26
Nueva York, 1971
—Gracias, muy amable.
Si una sola persona más le decía lo mucho que lo sentía, Addie se pondría a gritar. Gritaría y gritaría hasta que las piezas de porcelana que adornaban la repisa de la chimenea se hicieran añicos y el cristal que cubría los cuadros se partiera, hasta que las ventanas se deshicieran convertidas en minúsculos estanques de sal y arena y el viento procedente del parque entrara soplando por las aberturas.
Su hijo estaba muerto. Su niño. ¿Cómo podía ser eso correcto o justo o ecuánime? Había sido un infarto, dijeron, en Metro North. Estaba allí sentado, con su maletín y su periódico, y al momento siguiente estaba en el suelo, pidiendo con jadeos una ayuda que no llegó, su cuerpo vuelto contra él.
¿Por qué Teddy? Era una de las criaturas doradas de la vida, bondadoso hasta extremos inverosímiles, abierto y amable. Cierto, se había casado con una mujer de una insulsez que tiraba de espaldas, pero no era ese tipo de error lo que lo había matado; nadie se muere de aburrimiento ni sufre un infarto por ello. Era un hombre grande, campechano, cordial, Teddy, amante de la bebida, pero también amante del campo de golf y de la pista de tenis. Debería haberlos sobrevivido a todos.
¿Alguien recordaba otros casos de infarto en la familia? El corazón de Addie seguía latiendo con fuerza, aun teniéndolo destrozado. Por lo referente a su padre y su madre, no habían vivido lo bastante como para saberlo. Resultaba pasmoso pensar que ellos, eternamente mayores en su imaginación, eran más jóvenes que Teddy cuando murieron. Lo percibió como un escalofrío que reptaba adentrándose en su cuerpo, la conciencia de que ella era mayor de lo que sus padres nunca llegaron a ser, mayor de lo que su hijo nunca llegaría a ser, su hijo, su hijo, el único fruto de su vientre.
—Al menos tienes algo que te lo recuerda —dijo la especialmente insulsa esposa del agente de bolsa de Addie, mirando con sentimentalismo a los hijos de Teddy, hermosamente dispuestos alrededor de su madre, las niñas con impecables vestidos negros, Ed con un traje negro que le iba excesivamente apretado.
—Sí —replicó Addie, son un gran consuelo.
No le recordaban en absoluto a Teddy. Eran todos de Patty. A Addie nunca le había gustado Patty.
Y seguía gustándole poco, por mucho que pudiera pensarse que ahora, al menos, estarían unidas por ese dolor en común. Pero los lamentos de Patty le habían puesto a Addie los pelos de punta, ya que nada tenían que ver con Teddy, con su desaparición de este mundo, sino con sus propias congojas: ¿cómo sobreviviría, de qué viviría ahora que Teddy se había ido? Addie le había dado unos mecánicos golpecitos en la mano, inutilizando sus egoístas lamentos, la interminable repetición de «yo», «mi», «yo». Un dolor tremendamente egoísta.
También el dolor de Addie era egoísta, se imaginaba.
Lamentaba todas las cosas que Teddy debería haber hecho y no había podido: los nietos que nunca mecería sobre las rodillas, los partidos de tenis que nunca jugaría, las estrellas que nunca volverían a brillar por él. Lamentaba esos niños que nunca fueron, los hermanos menores que Teddy nunca conocería, dos, uno detrás de otro, apenas formados, ni siquiera reconocibles como bebés, demasiado prematuros para tener una lápida, sacados de la casa casi en un fardo y enterrados en el jardín. A Teddy simplemente le habían dicho que mamá se había puesto enferma; se había sentado a los pies de su cama y le había dado conversación con su dialecto de niño mientras ella intentaba que no se diera cuenta de que estaba llorando, derramando silenciosas lágrimas por sus mejillas.
Después del último aborto, los médicos de Nairobi le habían dicho que no podría tener más hijos. Le había dicho a Frederick que no le importaba, que tres eran más que suficiente para ellos, con los precios de los colegios y esas cosas. Tenían dos niñas y un niño; cualquier otra cosa sería un exceso.
