Capítulo 8

Atlanta, Junio de 1917

Con el equipaje a punto, Mary cerró la última maleta y disfrutó del final que simbolizaba ese sonido. Simbolizaba el final de su encarcelamiento en Bellington Hall, gracias a Dios. Por fin había pasado el año, y volvía a casa. En tres días estaría pisando el suelo de su pueblo natal, para nunca más irse de allí si así lo deseaba. Y eso era lo que deseaba, pensó de modo salvaje, bajando la maleta de la cama de un tirón. Aunque no había ganado nada de este año perdido en Bellington, sí había reafirmado lo que ya sabía cuando llegó: no quería estar en ningún otro sitio que no fuera Howbutker, no quería ser otra cosa que algodonera.

¿Dónde demonios estaba Lucy? Se pondría furiosa si esa chica retrasaba su partida. La directora probablemente la había enviado a hacer algún recado para que no pudiera llegar a tiempo. Bueno, pues si la señorita Peabody pensaba que ella iba a perder el tren para poder decirle adiós a su compañera de habitación, estaba tan equivocada sobre ella como lo había estado el día que se conocieron.

Arrastró su maleta al otro lado de la puerta y la dejó con las demás, para que el portero las recogiera. Era la última en salir de aquella residencia. La señorita Peabody también se había asegurado de eso, un último golpe a la armadura que Mary había construido para protegerse de Bellington Hall y, sobre todo, de la directora.

En el pasillo, todas las puertas que daban a los dormitorios estaban abiertas; sus ocupantes se habían marchado, el eco mudo de sus voces resonaba en el silencio. Mary permaneció de pie en la puerta y escuchó, teniendo ya dificultades para recordar las caras de las chicas con las que había compartido esta ala de la residencia. Aunque tenían su misma edad, le habían parecido intolerablemente jóvenes, con la cabeza llena de la paja que los profesores habían intentado inculcarle también a ella. Mary había percibido su alegría al enterarse de que ella iba a ser la última en abandonar la escuela.

Todos excepto Lucy.

Sintió una punzada de arrepentimiento. Debería darle vergüenza desear que Lucy no llegara a su dormitorio antes de partir hacia la estación. Lo que pasaba era que Lucy convertiría su despedida en una terrible escena sensiblera, y ya había soportado bastantes escenas de esas por parte de su compañera de habitación.

Además, ya tendría bastante con la confusión emocional con la que se iba a encontrar. Todo se había venido abajo en Somerset. Como ella había temido, Miles había dado una nueva imagen de terrateniente informal, que tantas veces había discutido con su padre y que había tenido los resultados esperados. En marzo, desesperada por tener alguna noticia de la plantación, ya que Miles había incluido poquísima información sobre Somerset en su esporádica correspondencia, había escrito a Len. El capataz le había contestado a vuelta de correo y, con una caligrafía muy trabajada, usando un lápiz de grafito, que ella imaginaba se habría llevado a la boca en numerosas ocasiones, le había relatado, de la manera más respetuosa que su disgusto le había permitido, la deplorable situación en que se encontraba Somerset.

Presa del horror Mary había visualizado la situación. Para demostrar que un trato laissez faire de los aparceros tendría como resultado mayores beneficios para todos, Miles había dado instrucciones a Len de que guardara su libro de cuotas, su ceño fruncido y su látigo invisible y que se fuera a pescar. Los aparceros no necesitaban supervisión, le informó. Cada hombre podía trabajar según su propio dictamen. Tenían familias a las que alimentar, tierras que cuidar, algodón que cultivar. Harían eso y más. Len vería los resultados a la hora de liquidar los pagos. Dale a un hombre su dignidad y mano libre para gobernarse a sí mismo y su energía no tendrá límites.

En consecuencia, le informó Len, los aparceros que no se preocupaban de sí mismos ni de sus familias habían aflojado. Empaquetarían menos hectáreas este año, teniendo en cuenta que iban a perder muchas por el gorgojo del algodón. Parecía ser que la forma de dirigir de Miles no estaba dando buenos resultados y tal vez fuera necesario que la señorita Mary volviera a casa para hablar con su hermano.

Mary estaba al borde de las lágrimas cuando acabó de leer la carta de Len.

—¡Miles! —había exclamado, caminando de un lado a otro. Sabía que esto iba a ocurrir. Sin Len blandiendo su «látigo imaginario», que no era más que una supervisión constante de los aparceros, resultaba evidente que la producción iba a bajar. Había que comprar semillas, fertilizante, maquinaria, y pagar el mantenimiento y las reparaciones; casi no tendrían dinero para pagar la hipoteca.

