Capítulo 5

Howbutker, Texas, Junio de 1916

Sentados en unas sillas que había colocadas ante el escritorio estaban Mary Toliver, de dieciséis años, su madre y su hermano, en el ambiente funerario del bufete de abogados de Emmitt Waithe. El olor a cuero y tabaco y libros viejos le recordaba al estudio de su padre en casa, ahora cerrado con una cinta negra que cruzaba la puerta de lado a lado. Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez, y se agarró las manos con más fuerza todavía, bajando la cabeza hasta que se le pasara el momento de dolor. Inmediatamente sintió que la mano de Miles cubría la suya, consolándola. Al otro lado de su hermano, vestida de negro de pies a cabeza y hablando a través de un velo que le cubría la cara, Darla Toliver lanzó una pequeña exclamación de lástima y dijo, irritada:

—Os digo que si Emmitt no viene pronto, voy a enviar a Mary a casa. No hay ningún motivo por el que tenga que pasar por esto justo después de enterrar a su padre. Emmitt sabe lo unidos que estaban. No me imagino qué debe de estar retrasándolo. ¿Por qué no podemos decirle a Mary lo que hay en el testamento cuando se sienta con fuerzas?

—Tal vez sea obligatorio que la beneficiaria esté presente en estas ocasiones —dijo Miles con una formalidad en sus palabras que había empezado a usar desde que se había ido a la universidad—. Probablemente por eso insiste Emmitt en que esté presente.

—¡Bah, pamplinas! —protestó Darla, usando un tono cortante que pocas veces utilizaba con su hijo—. Esto es Howbutker, querido, no Princeton. Mary es solo una pequeña parte del testamento de tu padre. No hay ninguna necesidad de que esté hoy aquí.

Mary escuchaba la conversación solo a medias. Había estado tan fría y distante desde que había muerto su padre —con ellos y con todo el mundo— que Miles y su madre a menudo hablaban de ella como si no estuviera presente.

Aún no podía creer que al día siguiente, y el día después y todos los días que estaban por venir, se despertaría en un mundo en el que su padre ya no estaba. El cáncer se lo había llevado de una forma demasiado brusca para que ella pudiera aceptar su muerte. Ya había sido devastador haber perdido a su abuelo cinco años antes, pero el abuelito Thomas había vivido hasta los setenta y un años. Su padre solo tenía cincuenta y uno, demasiado joven para perder todo aquello por lo que había trabajado…, todo lo que amaba. Ella se había pasado casi toda la noche en vela, preguntándose qué pasaría con ellos ahora que su padre ya no estaba. ¿Qué pasaría con la plantación? Miles no quería saber nada. Todo el mundo estaba al corriente. Lo único que deseaba era convertirse en profesor de universidad y enseñar Historia.

Su madre nunca se había interesado demasiado por Somerset y sabía muy poco sobre su funcionamiento. El interés de Darla residía en ser la esposa de Vernon Toliver y la señora de la mansión de Houston Avenue. Por lo que Mary sabía, casi nunca se había aventurado fuera del pueblo, donde empezaba la plantación y se extendía por hectáreas y más hectáreas junto a la carretera, casi sin interrupción, hasta el condado siguiente. Dallas se extendía más allá y Houston en la otra dirección, ciudades a las que su madre le encantaba ir en tren para comprar y pasar la noche.

Habían pasado muchos junios y, sin embargo, su madre nunca había visto los campos cubiertos de miles de flores de algodón en toda una gama de colores que iba del blanco cremoso al rojo suave. Mary nunca se perdió ni uno. Ahora solamente ella sabía lo cerca que estaban. Ahora solo quedaba ella para emocionarse ante las flores que gradualmente daban lugar a las pequeñas y duras cápsulas de algodón; hasta agosto, cuando de repente era posible ver alguna mota blanca salpicando el verde mar. ¡Ay!, observar cómo el color blanco se extendía después de eso, salir a caballo como hacía a menudo con su padre y el abuelito Thomas en la inmensidad cubierta de blanco, como nubes sobre las olas de color verde que iban de horizonte a horizonte, y saber que pertenecía a la familia Toliver.