Sus niñas. Siempre procuraban tratar a todos los niños con igualdad. O al menos lo intentaban. No era un esfuerzo por parte de Frederick; los quería a todos por igual, aunque Addie siempre había sospechado que en su corazón su hija Anna, la niña rebelde, ocupaba un lugar especial.
Anna había viajado desde Hawái para asistir al funeral, acompañada por su último marido, un dramaturgo, con un hirsuto bigote pelirrojo, blazer de terciopelo de color mostaza y pantalones de cheviot de pernera exageradamente ancha. Su piel, bajo un extraño vello facial, estaba violentamente tostada por el sol, reliquia de una boda descalzos en la playa.
En cuanto a Anna, el sol no la había quemado, sino besado; lucía un elegante bronceado color galleta, su pelo increíblemente rubio en contraste con su piel. Su minivestido no era en absoluto adecuado para un funeral, aunque al menos había elegido el negro. Addie se había preguntado si lo haría. A Anna le gustaba provocar, simplemente provocar muchas veces, pero esta vez había tenido buen juicio.
Addie percibía su corazón resquebrajándose, como si todo su contenido fuera a derramarse a través de las grietas abiertas hasta que no quedara más que un charco en el suelo de madera, un charco y un aturullamiento de prendas negras, con el broche del diamante de Bea reluciendo justo en el centro.
Anna le murmuró algo al oído al dramaturgo. Con sus ridículos tacones, era tan alta que incluso tenía que agacharse para hablarle al oído. Tenía la altura de Frederick, Anna… de Frederick y de Bea. A su lado, Addie siempre se había sentido como una mujer de la limpieza perdida en medio del Olimpo. Incluso ahora, su hijastra la hacía sentirse así.
Habían venido con el hijo del dramaturgo, un niño muy serio de nueve años, con el pelo cortado a lo paje y pajarita. Su imagen le recordó enseguida la de Teddy con esa edad. No porque Teddy fuera un niño callado y serio; siempre había sido extravertido y seguro de sí mismo. Aunque, claro, Teddy tenía la ventaja de dos padres que lo adoraban, de hermanas que lo mimaban, no como aquel pobre niño, arrastrado, lo quisiera o no, hacia una tribu desconocida, acariciado y arrullado por una madre que conocía desde hacía solo un mes.
Anna le acarició la cabeza al niño con una caricia despreocupada. Jugaba a ser mamá igual que las niñas jugaban a casitas, abandonando la muñeca en cuanto aparecía un juguete más interesante. Addie siempre había pensado que Anna habría tenido más buen juicio, que habría recordado lo mucho que dolía ser abandonada.
Tal vez todo hubiera sido distinto de haber tenido Anna un hijo de su vientre; tal vez su instinto maternal hubiera sido más… más equilibrado. Addie se lo preguntaba, de vez en cuando.
En aquel momento, todo había parecido tan sencillo.
Anna había acudido a ella con confianza. El padre estaba casado, dijo. Uno de sus profesores. No se había disculpado, simplemente le había expuesto los hechos y a Addie le había recordado, una vez más, a Bea, que solía mostrarse más desvergonzada precisamente cuando sabía que con toda probabilidad estaba equivocada. Anna quería que el niño «estuviese cuidado» y daba por supuesto que Addie, con los contactos que tenía en diversas maternidades, podría ayudarla… sin contárselo a Frederick.
Lo había dispuesto todo: el vuelo a Suiza, la clínica. Frederick pensaría que Anna había ido a esquiar con sus amigas. A Addie le había dolido terriblemente tener que mentirle —era su otra mitad, una parte de sí misma—, pero Anna había sido tajante: su padre no tenía que saberlo. Si Addie no se lo prometía, Anna se ocuparía del asunto con la ayuda de sus propios medios. De modo que Addie le había hecho la promesa, diciéndose que era para bien, que la liberaría tener la oportunidad que Bea no tuvo en su día. Además, siempre habría más hijos, hijos con la persona adecuada.
Pero después de aquello no había habido más hijos. Anna había dejado colgados los estudios en la escuela de bellas artes, en la universidad y en el programa para gestión de museos de Sotheby’s en el que se había matriculado. Había revoloteado de profesión en profesión, decidiendo ser decoradora un mes y diseñadora de moda al siguiente. Hizo justo lo mismo que había hecho su madre. Se casó, se casó y se volvió a casar.
