Capítulo 48

En Atlanta, con la ayuda de su bastón, Lucy Gentry Warwick se encaminó con mucho cuidado por la senda empedrada de su jardín. Durante el día no tenía nada especial, pero en una suave noche de verano era algo digno de verse. El pequeño patio trasero rodeado por un muro había sido plantado completamente con plantas siempre blancas —margaritas, lantanas, flores del viento, hierbas doncellas, velos de novia—, y bajo la luz de la luna las nubes de capullos nevados brillaban con una belleza etérea y mágica. Lucy se sentó en uno de los bancos de piedra, sin prestar atención a los encantos del jardín. Sus pensamientos estaban centrados en Mary Toliver DuMont.

La llamada de su antigua vecina y espía, Hannah Barweise, había interrumpido su siesta. Hannah seguía viviendo junto a la mansión de los Toliver, y había llamado para informarla de que hacia mediodía había visto llegar una ambulancia y a Sassie y Henry yendo de un lado para otro, y suponía que Mary había sufrido algún tipo de ataque. Después había visto a Percy y a Matt bajando precipitadamente de una camioneta de la empresa, y al cabo de una hora todo el vecindario comentaba la noticia de la muerte de Mary. Antes de plantearle a Hannah las preguntas obvias, Lucy había preguntado:

—¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué aspecto tenía quién?

—Percy.

—Pues…, más o menos el mismo, Lucy. Más viejo, no tan dinámico, pero…, sigue siendo Percy Warwick, ya sabes lo que quiero decir.

—Sí, sé lo que quieres decir —contestó falta de aliento—. Sigue. ¿Cuál ha sido la causa de la muerte?

Los detalles fueron saliendo tal como Hannah los conocía y Lucy colgó, le temblaba todo el cuerpo. Por fin había llegado el día que había estado esperando durante cuarenta años: Mary Toliver DuMont muerta y Percy solo, llorando su pérdida. Era un dolor que ella quería que sufriera y que viviera con él hasta el final de sus días, como ella había vivido con los suyos.

Pero ¿por qué no sentía el alivio que había esperado? ¿Por qué iba creciendo la presión en su diafragma ante la imagen mental de Mary muerta, aquellos ojos verdes fijos, aquella cara marmórea en un sarcófago? Como siempre, incluso desde la tumba, Mary había conseguido robarle la satisfacción que había esperado y que se merecía. Como Dios era su testigo, ya había tenido suficiente a lo largo de su vida.

Restó importancia al sentimiento. Su desconcierto procedía simplemente de saber que también ella tenía ochenta y cinco años y estaba abocada a la sombra que se había llevado a Mary… Mary Toliver DuMont, ese viejo caballo de batalla, cogida por sorpresa en un día de verano, tomando el sol en su galería. Sin embargo, antes de que llegara ese instante, Lucy tendría su pequeño momento de triunfo tan largamente esperado, y después de eso…, que viniese la sombra.

—Señorita Lucy, ¿qué hace aquí fuera a esta hora de la tarde?

Era la voz de Betty, su criada de toda la vida. Tenía abierta la puerta del patio y miraba hacia el resplandor del sol con el ceño fruncido. Lucy la miró con irritación. «¡Madre de Dios! Pensaba que se había largado mientras estaba viendo las noticias de las cinco». Betty era buena chica, pero hablaba demasiado. A Lucy no le convenía estar donde pudiera oírla cuando iniciase su planeada victoria.

—Pensar —contestó Lucy—. Vuelve a las noticias.

—¿Pensar? ¿Con el calor que hace? ¿En qué? ¿En la mujer que acaba de morir?

—No te preocupes. Vuelve a tu programa.

—¿Cómo voy a hacerlo, sabiendo que está ahí sentada arriesgándose a que le dé un golpe de calor?

—Soy demasiado vieja para sufrir un golpe de calor. Entraré enseguida. Pero ahora quiero disfrutar de mi jardín. Por eso lo planté.

Betty suspiró.

—No sé lo que le ronda por la azotea, señorita Lucy, pero puedo afirmar que a veces nos supera a todos. ¿Necesita algo?

Lucy consideró la posibilidad de pedirle una copa de brandy para fortalecer su valor, pero Betty se quedaría en la puerta hasta que acabase, y después seguiría pululando para asegurarse de que estuviera lo suficientemente sobria para volver sola.

—Solo paz y silencio, por favor, Betty.

Con un gesto de la cabeza, Betty cerró la puerta, y Lucy le dio tiempo para que regresase frente al televisor antes de ponerse en marcha. Para explicarle por qué Hannah había insistido en que se levantase de la siesta, le había dicho a Betty que había muerto una antigua compañera de clase y vecina en Howbutker. Si su criada había escuchado a escondidas durante algún tiempo sus mensajes breves y agudos, podía sumar dos y dos y descubrir la verdadera razón por la que Percy y ella habían seguido casados durante todos estos años.

