho y jugaba en ellos cuando era niño.

Acercándose al fuego para intentar calentarse, examinaron con más detenimiento la pieza. A cada lado, junto a las chimeneas, había una puerta cerrada. En la pared, frente a la entrada por la que habían llegado, desembocaba también una majestuosa escalera, glacial, oscura e inquietante. Los muebles —ya lo hemos dicho— se limitaban a aquella mesa en la cual habían puesto platos y enormes hogazas de pan, así como seductoras botellas de vino polvorientas.

Ahora que Nicolas había salido, solamente tres personas estaban en la casa para recibirlos: el padre de Nicolas y dos viejos. Uno de ellos estaba alimentando con leña una de las chimeneas mientras que el otro —una anciana— vigilaba el cordero que se guisaba en el hogar más grande.

Los dos viejos se levantaron con respeto al ver entrar a los visitantes mientras Jacques Bouvier se acercaba al señor Fronsac para contarle lo que había hecho la víspera.

Louis y Julie se acercaron a la pareja de ancianos.

—Vos debéis de ser los Hubert, los guardas del castillo, ¿verdad? Yo soy Louis Fronsac, vuestro nuevo amo. —La anciana, arrugada como una pasa, lo miró con un rictus desdentado y sardónico.

—Estoy muy contenta de ver de nuevo por aquí a un amo —dijo sin rodeos—. Lo necesitamos.

—¡Bien!, no me iré de Mercy, os lo prometo, en el castillo habrá vida de nuevo y vos nos ayudaréis. Ésta es la señorita de Vivonne que espero que sea muy pronto la señora de Mercy.

En el mismo instante, Gaufredi, Guillaume y Nicolas Bouvier, los tres acompañados por el cochero, penetraron en la casa soplándose las manos para entrar en calor.

—¡Los caballos están en las cuadras, con una buena ración de forraje! —gritó Nicolas mientras los dos reitres arrojaban sus armas a un banco haciendo un ruido espantoso—. Volveremos dentro de un momento para cepillarlos.

—Propongo que nos sentemos enseguida a la mesa —sugirió el señor Fronsac—. Estamos todos hambrientos.

Con el calor que reinaba en la pieza, todos habían recuperado su buen humor. La comida parecía excelente y copiosa. Jacques Bouvier tomó la palabra y explicó:

—Hay mucha madera en el bosque. Los habitantes de Mercy tienen derecho de aprovechamiento sobre ella, pero todavía queda; hemos cogido la que hemos podido para calentar el castillo durante semanas. Lo que no había era comida disponible en Mercy y la hemos tenido que comprar en las granjas de los alrededores. También he visto algunas puertas y ventanas rotas. El lugar no será muy confortable pero, a pesar de todo, dos días aquí no supondrán demasiada incomodidad. He instalado dos viejas camas en las habitaciones a cada lado de la sala —señaló las puertas—. Tienen chimenea propia. Nosotros dormiremos encima de unas mantas en el piso; los caseros tienen también un pequeño cuarto allí. Louis pensaba una vez más en cómo cambiaba el humor dependiendo de si pasabas hambre y frío o no.

Las preguntas surgieron, sobre todo, dirigidas a la vieja pareja de guardeses que no habían hablado tanto desde hacía años y habían perdido la costumbre.

—¿El bosque es grande?

—Sí.

—¿Los campos de trigo están cultivados?

—No, sólo uno.

—¿Hay alguna granja?

—Sí, pero está abandonada.

—¿Dónde está la aldea de Mercy?

—Más abajo, en el camino, después del puente, es una minúscula aldea de treinta casas.

Sin embargo, a muchas otras preguntas no supieron responder.

Tendrían que descubrirlo todo y enterarse de todo por sí mismos.

Una vez que hubieron terminado de comer, Nicolas, que ya conocía todos los rincones de la casa, organizó una amena visita. Las dos habitaciones a las que fueron en primer lugar no habían sido calentadas desde hacía decenios y la humedad lo había podrido todo. El salitre había invadido por completo la parte baja de las paredes y las habitaciones no eran nada acogedoras. No se detuvieron mucho rato allí.

La escalera central, de piedra, que se veía desde la sala en donde habían comido, conducía al piso superior. La subieron, iluminados por dos velas. Al rellano daban cuatro o cinco habitaciones contiguas, glaciales, oscuras e insalubres; apestaban a moho. Más allá, la madera de la escalera estaba carcomida. Desembocaba en un inmenso desván que dejaba a la vista un maderamen podrido donde anidaban los pájaros, así como un tejado agujereado en varios lugares. Un pequeño camino de ronda pasaba desde ese desván hasta los muros del patio y conducía a las torres. La visita sumió a Louis en un abismo de aprensión y angustia. Preocupado sólo de examinar el lugar, no había prestado atención a las maniobras de Julie. Sólo se dio cuenta en el desván.

