Capítulo 15

Mary permaneció en el salón largo rato después de que Miles se hubiera ido. Por el amor de Dios, cada hueso de su cuerpo le dolía de la fatiga que sentía, y la tristeza invadía lo más profundo de su ser. Se preguntaba qué pensaría su padre si pudiera ver ahora a su familia, dividida, cada uno de sus miembros separado del otro, sin posibilidad alguna de volver a unirse…, y todo debido a que su mujer y su hijo no eran capaces de apreciar la importancia que tenía Somerset como conservación de su patrimonio.

Miles no le había dado información alguna sobre la lesión de Ollie.

Mary se reconoció a sí misma que no había pedido detalles porque no quería saberlos. No los querría saber nunca, ese era el motivo por el que había decidido no ver a Percy a solas esa noche. En estos instantes, lo único que quería era fundirse entre sus brazos y que él le demostrara que estaba en casa de nuevo. Pero Miles tenía razón. El orgullo de Percy nunca le permitiría casarse con una mujer que servía a dos amos. No podía estar segura de la actitud que él tendría hasta que hablara con él. Pero esta noche no sería. Estaba demasiado cansada, se sentía demasiado sola, demasiado propensa a necesitarlo como para arriesgarse a un enfrentamiento con él esta noche. Podría aceptar lo que fuera. Esperaría a que fuera casi la hora de encontrarse con los Warwick para avisar de que Miles no podría acudir a la celebración y que todos se retirarían pronto. Lucy estaría encantada al ver que ella tampoco asistiría. No quería ni pensar en la reacción de Percy.

Más tarde esa noche, despierta en su habitación, oyó los sonidos apagados del jolgorio: la banda de música, los cuernos retumbantes y los fuegos artificiales, que venían de la plaza del pueblo. No mucho más tarde, bajó con sus zapatillas y batín al salón principal para poder oír los sonidos de los automóviles que regresaban de la fiesta. Habría tres, si Percy conducía el Pierce-Arrow que su padre había sacado del lugar donde lo había tenido guardado. A las once, escuchó primero a uno y luego al otro subir Houston Avenue. Echó un vistazo a través de las cortinas y vio el Cadillac de Abel, y un minuto después el Packard. Cuando la calle estuvo en silencio de nuevo, un tercero entró en el camino de entrada de los Toliver y se paró delante de la galería. El corazón le dio un vuelco.

Mary permaneció de pie ante los ventanales en la oscuridad de la habitación, escuchando y observando. El simple sonido de la portezuela del automóvil cerrándose tenía implicaciones sexuales, silenciosas pero firmes, y sugerían a un hombre decidido pero sin prisas. Escuchó el leve sonido de las llaves, los pasos suaves sobre las hojas caídas y pensó que se iba a morir de la ilusión de ver a Percy salir de las sombras, iluminado por la luna de octubre. El momento fue tan abrumador como había temido. La luna lo iluminaba en todo su esplendor. Caía sobre su figura alta, pelo rubio y anchos hombros; iba vestido de manera elegante con un traje hecho a medida, unos brillantes gemelos de oro y lo último en relojes de hombre, un reloj de pulsera, y unos brillantes zapatos hechos a mano…, un príncipe que venía a ver a una mendiga.

Casi había llegado a la galería cuando se paró, estupefacto.

—¿Qué? —Oyó ella que gritaba y vio a través de las cortinas que subía las escaleras de dos en dos. En el piso de abajo oyó cómo arrancaba la nota que ella le había dejado en la puerta y observó cómo se ponía debajo de la lámpara del porche que ella había dejado encendida para que él la pudiera leer. Dio un paso atrás y miró horrorizado hacia la ventana donde estaba ella; ella se llevó la mano a la boca—. ¡Vete al infierno, Mary! ¿Cómo has podido hacer esto? —exigió, hablándole a la ventana cortinada con la voz ronca por la furia y la decepción—. Sabes lo mucho que quiero verte, que lo único que quiero es verte. ¡Me dijiste que no me lo negarías, maldita seas! —Arrugó la nota entre sus dedos y caminó hasta la ventana a la que había estado mirando—. Mary sal aquí fuera. Sé que estás ahí dentro, ¡maldita sea! —Se agarró a la ventana con un brazo y esperó una respuesta.

