16

Kenia, 1926

—¿Vamos? —Addie se apartó de Frederick, intentando disimular su confusión bajo la apariencia de un parloteo desenfadado—. Me muero de ganas de conocer la granja… y a las niñas, por supuesto.

No tenía ni idea de cómo había conseguido que su voz sonara tan desenfadada. Tenía un pitido en los oídos, como el del tren avanzando por las vías, dejando a su paso un rastro de humo negro, un sonido estridente, de advertencia, que llegaba varios miles de kilómetros tarde.

No parecía justo que Frederick siguiera casi igual que antes, un tono más bronceado, vestido de caqui en lugar de cheviot, pero su vitalidad, esa chispa de personalidad que la había cautivado años atrás, en un salón de baile de Kent, seguía fascinándola de igual manera. Se había engañado diciéndose que la atracción que había sentido hacia él había sido una simple cuestión de circunstancias. Con los años había elaborado un metódico relato: ella era una chica joven e ingenua de campo; él le había parecido un hombre de mundo. Había sido el primer hombre que había mostrado cierto interés por ella, independientemente de su parentesco con Bea… o, como mínimo, había fingido muy bien mostrar ese interés.

Pero aquí, bajo el implacable sol africano, las pulcras racionalizaciones de Addie se hicieron pedazos. Era absurdo. Disponía de pruebas suficientes, y ahora sabía lo que era. Un intrigante. Un oportunista. Y el marido de su prima.

Se secó el sudor de los ojos con un pañuelo que estaba ya empapado desde hacía rato y buscó a ciegas la manilla de la puerta del Ford negro. Había sido una idea terrible, terrible. Debería haberse quedado en Inglaterra con David, en lugar de andar persiguiendo no sabía qué concepto extraño de exculpación.

—¿Es este coche?

—¿Ese? ¡Oh no, querida, no! —Bea guió a Addie hacia un coche de color amarillo canario con una cigüeña en pleno vuelo en la parte delantera. Y lo señaló con palpable orgullo—. Es mío.

—Es majestuoso —dijo Addie. El capó era interminable.

Bea lanzó una mirada cristalina a su marido.

—Fue mi regalo de aniversario, ¿verdad, querido? Cinco gloriosos años.

Bajo el sol, el rostro de Frederick adoptó un aspecto curiosamente oscuro.

—Me encargaré de tus maletas —dijo él, y dio media vuelta.

—Maleta —replicó Addie—. La única. No he traído muchas cosas.

Bea le apretó el brazo, el conocido aroma de su perfume anuló los olores desconocidos de África.

—Es como la primera vez, ¿no te parece? Como cuando llegaste a Ashford. Recuerdo tu cara aquella primera noche en el cuarto de los juegos, esa cosilla pequeña y con ojos enormes.

—Sí, y me tomaste bajo tu protección —dijo Addie, esforzándose porque el comentario no pareciese grosero. Era cierto; le debía mucho a Bea. ¿Pero era necesario rememorarlo ahora? Addie siguió con la mirada a Frederick, que avanzó con facilidad entre el gentío para encargarse de la recogida de su maleta. Se obligó a apartar la vista—. Nunca olvidaré tu bondad.

—Somos hermanas, ¿lo recuerdas? —dijo alegremente Bea—. No debes preocuparte de nada. Haremos algo contigo… procurarte un guardarropa nuevo. ¡Será divertidísimo! Tengo cosas a montones, montañas y montañas, todo sin estrenar. Lo miraremos en cuanto lleguemos a Ashford.

—¿Ashford? —Addie le lanzó una fugaz mirada de sorpresa.

—Le puse ese nombre a la granja. Ashford Redux. No es tan atípico —añadió, poniéndose a la defensiva en el mismo momento que Frederick regresaba junto a ellas—. Hay mucha gente que decide utilizar el nombre de su antigua casa en Inglaterra. Joss Hay le puso Slains a la suya. Es el nombre del castillo que tienen en Escocia.

Tenían —observó Frederick—. ¿No lo perdieron hace unas cuantas generaciones?

Bea se molestó.

—Podrías entenderlo de haber tenido alguna propiedad que perder. ¿Tenemos tiempo para tomar una copa en el club?

—No si queremos llegar antes de que anochezca. —El tono de Frederick era agradable, pero Addie captó un matiz que le erizó el vello de la nuca.

Bea recurrió a Addie.

