20

Nueva York, 1999

—¡Clemmie! Pensé que era el de la comida china.

Jon abrió la puerta, bloqueando con su cuerpo la entrada. No parecía muy entusiasmado. Bien. Que tenga miedo. Que tenga mucho miedo.

Su primera idea había sido volver a casa. Pero en cuanto había empezado a andar, sus pies la habían llevado hacia la derecha en lugar de hacia la izquierda, lejos del centro, en dirección a Harlem. A su alrededor, taxis sin la luz de «libre» transportaban montones de juerguistas hacia sus celebraciones de fin de año. Sabía por experiencia que conseguir un taxi en Nochevieja era casi imposible. Pero le daba igual. Le apetecía caminar; necesitaba caminar. Se había dejado los guantes en casa de la abuela Addie… en casa de Addie. Era imposible volver a subir a buscarlos, de modo que hundió las heladas manos en los bolsillos, se cubrió la cara con el cuello del abrigo y se sumergió en el parque, pisando hojas resbaladizas y ramas caídas. Una ligera nevada había empolvado la escena, y el suelo había quedado cubierto por una corteza helada. Crujía bajo sus tacones a cada paso, su ritmo cada vez más rápido, la respiración convertida en bruscas explosiones, el aliento humedeciendo el aire por delante de ella.

Su madre se habría quedado horrorizada de enterarse de que cruzaba sola el parque. De pequeña, el parque era tierra de nadie. Era una de las reglas: nada de parque a partir del anochecer, nada de ir más allá de la calle 96, nada de ir al West Side. Reglas, reglas, reglas, y ella siempre las había obedecido, las reglas de su madre, las reglas de la abuela Addie, sin rechistar. Siempre se había esforzado para satisfacerlas a las dos, ¿y para qué? Los inoportunos tacones de Clemmie resbalaron sobre una fina capa de hielo. Recuperó el equilibrio justo a tiempo. Ojalá la sorprendiera un atracador; así se comería sus pelotas para desayunar. Le apetecería y todo. Andaba buscando pelea, lo que fuera; le ardía la sangre en las venas. Debería tener frío, pero no. Estaba furibunda, abrasando por dentro.

Pero ningún atracador con pies y cabeza se fijaría en ella. Iba hablando sola, ensayando discusiones, practicando recriminaciones. ¡Todas las cosas que debería haberle dicho a su madre! Y a la abuela Addie… a la abuela Addie que no era la abuela Addie, que había pasado todos aquellos años fingiendo y que había muerto antes de poder explicarse. ¿Habría tenido intención de contárselo? ¿Sería por eso que había empezado con aquellas historias? Tal vez si Clemmie la hubiera visitado más a menudo…

El sentimiento de culpa se peleaba con la rabia, una combinación que daba como resultado un bilioso brebaje de petulancia, duda y sentimientos heridos. Bien. ¿Y todos aquellos años? ¿Y las horas que había pasado en el apartamento de la abuela Addie a la salida del colegio? ¿Y todas las Navidades y todas las fiestas de Acción de Gracias? ¿Y aquel viaje especial de nieta y abuela que habían hecho a Londres? ¿Por qué nunca la había sentado y se lo había dicho? Por cierto…

El parque la escupió cerca de la calle 96, en el West Side. Podría haber cogido la I y regresar a su casa para descongelarse y subirse por las paredes. Pero Clemmie continuó caminando en dirección norte. No recordaba el número del edificio de Jon, pero recordaba la manzana, o creía recordarla. Bajó equivocadamente dos manzanas hasta dar con el lugar exacto, la adrenalina acelerándose a cada giro. Allí estaba, el nombre de Jon en el timbre, en letras mayúsculas escritas en tinta negra en un trozo de cinta adhesiva, pegada de cualquier manera encima del nombre del anterior inquilino. Cuando la voz crepitante de Jon sonó en el interfono, no se tomó ni la molestia de identificarse; irrumpió en el vestíbulo y subió corriendo por la escalera, la sangre bombeando con fuerza, las mejillas entumecidas, el pelo de punta por la electricidad estática.