Mary no se atrevió a mover ni un dedo, y se preguntó cómo era posible que él no pudiera escuchar el latido de su corazón, solo a unas pulgadas de su cabeza dorada. Ella cerró los ojos ante esta visión tan amada, metiéndose el puño en la boca para resistirse al abrumador impulso de abrir la puerta de par en par y echarse en sus brazos.

—Muy bien —dijo él, enderezándose, y ella pudo ver el brillo de la determinación en sus ojos—. Tal vez esta noche no sea un buen momento para nosotros, pero mañana sí lo será. Te veré entonces. Espérame.

Mary permaneció inmóvil hasta que vio que los brillantes faros del Pierce-Arrow iban calle arriba, y entonces soltó una bocanada de aire, que había estado aguantando. Bien. Mañana sería un mejor día para todos. Ambos estarían menos sensibles, no tan en vilo. Le diría a Sassie que lo invitara a tomar café por la tarde y ella volvería de la plantación pronto y se arreglaría, incluso haría algo con aquellas manos indecorosas. Para cuando llegara, ella estaría lista para verlo.

Se levantó pronto y ya estaba en los campos con el resto de terratenientes a las siete. Hacían una última pasada entre las hileras, sacando las cápsulas de algodón que quedaban antes de que empezaran las lluvias del otoño. Mary vaciaba los sacos de algodón dentro del vagón que transportaría la cosecha de aquel día al lugar donde se pesaba, cuando uno de los aparceros negros le tocó el hombro.

—Señorita Mary hay alguien aquí que desea verla.

Usó la mano como visera y miró hacia donde él señalaba. Casi se le salió el corazón por la boca.

—¡Ay, Dios mío, no! —Percy, con la chaqueta del traje abierta al viento, caminaba hacia ella entre las hileras de algodón recién cogido. Ella resopló. Ahora sí que no le quedaba ninguna esperanza: él la había pillado con un aspecto terrible, cosa que dejaba mal a Somerset. Resignada, se quitó su sombrero de ala ancha, se enjugó el sudor de la frente con la manga y fue a encontrarse con él.

Él se paró y la esperó. Como típico hombre, pensó molesta, esperaba que él se pusiera las manos en la cadera y frunciera el ceño en señal de desaprobación por su aspecto. No hizo ni una cosa ni la otra. Se metió las manos en los bolsillos, y en su cara no se dibujó expresión alguna, como si fuera la pizarra de un colegio al comenzar el día.

Pero ¿cómo era posible que no estuviera pensando lo que estaría pensando cualquier otro hombre? Ella llevaba puesta una vieja camisa holgada de franela de su padre, con las mangas enrolladas, y unos pantalones manchados metidos dentro de unas botas de obrero desgastadas. El sombrero era una nueva adquisición, que había decidido ponerse cuando se dio cuenta de que la piel se le estaba quedando marrón como una nuez y los chicos iban a volver pronto a casa. Los guantes le molestaban para recoger el algodón, y se había deshecho de los suyos, que ya estaban raídos. Tenía el pelo atado en una coleta con una cuerda de cuero crudo, y la cara y los antebrazos sucios de tierra. A ojos de él, debía de parecer una de esas mujeres itinerantes que a menudo acudían a sus puertas traseras pidiendo limosna.

Se detuvo a unos doscientos metros de donde él estaba, con su traje de negocios de aspecto inmaculado, consciente de que sus aparceros habían dejado de recoger y los estaban observando con expresión embelesada preguntándose claramente qué estaba haciendo en esta zona el señor Percy de la Compañía Maderera Warwick. Percy habló primero.

