Capítulo 33

Howbutker, Octubre de 1920

El tren llegó traqueteando a la estación, con retraso.

Percy había dormido esporádicamente durante el viaje en tren desde Ontario, que había durado una semana; se levantaba antes del amanecer para fumar en el andén y se quedaba despierto hasta pasada la medianoche en el coche bar, bebiéndose un océano de café y maldiciéndose por haber sido un idiota. Tendría que haber avisado a sus padres de que lo esperaran, pero su madre hubiera avisado a Mary y él no estaba seguro de cuál sería su reacción, teniendo en cuenta cómo se habían despedido. Su intención era sorprenderla, estrecharla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin sentido, decirle que la quería y que le importaba un comino su obsesión por Somerset, mientras se casara y viviera con él para siempre.

La noche antes, sin embargo, había dormido profundamente hasta el último aviso para desayunar y casi se perdió la primera visión del bosque de Piney Woods a este lado de Texarkana. Se había despertado asustado y rápidamente se había puesto los pantalones y una camisa para abrirse camino a través de los coches cama hasta el andén trasero. Se había agarrado a la barandilla, el viento inflándole la camisa medio desabrochada, y había respirado el aire penetrante de East Texas, justo cuando iba a comenzar el otoño. Ahora estaba ahí de pie, recordando cuando él y los chicos habían vuelto de Francia. Nunca en toda su vida había olvidado a Mary, de pie en el andén, sola incluso en medio de la multitud, con la ropa pasada de moda y la expresión de la cara demasiado tensa, pero ¡Jesús!, estaba hermosa… su Mary. Ya casi estaba allí… ya casi estaba allí… ya casi estaba allí…, las ruedas cantaban, y él se creía la promesa de su cadencia.

Sí, por Dios, casi había llegado, casi estaba en casa, casi estaba de vuelta entre los brazos de Mary, a la que nunca tendría que haber dejado. Se había ido dolido y enfadado y decidido a olvidarse de ella. Nunca había sido segundo plato para nada ni para nadie, y desde luego no lo sería en el cariño de su mujer. Sería el primer plato o no sería nada.

El frío de las Montañas Rocosas canadienses le había sacado la arrogancia que tenía dentro. El aislamiento lo había desprovisto de su orgullo. Tumbado en el campamento por la noche, escuchando cómo los hombres se entretenían con historias de mujeres, se había sentido melancólico, amargado y solo, como si un viento frío le hubiera alcanzado una parte de su interior que solo Mary podía calentar. Durante el día, mientras aserraban y cargaba y subía a los árboles, tan altos que llegaban hasta el cielo, dentro de él nació una necesidad de ella, más feroz que el hambre, más básica que el agua o la comida.

Al final de los dos meses, ya no se aguantaba en pie. Casi tenía veintiséis años. Anhelaba tener una mujer y un hogar y niños… a Mary. No quería que estuviera a más de un latido de corazón de su cama, de una mano de la mesa, de una silla de distancia de él por la noche. Podría aprender a ser segundo plato. Su idea era, al menos, ser uno de los platos. Volvió a entrar al pasillo. El tren estaría llegando a Howbutker en los próximos quince minutos o así. Una vez más, se alegraba de no haberles dicho a sus padres que llegaba. Estaría libre para ir a ver a Mary primero. Hoy era el día que su madre jugaba al bridge en el club de campo, y su padre estaría en la oficina. Tomaría un coche de caballos de la estación y recogería su coche sin que ellos se enteraran. Si no encontraba a Mary en casa, conduciría directamente hasta la plantación, y más tarde, cuando viera a sus padres, les diría que le había pedido la mano.

En el pasillo se encontró con un joven camarero negro, que era de Howbutker y sabía su nombre.

—Vaya, señor Percy, se ha perdido el desayuno de esta mañana. ¿Quiere que mire a ver si le puedo conseguir un bocado?

—No, gracias, Titus. Llegaremos en un par de minutos, y sé dónde conseguir el mejor desayuno a este lado del río Sabine.