No había mayor alegría ni gloria para ella, y ahora existía la horrorosa probabilidad de que pronto desaparecería todo. Un pensamiento la había paralizado antes del amanecer. ¿Y si su madre vendía la plantación? Como nueva dueña de Somerset, sería libre para disponer de ella como le viniera en gana, y nadie podría detenerla.

Se abrió la puerta de un despacho colindante. Entró Emmitt Waithe, el viejo abogado de la familia Toliver, deshaciéndose en disculpas por haberlos hecho esperar; pero de inmediato Mary se dio cuenta de que había algo extraño en su manera de actuar, y poco tenía que ver con su retraso. Ya fuera por conmiseración por su pena, o por otro motivo, parecía no poder mirarlos a los ojos. Se movía de un lado a otro, cosa poco habitual en un hombre taciturno y parco en movimientos como él, que ahora parecía estar excesivamente preocupado por su comodidad. ¿Querían té o tal vez café? Haría que su secretaria bajara corriendo a la tienda a comprarle un refresco a Mary.

—Emmitt, por favor —interrumpió Darla, intentando calmarlo—. Solo necesitamos tu brevedad. Ya no podemos más emocionalmente y te pediríamos que…, bueno, que fueras al grano, si me disculpas mi forma de hablar.

Emmitt se aclaró la voz, miró a Darla de manera extraña por un momento y fue al grano. Primero sacó una carta de un sobre encima de un documento de aspecto formal que había traído consigo.

—Esto es… —volvió a carraspear— una carta de Vernon, que escribió poco antes de morir. Quería que se la leyera a ustedes antes de desvelar el contenido de su testamento.

Tras el velo, los ojos de Darla se humedecieron.

—Por supuesto —dijo ella, extendiendo su mano para agarrar la de su hijo. Emmitt empezó a leer:

Mis queridísimos mujer e hijos,

Nunca me he considerado un hombre cobarde, pero me encuentro con que no tengo el valor de informaros del contenido de mi testamento estando aún vivo. Dejadme que os asegure, antes de leerlo, que os quiero a cada uno de vosotros con todo mi corazón y que desearía, profundamente, que las circunstancias me hubieran permitido hacer una distribución más justa y generosa de mis propiedades. Darla, mi querida esposa, te pido que entiendas por qué he hecho lo que he hecho. Miles, hijo mío, no puedo esperar que tú lo entiendas, pero algún día, tal vez, tu heredero estará agradecido por el patrimonio que te estoy dejando y que confió que retengas para la sangre de tu sangre.

Mary me pregunto si recordándote como lo he hecho no estaré perpetuando la maldición que ha perseguido a los Toliver desde que se taló el primer pino en Somerset. Te dejo muchas y grandes responsabilidades, que espero no te lleven a una posición desfavorable en lo que a tu felicidad se refiere.

Vuestro querido marido y padre,

Vernon Toliver

—¡Qué extraño! —exclamó Darla, lentamente, ante el silencio de Emmitt, que volvía a doblar la carta y la metía de nuevo en el sobre. ¿A qué crees que se refería Vernon cuando dijo «A una distribución más justa y generosa de mis propiedades»?

—Estamos a punto de descubrirlo —comentó Miles con una expresión de dureza en su fina cara.

Mary se había quedado paralizada. ¿Qué quería decir su padre con «muchas y grandes responsabilidades»? ¿Tenía algo que ver con las últimas palabras que él le había dirigido, que ella había interpretado como el mensaje incoherente de un hombre moribundo reviviendo una terrible pesadilla? «Hagas lo que hagas, cueste lo que cueste, recupera las tierras, Mary».