Addie se preguntó cuánto tiempo pasaría con este. Los cuatro primeros le habían durado un suspiro. En el caso del último, el divorcio se había prolongado durante más tiempo que el matrimonio en sí.
Y ahí estaba Marjorie, moviéndose con eficiencia entre la multitud con una bandeja de canapés, asegurándose de que las copas estuvieran en sus posavasos y de que las servilletas utilizadas se retiraran. Era una luchadora, Marjorie. Aunque a Addie le hubiera gustado que no hubiese tenido que luchar tanto. Lo habría querido para ella, para las dos hijas de Bea. Al menos, Marjorie estaba de nuevo en Nueva York, no lejos, en California, con ese espantoso Bill. Y había traído a Clemmie con ella.
Clemmie cargaba también con una bandeja de canapés, la delegada elegida por su madre.
—¿Te apetece un ganchito de queso, abuela Addie?
Por un momento, Clemmie le pareció tan igualita a Bea que se tambaleó, no a la Bea del final, sino a la Bea de cuando se conocieron. También tenían vestidos de terciopelo negro para las ocasiones, Bea y ella, de terciopelo negro con un gran cuello de encaje blanco y medias gruesas debajo. Nanny las peinaba con coletas sujetas con generosos lazos de terciopelo.
—¿Abuela? —dijo Clemmie, pero el acento no era ese. Aquí era americano, ligeramente nasal, nada que ver con ese tono de Bea que era incluso capaz de cortar el cristal, nada que ver con Bea, era Clemmie.
—No, gracias, cariño —dijo Addie—. ¿Le has llevado uno al abuelo?
Clemmie correteó obedientemente, sujetando la bandeja con mucho cuidado para que los ganchitos no cayeran al suelo. Se tomó muy en serio sus obligaciones como repartidora de tentempiés. Todo se lo tomaba muy en serio, no como Bea, que, incluso cuando Addie y ella eran pequeñas, resplandecía por la vida con despreocupado salero.
Addie observó a Clemmie ofrecerle la bandeja a Frederick, y la expresión de amor de su cara le encogió el corazón. Se inclinó, dolorido, para coger un ganchito de la bandeja. No sabía decir que no a ninguno de sus nietos.
Estaba ya tan mayor, su Frederick. Aquellas arrugas, ¿cuándo se habrían grabado de un modo tan profundo en su rostro? ¿Cuándo habría empezado a encorvarse su espalda y a descolgarse su barbilla? No lo había visto hasta ahora, hasta que la muerte de Teddy se llevara con ella la seguridad de los pasos de Frederick y la sonrisa de su cara. Era como ver un espejo distorsionado, a un lado el Frederick que tan bien recordaba, eternamente con sus veintiún años, un joven vestido de gala sujetando un ratón; al otro lado, aquel anciano desconocido, retorcido y demacrado, doblemente doblegado por una tos áspera y seca que se negaba a desaparecer. Había intentado llevarlo a ver a un médico, pero él le había jurado que no era nada, que pronto se le pasaría. Tos y tos y tos, sin parar a lo largo de interminables noches de insomnio.
De noche eran viejos, viejos de verdad. Se le nublaba la mente cuando pensaba que, de seguir con vida, Bea sería ahora tan vieja como ellos. Addie recordaba el pánico que le daba a Bea, a la madura edad de veintiocho años, la posibilidad de perder su encanto. Tal vez era bueno que no hubiese vivido, que no hubiese vivido para ver la piel descolgándose debajo de la barbilla, como le sucedía a Addie, que no hubiese vivido para ver su vientre arrugarse con bebés que jamás llegaron a nacer, que no hubiese vivido para ver morir a su hijo antes que ella, un dolor casi insoportable.
Durante aquellos largos y prósperos años, Addie había sentido lástima por Bea, por todo lo que se había perdido… lástima y un poco de miedo, como si, de no andarse con cuidado, fuera un día a mirar por encima del hombro y pudiera encontrársela siguiéndola, exigiéndole una penalización, el precio por todos aquellos años de felicidad que Addie le había robado, por su marido, por sus hijas.
¿Sería Teddy aquel precio?