—¿Por qué no me lo dijiste? —La voz de Clemmie surgió en pequeños jadeos. Hacía mucho que no pasaba por el gimnasio.

La cara de Jon fue de repente una mezcla de sorpresa, culpabilidad y confusión. Miró hacia atrás por encima del hombro.

—Yo solo…

—Chorradas. —Mostrar su enfado le sentaba bien. Clemmie dio un paso al frente, obligando con ello a Jon a retroceder y a abrir más la puerta—. Toda esa mierda de mejor no marear la perdiz. Lo supiste siempre. ¿Y qué? ¿Te lo pasaste bien? ¿Pudiendo meterme un gol como ese?

El rostro de Jon mostró entonces una expresión curiosa.

—Tu abuela —dijo muy despacio—. Va de eso.

No es mi abuela —le corrigió Clemmie—. ¿Desde cuándo lo sabes?

Jon cerró los ojos con fuerza.

—No hace mucho —dijo—. Desde hace solo unos años. Escucha, Clemmie…

—Solo unos años —repitió Clemmie sin levantar la voz.

¿Cuánto era «unos años»? Jon era historiador; trataba con décadas enteras. ¿Lo sabría ya en Roma? Comprendía, lógicamente, que una cosa no tenía que ver con la otra, pero solo de pensarlo se enfadó aún más. Acostarse con ella, malo; mentirle cuando se acostó con ella, imperdonable. Jodida, y jodida otra vez.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

Jon exhaló un breve suspiro de frustración.

—Indagué un poco mientras hacía mi trabajo de investigación. Haz los cálculos. Mira, Clemmie… —Le bloqueó la puerta con el cuerpo, hablaba con rapidez—. ¿Y qué importa? Tu abuela era tu abuela. Te quería. Siempre pensé que Bea era una bruja.

El simple hecho de que supiera de la existencia de Bea, de que hubiera tenido tiempo para desarrollar teorías sobre ella… se le nubló la vista.

—Estupendo —dijo Clemmie con tono sarcástico—. Si eres una mujer fuerte, ya te califican de bruja.

—¡No he dicho nada de eso! No diría precisamente que Addie fuera una bruja… ¿y dirías que era débil?

Ya no sabía qué pensar de ella.

Jon continuó con su línea de argumentación.

—Es la débil la que tiene que recurrir a ser una antipática, no la fuerte, como un animal acorralado. Es un mecanismo de defensa.

Encantador. Justo lo que necesitaba.

—Gracias por tu filosofía, es digna de una galleta de la fortuna. ¿Puedes servírmela con una ración de chow mein?

Jon levantó ambas manos y abrió la puerta con la espalda.

—¿Necesitas a alguien con quien desahogarte? Estupendo. Machácame. ¿Pero de qué te servirá? Lo hecho, hecho está. Como mínimo tuviste a alguien a quien llamarle abuela. Siéntete agradecida.

—Decirlo es muy fácil —replicó Clemmie.

—¿Porque no es mi familia? —Jon esbozó una media sonrisa—. Gracias. Estaba preguntándome cuándo saldría eso a relucir.

¿Cómo tenía valor?

—No, ¡porque a ti no te han mentido en todos los sentidos todos estos años!

Se le quebró la voz, y se dio cuenta de que estaba peligrosamente cerca de romper a llorar.

Intentó recuperar la compostura. Enfadarse estaba bien; llorar, no. No podía derrumbarse delante de Jon, ahora no. Había sido un día horrible, espantoso; la devoción forzada del servicio religioso, el espacio vacío que antes ocupaba la cama de la abuela, el carmín en los labios de las invitadas… Era un conjunto que se derrumbaba. Y ahora allí, en el umbral de la puerta del apartamento de Jon —ni siquiera en el jo… vestíbulo, por el amor de Dios— con una pataleta digna de una niña mimada de cinco años que no había podido comer su pastel.