—Me dieron órdenes de informaros sobre otro asunto antes de leer el testamento —dijo Emmitt, cogiendo otro documento. Se lo dejó a Miles sobre el escritorio y explicó—: Es un contrato hipotecario. Antes de que Vernon supiera que estaba enfermo terminal, pidió un préstamo al Banco de Boston, ofreciendo Somerset como aval. El dinero del préstamo fue para pagar una serie de deudas relacionadas con la plantación, además de la compra de terreno adicional para cultivar algodón.

Tras leer el documento por encima, Miles levantó la cabeza.

—¿Estoy leyendo bien? ¿Un interés del diez por ciento durante diez años? ¡Eso es un robo a mano armada!

—¿Tú dónde has estado, Miles? —Emmitt se llevó las manos a la cabeza—. Los granjeros de aquí han pagado el doble por el privilegio de pedir préstamos a estos grandes corredores hipotecarios del Este y a los bancos comerciales. Si hubiera sacado el préstamo con los cultivos como aval, habría pagado un tanto por ciento considerablemente más elevado; pero hipotecando la tierra podía conseguir el dinero más barato, si quieres llamarlo así.

Mary permaneció inmóvil, horrorizada. La tierra hipotecada… ¿Ya no estaba en manos de los Toliver? Ahora entendía el significado del ruego de su padre moribundo…, su desesperación. Pero ¿por qué se había dirigido a ella?

—¿Y qué pasará si los cultivos no producen? —preguntó Miles, con un tono brusco—. Es cierto que ahora el algodón está a buen precio, pero ¿qué pasará si tenemos una mala cosecha? ¿Significa eso que perderemos la plantación?

Emmitt se encogió de hombros. Mary que miró primero la cara severa del abogado y después la cara sonrojada de su hermano, habló por primera vez.

—¡Los cultivos producirán! —declaró, casi histérica—. Y no vamos a perder la plantación. ¡Ni lo sueñes, Miles!

Miles pegó un fuerte manotazo contra el brazo de la silla.

—¡Santo cielo! ¿En qué debía de estar pensando papá al comprar más tierras cuando podía estar poniendo en peligro las que ya tenemos? ¿Por qué demonios nos ha dejado una deuda todavía más grande comprando maquinaria que pensó que necesitábamos en este preciso momento? Y yo que pensaba que era un astuto hombre de negocios.

—Si te hubieras interesado un poquito más por sus asuntos, te habrías enterado de lo que estaba haciendo, Miles —dijo Mary en defensa de su padre—. No es justo culpar a papá por las decisiones que nunca te ofreciste a ayudarle a tomar.

Miles pareció sorprendido por su reacción. Casi nunca discutían, aunque existían muchas diferencias entre ellos. Miles era un idealista, ya gravitando hacia el marxismo, que defendía quitarle la propiedad y los beneficios a la clase alta y distribuirlos más equitativamente entre las masas. Odiaba el sistema de contratación como el que había en el Cinturón Algodonero, y pensaba que había sido ideado para mantener al pobre granjero alquilado atado al terrateniente. Su padre estaba en total desacuerdo con su punto de vista, alegando que el sistema de sembrado, que se manejaba de manera justa, daba libertad al granjero alquilado para ser su propio jefe. Mary estaba totalmente del lado de su padre.

—Era prácticamente imposible que Miles tuviera conocimiento de las decisiones de vuestro padre, puesto que lleva cuatro años fuera, en el colegio.

El velo de Darla se agitó por el pequeño reproche.

—Lo hecho, hecho está. Si necesitamos dinero, venderemos parte de Somerset. Si tu padre hubiera sabido que se estaba muriendo, nunca habría adquirido más hectáreas. Desde su lugar en el cielo, seguro que entenderá por qué tengo que deshacer el daño que nunca tuvo intención de causar. ¿No es así, Emmitt? Y ahora me harías un favor si me leyeras el testamento para acabar ya de una vez por todas con todo esto. Parece que Mary no se encuentra bien. Tenemos que volver a casa.

Mirando de nuevo de manera extraña a Darla, Emmitt cogió el documento con una mano, lentamente, y leyó en alto. Cuando hubo terminado, sus oyentes se quedaron mudos, demasiado estupefactos para pronunciar palabra.

