5
Ashford, 1914
—No es justo —dijo Bea, derrumbándose con tanta fuerza sobre el sofá que incluso levantó el polvo de los cojines.
Era la noche del baile de Dodo. Excluidas de la diversión, Addie y Bea estaban enfurruñadas en el cuarto de los juegos. Llevaban semanas observando los preparativos: las cajas de champán que habían llegado en un camión procedente de Berry Bros, los helados de Londres, las mantelerías de Harrods. Habían disfrutado con las nuevas recetas que experimentaba la cocinera, con los bocados concebidos para satisfacer a los paladares más exquisitos de Londres. Pero hoy habían prohibido el acceso a las cocinas a los miembros más jóvenes del cuarto de los juegos, sus gracias para suplicar manjares eran consideradas ese día mucho menos adorables de lo habitual. La cocinera solía ser su amigable aliada; pero las había despedido con un cortante: «A lady Ashford no les gustaría verlas por aquí abajo».
Los jardines estaban llenos a rebosar de criados colgando farolillos chinos; Josh, su lacayo favorito, estaba terriblemente ocupado con la repentina llegada de caballos externos para la cacería que iba a celebrarse al día siguiente; ni siquiera la casita de verano había salido indemne, puesto que había sido colonizada por un cuarteto de cuerda, instalado allí como el último destacamento del imperio para solaz de los paseantes que se atrevieran a disfrutar del fresco de los jardines.
Tendría que vivirse un ambiente absolutamente festivo, como salido de un cuento de hadas. Pero no. A lo largo de toda la semana, mientras tía Vera mantenía sus reuniones con la cocinera y con Badger, el tío Charles había celebrado las suyas, reuniones tensas, privadas, con otros miembros del gabinete. Supuestamente no deberían estar al corriente del tema, arriba en el cuarto de los juegos, pero Addie había visto entrar y salir coches, un largo desplazamiento desde Londres para una reunión de unas pocas horas, y sombreros cubriendo caras de preocupación. Había reconocido a algunos por haberlos visto en los periódicos. Otros no le sonaban de nada; pero sabía que eran gente importante a juzgar por el recibimiento de tío Charles y por sus expresiones de inquietud.
Justo la semana anterior, había oído a tío Charles y tía Vera pelearse, una circunstancia excepcional. «Es un condenado baile —había exclamado tío Charles, y la había dejado conmocionada. Tío Charles no maldecía jamás delante de tía Vera—. Un condenado baile cuando…».
«Por el amor de Dios —había dicho tía Vera, en el mismo tono que empleaba siempre, durante todos aquellos años, cuando intentaba despachar a Addie a casa de sus primos canadienses—, no es como si hubieran matado a un duque inglés. El continente está lleno a rebosar de principitos. No creo que echen en falta a uno menos».
«A este le han echado de menos», había dicho misteriosamente tío Charles, y tía Vera había emitido una especie de bufido y le había recordado que los príncipes eran príncipes, pero que las hijas eran hijas y había que presentarlas en sociedad, independientemente de la postura incómoda de ciertos poderes extranjeros.
Tía Vera había apremiado a Dodo para ir a la modista, pero los poderes extranjeros continuaban con su postura, los telegramas se apilaban en el escritorio de tío Charles y arriba, en el cuarto de los juegos, Bea continuaba enfurruñada.
—No es justo —repitió Bea—. Todo ese ajetreo y nosotras aquí arriba.
—Ya nos llegará el momento —dijo Addie, aun sabiendo que no era del todo cierto.
A Bea le llegaría su momento. Addie era consciente de que ella era la pariente pobre, la niña de beneficencia del cuarto de los juegos, y por mucho que Bea no se diese cuenta, creía acertadamente que tía Vera no estaría dispuesta a donarle la tiara de la familia. Cuando llegara el momento, sería Bea la que estaría destinada a las gasas y los diamantes, no ella. Los sentimientos de tía Vera con respecto a la presencia de Addie en Ashford eran un secreto a voces.
Llevaba ya ocho años allí, más de la mitad de su vida. Se le hacía difícil recordar lo extraño que le había parecido todo a su llegada, la escala del edificio, las suposiciones, las reglas. Bea había sido su mapa y su guía, había acogido a Addie bajo su protección como si fuese una mascota de gran valor. Si su situación era agradable se lo debía, en gran parte, a Bea.