Empezaba a pensar cosas absurdas. Esas equivalencias solo se encontraban en los cuentos de hadas victorianos, un hijo a cambio de un hijo, una pérdida a cambio de una pérdida. Aunque parecía amedrentadoramente claro; durante todos aquellos años siempre había temido por el bienestar de Teddy, había arrastrado a su familia de Nairobi a Nueva York, temiendo siempre por Teddy, por el lugar que Teddy ocupaba en el mundo. A veces se sentía muy culpable, culpable por sentirse agradecida por la muerte de su prima, su prima, a quien en su día quiso más que nada en el mundo; se sentía culpable por aquella oleada de pánico que la había embargado cuando Anna había gritado el nombre de Bea en el bazar de Nairobi, por el deambular inquieto a altas horas de la noche y los planes que habían seguido a aquel suceso. Addie se había negado a considerar aquella posibilidad, había cerrado los ojos y los oídos… por Teddy, por el bien de Teddy.
Pero Teddy se había ido para siempre.
Se preguntaba cómo sería Bea ahora, qué tipo de arrugas habría excavado la vida en su rostro, arrugas por alegrías y por dolores, y por cualquier otro sentimiento intermedio. ¿Habría acabado creciendo como persona? ¿Se habría tranquilizado, con la edad, y dejado de ser la cabeza loca en que se había convertido? ¿O habría seguido el camino de tantas de sus amigas, haciéndose con amantes cada vez más jóvenes, su elegancia una cuestión de maquillaje y apariencia, adicta a las drogas que en su día fueron simples juguetes?
No eran más que especulaciones, por supuesto. Bea llevaba ya cuarenta años ausente: tres años más de los que había vivido Teddy.
Pero Addie no había conseguido olvidar, a pesar de todos los años transcurridos, el grito de una niña en el bazar de Nairobi y el zapato perdido, que debería de haber sido verde en vez de azul.
* * *
Nueva York, 2000
Clemmie andaba perdiendo el tiempo por el exterior de los despachos de profesores de Fayerweather Hall, fingiendo interés en un tablón de anuncios que hacía publicidad de un Pictionary histórico para estudiantes de posgrado, clases particulares para estudiantes de diplomatura y diez dólares para quien quisiera participar en un experimento de psicología.
Con pantalones vaqueros gruesos y jersey, tenía la sensación de poder camuflarse como un agente secreto. Hombres y mujeres por igual vestían el mismo uniforme de vaqueros y sudadera, las mujeres con el pelo recogido con una goma elástica en un moño, algún que otro hombre luciendo la perilla du jour. Una atosigada estudiante, vestida completamente de negro, vaso de café en una mano, una montaña de papeles en la otra, corría por el pasillo, consiguiendo milagrosamente que el café no se derramara a la vez que sorteaba una cincuentena de colegas en plenos exámenes parciales.
La puerta que Clemmie tenía delante estaba cuidadosamente entreabierta, justo lo suficiente para poder oír el murmullo de voces, una joven y muy infeliz. El cartel de la puerta rezaba: «JONATHAN SCHWARTZ» y debajo, en letras más pequeñas: «PROFESOR ADJUNTO».
Se abrió la puerta y salió la estudiante andando con pesadez, una mochila de L. L. Bean colgada de un hombro. No miró a Clemmie. El tacón de sus mocasines arañó el suelo del pasillo.
Clemmie esperó a que la estudiante hubiera alcanzado la mitad del pasillo para llamar delicadamente a la puerta.
—Adelante —dijo la voz de Jon, muy autoritaria y nada similar a la que ella conocía.
No era un despacho muy grande. Lo que se veía parecía estar integrado únicamente por libros, libros colocados en estanterías sin aparente orden ni concierto, algunos con forro de plástico, otros con la descolorida piel artificial de antiguas ediciones. Jon estaba sentado detrás de una mesa grande en medio de todo aquello, con un montón de papeles esparcidos delante de él. Con las gafas, rodeado de sus herramientas de trabajo, le recordó más que nunca a Indiana Jones. Menos el sombrero y el látigo, claro está.