—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —sollozó, queriendo hacer la maleta en ese mismo instante y vérselas con su hermano. ¡No tenía ningún derecho de satisfacer sus tendencias socialistas a costa de la plantación!

Había decidido hacer las maletas, cuando le llegó una carta de Beatrice Warwick.

Con su estilo directo, Beatrice escribió que Miles le había contado que Mary no se sentía integrada en Bellington Hall. Si ese era el caso, y conociendo a la fogosa Mary, sospechaba que estaría planeando volver a casa antes de que terminara el trimestre. Beatrice le escribía para aconsejarle que no lo hiciera. La situación de su madre no había mejorado. Solo se dignaba a ver a Miles, a Sassie y a Toby Turner, su «manitas». Se había negado a ver a nadie más, incluyéndola a ella. La casa estaba oscura y cerrada, y ya nadie iba allí de visita. En su opinión, Houston Avenue no era el lugar adecuado para Mary en ese momento. Su presencia sería una carga más para Miles y entorpecería la recuperación de su madre. Tiempo para aceptar el contenido del testamento, ahora conocido y discutido por todo el mundo, era lo único que Mary le podía dar a Darla por el momento.

Mary leyó la carta entre el desespero y la furia. Nunca había ocurrido que un miembro de una de las familias interfiriera en los asuntos personales de la otra a menos que las otras dos lo hubieran pedido. Miles debía de habérselo pedido. Le habría contado que ella había creado una terrible rebelión en Bellington y, preocupada por su mejor amiga, Beatrice habría aceptado escribir la carta.

Con el corazón en un puño, Mary había doblado la carta y había decidido que no tenía más opción que esperar a acabar el año en Bellington y rezar por su madre y por Somerset. Los precios del algodón estaban por las nubes en aquella época debido a la demanda por la guerra en Europa. De momento, los beneficios compensarían la idiotez de Miles y ella podría volver a casa antes de la próxima temporada de cultivo.

Entonces hubo un par de golpes más. En abril, Estados Unidos declaró la guerra a Alemania. El Congreso aprobó el decreto de reclutamiento selectivo por el que cualquier hombre que no estuviera discapacitado entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, debía alistarse para hacer el servicio militar obligatorio. Mary temiendo lo peor, esperó ansiosamente. En efecto, Len Deeter estuvo entre los primeros del condado en ser llamado a filas. ¿Quién quedaría en el condado para sustituirlo?

Después, para empeorar aún más las cosas, recibió una carta de Miles el primero de junio en la que le decía que él, Percy y Ollie, se habían alistado en el ejército y en julio tendrían que incorporarse al campamento de instrucción de oficiales en Georgia. Lo primero que se preguntó fue que cómo iba Miles a actuar como fideicomisario de Somerset si iba a haber un océano entre él y Howbutker. Lo segundo fue darse cuenta de que Miles podía morir o quedar lisiado y lo mismo les podía ocurrir a Percy y a Ollie.

Horrorizada, asolada y furiosa, se había puesto a llorar. ¿Cómo podían Abel DuMont y los Warwick permitir tal estupidez? Como únicos hijos varones, los chicos podían haber alegado tener obligaciones ineludibles en sus hogares, especialmente Miles, ya que su familia dependía de él. ¿Cómo podía largarse y dejar a su madre? ¿Cómo le podía hacer esto a su hermana pequeña? Mary debía volver a casa y hablar con él de esta locura.

—Veo que ya ha hecho las maletas.

El seco comentario había salido de la boca de Elizabeth Peabody, directora de la escuela. Estaba de pie en la puerta, con los quevedos bien puestos y la carpeta bajo el brazo.

—Sí, ya estoy —dijo Mary sorprendida. No esperaba que la señorita Peabody en persona viniera a darle el visto bueno para irse. La supervisora de la residencia o sus estudiantes asistentes, una de ellas Lucy Gentry su compañera de habitación, habían sido las encargadas de desalojar a las demás chicas de este piso, y ahora que Mary era la última en abandonar la residencia, no faltaba personal para llevar a cabo esta labor. Pero era lógico, por su mal carácter, que la señorita Peabody no hubiera enviado a Lucy. «Ha venido a soltarme un último sermón», pensó Mary, volviéndose de espaladas a propósito, para ponerse la chaqueta de viaje.

—¿Cuántas maletas?

—Cuatro.