—Yo…, no me lo puedo creer —susurró Darla por fin. Tras el velo, tenía los ojos vidriosos del susto—. ¿Estás diciendo que Vernon le ha dejado la plantación entera a Mary, a excepción de ese terreno estrecho junto al Sabine? ¿Eso es lo único que va a recibir nuestro hijo de su padre? ¿Mary se quedará también con la casa? ¿Y a mí me deja solo el dinero que haya en el banco? Pero…, no puede haber mucho, ya que Vernon estaba usando hasta el último centavo para pagar la hipoteca.

—Eso parece —concluyó el abogado, consultando una página en una libreta de banco que tenía en su posesión—. Sin embargo, sí debes saber, Darla, que legalmente tienes derecho a vivir en la casa y a recibir el veinte por ciento de los beneficios que se generen de la tierra hasta que vuelvas a casarte o fallezcas. Vernon lo especificó en el testamento.

—¡Qué gran generosidad por su parte! —dijo ella, apretando los labios.

Mary permaneció rígida en su silla, agarrándose las manos fuertemente, deseando que la expresión de su cara no delatara su alivio, la alegría absoluta, que invadía su corazón desconsolado. ¡La plantación era suya! Su padre, previendo que su madre la vendería, la había dejado en manos de la única Toliver que jamás la dejaría escapar. Daba igual que el testamento hubiera dado a Miles un poder notarial sobre Somerset hasta que ella pudiera asumir legalmente el control a los veintiún años. Por el bien del veinte por ciento de su madre, él se aseguraría de no interferir en su próspero manejo y en la prioridad de pagar la hipoteca.

Su hermano se había levantado y caminaba de un lado a otro dando grandes zancadas, típicas de él cuando estaba alterado.

—¿Me estás diciendo —preguntó, volviéndose con exasperación hacia el abogado— que el sustento que va a tener mi madre el resto de su vida depende del éxito de la plantación, y que se le va a privar de tener su propia casa en propiedad?

Emmitt removió unos papeles y evitó mirarlo a los ojos.

—Dejándole la casa a Mary asegurará que tu madre siempre tenga un hogar, Miles. A menudo se da el caso, en ocasiones como esta, en que las casas se venden de manera poco prudente y el dinero de la venta desaparece rápidamente. Y deja que te recuerde que el veinte por ciento de los beneficios no es ninguna miseria. Con el precio tan alto al que se está vendiendo ahora el algodón, especialmente si la guerra llegara a Estados Unidos, Somerset disfrutaría de enormes ingresos. Tu madre, desde luego, podrá vivir de manera muy acomodada.

—Con menos gastos y si la cosecha no falla —susurró Darla. Emmitt se sonrojó y miró a Miles por encima de sus gafas.

—Por tu bien, tu hijo tendrá que encargarse de que no sea así. —El abogado se quedó pensando un momento, como debatiendo si decir sus próximas palabras. Tras aparentemente decidir que sí, soltó su bolígrafo sobre la mesa y se apoyó en su silla—. De hecho, Vernon pensó que no tenía otra opción que escribir el testamento como lo hizo.

Aún de pie, con claro desdén, Miles preguntó:

—¿No? ¿Y eso por qué?

Emmitt miró fijamente a Darla.

—Tenía miedo de que vendieras la plantación, querida, como propusiste hace solo un par de minutos. De esta manera, podrás seguir disfrutando de lo que produzca Somerset, como habría sido si Vernon siguiera vivo, y la plantación y la casa permanecerán en la familia Toliver.

—Con la diferencia que antes me mantenía mi marido y ahora dependeré de mi hija para comer y tener un techo sobre mi cabeza. —Darla habló con una voz tan carente de fuerza que el velo prácticamente ni se movió.

—Sin mencionar que ha trastocado mis planes para los próximos cinco años —dijo Miles, temblándole el labio superior de la rabia.

Darla soltó los brazos de la silla, que había estado agarrando con fuerza, y se puso las manos en el regazo.