—¿Y eso dónde es, señor?

—En la mesa de Sassie, en Howbutker.

Titus asintió.

—Esa es la residencia de la señorita Mary Toliver, por lo que sé. O debería decir ahora la «señora de Ollie DuMont». —Sonrió feliz cuando le dio esta noticia y se vio el brillo de la lámpara del pasillo reflejándose en sus dientes, que estaban bien al descubierto.

La repentina bajada de presión arterial hizo que Percy se tuviera que agarrar de la barandilla tras él.

—Perdona, Titus, ¿qué has dicho?

—¡Oh, así es! Ahora usted está llegando a casa y casi seguro que ellos ya se han marchado, pero pensaba que ya sabría lo de la boda. No es que la celebraran por todo lo alto. La señorita Mary y el señor Ollie se casaron de manera bastante repentina porque él se iba a París un tiempo. El viaje tenía algo que ver con la tienda de su padre. Van a combinar trabajo y placer.

Percy experimentó la pérdida total de sonido que había sufrido en las trincheras cuando le explotó un mortero al lado. Durante un par de minutos se quedó paralizado, con la tierra oscureciéndose ante él, y vio que los labios de Titus se movían, pero él solo oía el silencio.

—Señor Percy, ¿está usted bien? —preguntó Titus, moviendo la mano ante la mirada congelada de Percy.

Los labios de Percy se movieron rígidos.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Pero si salía en todos los periódicos. Incluso había una foto de los recién casados. La señorita Mary iba arreglada, con un vestido blanco, y el señor Ollie vestía uno de esos trajes elegantes. Señor Percy, si no le importa que se lo diga, no tiene muy buen aspecto. ¿Está seguro de que no quiere que le traiga algo de desayunar?

—No, Titus. ¿Qué aspecto tenían en la foto?

—Bueno, el señor Ollie tenía esa mirada de recién casado. Ya sabe que solo tiene una pierna, pero eso no le impedía mirar a la señorita Mary como solo un hombre puede hacerlo… —Se paró, avergonzado, con el color de su tez de un tono más claro—. Es decir… lo que intento decir…

—Entiendo lo que quieres decir. Continúa. ¿Y la señorita Mary?

—Bueno, pues la señorita Mary no parecía estar tan contenta. La mayor parte de las mujeres no lo están cuando se casan… —De nuevo el portero pareció sentirse incómodo—. Con eso me refiero a toda la organización que la señorita Mary tuvo que hacer para la boda y el largo viaje a Europa. Eso basta para minarle a cualquiera las fuerzas… —Titus calló un momento—. Señor Percy, tiene pinta de que le iría bien una taza de café. Ahora mismo vuelvo.

Percy apoyó todo su peso en los paneles de las paredes del pasillo. No podía ser. Estaba soñando. Mary no podía… no se habría casado con otro que no fuera él. Estaban hechos el uno para el otro. Eran uno. Titus estaba equivocado. Consiguió llegar hasta el santuario de su Pullman, agarrándose a la barandilla. Se dejó caer aturdido e incrédulo, hasta que oyó al camarero en la puerta. Se agarró al lavabo para levantarse y se abrochó la camisa.

—¡Adelante! —dijo con un tono de voz firme. No se reconoció a sí mismo. Tenía los labios finos y pálidos. En cinco minutos había envejecido cinco años—. Deja el café allí, Titus. La propina está sobre la mesita de noche.

—Solamente cogeré una moneda de diez centavos, señor Percy. Bienvenido a casa.

«Tiene que haber un error», se dijo a sí mismo. Pero su mente le obligó a darse cuenta de lo que su corazón no podría aceptar jamás. No había ningún error. Mary se había casado con Ollie para salvar Somerset, después de que él la rechazara y lo empeorara todo al escaparse a las Montañas Rocosas canadienses sin decir palabra. Pero ¿cómo podía ella hacerles esto, a sí misma y a ambos como pareja, y casarse con su mejor amigo, un hombre al que no quería y al que nunca podría querer como lo había querido a él… de la manera en que Ollie merecía ser querido?