Elizabeth Peabody marcó algo en su sujetapapeles con trazos rápidos y precisos. Tras entrar en la habitación, lanzó una mirada crítica hacia las camas sin sábanas y las paredes, los cajones vacíos y abiertos y los armarios.

—¿Se ha asegurado bien de que no se esté dejando nada? La escuela no se responsabiliza de los artículos que quedan aquí una vez las alumnas se han ido oficialmente del campus.

—No me dejo nada, señorita Peabody.

La señorita Peabody se volvió de repente hacia Mary y los ojos le relampaguearon tras los quevedos. En su mirada había antipatía, que Mary recibió con la fría indiferencia que la había distinguido del resto de los estudiantes desde el principio.

—Puede estar segura de ello —dijo la directora—. Nunca ha terminado aquí sus estudios ninguna alumna que contribuyera y obtuviera tan poco de la escuela.

Mary le dio vueltas al comentario y respondió con la sonrisa bien puesta:

—Venga, vamos, señorita Peabody. Eso no es cierto. He aprendido que la oración que usted acaba de pronunciar tiene una estructura totalmente paralela.

—Es usted imposible. —Saltaba a la vista que la directora agarraba el bolígrafo con más fuerza—. Una chica imposible, terca y egoísta.

—A su parecer, tal vez.

—He aprendido a fiarme de lo que ven mis ojos, señorita, y ven a una jovencita que vivirá para arrepentirse de la decisión que ha tomado.

—Lo dudo, señorita Peabody.

La directora se refería al hecho de que hubiera rehusado convertirse en la otra mitad de una de las famosas parejas que salían de Bellington Hall cada año. Nada más llegar Mary había descubierto que muchas madres enviaban a sus hijas a Bellington para buscar un marido adecuado entre los ricos hermanos, primos y tíos más jóvenes o incluso padres enviudados de las compañeras de clase. El hombre al que Mary había rechazado era Richard Bentwood, un rico manufacturero textil de Charleston, hermano de una de las pocas chicas a las que Mary había llegado a coger cariño.

—Ya que Amanda estará aquí un año más —sugirió—, tal vez tenga más suerte presentando a su hermano a alguien muchísimo más apropiada para él que yo.

—El señor Bentwood no necesita de mis servicios para presentarle a mujeres apropiadas, señorita Toliver. Puede estar segura de que abundan en sus círculos sociales, mientras que es muy poco probable que usted vuelva a conocer a otro Richard Bentwood en el suyo.

Mary se dio la vuelta para ponerse un sombrero de ala ancha antes de que la señorita Peabody pudiera ver que el comentario le había afectado. La directora, en parte, tenía razón, aunque Percy y Ollie y el hijo de Emmitt Waithe, Charles, estaban a la altura de cualquier hombre, incluido Richard Bentwood. El problema era que ninguno de esos chicos era para ella y se había preguntado, cuando rechazó la propuesta de matrimonio de Richard, cuándo y dónde volvería a conocer a alguien como él de nuevo. Había sido perfecto para ella en todos los aspectos, a excepción de lo que más le importaba. Él hubiera querido que ella dejara Somerset en manos de un encargado que le llevara las tierras cuando se casaran, para poder vivir con él en Charleston. Eso, por supuesto, era impensable, pero la noche en que se habían despedido para siempre, ella había experimentado un pánico desconocido. ¿Qué pasaría si no aparecía nadie más que pudiera hacerla sentir como Richard? ¿Y si no había nadie en su futuro con quien se quisiera casar y tener hijos?

Para su consuelo, Mary oyó que el portero recogía su equipaje en el pasillo, pero la directora aún no había terminado con ella. Mientras Mary se ponía los guantes, continuó hablando:

—Tengo entendido que los herederos sanos de sus familias gobernantes van a ir a la guerra. Esperemos que el destino no se cebe con ellos y les deje perpetuar sus linajes. Sin embargo, por lo que he leído de la guerra de trincheras en Europa, debemos dudar de su caridad. En caso de que perdiéramos a nuestros jóvenes, —la directora se tocó la mejilla fingiendo estar aterrorizada—, no habrá muchas opciones donde elegir, ¿verdad?

Mary sintió que palidecía. Las imágenes que la habían estado inquietando desde que los chicos se alistaron volvieron a su mente. Vio sus cuerpos tirados en charcos de sangre, en algún campo de batalla dejado de la mano de Dios, Miles tirado como un espantapájaros, el pelo rubio de Percy inmóvil para siempre, la luz apagada eternamente en los brillantes ojos de Ollie.