—Dios te salve María, llena eres de gracia.

Ella alzó la barbilla.

—No pensaba que la burla fuera parte de tu arsenal verbal.

—Hay mucho de mí que no conoces. —Los ojos entrecerrados le brillaron de rabia—. ¿Por qué no me abriste la puerta anoche?

—Pensé que te lo explicaba en la nota.

—Decía que todos os habíais ido a dormir pronto, pero tú estabas despierta, mirándome desde la ventana del salón, ¿no es cierto?

Mary pensó un momento y después admitió:

—Sí.

—¿Son esas maneras de tratar a un soldado que vuelve de la guerra?

—No, pero tanto tú como yo sabemos lo que habría pasado si yo hubiera abierto esa puerta, Percy.

Él dio un paso hacia ella, con una expresión de angustia.

—¡Por todos los santos, Mary! ¿Y qué habría tenido de malo? Pero, por Dios, si los dos somos adultos.

Mary miró a su alrededor; sintiendo una presión en el pecho y las piernas que le flaqueaban. Los aparceros habían vuelto al trabajo, pero lanzaban miradas curiosas sobre sus espaldas. Se preguntaba si la brisa de octubre habría arrastrado hasta ellos sus voces.

—Vamos a continuar esta conversación allí —dijo, señalando hacia el Pierce-Arrow, aparcado bajo un árbol.

—Vamos —asintió Percy, y la agarró del brazo con tanta fuerza que pareció que saldría disparada hacia el otro lado.

Él había llevado tazas y una botella especial diseñada para mantener las bebidas calientes, un nuevo producto del mercado americano llamado «termo». Los Warwick siempre eran los primeros en tener los trastos más modernos. Él le sirvió un café, pero Mary se negó a beber la taza humeante dentro del Pierce-Arrow, recordando lo que había sucedido la última vez que se había sentado en él. Le ayudó a extender uno de los cobertores del coche bajo la sombra de un árbol, y se sentaron, escondidos de las miradas por el gran tronco del árbol y por el Pierce-Arrow. Mary se percató de que él había visto sus manos, cortadas y pinchadas con los abrojos.

—Bueno —le dijo ella—, ya ves cómo es esto. Todas las manos son necesarias aquí fuera, incluso las mías, y será así hasta que acabemos de pagar la hipoteca.

—No tiene por qué ser así.

—Sí, sí tiene que ser así.

—Mary mírame. —Soltó su taza y la agarró de la barbilla firmemente con los dedos—. ¿Me quieres?

El corazón le empezó a latir con una fuerza aún mayor, y asintió con la cabeza.

—Sí, sí que te quiero.

—¿Te vas a casar conmigo?

Ella no contestó enseguida.

—Quiero hacerlo —contestó por fin, devolviéndole la mirada, con la misma intensidad que vio en sus ojos—. Ahora deja que yo te haga una pregunta. ¿Me tomarías a mí y a Somerset?

Él no apartó la mirada.

—Como me siento ahora, sí. Mary, no pensé en nadie más en todo el tiempo que estuve fuera. Te quiero ahora más que nunca. No me puedo imaginar mi vida sin ti. No quiero vivir mi vida sin ti. De modo que, sí, ahora mismo acepto cualquier cosa, con tal de que te cases conmigo.

Le había dado la respuesta por la que ella tanto había rezado, pero la oyó con tal tristeza que casi se echó a llorar. Él tenía cinco años más que ella, tenía mejor educación, tenía mundo, más experiencia en el trato con los demás; pero, con toda su ingenuidad, era ella la que podía ver el futuro tal y como sería si se casaban. En los dos años que él había estado fuera, tampoco había dejado de pensar en él y en la vida que tendrían juntos, y la noche anterior antes del amanecer había llegado a una conclusión.