—Pasa y siéntate —dijo en un tono monótono, escribiendo un último apunte en un libro de registro. Levantó la vista y su expresión cambió por completo—. ¡Clemmie! ¡Hola! —Parecía alegrarse, pensó Clemmie, alegrarse y tal vez mostrarse también un poco desconfiado. Se levantó y le indicó con la mano que pasara—. ¿Es por la nota que te he puesto en el parcial?
Clemmie apartó con la punta de la bota un montón de libros que se interponía en su camino.
—¿Ya es época de parciales?
—Temporada alta de parciales. —Jon la rodeó para ir a cerrar la puerta antes de correr a acercarle una silla—. Esta mañana han sabido las notas. Desde entonces, he sido objeto de una imaginativa combinación de amenazas y zalamería.
Clemmie, delante de la mesa, hizo un mohín.
—Zalamería. Bonita palabra. ¿Y funciona alguna de esas tretas?
Jon forzó una sonrisa.
—Me han tentado con una botella de vino, pero he pensado que podría ser utilizada en mi contra cuando sea la hora de decidir quién se queda con el puesto vitalicio, de modo que le dije que se la llevara al jefe del departamento.
Clemmie le dio la vuelta a uno de los papeles que había sobre la mesa, una fotocopia de la crítica de un libro publicada en una revista llamada Past & Present. Parecía más del pasado que del presente.
—¿Qué nota le pusiste al chico?
—Un notable bajo.
El equivalente a un suspenso en cualquiera de las universidades de la Ivy League.
—Vaya.
—Créeme, se lo merecía. —Jon se inclinó encima de la mesa, quizá con excesiva ansiedad—. Por favor. Siéntate. ¿Quieres que te traiga alguna cosa? ¿Un refresco, un café? La máquina del departamento no da para mucho, pero es más o menos potable.
—No, no, de verdad, gracias. Ya he tomado café. ¿Lo ves? Frases completas.
Jon se dejó caer en su silla.
—Esa no lo era.
Clemmie hizo una mueca.
—Eres el más quisquilloso de todos los quisquillosos.
—Siéntate al menos. Me alegro de verte. —Había una pregunta implícita, una pregunta que Clemmie no sabía muy bien cómo responder. Jon añadió rápidamente—. ¿Qué haces aquí en mitad de la jornada?
—La historia oficial es que me estoy tomando un periodo de vacaciones. —Clemmie se dejó caer entonces en la silla de delante de la mesa. Tenía una forma similar a una cáscara de huevo y la reclinaba más de lo que le hubiera gustado—. La historia real es que no me han hecho socia.
—Lo siento.
—No lo sientas. —Clemmie se retorció para empujarse hacia arriba, luchando contra la atracción que ejercía el asiento. Plantó con firmeza los pies en el suelo—. Estoy mirando otras opciones. Uno de nuestros clientes me ha ofrecido ya un puesto en su organización.
Había sido PharmaNet, precisamente, PharmaNet, que había presentado su queja ante Paul. Aunque Paul poco necesitaba para vetarla. Clemmie sabía que no había sido persona de su agrado desde el primer día. La gente de PharmaNet le había dicho que les gustaba su coraje y que la querían con ellos. No era lo que tenía pensado, pero le intrigaba, de todos modos. De aceptar el puesto, podría meter mano a las políticas que tanto le habían inquietado; estaría bien situada para hacerse con un puesto en el consejo general de una corporación importante. Eso sin mencionar otros beneficios de naturaleza algo más material.
—En el lado positivo —dijo Clemmie— está que tendría que darle órdenes a mi antiguo jefe. Oh, y es en Londres.
—¿Piensas aceptarlo?
Clemmie volvió a sumergirse en la silla cáscara de huevo.
—Podría. Es tentador. —Había hablado ya con su nuevo amigo, Tony, sobre la posibilidad de pasar unos días en Rivesdale House mientras buscaba piso. Le gustaría sentir un interés más romántico hacia Tony. Todo quedaría perfectamente atado y bien atado—. Nunca he vivido en Londres, ni en otro lugar que no sea Nueva York. El periodo más largo que he pasado en otro lugar fue en…
—Roma —dijo Jon, completando la frase por ella.
Sus ojos se encontraron por encima de una montaña de papeles.
—Así es —confirmó enseguida Clemmie—. Y fue solo un semestre. Bueno, creo que ya va siendo hora, ¿no te parece?