Vivían prácticamente en el cuarto de los juegos, una habitación grande y soleada en la parte superior de la casa. Las paredes estaban empapeladas con un descolorido motivo floral, rosas trepadoras que fingían crecer y florecer cuando no las mirabas. El suelo estaba cubierto con alfombras, descartadas, en su mayoría, de la casa principal, igual que el crujiente sofá, con su deshilachada tapicería de seda, las voluminosas butacas tapizadas en chintz y el poco práctico taburete de patas doradas que solía hacer las veces de improvisado trono.
Junto a una pared tenían su casa de fieras particular: un erizo llamado Tiggy, un soñoliento conejo llamado Lapin y la niña mimada del cuarto de los juegos, una rata blanca bautizada con escasa imaginación como Bianca aunque, en el argot del cuarto de los juegos, se le había abreviado el nombre para dejarlo en Binky. Junto a la jaula de Binky, presidia la estancia Rosinante, el caballo balancín, que atisbaba con mirada miope y vidriosos ojos de cristal el exterior de la estancia.
A veces, reinaba una sensación de eternidad, como si el cuarto de los juegos fuese una isla de su propiedad, alejada del resto del mundo, un poco como Ashford, invariable e inalterable.
Y era precisamente esa característica lo que exasperaba a Bea. Le dio un puntapié a Rosie con la bota, y el caballo empezó a balancearse.
—Como mínimo deberían habernos dejado bajar a cenar —refunfuñó.
—¿Con una mesa de treinta comensales, entre ellos dos duques? ¡No creo! Considéralo un entrenamiento —sugirió Addie—. Si se equivocan con Dodo, lo harán mejor contigo.
A pesar de todo el ajetreo provocado por el baile de Dodo, todo el mundo sabía la verdad, que lo de Dodo no era más que un ensayo de lo de Bea. Bea poseía todo el ímpetu de su madre, además de ese carácter evasivo del que su madre carecía, la cualidad que en los hombres se conocía como carisma y en las mujeres como encanto.
—Dodo —reflexionó Bea—. Si parece que ni siquiera esté disfrutándolo. ¡Sería más feliz si le hubieran dejado hacer su debut a lomos de un caballo!
Addie rio.
—¿Te lo imaginas? El pobre Euclid haciendo cabriolas por el salón de baile. A Badger le daría un patatús.
Badger era el mayordomo, un personaje grandioso. Se llamaba en realidad Battinger, pero las diversas generaciones de niños Ashford lo habían ido abreviando hasta llegar a Badger, y en Badger se había quedado.
Bea se permitió una reacia sonrisa.
—Sería digno de ver, ¿no te parece? Aún ha habido suerte de que haya accedido a quitarse su traje de equitación para ponerse un vestido. Y mientras, nosotras aquí arriba, pudriéndonos de asco.
—Esto es casi como el Château d’If.
Bea movió la mano en un gesto teatral en dirección a la jaula de Binky.
—Tenemos incluso una rata. ¿Qué más pruebas necesitas?
Addie se quedó impertérrita.
—Busca una cucharilla de té, empezaremos a excavar un túnel para fugarnos.
—Oh, ja, ja. ¿Tú también quieres ir al baile, verdad, Binkers? —canturreó Bea, inclinándose sobre la jaula del animalito. Sacó a Binky de su confortable nido de virutas—. Opino que es una porquería que Edward pueda ir y nosotras no.
—Tiene casi dieciocho años. Y parece mayor. —Sintió un nuevo escalofrío de inquietud. Había oído a tío Charles hablando con Edward, muy en serio, acerca de la posibilidad de una guerra. Con casi dieciocho años, Edward marcharía a combatir. Le resultaba imposible pensar en su primo lejos de Eton, liderando batallones, alentando a los hombres a entrar en batalla.
—Como mínimo, parece de la edad que tiene —protestó Bea.
—Cieeerto —dijo muy despacio Addie. Se llevaban solo año y medio pero, con quince años, Bea parecía mucho mayor que Addie, que con trece años conservaba su aspecto infantil—. Pero tu madre te echaría al instante.
—Podríamos disfrazarnos de criados —dijo Bea, relamiéndose con la idea—, y meternos allí.
—De criados muy bajitos.
—Eso tú. —Bea aplacó el golpe con un abrazo—. Pues de músicos errantes, entonces.
Addie recogió las piernas contra su pecho.
—Con largos y rizados bigotes. No hay que olvidar los bigotes rizados.
En el exterior, a través de la ventana, se oía a los músicos ensayando, calentando los instrumentos para el baile que seguiría la majestuosa incursión de Dodo en el salón de baile y la edad adulta.