—Así que debo entender, por lo tanto, que las circunstancias a las que mi marido se refería en la carta tenían que ver con su miedo a que yo vendiera la plantación o que, en su defecto, la administrara mal. ¿Son esos los motivos por los que descartaba?, ¿cómo lo expresó?, «¿una distribución más justa y generosa de mis propiedades?»

—Creo entender que has comprendido a la perfección los motivos de tu marido, Darla. —El rostro de Emmitt se suavizó, evidentemente, intentando calmar las cosas—. Vernon creía que, a la larga, Mary sería la Toliver más indicada para dirigir la plantación. Parece haber heredado la habilidad de administrar las tierras, además de una devoción y una lealtad a Somerset y la forma de vida que proporciona. Pensó que ella sería la única que podría sacar beneficio a la plantación, un beneficio que revertiría en todos vosotros y que se mantendría para las siguientes generaciones, incluidos tus hijos, Miles.

Miles hizo una mueca de indignación y se puso de pie tras la silla de su madre, apoyándole una mano comprensiva sobre el hombro.

—Ya veo… —En la voz de Darla no se percibía emoción alguna. Con toda la intención del mundo, se levantó el velo y, con calma, se lo metió bajo las plumas del enorme sombrero que llevaba por el luto. Era una mujer extremadamente guapa, con una piel blanca como el alabastro y unos ojos brillantes. Su hijo había heredado su tono ámbar, su pelo caoba y la forma de su pequeña naricilla. Mary, por otro lado, se había visto favorecida por la llamativa combinación de rasgos que habían caracterizado a los Toliver desde los días de los primeros Lancaster ingleses. Todo el mundo decía que no podía ser sino hija de Vernon Toliver.

Mary observó con inquietud cómo su madre se levantaba de la silla, una figura alta y distante, prácticamente una desconocida en su sombrío traje negro. Le preocupaba que se hubiera levantado el velo, y también el brillo desconocido de sus ojos. Cualquier vestigio de dolor había desaparecido. Todo estaba claro como el agua. Ella y Emmitt también se pusieron en pie.

—Debo hacerte una pregunta más, Emmitt, ya que tengo tan poca experiencia en estas cuestiones…

—Por supuesto, querida. Cualquier cosa. —Emmitt hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Los contenidos del testamento… ¿Se harán públicos?

Emmitt apretó los labios.

—Un testamento es un documento público —explicó con una reticencia evidente—. Una vez se ha leído frente a los beneficiarios, se convierte en un expediente judicial que cualquiera, especialmente los acreedores, pueden leer. Además… —El abogado se aclaró la voz, y pareció estar incómodo—. Los testamentos que se han archivado para ser probados salen en el periódico. Esto es en beneficio de aquellos que puedan tener una reclamación contra la propiedad.

—Excluyendo a los miembros de la familia —comentó Miles, con la mandíbula apretada.

—Es decir, ¿que cualquiera que tenga curiosidad por conocer los detalles del testamento puede verlo? —preguntó Darla.

Emmitt simplemente asintió. Pareció que Darla perdía todas sus fuerzas.

—¡Maldito sea papá! —dijo Miles, apartando la silla de su madre de forma brusca, para poder salir.

—¡Hum!…, hay una cosa más que le prometí a Vernon que haría, Darla. —Abrió un mueble que tenía detrás y sacó un jarrón en el que había una sola rosa roja—. Tu marido me pidió que te diera esto después de leer el testamento. Puedes quedarte con el jarrón, por supuesto.

Lentamente, Darla cogió el fino jarrón entre sus manos enguantadas, ante la atenta mirada de su hijos. Tras estudiarlo con detenimiento, lo puso sobre le mesa de Emmitt y extrajo la rosa.

—Quédate con el jarrón —dijo con una sonrisa tan extraña que todos retrocedieron ligeramente—. Vamos, niños.

Saliendo majestuosamente de la habitación, Darla Toliver soltó la rosa en una papelera junto a la puerta.