Con la ayuda de Gaufredi, Julie de Vivonne tomaba medidas con un cordel graduado y las apuntaba en las notas y los planos que Guillaume Bouvier tenía en la mano. Nicolas los iluminaba con una de las velas. Todo este material había salido de la cartera que había tenido sobre sus rodillas durante todo el viaje. Algo perplejo, Louis le preguntó al respecto.

—Ya ves, sigo los consejos de la señora de Rambouillet. Me dio este equipo de arquitecto y me pidió las medidas y planos precisos del castillo. Cuando regresemos, estudiaré con ella los trabajos que hay que hacer. Muchos de sus amigos, entre ellos François Mansart, prometieron que nos ayudarían. También podemos establecer con detalle las obras indispensables, y sobre todo su coste.

De modo que, pensó Louis, Julie no está tan desanimada como yo. La observó. Efectivamente, Julie parecía apasionada por su nueva actividad de arquitecto y futura dueña de la casa. Louis se quedó tranquilo y contrariado al mismo tiempo. La joven parecía más valiente que él.

Una vez que hubieron terminado en el desván, lo habían visto todo, y al llegar la noche todos se retiraron a descansar después de haber alimentando abundantemente las chimeneas.

* * *

Cuando Louis se despertó, Julie ya había salido de su habitación y lo esperaba fuera, ataviada con un vestido remangado y cubierta con su capa, lista para visitar los edificios exteriores y el patio.

Louis se vistió a toda velocidad y se reunió con ella sin haberse anudado siquiera los lacayos de los puños de su camisa. El patio del castillo estaba completamente cerrado por un muro de dos o tres toesas de alto, coronado por un camino de ronda hundido en parte. Estaba sostenido por dos torres cuadradas que daban al porche de la entrada. Estas fortificaciones no tenían ni piso, ni escalera, ni techo o tejado. Sólo algunas vigas podridas, cubiertas de champiñones, unían las paredes en las que se recortaban rectángulos de cielo.

Bajo el edificio central, en el que habían dormido, había una amplia sala abovedada acondicionada como caballeriza, pero en otro tiempo utilizada como sala de armas, dependencias y cocinas. Todo allí estaba viejo, lleno de lodo y mugriento por llevar años sin usarse. Empujando una vieja puerta escondida detrás de unos toneles destripados, vieron una escalera oculta, de caracol, que conducía a un cuartucho detrás de su habitación. Además, permitía subir al segundo piso, al granero y al tejado. Una especie de escalera de servicio.

Mientras Louis y Julie hacían su visita, Nicolas y su padre, que se habían levantado antes que ellos, habían cuidado de los caballos en el establo. Aquella mañana el cielo estaba claro y sin nubes; sin embargo, un norte glacial invitaba a entrar a calentarse, cosa que hicieron unos y otros.

Ahora que estaban todos despiertos, desayunaron juntos una sopa caliente, cordero frío y dulces antes de salir a explorar a pie los alrededores.

El paseo duró cuatro horas.

Los campos de trigo eran hermosos y extensos. El suelo, aunque invadido por los hierbajos, parecía rico y fértil. El sendero que atravesaba los campos conducía al bosque, oscuro, poblado de majestuosos abetos, robustos robles, fresnos y hayas. Todos los árboles se apretaban unos contra otros, testimoniando así la falta de explotación desde hacía un siglo por lo menos. Vieron mucha caza: gamos, corzos, jabalíes y liebres, así como numerosos pájaros.

Por el sendero que siguieron no se podían adentrar en la espesura del bosque. Salieron rápidamente de allí y encontraron otras tierras cultivables. Fue entonces cuando vieron la antigua granja. Se hallaba en mejor estado de lo que habían pensado; el tejado era sólido e incluso parecía de construcción reciente; por el contrario, en el interior no había ningún mueble, decoración ni marcos de ventanas o puertas.

Volvieron al castillo para hacer una comida ligera, pero sobre todo para entrar en calor. La tarde debían dedicarla a una visita a Mercy, que hicieron en coche y a caballo porque el tiempo apremiaba. Pronto se haría de noche.

Mercy no era más que un grupo de casuchas de adobe y madera. Sólo una o dos casas parecían tener una base de piedra. Estaba habitada por una población de miserables harapientos. Y aun encima no tenían de qué quejarse: estaban exentos de talla y los impuestos que tenían que pagar a su señor eran pocos, a pesar de que los impuestos indirectos, y sobre todo la terrible gabela y el diezmo eclesiástico, eran demasiado onerosos para ellos.