Abrió su bolso bordado con cuentas y armazón de carey, una de las últimas compras que había hecho en los grandes almacenes DuMont.

—Aquí está la llave de mi dormitorio —dijo Mary sin una sola señal de arrepentimiento—. Eso debería ser todo, señorita Peabody. Tengo que coger un tren.

Mary pensó que la llamaría de vuelta al salir de la habitación. Sería muy propio de la bruja el buscarse algún motivo para retenerla: alguna factura que le faltaba pagar, un falso pago por daños, un libro perdido…

Por lo que parecía, la directora estaba tan contenta de librarse de ella como ella lo estaba de librarse de Bellington Hall, y caminó por el pasillo sin que nadie la asediara hasta la escalera, hacia su libertad.

Al bajar las escaleras, se encontró con Samuel, el portero, que la esperaba. La saludó con una sonrisa que dejaba entrever su diente de oro.

—Sabía que estaría ansiosa por salir, señorita Mary. El taxi está de camino. ¿Cuánto hace que no vuelve a casa?

—Demasiado tiempo, Samuel.

De propina, le entregó una moneda de cinco centavos, lanzándole una sonrisa de agradecimiento.

—¿Has visto a la señorita Lucy?

—Está en la Colina. Subió hace unos veinte minutos.

—¿La Colina? —gritó Mary—. ¿Por qué se iría precisamente ahora?

La Colina era la oficina de correos del campus, llamada así porque estaba situada en una zona de tierra elevada, a un buen trecho de allí. Lucy nunca recibía correo, pero siempre insistía en acompañar a Mary cuando iba a comprobar si en su taquilla había llegado alguna noticia de Percy.

Un taxi tirado por caballos traqueteó al pasar por las grandes verjas de hierro forjado.

—Aquí está su carruaje, señorita Mary —anunció Samuel, y la preocupación por Lucy desapareció, como el polvo bajo las ruedas del carruaje.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Mary.

Samuel había cargado su equipaje y estaba a punto de ayudarla a subir al carruaje de dos asientos cuando se oyó una voz familiar que gritaba.

—¡Mary! ¡Samuel, para el carro!

—Es la señorita Lucy —aclaró innecesariamente Samuel.

—Eso me temo —suspiró Mary.

Observó cómo la figura menuda corría hacia ella, aguantándose el vuelo de su vestido pasado de moda, y sintió un ligero enfado, seguido de una sensación de culpabilidad, sentimientos a menudo asociados con Lucy Gentry; enfado, porque la chica se había pegado a ella como una lapa desde que había llegado a Bellington Hall, y culpabilidad porque había sido la única compañera de clase, además de Amanda, que se había portado bien con ella. Irritada, se dio la vuelta para mirar a la chica.

—¿Por qué fuiste a la oficina de correos cuando sabías que yo tenía que tomar un tren?

—Para recoger esto. —Lucy agitó un sobre ante la cara de Mary—. Vamos, sube. Te acompaño. Samuel, llama al señor Jacobson y pídele que el camión de la leche pase a buscarme por la estación, ¿de acuerdo?

—La señorita Peabody la va a coger por el cuello —le advirtió Samuel.

—Me importa un carajo —dijo Lucy, dándole un empujón a Mary para que entrara en el carruaje, y agarrándose de las faldas para encaramarse tras ella.

A regañadientes, Mary dejó sitio a la enorme falda de su compañera de habitación.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó, señalando el sobre.

Con cierto dramatismo, Lucy sacó la carta doblada.

—Aquí tienes la carta en la que acepto el trabajo. Estás viendo a la nueva profesora de francés de Mary Hardin-Baylor en Belton, Texas.

Mary se mordió el labio inferior para esconder su disgusto. Secretamente, tenía la esperanza de que no le dieran el trabajo a Lucy. Belton estaba solo a medio día de tren de Howbutker, y se convertiría en un incordio. Los fines de semana, mientras Mary estuviera ocupada volviendo a restablecer el orden en Somerset y cuidando de su madre, Lucy esperaría poder quedarse en Houston Avenue. Mary no se sentiría igual si su compañera de habitación la fuera a visitar simplemente por su cariño hacia ella, pero ambas sabían que ese no era el caso. Lucy estaba locamente enamorada de Percy, desde el primer y único momento en que se habían visto. Mary era su conexión con Percy, y Mary Hardin-Baylor, un medio de llegar a Warwick Hall.

—No lo entiendo —dijo Mary—. ¿Por qué quieres el trabajo ahora que Percy se va al ejército? ¿No te ha ofrecido la señorita Peabody un puesto aquí, y mejor pagado?

