Capítulo 1
Howbutker, Texas, Agosto de 1985
En su escritorio, Amos Hines dio la vuelta a la segunda y última página del documento legal que le habían mandado leer. Tenía la boca seca como un trapo y, por un momento, solo pudo pestañear, aturdido e incrédulo ante aquella clienta y vieja amiga que estaba sentada frente a su escritorio; una mujer a la que había admirado —reverenciado— durante cuarenta años y a la que creía conocer bien. Buscó en su expresión algún indicio de que la edad hubiera afectado definitivamente sus facultades; pero ella, a su vez, lo miró fijamente con toda la agudeza que se le atribuía. Tragó saliva y preguntó:
—¿Lo que dice aquí es cierto, Mary? ¿Has vendido las granjas y has cambiado tu testamento?
Mary Toliver DuMont asintió. La luz que entraba por los ventanales hacía brillar su cabello blanco, que se acababa de arreglar en la peluquería.
—Sí a ambas cosas, Amos. Sé que estás escandalizado, y que esta no es manera de recompensar todos tus años de servicio y lealtad, pero te habrías sentido profundamente herido si yo hubiera puesto este asunto en manos de otro abogado.
—Desde luego —dijo él—. Otro abogado no habría intentado convencerte de que volvieras a pensar en este testamento; al menos en la parte que se puede revisar.
No había manera de rescatar las Granjas Toliver, las enormes propiedades de algodón que Mary había vendido en negociaciones secretas durante el último mes; un hecho que había ocultado a su sobrina nieta, quien había permanecido al margen en Lubbock, Texas, como encargada de las Granjas Toliver Oeste.
—No hay nada que revisar, Amos —repuso Mary de manera un tanto áspera—. Lo hecho, hecho está, y nada me va a hacer cambiar de idea. Perderías tu tiempo, y el mío, si lo intentaras.
—¿Rachel ha hecho algo que te haya ofendido? —le preguntó él sin alterar la voz, haciendo girar su silla hacia el mueble bar. Alargó la mano para coger una botella y se dio cuenta de que le temblaba al servir dos vasos de agua. Habría preferido algo más fuerte, pero Mary nunca tomaba alcohol—. ¿Por eso has vendido las granjas y has enmendado tu testamento?
—¡Ay, no, por Dios! —exclamó Mary en un tono horrorizado—. No pienses eso. Mi sobrina nieta no ha hecho nada más que ser ella misma, una Toliver de pies a cabeza.
Él cogió unas servilletas para las bebidas y se giró para darle un vaso a Mary. Llegó a la conclusión de que había perdido peso. Su caro vestido le quedaba algo grande, y su cuidado rostro, todavía atractivo a los ochenta y cinco años, parecía más delgado. «Este asunto» le había pasado factura, como era de suponer pensó reconcomiéndose de rabia. ¿Cómo podía hacerle eso a su sobrina nieta, quitarle todo lo que esperaba heredar, la tierra y la casa de sus antepasados, su derecho a vivir en la ciudad que ellos habían contribuido a fundar? Bebió un buen trago de su vaso de agua e intentó controlar el enfado en su voz cuando comentó:
—Haces que eso parezca un defecto.
—Lo es; y lo estoy corrigiendo. —Levantó su vaso y bebió con avidez, pasándose después la servilleta por los labios—. Ese es el propósito del cambio en el testamento. No espero que tú tengas idea de cuál es su propósito, Amos, pero Percy lo sabrá llegado el momento. Rachel también lo sabrá cuando se lo haya explicado.
—¿Y cuándo piensas hacerlo?
—Mañana vuelo a Lubbock en el avión de la compañía para reunirme con ella. No sabe que voy. Entonces le contaré lo de la venta y el testamento, y espero que mis argumentos la convenzan de que he hecho lo mejor para ella.
«¿Lo mejor para ella?». Amos la miró por encima de sus gafas con incredulidad y asombro. Mary tendría más suerte vendiéndole el celibato a un marinero. Rachel nunca le perdonaría lo que había hecho, de eso estaba seguro. Se inclinó hacia delante y la miró de forma resuelta.