Pegó un puñetazo a la pared junto al espejo y después se tiró en la cama para apaciguar su dolor. Estaba abrumado por la furia que sentía hacía sí mismo y hacia Mary. Pasó el resto del camino hasta Howbutker apoyado contra la cabecera de su cama Pullman, con la cabeza entre las manos y el café enfriándose sobre la mesita de noche.

Antes de que la locomotora se detuviera por completo, Percy saltó del tren y llamó a Isaac, uno de los dos cocheros de Howbutker.

—A casa de los Toliver en Houston Avenue —dijo, tirando sus cosas dentro del cabriolé, y se subió para sentarse junto al cochero, con la necesidad de sentir el aire frío de octubre en la cara. Tan pronto como Isaac paró su caballo ante las escaleras que llevaban a la terraza de los Toliver, bajó de un salto—. Espéreme aquí —le ordenó, y corrió hasta la puerta principal.

Sassie contestó a la llamada salvaje de la campana.

—Será mejor que entre —dijo, viéndole la cara, y con la mueca de su boca le confirmó lo que él acababa de decir.

—Entonces, ¿es cierto? —preguntó Percy.

—Se casaron ayer y se marcharon en el tren de las cinco. Todo fue muy repentino por el señor Ollie, que se tenía que ir a París por algún desfile de ropa, o eso dijo la señorita Mary.

—¿A qué te refieres con «o eso dijo la señorita Mary»?

Sassie se encogió de hombros y cruzó las manos sobre su delantal de flores.

—Es lo que ella dijo, eso es todo. El señor Ollie la quiere. Eso debería consolarlo, señor Percy.

La voz de Percy delató el dolor que sentía.

—¿Por qué lo ha hecho, Sassie? —sollozó.

Sassie lo abrazó y le puso la cabeza en el hombro, mientas lo acariciaba.

—Suspiró por usted, señor Percy. Se puso enferma de tanto suspirar. Pensó que usted se había marchado para siempre. El señor Ollie, él la ayudó a salir del lío en el que estaba metida con Somerset y creo que ella pensó que se lo debía. Si no se iba a casar con usted, ¿qué otra persona sería lo suficientemente buena?

Percy le sollozó al hombro.

—¿Qué he hecho, Sassie?

—Ser jóvenes, eso es lo que usted y la señorita Mary han hecho. El amor no debería ocurrir entre los jóvenes. Solo los viejos son lo bastante sabios para saber tratarlo. Le ofrecería una copa, pero no hay ni una gota de alcohol en esta casa.

Percy se enderezó, sacó un pañuelo, y se enjugó la cara.

—No pasa nada —dijo—. No me costará encontrar una botella.

Cuando volvió al cabriolé, preguntó:

—¿Cuánto quieres que te dé por esa botella de ginebra que guardas debajo del asiento, Isaac?

—Dos dólares. Está medio vacía.

—Te daré cinco más si me consigues otra botella antes de que lleguemos a mi destino.

Isaac le dio a la yegua gris con las riendas en la grupa.

—Creo que no habrá problema, señor Percy.

Media hora después, Percy se bajó ante la cabaña del bosque. Sacó un billete de diez y otro de cinco y se los dio al cochero.

Isaac, no le digas a nadie en las próximas veinticuatro horas que he vuelto a casa, ni dónde estoy. Después, quiero que llames a mis padres y les digas que me vengan a buscar.

—Lo que usted diga, señor Percy.

Beatrice fue a recogerlo sola. Su marido estaba en la oficina cuando Isaac llamó. Luego le contaron a Percy cómo su madre, que nunca había conducido un automóvil de los Warwick, había mandado decir a los establos que pusieran la calesa a punto y seleccionó un par de artículos de la despensa. Después, subió a su habitación y metió algo de ropa en una maleta. Se puso los guantes y el sombrero y, sin decirle al ama de llaves adonde se dirigía, condujo a la pareja de zainos con paso de desfile hasta la cabaña del bosque.