—¿Qué mejor sitio para esperar el regreso de Percy?

La emoción iluminaba los ojos azul verano de Lucy.

—De esta forma, estaré cerca de Houston Avenue. Lo veré cuando el ejército lo deje volver a casa un par de días de la guerra. Me invitarás, ¿verdad…? ¿Cuando él vuelva a casa de permiso? —No movió ni una de las largas y fuertes pestañas de sus párpados de muñeca.

¡Vaya atrevimiento el de la chica!, pensó Mary luchando por ocultar su enojo. ¿Qué le hacía pensar que Percy querría verla?

—Lucy, los chicos se van a Francia. Dudo muy seriamente que envíen a ninguno de ellos a casa, desde el otro lado del océano, por un par de días de permiso. Puede que no vuelvan hasta que se acabe la guerra.

Lucy hizo una mueca y volvió a meter la carta en el sobre.

—Bueno, da igual. Puedo venir de visita y caminar calle abajo hasta su casa y mandarle besos que encontrarán el camino hasta su habitación, su cama…

—¡Ay, Lucy!

—A mí no me hables con ese tono de queja, Mary Toliver. Ese es el tipo de cosas que lo traerán de vuelta. ¡Lo sé! —Lucy se cogió las pequeñas manos con hoyuelos y la pureza de porcelana de su rostro se llenó de manchas por la intensidad—. Voy a confesarme cada día y también enciendo una vela para que vuelva sano y salvo. Rezo cincuenta avemarías cada noche y doy una décima parte de mi salario a la iglesia para que el cura dedique una misa especial a Percy…, y también a tu hermano y a Ollie DuMont, por supuesto.

Mary tosió delicadamente con su pañuelo delante de la boca. Lucy era católica, otro golpe contra sus esperanzas de ganarse a Percy. Los Warwick eran metodistas acérrimos y Jeremy era un masón que ostentaba el trigésimo tercer grado. Mary dudaba si la reconocida tolerancia de su familia por todas las creencias, razas y religiones se extendería al hecho de que su único hijo se casara con una católica.

—Tan pronto como termine aquí arriba —prosiguió Lucy—, viajaré a Belton para encontrar un sitio donde vivir. A partir de ese momento… —Arqueó un ceja, mirando a Mary—. Tal vez mí querida amiga me invite a pasar una semana o así con el propósito de ver a quien-tú-ya-sabes.

Mary se movió incómoda en su asiento.

—No es que quiera frustrar tus planes, Lucy, pero no tengo ni idea de cómo está ahora mi madre, y con Miles yéndose y teniendo que recoger todas las cosechas…

La expresión de alegría de Lucy se convirtió en la expresión de una niña rebelde.

—No se cosecha hasta agosto.

—Iré muy justa de tiempo con las mil y una cosas que tengo que hacer, y deshacer conociendo a Miles. —Mary suspiró por dentro. Lucy sabía lo angustiada que estaba por la mala administración de Somerset—. Simplemente, no tendré tiempo para entretenerte.

—Entonces, ¿cómo voy a ver a Percy antes de que se marche? —le exigió—. Desde luego, no espero que me invite la señora Warwick. La familia estará ocupada ayudándole a prepararse para sus obligaciones en la guerra y pasando el mayor tiempo posible con él.

«¿Por qué no puedes tener la misma consideración por mi familia?». A Mary le entraron ganas de gritar. Era un ejemplo de la poca sensibilidad de Lucy, una falta de respeto básica dada la delicadeza de la situación, otro de los motivos por los que Percy nunca se interesaría por ella.

—No seré una carga para ti, Mary en serio. —Los ojos azules de Lucy se llenaron de súplica—. No tendrás que apartarte ni un pasito de tu camino por mí.

—Porque tú estarás ocupada mandando besos a Warwick Hall, ¿no? —Mary sonrió, cediendo como siempre. Pensándolo mejor, tal vez un mayor contacto con Percy sería bueno. Una cosa sí era Percy: honrado. Cuando viera el encaprichamiento de Lucy (¿cómo no iba a darse cuenta?), lo cortaría de raíz. Jamás se iría a la guerra dejando que ella creyera que él le tenía el mismo cariño.

Sintiéndose mejor, Mary le dio una palmadita a su compañera de habitación en la mano.

—Probablemente agradeceré tu compañía. Avísanos cuando vengas, y mandaré a alguien a buscarte a la estación. —Viendo la expresión en la cara de su amiga, añadió—: No, Lucy, no puedo prometer que sea Percy.