Bea saltó del sofá y se acercó a la ventana. El cuarto de los juegos daba a la parte de atrás, a los jardines, donde los farolillos chinos centelleaban como estrellitas, creando constelaciones jamás soñadas por ningún astrónomo. Se quedó allí, acariciándole el lomo a Binky, contemplando los jardines.
Addie se acercó a su lado y apoyó los codos en el alféizar. Había sido un verano deprimente, frío y lluvioso, pero aquella noche el cielo estaba despejado y la brisa arrastraba con ella los aromas del jardín.
—¿Crees que es verdad que han conseguido que venga el príncipe de Gales? —preguntó por decir algo.
—¿Por qué no lo averiguamos? —La picardía iluminó el rostro de Bea—. Simplemente han dicho que no podíamos ir al baile. Pero no han dicho que no pudiéramos mirarlo.
Addie tuvo un mal presentimiento.
—Bea, ¿pero qué…?
—No nos verán. —Había echado a andar ya hacia la puerta—. Si nos escondemos detrás de la balaustrada, ni se enterarán.
—¿No somos un poco mayores para eso?
Bea enarcó las cejas.
—Si tan pequeñas somos para asistir al baile, es imposible que seamos demasiado mayores para mirar a través de la barandilla, ¿no te parece?
Addie intuyó que su lógica dejaba mucho que desear.
—Si nos pillan…
—No nos pillarán —dijo Bea con seguridad.
Addie exhaló un prolongado suspiro.
—Al menos, deja aquí a Binky.
—Tonterías —dijo Bea—. Binky también quiere mirar, ¿a qué sí, Binkers? —Levantó la rata en dirección a Addie—. ¿Lo ves? Incluso se ha vestido de blanco para la ocasión, la pobrecilla.
Binky parpadeó con patetismo, mirando con sus ojillos rojos primero hacia un lado, luego hacia el otro.
—Si sigues haciéndole eso, acabará ensuciándose en tu mano —la avisó Addie, extendiendo la mano—. Sabes que no le gusta que la meneen mucho.
Bea guardó la rata en el bolsillo de su mandil.
—Ya está. Así tendrá su propia vista desde el palco, como si fuese una viuda en la ópera. Ya solo le faltan unos impertinentes para ver bien el escenario.
Binky asomó la cabeza por el bolsillo. Bea tenía razón; parecía una de aquellas viudas conocidas de tía Vera.
Addie se echó a reír.
—Nunca me había fijado, pero Binky es el vivo retrato de lady Rushworth. Tiene su misma mirada, nerviosa y bigotuda.
—Es de buena casta —dijo con solemnidad Bea—. Se ve.
Se partieron las dos de la risa. Lo de ser de «buena casta» era uno de los temas favoritos de tía Vera.
—¿Adelante? —dijo Bea.
Addie asintió.
—Adelante.
Sin dejar de reír, salieron de puntillas del cuarto de los juegos. Ya lo habían hecho en otras ocasiones, cuando eran más pequeñas. Durante las fiestas que celebraba tía Vera en la casa solían esconderse detrás de un busto del segundo conde, que impedía que las viesen a pesar de estar situadas en la galería corrida de la parte superior del gran salón. Captaron el aroma de las flores incluso antes de llegar a la galería. Tía Vera había desvalijado todos los invernaderos en varios kilómetros a la redonda y había hecho traer flores incluso de Londres. Sus aromas se combinaban con los perfumes de los invitados, que muchos se echaban a raudales para disimular otros olores más naturales.
Las chicas se instalaron detrás de su amigo, el segundo conde, una a cada lado del busto.
—¿Ves bien? —susurró Addie.
—Sí. ¿Y tú?
Tía Vera y tío Charles presidian la escena desde el descansillo central de la escalinata. Los invitados, anunciados por Badger, desfilaban en procesión, ascendiendo por un lado para bajar por el otro, ganándose luego una copa de champán para compensar el esfuerzo. El aspecto de sus tíos allá arriba era majestuoso, tía Vera con sus diamantes, tío Charles con sus medallas, diversas órdenes de esto y aquello. Los signos de fatiga eran patentes en tío Charles, en sus sienes plateadas recientemente, en las comisuras a ambos lados de su boca, pero nada podía doblegar su espalda erguida, aquel aire de autoridad que lucía con la misma naturalidad que el esmoquin.