La mano de Jon seguía sujetando el asa de su taza de café. Sus ojos avellana permanecían impasibles.
—¿Entiendo, pues, que es una visita de despedida?
—¡No! Nada de eso. Todavía no he tomado ninguna decisión. —Aunque los de PharmaNet estaban presionándola para que les diera una respuesta—. Quería hablar contigo de otra cosa, además. ¿De verdad que no interrumpo tu trabajo con los estudiantes?
—Tranquila. —Se inclinó hacia delante, apartando los papeles de todo tipo que cubrían la mesa—. Yo también quería hablar contigo de un tema. Del día de Nochevieja… te debo una explicación…
—No, no me debes nada. —La silla crujió cuando Clemmie la empujó hacia atrás—. De verdad, no hacen falta explicaciones. Si Caitlin y tú volvéis a estar juntos, estupendo.
—¿Juntos? —Jon rescató el café justo a tiempo de evitar que se derramara por encima del examen parcial de algún alumno. La taza tenía el logotipo descolorido del departamento de historia, ahora completamente manchado de café—. No estamos juntos. Caitlin estaba de escala en Nueva York. Necesitaba un lugar donde pasar una noche. Eso es todo.
No le pareció a ella que eso fuese todo.
—No pasa nada —dijo Clemmie con una alegría forzada—. Mientras estés feliz…
—No estamos juntos —repitió Jon, y miró por encima del hombro con aspecto culpable—. Tenía que tomar un avión a París el día siguiente, y eso fue todo.
Clemmie sabía que tenía que cambiar de tema, pero no pudo resistir la tentación de añadir:
—Se os veía muy cómodos.
—Estuvimos tres años casados —replicó Jon. Bajó la vista y empezó a jugar con la taza, creando un dibujo de manchas de café superpuestas—. Fue un día muy duro. La idea de estar con alguien que corresponde a una parte completamente distinta de mi vida resultaba tentadora… durante cinco minutos. Todo parecía muy fácil. Hasta que dejó de serlo. No estábamos hechos el uno para el otro y nunca lo estaremos.
Clemmie se odió por sentirse tan dichosa al oír aquello.
—Tenía entendido que habías decidido que nadie estaría nunca hecho para ti. Que estabas hasta más arriba de esa tontería del amor.
Jon puso mala cara.
—No era un buen momento. Yo… Digamos que ver a Caitlin me ayudó a clarificar ciertas cosas.
—Ya. —Clemmie decidió dejar correr el tema. No era ni el momento ni el lugar. Cruzó una pierna sobre la otra, contradiciendo la voluntad de la silla—. De todas formas —dijo, esforzándose para que sus palabras sonaran con cierta frivolidad—, no quiero hacerte perder el tiempo en temporada alta de parciales. La verdad es que estoy aquí para pedirte un favor.
Los papeles se arrugaron con el movimiento de los codos de Jon. Sería por eso que a los profesores les gustaba llevar coderas.
—¿Qué tipo de favor?
—Un favor de investigación. —Clemmie respiró hondo—. La semana pasada fui a ver a tía Anna. Tiene una teoría; a saber, piensa… que su madre, su madre de verdad, no murió en Kenia.
—Ah —dijo Jon.
—¿Ah? —No le gustó en absoluto el sonido de aquel «ah»—. Estás al corriente.
—Conozco esa historia —dijo Jon con cautela—. La muerte que no fue, y todas esas cosas.
—No la crees.
—Carezco de información suficiente para creerla o no creerla.
Clemmie puso los ojos en blanco.
—Eso es escaqueo. —Y con voz más alta de lo que pretendía, dijo—: No me creo que el abuelo Frederick la asesinara. O que lo hiciera la abuela Addie.
—No —dijo Jon—, tampoco yo. Pero… —Adivinó Clemmie que ese «pero» no iba a gustarle—, no puedes descartar un simple accidente. Estaban de safari; era peligroso. La gente moría en esas salidas y muchas veces no encontraban el cuerpo. La gente sigue muriendo así.
—¿Pero y si no murió de esa manera?