Cuando llegó a Atlanta, todo el mundo pensó que era la trágica víctima de un marido poderoso y despótico que se negaba a dejarla libre, un error romántico que ella no quiso aclarar. Sus nuevas amistades quedaban impresionadas porque, aunque estaba separada, él le seguía pagando la casa, la ropa y manteniéndola con el mejor estilo que se podía comprar con dinero, satisfaciendo todas sus necesidades, caprichos y diversiones sin formular preguntas o imponer límites. Esto añadió un aura de misterio a su idoneidad social y le facilitó la entrada inmediata a los círculos privados de la sociedad de Atlanta. Por el contrario, como la esposa despechada de un hombre rico y prominente del que ella se negaba a divorciarse, habría quedado limitada a sus márgenes.

Satisfecha de que Betty estuviera absorta una vez más, abrió la puerta de un pequeño armario de piedra al lado del banco y sacó un teléfono. El número al que estaba a punto de llamar no se había cambiado desde su instalación y lo sabía de memoria. Era la línea privada de su antigua residencia. Si contestaba alguien que no fuera Percy, colgaría y lo intentaría más tarde, pero se apostaba algo a que él estaba sentado al lado del teléfono aletargado por la pena. Esperaba que Matt no estuviera con él. El muchacho la quería, pero su mayor lealtad y su devoción más profunda era hacia Percy, como había pretendido su hijo, Wyatt, y no se habría tomado demasiado bien que ella añadiera más pena a la que ya sufría su abuelo.

Una vez más, sintió el resquemor del antiguo resentimiento. Había perdonado a Wyatt por dejar a Matt y a su esposa al cuidado de Percy cuando él se fue a Corea, prefiriendo obviamente su custodia a la de ella. Pero confiar su hijo y esposa a su padre no significaba que le hubiera perdonado por rechazarlo de niño. Eso le daba cierto consuelo. Percy no debía pensar que Matt era la forma que había dado Wyatt a una rosa blanca.

Sin embargo, la sabiduría del tiempo había provocado que dirigiera sus agravios contra Percy por la temprana ruptura de su matrimonio. Ella se había casado con él creyendo en las palabras que le había dicho a Mary en Bellington Hall: «Mi amor por él lo cegará… Yo seré la mujer que se merece». Su amor por él no había provocado nada de eso. Más bien había actuado al contrario y, para su incredulidad y horror, tan incapaz de prevenirlo como de parar un tren lanzado a toda velocidad, durante el matrimonio se había convertido en la mujer que Mary creía inadecuada para Percy. Se había dicho a sí misma muchas veces que, de haber jugado con mayor inteligencia, habría sido capaz de superar su naturaleza subida de tono; pero no, su matrimonio no se podía salvar, no cuando descubrió los sentimientos de Percy por Mary. Ella podría haber perdonado su rechazo, e incluso el de su hijo, puesto que se arrepintió de ello, pero no su amor por la estatua de mármol de una mujer que solo se habría casado con él para rescatar del escándalo el santificado apellido de los Toliver. Eso nunca.

Con el viejo dolor ahora ya plenamente revivido, recordó los versos de un poema de Edna Saint Vincent Millay, memorizado hacía mucho tiempo en Bellington Hall y recitado muchas veces desde entonces:

Amar con la mano abierta, nada más,

sin adornos, sin esconderse, sin querer herir,

como debería llevar prímulas en un cesto

meciéndose en la mano, o manzanas en la falda,

te traigo a ti, gritando como hacen los niños:

«¡Mira lo que tenemos! Todas son todas para ti».

Esos versos habían descrito perfectamente su amor por Percy, pero él había tirado las manzanas de su falda y había depositado el corazón en una mujer que solo era capaz de amar una plantación de algodón. Esa era su gran lucha con Mary. Dejar que Percy y quienes tenían memoria pensaran que la había despreciado a causa de su gran belleza y estilo. Ella había odiado a Mary por la sencilla razón de que había ganado sin merecérselo y había mantenido preso el corazón del hombre al que Lucy amaba.

Se acercó el auricular al oído, repasando mentalmente por última vez el guión que había ensayado miles de veces esperando que llegara ese día.

—Percy —dijo con voz clara y crispada. Y, después de permitir un pequeño intervalo de silencio para que él pudiera digerir la sorpresa, lo golpearía con la frase que llevaba esperando cinco décadas para pronunciar—: Ya puedes divorciarte.

Antes de que transcurriera otro minuto y le fallaran los nervios, alzó sus grandes senos, llenó el pecho de aire y marcó el número. Ahora que la escena estaba en marcha, esperaba que él no descolgara enseguida, de manera que ella tuviera un tiempo para prepararse para la voz que no había escuchado desde el día en que enterraron a su hijo.

Él contestó a la primera llamada.

—Hola.

La edad… y la pena… habían golpeado la voz que recordaba, pero la habría reconocido en cualquier sitio, en todo momento. Los años desanduvieron el camino y se encontró de nuevo de pie en el porche de Warwick Hall, mirando embobada al joven conductor de un Pierce-Arrow nuevo de fábrica mientras detenía el coche delante de las escaleras. El sol relucía en su cabello rubio, su piel bronceada, sus dientes blancos.

—Hola —saludó él en un tono tan rico como el brillo del sol, y a ella el corazón se le cayó a los pies—. ¿Hola? —repitió Percy.

Lucy dejó escapar el aire y, después, manteniendo el sonido de su voz cerca de su oído, colgó el auricular con suavidad.