—¿Qué tal si pruebas tus argumentos primero conmigo, Mary? ¿Por qué ibas a vender las Granjas Toliver, el trabajo de casi toda una vida? ¿Por qué dejarle Somerset a Percy Warwick, de entre todas las personas? ¿De qué le sirve a él una plantación de algodón? Percy es maderero, por el amor de Dios. ¡Tiene noventa años! Y legar la mansión Toliver a la Sociedad de Conservación es…, bueno, es el colmo. Sabes que Rachel siempre la ha considerado su casa. Pensaba pasar en ella el resto de su vida.
—Lo sé. Por eso la he privado de ella. —Parecía no importarle. Estaba allí sentada, rígida como un palo, con la mano curvada sobre su bastón, cuidándose del mundo como una reina en su trono, con su báculo como cetro.
—Quiero que construya su propio hogar en algún otro sitio, que empiece de nuevo en una tierra nueva —añadió—. No quiero que se quede aquí y que viva su vida al son de los Toliver.
—Pero…, no lo entiendo. —Amos extendió las manos en señal de frustración—. Pensaba que eso era para lo que la habías preparado durante todos estos años.
—Fue un error; un error muy egoísta. Gracias a Dios, me he dado cuenta de la magnitud de mi error antes de que fuera demasiado tarde, y he tenido el sentido común y la…, sabiduría para corregirlo. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Ahórrate tus energías y ahórramelas a mí, no intentes convencerme de que te lo explique, Amos. Es un misterio difícil de comprender, lo sé, pero confía en mí. Mis motivos no podrían ser más puros.
Desconcertado, Amos intentó otra jugada.
—No habrás hecho esto por una idea equivocada de lo que piensas que le debes a su padre, William, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —La ira se reflejaba en sus ojos. Los famosos «ojos Toliver», verdes como esmeraldas excepcionales, un rasgo heredado de su familia paterna, igual que sus cabellos antes negros y el hoyuelo en el centro del mentón.
—Aunque estoy segura de que así lo verá mi sobrino o, mejor dicho, su mujer del alma —prosiguió—. Por lo que a ella respecta, he hecho lo correcto dándole a William lo que era suyo desde un principio. —Soltó un pequeño resoplido—. Deja que Alice Toliver se crea que he vendido las granjas por el remordimiento que me causa lo que debo a su marido. No he hecho nada de esto por él, sino por su hija. Creo que él se dará cuenta. —Hizo una pausa. La duda se reflejaba en su cara, pensativa, y añadió en un tono menos resuelto—: Ojalá pudiera estar tan segura de Rachel…
—Mary… —Amos usó el tono de voz más persuasivo del que fue capaz—, Rachel está hecha de la misma pasta que tú. ¿Tú habrías entendido que tu padre te hubiera privado de tu legado, de la plantación, de la casa, del pueblo que debe su nacimiento a tu familia, por muy justificadas que fueran sus razones?
Apretó la mandíbula sobre la que le colgaban ligeramente los carrillos.
—No, pero ojalá lo hubiera hecho. Ojalá nunca me hubiera dejado Somerset.
La miró boquiabierto, totalmente estupefacto.
—Pero ¿por qué? Has tenido una vida maravillosa, una vida que pensé querrías legar a Rachel para perpetuar el patrimonio de tu familia. Este testamento es precisamente —pasó el dorso de la mano por el documento— lo «contrario» a todo lo que yo pensaba que deseabas para ella; a todo lo que le has hecho creer que querías para ella.
Mary se dejó caer en su silla, como una goleta orgullosa a la que le acabaran de quitar el viento de las velas. Se puso el bastón en el regazo.
—¡Ay Amos!, es una historia muy larga, demasiado larga para entrar ahora en detalles. Percy te lo explicará todo algún día.