Intentó hablar pero no encontraba las palabras. Si decía algo, rompería a llorar, y eso era lo último que quería. Había pensado que si se desahogaba con alguien se sentiría mejor. Pero, en cambio, lo único que deseaba era enterrarse en un agujero y llorar a lágrima viva.

La expresión de Jon se dulcificó.

—Lo siento, Clemmie. Lo digo en serio. Debería habértelo dicho. Mira, ¿por qué no te vas a casa? Duerme y mañana será otro día.

Clemmie negó con la cabeza sin decir palabra, con la boca cerrada.

—Te acompañaré abajo y no me iré hasta dejarte en un taxi. —Jon la cogió por el brazo para darle la vuelta. Hablaba de manera suave y balsámica—. Hablaremos mañana, te lo prometo. Te contaré todo lo que pueda… todo lo que sé —dijo, corrigiéndose—. Se acabaron los secretos.

Clemmie levantó la vista hacia él, miró aquellos ojos de un tono entre verde y marrón que se escondían detrás de unas gafas de montura dorada; la pequeña cicatriz junto a la boca de aquella vez, en octavo, que la llevó a patinar sobre ruedas al Wollman Rink y tropezó con un temerario niño de seis años; las canas que empezaban a asomar en sus sienes.

El loco subidón de adrenalina que la había empujado mientras cruzaba el parque se esfumó de repente, dejándola agotada, fría y temblorosa. Se sentía como un muñeco de nieve derretido, con las ganas de pelea desaparecidas. Se sentía vacía y muy, muy cansada. Se encontraba bien recostada en Jon, bien por tener a alguien en quien apoyarse. Se preguntó, distraídamente, si en el caso de que subiera al taxi para acompañarla a su casa, el viaje en taxi sería un simple viaje en taxi, si acabarían lo que empezaron la pasada semana, eliminando todo lo que había sucedido desde entonces, el funeral, las revelaciones, las mentiras. Si podrían hacer borrón y cuenta nueva y empezar otra vez, piel con piel, en aquella ridícula caja de zapatos que era su apartamento.

—De acuerdo —dijo con apenas voz.

Jon le apretó el brazo.

—Vayamos a…

Se oyó un ruido por el pasillo. Y los viejos tablones del suelo crujieron cuando una voz femenina dijo:

—Hola.

Clemmie experimentó una extraña sensación de vértigo. El recibidor empezó a brillar con luz trémula, o serían sus ojos, que le escocían todavía del frío. El frío, eso era todo. Levantó la vista hacia Jon, intentando dar sentido a aquel último suceso sin conseguirlo.

La nuez de Adán de Jon subía y bajaba. Con voz baja, con premura, dijo:

—Pretendía decírtelo…

—Hola. —Había una mujer junto a la puerta. Tenía el pelo todavía mojado de la ducha, medio recogido con las puntas sobresaliendo por encima de su coronilla. Iba vestida con unos pantalones de yoga, una camiseta de la UNC y parecía como si estuviera en su casa.

La última vez que Clemmie la había visto llevaba un espectacular vestido blanco, un velo y muchísimo más maquillaje.

—¡Jon! ¿Por qué no dijiste que tendríamos compañía? —Caitlin se abrió paso, descalza—. Hola. ¿Te conozco?

* * *

Kenia, 1927

—Es todo un espectáculo, ¿no te parece? —Frederick se acercó a Addie. Estaba a los pies de la terraza.

Por encima de ellos, en el porche, se oían los golpes del hielo en el interior de la coctelera y el bullicio de una conversación sofisticada. Pero el verdadero espectáculo estaba delante, donde los kikuyu celebraban una fiesta en honor del casamiento de Njombo. Después de haberlo curado hacía ya varios meses, Addie sentía casi un interés de propiedad por los acontecimientos.