—Percy —dijo, quitándole la mano de la barbilla y poniéndosela sobre el corazón—, así es como te sientes ahora. Pero ¿qué pasará cuando lo que sentimos el uno por el otro se haya agotado? Entonces, ¿qué? —No le dejó responder, poniéndole un dedo sobre los labios—. Yo te diré cómo sería. Tú llegarías a sentir rencor por el hecho de compartir mi amor con la plantación. Estarías celoso de Somerset y furioso conmigo por haber permitido que nos quitara el tiempo que podríamos haber pasado juntos y con nuestros hijos, en nuestro hogar atendiendo a nuestras obligaciones sociales, tiempo que tú habías imaginado pasar con tu mujer. Llegarías a odiar Somerset y llegarías a odiarme a mí. Y ahora dime que no sería así.

Su tono de voz era firme pero dulce, y en ella estaba el arrepentimiento enternecedor que él tenía que saber que ella sentía. Esperó a que él reaccionara, preguntándose por enésima vez cómo podía ser que estuviera dejando escapar a este hombre. Pero, siendo justa con ambos, ¿cómo no iba a hacerlo? Percy la estaba estudiando de ese modo suyo tan característico, como si pudiera verlo todo, y ella esperó que viera en su cara sucia y sus manos cortadas el futuro tal y como sería en Somerset, siempre a una mala cosecha de estar endeudados; le quitaría la energía a ella constantemente, sería una fuente de preocupaciones inacabable. Mary había pensado que algún día Somerset sería un lugar próspero y se veía a sí misma arreglada y vestida como correspondía a una algodonera; pero dos años de lucha contra terratenientes vagos, contra el gorgojo del algodón, contra los caprichos de la naturaleza y contra los impredecibles mercados de algodón le habían abierto los ojos a una realidad menos halagüeña. Sin embargo, era y siempre sería una algodonera, una algodonera Toliver, y fuera lo que fuese lo que le deparaba el futuro, estos últimos tres años le habían enseñado que podría con ello.

Finalmente, Percy dijo:

—¿Ahora quieres que yo te diga cómo me imagino nuestra vida de casados?

Ella se soltó de su mano.

—Si insistes —dijo, con el aire resignado de alguien que se ve obligado a escuchar un sueño imposible.

Le puso un mechón de pelo que se le había soltado detrás de la oreja.

—Llámalo orgullo masculino o arrogancia, o el poder del amor, pero yo creo que puedo hacer que abandones Somerset. Creo que puedo hacer que la mujer renuncie a la algodonera, y que ya no quieras pasar tu tiempo y energía luchando contra tus aparceros y el gorgojo del algodón y el clima. Cuando experimentes lo que puedo ofrecerte, siempre querrás estar conmigo, crear un hogar para mí y para nuestros hijos. Querrás estar ahí, sana y hermosa, cuando yo vuelva a casa al anochecer. Preferirás pasar los domingos por la mañana en la cama haciendo el amor antes que levantarte al amanecer para trabajar con los libros de contabilidad. Tu sangre Toliver no será tan importante cuando la veas combinada con la mía, en nuestros hijos. Y con el tiempo…

Suavemente, sin que Mary se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, la acercó a él y la besó de la forma que nunca había olvidado.

—Y con el tiempo —repitió, dejándola ir con una sonrisa y la mirada encendida—, te preguntarás cómo es posible que en algún momento te hubieras planteado la posibilidad de que una plantación matadora pudiera quitarle el lugar a tu marido y tus hijos.

Mary lo miró fijamente; se sentía los labios carnosos y suaves, como una fruta madura. ¡Él debía de estar soñando! ¡Le estaba contando un cuento de hadas! ¿Que la mujer renunciara a la algodonera? Pero ¡si eran una misma persona!

Exasperada, se apartó el mechón de pelo que se había soltado de nuevo, e ignoró sus instintos carnales.

—Percy, ¿cómo es posible que, en todos estos años, aún no sepas quién soy?