—¿Explicar qué, Mary? ¿Qué hay que explicar? —«¿Y por qué Percy? ¿Y por qué algún día?». No iba a dejar que su preocupación por ella lo distrajera. Las arrugas en la comisura de los ojos y la boca se le habían marcado más, y su cara sin imperfecciones había palidecido bajo el tono aceitunado de su piel.
Insistente, Amos se inclinó aún más sobre su escritorio.
—¿Cuál es la historia que no conozco, Mary? He leído todo lo que se ha publicado sobre los Toliver y los Warwick y los DuMont, por no decir que llevo cuarenta años viviendo entre vosotros. He tenido conocimiento de todo lo que os ha afectado a cada uno de vosotros desde que llegué a Howbutker. Cualquier secreto que pudierais haber escondido habría salido a la luz. Os conozco.
Mary cerró los ojos durante un breve instante, la fatiga era evidente en sus arrugas de tono sepia. Cuando volvió a abrirlos, la mirada se le había suavizado por el cariño que sentía.
—Amos, querido, entraste en nuestras vidas cuando nuestra historia ya estaba escrita. Nos has conocido en nuestro mejor momento, cuando todos los hechos trágicos y tristes quedaban atrás y vivíamos con las consecuencias. Quiero evitar que Rachel cometa los mismos errores que yo cometí, y que sufra las mismas consecuencias inevitables. No pienso dejarla bajo la maldición Toliver.
—¿La maldición Toliver? —Amos parpadeó, asustado. Un lenguaje tan excéntrico no era propio de ella. Se preguntó si la edad le habría afectado al cerebro—. Nunca he oído o leído nada sobre la maldición Toliver.
—Eso es exactamente a lo que me refiero —dijo ella, lanzándole una de sus sonrisas, levantando a duras penas los labios sobre unos dientes que, sorprendentemente y a diferencia de los de sus contemporáneos, a diferencia de los suyos mismos, no se habían puesto amarillentos, del color de las teclas de un piano viejo.
Amos no estaba dispuesto a que ella lo ignorara.
—Bueno, ¿y a qué te refieres con eso de las consecuencias? —reclamó—. Tú eras la dueña, o creadora, de un imperio algodonero que se extendía a lo largo de todo el país. Tu marido, Ollie DuMont, poseía uno de los grandes almacenes más importantes de Texas, y la compañía de Percy Warwick lleva décadas entre las quinientas mejores según Fortune. Me gustaría saber cuáles fueron los «tristes y trágicos hechos» que llevaron a tales consecuencias.
—Debes creerme —dijo ella, irguiéndose—. Hay una maldición Toliver, y nos ha afectado a todos. Percy es muy consciente de ello. Rachel también lo será cuando le enseñe las pruebas irrefutables de su existencia.
—Le has dejado un montón de dinero —siguió él, sin ganas de darse por vencido—. Imagínate que compra tierras en algún otro lugar, que construye otro Somerset, que crea una nueva dinastía Toliver desde cero. ¿Esta…, maldición de la que hablas no seguiría estando ahí?
En los ojos de Mary se reflejó algo indescifrable. Hizo una mueca de desprecio, con secreta amargura.
—Una dinastía significa tener hijos e hijas para seguir pasando la antorcha ancestral. En ese aspecto, los Toliver nunca hemos sido una dinastía, detalle que tal vez has obviado en tus libros de historia. —Su tono de voz estaba cargado de ironía—. No, la maldición no se mantendrá. Una vez se haya roto el cordón umbilical de la plantación, la maldición morirá. No habrá tierra en ningún otro sitio que pueda extraer de nosotros lo que ha extraído Somerset. Rachel nunca venderá su alma como he hecho yo por las tierras de la familia.
—¿Tú vendiste tu alma por Somerset?
—Sí, en muchas ocasiones. Rachel también lo ha hecho. Y voy a hacer que ella rompa con esa tendencia.
Amos se dejó caer en su silla, se dio por vencido. Empezaba a pensar que realmente se había perdido un par de capítulos de los libros de historia. Recurrió a un último argumento.