Le habían explicado que un ngomo era algo valía la pena ver, pero no había comprendido totalmente a qué se referían hasta que había caído la noche, se habían encendido las antorchas y se habían iniciado los bailes. Los hombres que conocía como trabajadores agrícolas se habían transformado en guerreros, untando sus cuerpos con aceites y decorándolos con complicados dibujos realizados con tiza blanca y ocre rojo, armados con lanzas adornadas con plumas, ajorcas en los tobillos y pendientes en las orejas. Los peinados eran mucho más elaborados que cualquier cosa que hubiera podido ver en los clubes y los salones de baile de Londres, repletos de cuentas y plumas.

Y luego estaban las mujeres, untadas con aceites también, engalanadas con cuentas, desnudas si no fuera por el minúsculo triángulo de hierba que cubría sus intimidades por delante y por detrás. Se balanceaban de un lado a otro con desvergüenza, ondulando las caderas, haciendo rebotar los pechos, con los cuerpos aceitosos brillando a la luz de la hoguera mientras los mayores permanecían sentados a un lado, observando. Los tambores tocaban sin cesar un ritmo primitivo y los bailarines saltaban y se contoneaban, también, emulando el movimiento de la hierba y las ramas de los árboles, de tal manera que el mundo entero parecía dejarse arrastrar por aquel baile, doblándose y girando al ritmo de los tambores, tambores, tambores.

—Escucha esos tambores —dijo en voz baja Frederick, pero aquellas palabras envolvieron a Addie, la penetraron, como si todo se agudizara, se intensificara bajo la luz del fuego—. ¿A que es como si los tuvieses dentro?

—Es… fascinante —dijo Addie. Una palabrilla sosa, segura. Se sentía atrapada en una indulgencia de carácter voyerista, la danza tenía algo tremendamente sensual y erótico. Frederick tenía razón. La música calaba en el cuerpo, latía como un segundo corazón, prometiendo todo tipo de placeres ilícitos. No había bebido, pero era como si lo hubiese hecho, las mejillas sonrojadas, las manos inestables.

—Vayamos a dar un paseo —dijo Frederick. La urgencia de su voz la dejó pasmada. Addie se volvió para mirarlo, las llamas trazaban dibujos en su rostro.

—Pero —dijo con voz débil—, la fiesta…

Frederick miró por encima del hombro hacia el porche, donde Bea tenía su corte y sus admiradores se disputaban su atención. Addie estaba segura de que uno de ellos era su amante, posiblemente más de uno. Antes, en Mayfair, no se enteraba de nada, pero con el tiempo se había vuelto más sofisticada y conocía bien las señales.

—Se lo están pasando en grande —dijo Frederick, y le tendió la mano—. ¿Vamos?

Era una idea atroz, lo sabía, una idea atroz, increíblemente atroz. Frederick y ella pasaban un montón de tiempo juntos —en el secadero del café, en el cuarto de los juegos con las niñas, recorriendo los campos de cultivo—, pero siempre a la luz del día y nunca solos.

Habían transcurrido ya seis meses desde su llegada a Kenia, seis meses de trabajar juntos, de planificar juntos. Addie se sentía orgullosa de aquella amistad. Se había felicitado por la madurez de ambos, por ser capaces de dejar el pasado atrás, de haberse convertido en los amigos que no consiguieron llegar a ser en Londres, dos personas en igualdad, como nunca lo habían sido.

Había ignorado a sabiendas los indicios: las horas adicionales en el campo por el simple hecho de poder estar un rato más juntos; el roce accidental de una mano posada sobre un libro de contabilidad; mirar por encima del hombro para dar las buenas noches a todo el mundo y encontrar los ojos de Frederick clavados en ella, siguiéndola con su mirada hasta abandonar la estancia.

No significaba nada, por supuesto. Eran amigos, ¿no? Amigos.