—Sé quién eres —dijo él, dispuesto a besarla de nuevo—. Simplemente no eres consciente de lo que yo he visto claramente. Y pienso enseñártelo, Mary —la mirada se le volvió seria—, te lo debes a ti misma. Nos lo debemos.

«Nos lo debemos». Eso hizo que Mary pensara en Ollie y en la cuestión crucial que la había atormentado durante toda la noche, que pensaba que no tendría el valor de preguntar. Pero ahora tendría que hacerlo.

—¿Y a Ollie? ¿Qué le debemos a Ollie?

Él frunció el ceño.

—Sé lo que yo le debo, pero ¿nosotros?

Mary lo observó para ver si en su expresión delataba que sabía de lo que ella le estaba hablando, pero en su cara solamente vio perplejidad. Ella le puso una mano en el brazo.

—Cuéntame qué ocurrió ese día.

Él se sentó junto a ella y, tras tomar un buen sorbo de café, empezó a hablar mirando a los campos.

—Nuestra guarnición llevaba columnas de soldados prisioneros de Francia a Alemania, en tropel. La mayor parte de los alemanes se alegraban de que la guerra hubiera llegado a su fin y lo único que querían era seguir con sus vidas, pero algunos seguían luchando por su patria. Eran esos de los que teníamos que tener cuidado. Se escondían al lado de las carreteras e intentaban abatirnos cuando nos sorprendían separados de las columnas. Fue uno de esos hijos de puta el que lanzó la granada. —Percy tiró lo que le quedaba de café sobre la hierba e hizo una mueca como si le hubiera dejado un mal sabor de boca—. Cayó justo detrás de mí, pero yo no la vi. Alguien chilló, pero para cuando reaccionara habría sido demasiado tarde. Ollie me pegó un empujón, me sacó de en medio y se tiró por encima de ella. —Se volvió para mirarla, con la expresión ensombrecida por los recuerdos—. Nadie tiene mayor amor que este, ¿sabes?

«No lo sabe», pensó ella, el alivio entremezclándose con el horror. Había estado escuchando con todos los sentidos puestos en detectar alguna referencia a la promesa que Ollie le había hecho a ella, pero no hubo ninguna. Seguía siendo un secreto entre ella y Ollie. Por lo que Percy sabía, Ollie había actuado por amor a un amigo cuya vida había antepuesto a su propia vida. Tal vez era cierto, y ella no estaba obligada a casarse con el hombre cuyo sacrificio le había traído a Percy de vuelta a casa sano y salvo. Pero la envolvió una ola de gratitud por su acción.

—Le estoy muy agradecida —dijo.

—¿Sí?

—Tú sabes que lo estoy, Percy.

Se miraron durante un instante que pareció durar una eternidad cuando a él le apareció un nuevo brillo en los ojos.

—¿Sabes qué me gustaría hacer ahora mismo?

—No quiero ni pensarlo.

—Me gustaría llevarte a la cabaña, meterte debajo de la ducha y enjabonarte enterita. Y entonces…

—Percy, cállate. —Mareada por un deseo repentino, Mary le puso una mano en la boca para evitar que sus palabras se escucharan en los campos de algodón.

Él siguió hablando a través de sus dedos.

—… te secaría y te llevaría en brazos hasta la cama y te haría el amor bajo las sábanas todo el día. ¿Cómo te suena eso?

Sin aliento, Mary le dijo:

—Imposible. —Y rápidamente se puso en pie—. Tengo que volver al trabajo.

—¡Eh! —gritó Percy, agarrándole de la parte superior de la bota—. No hemos terminado nuestra conversación, Gitana, la que empezamos antes de que me preguntaras por Ollie. No has escuchado lo que te quiero proponer.

—Pensaba que acababas de proponérmelo —dijo ella.

—Tengo una propuesta más seria.

—Pensaba que también me la habías expuesto.