—Mary, este testamento representa tus últimos deseos hacia los que amas. Piensa en cómo su contenido puede afectar no solo a los recuerdos que vaya a tener Rachel de ti, sino también a la relación entre ella y Percy cuando él tenga en su posesión lo que le pertenece a ella por derecho de nacimiento. ¿Son esas las memorias por las que deseas ser recordada?
—Me arriesgaré a que haya malas interpretaciones —dijo ella, pero se le suavizó la mirada—. Sé el cariño que le tienes a Rachel y sé que crees que la he traicionado. No es así, Amos. La he salvado. Ojalá hoy hubiera tiempo para explicarte lo que quiero decir con esto, pero realmente no lo hay. Debes confiar en que sé lo que estoy haciendo.
Él cruzó las manos sobre el testamento.
—Tengo todo el día. Susan ha cambiado las horas de mis reuniones de esta tarde. Tengo todo el tiempo del mundo para que me expliques de qué va todo esto.
Mary extendió la mano cubierta de venas azules sobre la mesa de trabajo y cubrió con ella las manos huesudas de Amos.
—Puede que tú lo tengas, querido, pero yo no. Creo que ahora sería un buen momento para leer la carta que hay en el otro sobre.
Él miró de reojo el sobre blanco que había sacado boca abajo del que contenía el testamento.
—Deja ese para el final —le había ordenado ella y, súbitamente, con una intuición repentina, entendió el porqué. Se le paró el corazón, le dio la vuelta al sobre y leyó la dirección del remitente.
—Una clínica en Dallas —murmuró, consciente de que Mary había vuelto la cabeza y estaba jugueteando con el famoso collar de perlas que llevaba al cuello, el que le había regalado su marido, Ollie: una perla por cada uno de sus aniversarios de boda hasta el año de su muerte. Ahora había cincuenta y dos, grandes como huevos de colibrí; el collar le caía perfectamente sobre el escote de aquel traje de lino verde. Fijó su mirada en esas mismas perlas tras leer la carta, incapaz de mirarla a la cara.
—Cáncer renal metastásico —dijo él con voz ronca, mientras se le movía la nuez—. ¿Y no hay nada que se pueda hacer?
—Bueno, lo normal —contestó ella, alcanzando el vaso de agua—. Cirugía, quimioterapia y radiación. Pero todo eso simplemente alargaría mis días, no mi vida. He decidido no someterme al tratamiento.
Una pena abrasadora lo recorrió, como si fuera ácido. Se quitó las gafas y juntó los párpados, apretándose el nacimiento de la nariz para contener las lágrimas. A Mary no le gustaban las demostraciones de emoción sensibleras. Ahora sabía qué era lo que ella había estado haciendo en Dallas el mes pasado, además de organizar la venta de las Granjas Toliver. No habían sospechado nada ni su sobrina nieta, ni su viejo amigo Percy, ni Sassie, la que había sido su ama de llaves durante los últimos cuarenta años, ni su viejo y leal abogado…, todos aquellos que la querían. Era muy del estilo de Mary jugar sus cartas hasta el último momento. Se volvió a colocar las gafas y se obligó a sí mismo a mirarla a los ojos, unos ojos que aún, a pesar de las arrugas, le recordaban el color de las hojas en primavera brillando bajo la lluvia.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó él.
—Me dan tres semanas más…, tal vez.
Dejándose llevar por la pena que sentía, Amos abrió el cajón donde guardaba pañuelos limpios.
—Lo siento, Mary —dijo, apretándose contra los ojos el gran pedazo de tela blanca—, pero son demasiadas cosas al mismo tiempo…
—Lo sé, Amos —reconoció ella, y con una agilidad sorprendente colgó su bastón en la silla y dio la vuelta a la mesa hasta donde estaba él. Con delicadeza, acercó la cabeza de él a la parte delantera de su traje de lino.
—¿Sabes? Este día tenía que llegar…, el día en el que nos tendríamos que despedir. Al fin y al cabo, tengo quince años más que tú…
Él le apretó la mano, tan delgada y frágil, huesuda. ¿Cuándo se había convertido en la mano de una mujer vieja? Recordaba cuando era suave y sin manchas.