Se lo decía una y otra vez, como si con la repetición fuera a conseguir borrar la verdad: que se había enamorado de nuevo, y enamorado con fuerza, no de un espejismo además, sino del hombre en sí, del hombre que veía día tras día, peleándose con la contabilidad, jugando con sus hijas. Solo de pensarlo le dolía el corazón. No quería pensar en ello, en nada de todo aquello; si seguía sin admitirlo, es que no era verdad.

Los tambores la animaron a dar el paso, a adentrarse en el cobijo de la sonriente oscuridad.

—Solo… solo un paseo corto —dijo—. Cerca de la hoguera se está muy caliente y muy bien.

No era solo la hoguera calentándole la sangre. Era una especie de locura. Ansiaba moverse siguiendo el movimiento de los bailarines, lanzarse al centro de aquel círculo salvaje y bambolearse, saltar dentro y fuera de la luz de la hoguera, bailar más allá del chisporroteo del fuego.

Notó la mano de Frederick cerrarse sobre la suya y tirar de ella. Y le siguió, por los senderos del jardín, por delante de la acacia cuyas pálidas flores sembraban el caminito de gravilla. Detrás, el mensaje de los tambores seguía, un tamborileo regular, como el latido de su corazón, cada vez más acelerado, la atmósfera aromatizada con perfumes intensos, y el brazo de Frederick rodeándole los hombros, adentrándola en la oscuridad, más allá del porche, pasada la hoguera, donde los árboles susurraban a merced de la brisa y cantaban pájaros desconocidos, animándolos a seguir adelante.

El grupo del porche era ya lejano, el sonido de la conversación sofisticada y del cristal de las copas de cóctel un mero rumor. Podrían estar en cualquier parte, miles de años atrás, el primer hombre y la primera mujer, amortiguados por la cálida oscuridad y con el débil eco de los tambores como única cosa capaz de marcarles el paso.

No estaba segura de cómo sucedió, un traspié en el camino oscuro, una pausa, pero dejaron de andar; estaba entre sus brazos, los labios de él acariciándole el cabello, la mejilla, su boca, besándose con la necesidad acumulada durante aquellos seis meses de deseo frustrado, de trabajar juntos, de comer juntos, de esconder sus sentimientos detrás de una educada sonrisa social y un brío que estaba lejos, muy lejos, de sentir.

—Addie —le susurró, rozando con su boca el cabello. El crepe de China del viejo vestido de Bea parecía gasa y tul, apenas una barrera; notaba la presión de las manos de él a través del tejido, su calidez en la espalda, en la cintura, los labios de él en el cuello—. Addie…

Por encima de ellos, en los árboles, crujió una rama, un sonido discordante, nada bonito. Addie se apartó.

—¿Qué estamos haciendo?

Frederick la rodeó por la cintura con el brazo, su voz como terciopelo en la oscuridad.

—Exactamente lo que queremos hacer desde hace meses… años. —Se odió por ceder y acercarse a él, por inclinarse bajo la caricia de sus manos. Lo odió por tener razón—. ¿Por qué sino has venido aquí conmigo?

La seguridad de aquella afirmación la molestó, sobre todo porque era cierta. Pero reconocerlo significaba… muchas traiciones.

—Para dar un paseo —dijo cortante—. ¡Simplemente para dar un paseo!

—No mientas —dijo Frederick. Deseaba poder verle la cara, pero la envolvían las sombras—. Miéntete a ti misma si lo necesitas, pero no a mí.

—No podemos… no puedo… ¡Estás casado!

—¿Y? —La voz de Frederick se quebró de pura frustración. Incluso a oscuras, podría dibujar su cara, cartografiar cada reiteración de su expresión. Lo conocía terrible y dolorosamente bien. Frederick levantó el dedo pulgar en dirección a la casa—. También lo está la mitad de la gente de ahí.