Pero la auténtica sorpresa fue Dodo.
Había sufrido una transformación. Tía Vera había conseguido despojarla de su raído traje de equitación y ponerle un vestido blanco de satén, recubierto con una especie de tul plateado que le otorgaba un aire engañosamente etéreo. No parecía una chica cuya mayor felicidad fuera limpiar de estiércol los establos, sino que daba la sensación de que comía ambrosía y dormía sobre vilano. Como todos los Gillecote, era alta y delgada; la inteligencia de la modista de tía Vera había logrado que Dodo pareciese una chica elegante más que angulosa.
Aunque seguía siendo Dodo. Desde su mirador, Addie la oyó reír con sus características carcajadas y vio a tía Vera quedarse rígida bajo sus capas de diamantes y encaje.
Cuando dieron las ocho, tía Vera hizo un gesto en dirección a Badger, que cerró acto seguido las grandes puertas. A su vez, esto fue una señal para los músicos, que empezaron a tocar una fanfarria algo irregular, y para que los invitados se instalasen a la expectativa. Addie tenía una ligera ventaja sobre los invitados: había visto los ensayos. Sabía lo que venía a continuación.
O, al menos, creía saberlo.
Apareció un criado junto a tío Charles, con una bandeja de plata llena de copas de cristal. Abajo, en el salón, criados con el mismo atavío circulaban con bandejas idénticas, entregando copas de champán a los invitados en preparación para el momento en que Dodo, la sosa y caballuna Dodo, reconvertida tan inesperadamente en una belleza, sería presentada oficialmente al mundo.
Tío Charles levantó su copa y el salón se quedó en silencio. En público, tío Charles, que en la vida privada cedía toda la preeminencia a tía Vera, poseía eso que solo puede calificarse de presencia. A su lado, tía Vera se veía pequeña y confusa.
—Me gustaría agradecer su presencia hoy aquí —dijo, como si estuviera hablando personalmente con todos los invitados.
Bea, sentada al lado de Addie, sacó a Binky del bolsillo. Tenía de nuevo aquella expresión, la que daba a entender que tenía alguna diablura en mente.
Addie le lanzó una mirada de advertencia.
—No —le susurró.
Bea la miró con inocencia.
—¿No qué? Lo único que quiere Binkers es tener mejor vista, ¿verdad, Binks?
—… y hacer un brindis… —estaba diciendo tío Charles.
—¡Mecachis! Ya se ha ensuciado. —Bea sacudió la mano y Binky salió volando.
—… en honor a mi hija…
—Bea… ¡no! —Binky aterrizó y echó a correr—. ¡Binky!
—… Diana…
—Binky —dijo entre dientes Addie, pero ya era demasiado tarde. Binky salió disparada, directa hacia las escaleras—. ¡Binky, no!
Nadie supo muy bien quién la vio primero. Pero en el momento en que tío Charles pedía a sus invitados que levantaran las copas, ya se había oído el primer chillido, luego otro. Las copas de champán empezaron a caer al suelo una detrás de otra, el cristal haciéndose añicos. Las damas corrieron a encaramarse a las sillas, a las escaleras, a lo más alto que podían encontrar. Obedeciendo un gesto de tía Vera, los músicos empezaron a tocar Rule Britannia, precisamente, pero su compás distraído, más que camuflar el desastre, acabó sumándose a la cacofonía general.
Alguien tenía que recuperar a Binky. Addie no miró hacia atrás para comprobar si Bea la seguía. Salió en pos de la rata, esquivando a los perplejos invitados, siguiendo la pista de los gritos y de las copas de champán que iban cayendo al suelo.
«¡Binky!», gritaba, intercalándolo con «¡Perdón!» y «¡Disculpe!».
Tal vez fue una estupidez; seguramente lo fue; pero Binky era su rata y no podía permitir que la pisotearan.
—Supongo que esto es lo que anda buscando.
Derrapó hasta detenerse en seco cuando vio una mano extendida ante ella, un trozo de manga negra, un puño blanco con un gemelo de cornalina. Vio también un sello ovalado, un objeto de oro macizo profusamente grabado. Y por encima asomaba una naricilla rosada y conocida.
Addie levantó la vista y vio una cara masculina, una sonrisa debajo de un fino bigote. Sus ojos tenían una curiosa combinación de verde y marrón, como musgo y turba mezclados. Sin aliento, se quedó mirándola boquiabierta como una tonta.
—Es suyo, imagino —dijo, y le devolvió a Binky.