—¿Sabes que aún recuerdo la primera vez que te vi? —dijo, los ojos bien cerrados—. Fue en los grandes almacenes DuMont. Bajaste las escaleras con un vestido azul marino, y el pelo te brillaba como satén negro bajo la lámpara de araña.
Amos Hines podía sentir la sonrisa de Mary sobre su cabeza calva.
—Lo recuerdo. Tú aún llevabas puesto tu uniforme del ejército. En aquel momento ya habías descubierto quién era Will y habías venido a comprobar qué tipo de personas podían provocar que un chico como él se escapara de casa. Debo admitir que parecías algo deslumbrado.
—Estaba boquiabierto.
Le besó la cabeza y se separó de él.
—Siempre he estado agradecida por nuestra amistad, Amos. Quiero que lo sepas —dijo, volviendo a su silla—. Nunca he sido dada a las muestras de emoción, como bien sabes, pero el día que entraste en nuestra pequeña comunidad de East Texas fue uno de los más afortunados de mi vida.
Amos se sonó con el pañuelo.
—Gracias, Mary. Ahora tengo que preguntarte una cosa. ¿Percy sabe lo de…, tu estado?
—Aún no. Se lo contaré a él y a Sassie cuando vuelva de Lubbock. También entonces organizaré mi funeral. De haberlo organizado antes, las noticias de mi fallecimiento se habrían extendido por todo el pueblo antes de que yo hubiera salido del aparcamiento. Ingresaré en la residencia para enfermos terminales una semana después de mi vuelta. Hasta ese momento, me gustaría que mi enfermedad siguiera siendo nuestro secreto. —Se echó el bolso al hombro—. Y ahora tengo que irme.
—¡No, no! —protestó Amos, levantándose de la silla de un salto—. Aún es pronto.
—No, Amos, es tarde. —Se puso las manos detrás del cuello y se desabrochó las perlas—. Estas son para Rachel —señaló, dejando el collar sobre la mesa. Me gustaría que se las dieras de mi parte. Tú sabrás cuál es el mejor momento.
—¿Por qué no se las das tú misma cuando la veas? —preguntó él, sintiendo un ardor en la garganta. Mary parecía menguada sin las perlas, con la piel envejecida y expuesta. Desde la muerte de Ollie hacía doce años, en muy raras ocasiones se la veía sin ellas. Las llevaba a todas partes, con todo.
—Tal vez no las acepte tras nuestra charla, Amos, y entonces ¿qué haría yo con ellas? No debemos dejarlas a la discreción de los profesionales. Guárdalas tú hasta que ella esté preparada. Serán lo único que le quede de mi parte, de la vida que estaba esperando.
Él tropezó contra la mesa, el corazón le latía fuertemente.
—Déjame ir contigo a Lubbock —le rogó—, déjame estar contigo cuando se lo digas.
—No, querido amigo. Tu presencia allí podría hacer que después, entre vosotros, la situación resultara incómoda si las cosas no salen bien. Rachel debe considerarte imparcial. Te necesitará. Pase lo que pase, de todos modos, ella te necesitará.
—Lo entiendo —dijo Amos, con la voz entrecortada. Ella extendió la mano, y él comprendió que deseaba despedirse en ese momento. En los próximos días tal vez no volverían a tener la oportunidad de despedirse en privado. Cubrió la fría palma de su mano con sus propias manos huesudas, los ojos se le llenaron de lágrimas a pesar de su determinación de mantener en este momento la dignidad con la que había vivido toda su vida.
—Adiós, Mary —dijo.
Mary cogió su bastón.
—Adiós, Amos. Cuida de Rachel y de Percy por mí.
—Sabes que lo haré.
Ella asintió y él la observó dirigirse con su bastón hacia la puerta, la espalda rígida por la pose aristocrática tan propia de Mary Abrió y no miró atrás, solo le hizo un gesto de despedida con la mano y cerró la puerta tras de sí.