—Esta no. —Se puso en pie—. Pero primero tengo una pregunta.

Ella miró a los aparceros, que aún echaban miraditas en su dirección.

—Bueno, pues pregunta rápidamente, antes de que empiecen a cotillear sobre nosotros.

Él le limpió un poco de tierra seca de la cara.

—Puede que la plantación fracase de todos modos, mi amor, y en ese caso, ¿qué harías tú?

Era como si el sol se hubiera escondido tras una nube. Él no le estaba preguntando sobre su ruina financiera, sino que le estaba preguntando cómo se sentiría ella si lo perdiera a él y a la plantación. Era una posibilidad que no se había permitido ni siquiera contemplar. Decidió dar un rodeo.

—Creo que el que yo perdiera Somerset a ti te iría muy bien.

A él se le heló la sonrisa.

—En otras palabras, ¿me estás preguntando si me alegraría de ganarte por defecto? Pues eso no me iría bien para nada, Gitana. Podría compartir la primera base, pero no entrar en segundo lugar. Querría que vinieras a mí no por necesidad, sino por elección, que te dieras cuenta de que me necesitas tanto como a Somerset. Así que, volviendo al tema de lo que nos debemos…

—¿Qué me propones? —preguntó ella, tragando saliva con dificultad.

—Propongo que nos demos la oportunidad de averiguar quién tiene la razón: tú o yo. Propongo que nos demos la posibilidad de ver si podemos vivir el uno sin el otro.

—Y… ¿cómo haremos eso?

—No como tú piensas, a menos que ocurra de ese modo. Lo haremos pasando tiempo juntos. Hablando, compartiendo comidas, yendo de paseo…

«¿De dónde voy a sacar el tiempo?», pensó afligida.

Él se le acercó, con ironía en la mirada.

—Sea como sea, tú ganas, Gitana —le dijo—. Soy yo el que podría perder.

Ella sintió cómo la sangre se le espesaba en las entrañas, caliente y punzante. ¿Se atrevería a aceptar su propuesta, arriesgándose de ese modo a estar expuesta a su magnetismo, a sus propias necesidades pérfidas? ¿O era esta una oportunidad para demostrarle a él que no estaban hechos el uno para el otro, para acabar con esta locura de una vez por todas?

—Aceptaré, si entiendes que no siempre podré estar a tu disposición cuando tú quieras, y si prometes no meterme prisas o aprovecharte de…, mi inexperiencia. Saldré corriendo como un conejo asustado si lo haces.

—Seré la comprensión y la paciencia en persona. Ni siquiera verás mi red.

«De eso tengo miedo precisamente», pensó ella, emocionada y al mismo tiempo asustada.

—Hay una cosa más… una cosa que quiero que me prometas.

—Lo que quieras.

—Que dejes de llamarme «Gitana».

Él se rio. Su risa fue un sonido enriquecedor, profundo, que tantas veces había rezado poder oír de nuevo.

—Lo prometo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —dijo ella, con los nervios de punta—. Ahora tengo que volver al trabajo.

Mary sabía que él la seguía con la mirada mientras regresaba a campo traviesa. No lo culparía si se lo estuviera pensando mejor. ¿Cómo podía desearla con esos pantalones y esa camisa de franela holgada, con el pelo suelto sobre los hombros como el de una indígena americana? No había ido muy lejos, cuando recordó una cosa. Se giró sobre sus talones.

—¿Y qué pasa con Lucy?

—¿Lucy? —Percy frunció el ceño, como si le costara recordar aquel nombre—. ¡Ah, Lucy! —dijo—. Le dije anoche que hay otra persona.

Mary se quedó de piedra.

—¿Le dijiste quién era?

—No, se lo ahorré. Parecía que no quería saber quién era. Le dije que era alguien a quien había querido toda la vida y que pensaba casarme con ella. Se ha ido esta mañana temprano. Ya no la veremos más por aquí.