Estos miserables tenían también una suerte que desconocían. Desde hacía muchos decenios su región, cercana a París, no había sido tocada por la guerra y casi habían olvidado los usos y las consecuencias para los habitantes: mujeres violadas y después asesinadas, hombres quemados a fuego lento o desollados vivos, niños mutilados.

En suma, vivían casi felices, sólo muriendo a causa del hambre, del frío o las enfermedades.

Louis entró en cada casucha, casi siempre constituida por una sola pieza en la que dormían mezclados hombres y animales. Los humanos, sin embargo, se apiñaban en una especie de lecho de cortina, a veces en una suerte de piso al que se accedía por una escalera de mano. Un hogar en el medio, o en una esquina, permitía cocinar los escasos y pobres alimentos en un gran y único pote de hierro.

Julie observaba sin decir nada. Conocía la miseria del campo, habiéndola vivido en Vivonne en su juventud. La expresión de su hermoso rostro era severa. ¿Por qué dejaban vivir a la gente como animales, pensaba, cuando en la Corte imperaba el derroche y lo superfluo?

Para Louis, por el contrario, esta espantosa indigencia era una revelación. Julie le cogió la mano y se la apretó con fuerza. Louis comprendió su mensaje. Reunió a los hombres que no recogían leña o no se ocupaban de los animales. La mayoría sólo llevaban sandalias o zuecos de madera sobre los pies desnudos, a pesar del intenso frío.

—¡Amigos míos! —gritó—, voy a acondicionar el castillo. No sé cuándo empezarán los trabajos, pero necesitaré manos. Pagaré diez sueldos al día a los que vengan a trabajar. Necesitaré albañiles, leñadores y algunas mujeres para hacer la comida. Y más adelante habrá trabajo en las tierras. Y este año, para celebrar mi llegada, suprimo todos los impuestos que se me deben.

Un murmullo de satisfacción recorrió el grupo de los desgraciados que lo escuchaban. Diez sueldos representaban entre cincuenta y sesenta libras al año, tres o cuatro veces más de lo que ganaban cultivando su escasa tierra. ¿Podría mejorar su suerte?

Louis continuó:

—De momento no viviré en el castillo, pero todos los que tengáis dificultades o necesidad de ayuda dirigíos a Hubert, que me representa. Él me informará y yo trataré de ayudaros.

Julie y la madre de Louis distribuyeron un poco de dinero a los que parecían más pobres. No era caridad, sino su deber. ¿El señor no debía proteger a su gente?

Regresaron hacia el río, donde un meandro había provocado la formación de un estanque. Un campesino, que ostentaba la autoridad de jefe del pueblo, los acompañaba y les explicaba que allí había muchos peces, a pesar de los lucios, pero eran difíciles de coger. A continuación regresaron dando un rodeo por el puente en ruinas del Ysieux, que tenía derecho de peaje, y examinaron los trabajos que estaban realizando.

Julie anotaba todo en su gran cuaderno.

Más arriba habían visitado también las ruinas de un molino. Hay tanto que hacer, pensaba Louis. No daremos abasto…

De vuelta al castillo, charlaron animadamente, cambiando impresiones, expresando ideas y propuestas. La noche pasó rápido, lo habían visto todo y decidieron regresar a París a la mañana siguiente.

* * *

—Sólo falta financiar todos estos trabajos —suspiró Louis.

En ese momento estaban en el coche de regreso.

—Puedo conseguir que me presten fácilmente unas veinte mil libras al cinco por ciento —le aseguró su padre— y nosotros tenemos por lo menos otro tanto. Por desgracia, esta suma está depositada en casa de un financiero y necesitaré unos meses para recuperarla.

Louis sacudió la cabeza negativamente.

—No, ese dinero es vuestro, podéis necesitarlo. Yo tengo unos miles de libras que me permitirán empezar los trabajos, pero creo que es más prudente esperar…

—Mi madre me ingresa la mitad de tres mil libras de su pensión, Louis, y esa suma es para vos —lo interrumpió Julie cogiéndole la mano.

—Con eso llegaríamos como mucho a diez mil libras, cincuenta mil con tu dinero, padre. Cien mil, por lo menos, serán necesarias para poner el dominio en condiciones. No es suficiente. Hay que pensar en otra cosa.

Se hizo el silencio. Todos sabían que Louis tenía razón.

Llegaron a última hora de la tarde al despacho. Allí, un mensaje esperaba al joven caballero:

Louis,

ven a verme urgentemente,

Gaston.

El día siguiente era domingo. Louis no pudo reunirse con su amigo hasta el 15 de diciembre.