—¿Qué? —Jon se levantó las gafas para frotarse los ojos—. Aun en el caso de que estuviera viva entonces, ya estaría muerta. Muerta desde hace tiempo. Era más mayor que tu abuela… que Addie, quiero decir. ¿Qué importancia tiene si murió entonces o más tarde? —Y con una voz más amable, añadió—: Así no podrás encontrar una sustituta de Addie.
—¡No intento encontrar ninguna sustituta! —Moderándose, se recostó en la silla—. Solo quiero saber qué pasó.
—No quiero ser un plasta… —dijo Jon.
—¿Un plasta?
—… es posible que nunca puedas llegar a averiguarlo. —Jon ignoró el desliz cometido con jerga de estudiante—. Es posible que no existan fuentes de información. O aun en el caso de que existan, que estén abiertas a múltiples interpretaciones. Los hechos podrían conducir hacia múltiples y poco concluyentes direcciones. Es uno de los inconvenientes con los que nos tropezamos los profesionales de la historia —añadió—. La mayoría de las veces no existe una verdad, sino varios niveles de interpretación. El hecho es un supuesto que ofrecemos al público.
—Bienvenido a mi vida —dijo Clemmie—. ¿Qué te piensas tú que hago yo a diario? Entretejo hechos con argumentos. Cada conjunto de hechos tiene dos historias. En este caso, sin embargo, existe una respuesta muy sencilla. Murió o no murió. Si no murió, quiero saber qué pasó.
Jon le sostuvo la mirada.
—¿Por qué?
Clemmie sabía lo que Jon quería sonsacarle, y se equivocaba. Clemmie no buscaba una sustituta de la abuela Addie… no del todo. Pero aquella mujer, aquella desconocida, formaba, en cierto sentido, parte de Clemmie. Quería saber qué le había sucedido. Quería saber por qué su madre nunca hablaba sobre ella. Simplemente quería saber. Y si era todo tan sencillo como parecía, si de verdad la había devorado un león durante un safari, entonces ya estaba.
De algún modo, esa habría sido la respuesta más fácil. Significaría que no había habido juego sucio ni traición, solo la incómoda circunstancia de una mujer que se había casado con el afligido marido de su prima. ¿Era eso lo que quería Clemmie? Tal vez. Serviría para devolverle a su abuela Addie, no como un pariente consanguíneo, sino como la persona que había conocido y que creía que era, nada que ver con el tipo de persona capaz de mantener un matrimonio bígamo o de amenazar a la madre de sus hijastras para alejarla de ellas.
Clemmie no podía explicárselo a Jon porque ni siquiera estaba del todo segura de entenderlo ella, de modo que se limitó a decir:
—¿Por qué intentamos resolver misterios sin resolver? La gente no tiene precisamente intereses personales en averiguar la historia de la princesa de la torre o el delfín desaparecido, pero les preocupa igualmente su destino. Para el caso, ¿por qué te dedicas tú a lo que te dedicas? La idea es la misma. Te dedicas a solucionar rompecabezas, a descubrir qué sucedió.
Jon bajó la vista hacia el amasijo de documentos y exámenes que tenía sobre la mesa.
—En estos momentos, me dedico a calificar a un puñado de semianalfabetos. —Levantó la mirada y poco a poco esbozó una sonrisa—. De acuerdo. Lo compro. ¿Por qué tengo esa sensación de que ahora deberíamos hacer un juramento con una gota de sangre o algo por el estilo?
Clemmie le sonrió, mareada incluso de alivio. Era estupendo saber que formaba parte de un equipo, saber que no estaba sola.
—No me vengas ahora con historietas de los Hardy Boys.
Las patas de gallo de Jon se acentuaron.
—Siempre me gustó más Nancy Drew. —Y volviendo a temas serios, dijo—: Anna heredó un montón de papeles de Addie. Ni siquiera los ha tocado.
—¿Por cuestión de principios? —Aquello olía a grave resentimiento.
—Algo así. Les echaré una mirada, y si no encuentro nada, empezaré a trabajar desde otras perspectivas. Tengo algunas ideas. Entretanto… —Se interrumpió, como si estuviese discutiendo consigo mismo.
—¿Sí? —lo animó Clemmie.
Jon ladeó la cabeza.
—¿Te has planteado hablar con tu madre?