—¿Es por eso? —El dolor la atravesaba, un dolor atroz, desgarrador. Amar y no ser correspondido era horroroso, pero peor, muchísimo peor era verse convertida en una herramienta para ejercer la venganza. Su voz sonó entonces demasiado fuerte y demasiado aguda—. ¿Qué pasa? ¿Qué por el simple hecho de estar en Kenia todo el mundo se salta las reglas a la torera? Tal vez tú puedas tomarte a la ligera tus votos matrimoniales, pero yo no. Yo no… jamás me convertiré en tu venganza contra Bea. No pienso ser tu juguete.

—Eres una tontuela —dijo Frederick en voz baja. No debería haber sido así, pero aquellas palabras sonaron como una caricia para Addie. Avanzó hacia ella, los zapatos hicieron crujir la gravilla—. ¿De verdad piensas que es eso? ¿De verdad piensas que te aprecio tan poco?

—No sé qué pensar. —Eso, al menos, era cierto—. Deberíamos regresar… no deberíamos estar aquí. De esto no puede salir nada bueno…

—Addie. —La voz de Frederick la interrumpió. Las palabras salían de él roncas y puras—. Addie… en Inglaterra… hace cinco años… cometí un error abominable.

Addie se quedó paralizada, deseosa de oír, deseando no escucharlo. ¿Para qué?

«No…». La palabra se formó en sus labios, pero el sonido se negó a aparecer.

La luz de la luna iluminó el rostro torturado de Frederick.

—Fui un imbécil, multiplicado por diez, ¿y crees que no lo sé? ¿No crees que he pagado, una y otra vez, el precio por el error que cometí? —Soltó una carcajada, grave y carente de todo humor—. ¿Sabes lo que es tenerte aquí, delante de mí, y saber que no puedo tocarte?

Addie se quedó mirándolo, boquiabierta.

—Créeme —dijo Frederick enconadamente—. Nadie debe de haber tenido un castigo más apropiado por un momento de estupidez extrema.

—Más de un momento —se oyó Addie decir. Las viejas heridas saltaron a un primer plano—. Si de verdad te sentías así, si de verdad me querías entonces…

—¿No lo entiendes? —Mantenía las manos sobre los hombros de ella, su voz persuasiva—. Por aquel entonces todo estaba mal, todo. El mundo era caótico. No quería arrastrarte a aquello. Estuve solo a un paso de meterme una pistola en la boca y apretar el gatillo, pero luego llegó Marjorie y todo esto —su gesto abarcó los campos dormidos— y me desperté de aquel ataque de locura y me pregunté qué demonios había hecho. Creí que podría sacarle partido, pero entonces apareciste de nuevo tú. Y ahora…

—¡El ahora no existe! —La voz de Addie sonó más alterada de lo que pretendía. Sentía sus emociones en carne viva, todo lo que podría haber sido bailando delante de ella… si nunca le hubiese presentado a Bea. Pero lo había hecho, y él había obrado en consecuencia, ¿cómo podía creerlo ahora? ¿Cómo creer todo aquello que le estaba diciendo?—. No puede existir.

—Maldita sea, Addie. —Parecía tan indignado que ella se habría echado a reír de no estar tan cerca de romper a llorar—. Estoy intentando decirte que te amo.

—¿Y cómo pretendes que te crea? —La voz estaba anegada de lágrimas. Intentó apartarse, pero las manos de él la retuvieron.

—Te amo. Te amo —repitió, como un conjuro—. Amo tu forma de sorber ruidosamente el té…

Addie levantó la cabeza de golpe.

—¡Yo no sorbo ruidosamente el té!

—Sí, sí que lo haces —dijo con ternura Frederick—. Sorbes ruidosamente el té y retuerces un mechón de pelo cuando te pones nerviosa, y cuando te enfadas te pones rígida como el almidón. Te amo por todo eso. Te amo por ser tú. Te amaba entonces, cuando apenas te conocía —aunque era tan imbécil que no supe darme cuenta de ello—, y esa emoción era la mera sombra de una sombra de lo que siento ahora por ti. Estamos hechos el uno para el otro, tú y yo, quieras o no reconocerlo.