Encontró a su hijo despierto, tumbado en el sofá de la habitación individual, con la cara de un color gris sepulcral y los ojos llorosos fijos en el techo. La luz del sol que entraba por la puerta abierta permitía ver su barba de un día, además de las dos botellas de ginebra casera en el suelo. La cabaña apestaba a alcohol barato y vómito, aún fresco en la camisa de su hijo. Beatrice dejó la puerta abierta, y encendió la cocina Franklin. Le quitó a Percy la ropa sucia, después lo llevó desnudo a la ducha junto al lago, y le dio a la bomba mientras él se enjabonaba tiritando bajo el chorro de agua fría. Se secó con las toallas y se envolvió en un edredón que ella le había dejado, luego volvió a la cabaña y se sentó a comer un cuenco de sopa de lata caliente, y una taza de café recién hecho. Después hablaron.

—Yo la amo, madre, y ella me ama a mí.

—Por lo que parece, no tanto como ama a Somerset y tú a tu orgullo.

—Mi orgullo se puede ir al infierno. No vale lo que me ha costado mantenerlo.

—De todas maneras, sería extremadamente duro para un hombre vivir con una esposa que antepone el nombre de su familia y sus propios intereses a los del marido. Tal vez podrías al principio, pero a medida que pasara el tiempo… cuando muriera la pasión…

—Yo podría haber vivido con su obsesión, y nuestra pasión jamás habría muerto.

Beatrice suspiró y no discutió con él. Con solo mirarle a la cara, Percy supo que ella pensaba igual.

—Me imagino que el pueblo entero sabe por qué Mary se ha casado con Ollie. —La melancolía con la que hizo el comentario dejaba entrever que deseaba no estar en lo cierto.

Ella se llevó el cuenco de la mesa.

—Sí, hijo, el pueblo entero no tiene ninguna duda de que Mary se ha casado con Ollie para salvar Somerset.

—¿Tú qué piensas?

—No fue una buena idea dejarla, hijo. Te necesitaba. ¿A qué otra persona podía recurrir cuando pensó que la habías dejado para siempre? Estaba sola. Ollie estaba aquí…

Percy le agarró las manos con fuerza.

—¡Ay, Dios, madre! ¿Cómo voy a poder con esto?

Beatrice le puso la mano en el pelo dorado, como un cura haciendo una bendición.

—Los tienes que querer tanto como siempre, Percy, pero ahora como si fueran uno solo. Ese será tu regalo para ellos. Volverán buscando tu perdón, y tú se lo debes dar de manera sincera y misericordiosa, como una rosa blanca. Y también debes perdonarte a ti mismo.

—¿Y cómo voy a hacer eso? —preguntó Percy, levantando los ojos llorosos hacia la cara de su madre.

Beatrice se inclinó y secó las lágrimas de su hijo con delicadeza.

—Recordando que lo que no puedes deshacer debes aceptarlo. Y aceptando, especialmente si ellos son felices juntos, encontrarás la manera de perdonarte a ti mismo.

Más calmado por las palabras de su madre, Percy se bebió otra taza de café, limpió la cabaña, se puso la muda que le había traído y la acompañó a casa. Esa tarde, vestido de manera impecable y acabado de afeitar, sorprendió a su padre en la oficina de la Compañía Maderera Warwick.

Jeremy mostró una alegría incontenible al verlo. El orgullo que sentía fue evidente al darle la mano, y por el brillo de sus ojos. Anunció que su hijo había pasado su bautizo de fuego y que había dado la talla, cuando el personal fue haciendo rondas para darle la bienvenida de regreso a casa.

Endurecido por la guerra, puesto a prueba en el campo, y experimentado en la pérdida, era ya un hombre hecho y derecho, y su padre lo supo con absoluta certeza cuando le puso un montón de informes sobre la mesa.

—Cuando los leas —dijo con el tono de voz de un hombre que solo tiene los negocios en la cabeza—, estarás de acuerdo conmigo en que es hora de expandir las operaciones canadienses.