Se presentaba ante ella un nuevo infierno, mil veces peor que esconder el amor que sentía por él bajo el disfraz de una amistad. Pero ahora… ponerlo al descubierto de aquella manera…

—Esto es cruel —dijo enfadada—. Jamás debería haber…

—¿Estás diciéndome que no sientes lo mismo?

Addie apretó los puños, clavando las uñas en las palmas.

Odiaba saber que era incapaz de responder, que sus principios, que todos aquellos años de meterle con calzador el recato, que todos los años de preceptos de tía Vera se desvanecían ante aquella necesidad tan primaria. Lo deseaba con locura. Era cierto, había habido veces, durante los últimos meses, cuando Bea estaba fuera en alguna de sus excursiones, que Addie había imaginado que todo aquello era suyo, que aquella era su granja cafetera, que Marjorie y Anna eran sus hijas, que tendrían derecho a sentarse en el porche y escuchar el ulular de los búhos, con la cabeza de ella recostada en el hombro de él y los labios de él en su cabello.

—¿Lo ves? —dijo Frederick, su voz grave y triunfante.

—¡Pero está mal! —Era lo único que le quedaba para poder aferrarse, ese último vestigio de principios.

Frederick abarcó la cara de ella entre sus manos.

—Correcto, incorrecto… ¿Y eso qué importa aquí? —La idea resultaba terriblemente seductora, estaban a miles de kilómetros de las restricciones, allí, en plena naturaleza, con los tambores vibrando a su alrededor—. Dime que no tengo razón.

Se abrazó a él por un momento, la boca de él sobre la suya, y depositó la totalidad de sus torturados sentimientos en aquel beso, todos los deseos, todo lo que amaba, todo lo que podría haber sido. El cuerpo de él se moldeó contra el de ella, miembro a miembro, y comprendió que así debió ser el pecado original; el reloj no podía dar marcha atrás. Pasara lo que pasase, independientemente de donde fuera a partir de entonces, siempre recordaría aquello, la sensación de aquel momento. Jamás podría volver a mirarlo ignorando la sensación del cuerpo de él contra el de ella, las manos enredadas en su cabello, vertiginosas y urgentes.

—Me vuelvo a casa. —Addie se retiró, despeinada y jadeante, despegando sus labios de los de él con un sonido audible—. Me vuelvo a casa, a Inglaterra.

A casa. ¡Qué mentira! Inglaterra no era su casa, ni Ashford, ni su viejo piso alquilado. Su casa estaba aquí, con Frederick. Pero no era su casa. Nunca había sido su casa. Solo lo había imaginado, migajas robadas de la vida de otra.

—Me voy —insistió—, en cuanto encuentre pasaje.

Frederick se quedó mirándola, su pecho agitado, respirando con dificultad.

—Querrás decir que huyes.

Aquellas palabras le dolieron, le dolieron terriblemente. ¿Quién era él para juzgarla? Si no se hubiese acostado con Bea hacía ya tantos años…

—No puedo hacerlo… no puedo hacérselo a Bea, ni a David. —Apenas pensaba en David desde que estaba allí, pero ahora lo blandió ante ella como un escudo—. No puedo continuar fingiendo que soy tu amiga, fingiendo que nada ha cambiado, no después de esto. Me vuelvo a casa.

Addie dio media vuelta, cegada. El delicado tejido del viejo vestido de Bea se enganchó en un arbusto de acacia, liberando una lluvia de pétalos.

—No me digas que piensas casarte con él —dijo Frederick, su voz ronca, llena de incredulidad.

—¿Por qué no? Al fin y al cabo —las palabras brotaron de manera espontánea—, tú te casaste con Bea.

Addie tiró de la falda del vestido, sin importarle que la tela se rasgara, y volvió corriendo a la casa, aplastando con sus zapatos la gravilla.