—¿No preferirías pasar la noche en el Muthaiga? Es nuestro club —añadió—. Sé que te apetecería darte un baño, y podríamos tomar una copa y conocerías a algunos de nuestros vecinos… Podríamos pasar la noche y levantarnos mañana temprano. La mañana a primera hora es, con diferencia, la mejor hora para viajar, antes de que el calor se vuelva espantoso.

—¿Peor que esto? —preguntó Addie. El calor le pesaba ya como una segunda piel, traspasaba su inconveniente sombrero y provocaba riachuelos de sudor que descendían hasta la zona lumbar de la espalda.

Frederick rio entre dientes.

Addie consiguió no mirarlo con mala cara. Por mucho que antiguamente le emocionara ser la fuente de su diversión, le satisficiera patéticamente hacerle reír, aquello se había acabado. Para ella se había convertido en lo más bajo de lo bajo y solo le interesaba mínimamente por ser el marido de su prima.

—Estaré encantada de ir a donde quieras llevarme —le dijo a Bea. Y haciendo gala de un entusiasmo que no sentía en absoluto, añadió—: Pongámonos en marcha hacia… Ashford, ¿no es eso? Hacía años que no oía mencionar ese nombre. Y me resulta algo desconcertante oírlo aquí.

—Los nativos le llaman Kiringaya. —Había olvidado lo verdes que eran los ojos de Frederick, lo había olvidado o había aprendido a no recordarlo—. Su traducción significa «es glorioso».

—Qué interesante —dijo Addie gélidamente. Se dirigió expresamente solo a Bea—: Normalmente no imaginamos que los nombres puedan tener algún significado, ¿no te parece? ¿Crees que «Ashford» debió de significar algo en sus orígenes?

Bea se encogió de hombros.

—Supongo que tendría algo que ver con un árbol y un vado[3].

—O tal vez sea una degeneración curiosa del francés —contribuyó Frederick con su voz grave y sedosa. Addie recordó el poder que había llegado a ejercer sobre ella una simple palabra de su boca, sus interminables conversaciones, aquellas conferencias y charlas ridículas. Odiaba ver que el sonido de aquella voz siguiera teniendo capacidad para ponerle la piel de gallina.

Pura costumbre, se dijo. Costumbre y recuerdo. Nada más.

Bea bajó la vista hacia sus guantes.

—Sí, los franceses son unos maestros de la degeneración, ¿verdad? De la degeneración y de la alta costura.

Bea seguía llevando el anillo de Marcus, un enorme zafiro engarzado entre diamantes. Addie sintió una punzada de dolor al verlo y recordar a Bea en Rivesdale House, antes de que el mundo se derrumbara a su alrededor. Se preguntó si a Marcus le importaría que Bea siguiera luciéndolo… o, para ser más exactos, si a Frederick le importaría.

—¿No decían que los fresnos tenían poderes mágicos? —dijo Addie, por decir algo—. ¿Recuerdas, Bea, que la cocinera solía atar trapos en una rama del fresno de casa cuando se encontraba mal? Aunque no estoy del todo segura de sí era un fresno. Podría ser cualquier otra cosa.

—Podría muy bien tratarse de un fresno —dijo Frederick, incorporándose espontáneamente a la conversación—. Los escandinavos creían que el primer hombre se creó a partir del tronco de un fresno. Era su versión de nuestro mito de Adán y Eva… sin manzanas.

—¿Y no convertiría eso a Ashford en el Jardín del Edén? —dijo con frivolidad Addie. El sudor le caía por la nuca y le provocaba picor en la espalda, el sol acabaría haciéndole estallar la cabeza.

—¿Lo dices porque fuimos expulsados de allí? —dijo Bea. Siguió un incómodo y terrible silencio. Tiró de los guantes para subírselos—. Si no nos quedamos para tomar una copa, deberíamos ir tirando.

—¿Está muy lejos? —preguntó Addie, correteando detrás de Bea en dirección al coche amarillo.

Fue Frederick quien respondió, adelantándola para abrirle la puerta del acompañante.

—A poco más de tres horas.

—Sí, tal como conduces tú —dijo Bea.

Frederick le indicó con un gesto cortés que subiera al coche.

—Estoy seguro de que Addie preferiría no tener que pasar su primera noche en África Oriental tirada en una cuneta.

—No es su primera noche en África Oriental —replicó Bea—. Su primera noche fue en Mombasa, ¿no es así? Y luego está la noche en el tren, y esa atroz estacioncilla de Voi. No pretendo decir con esto que el coche sea ni mucho menos mejor que el tren. Ni te imaginas cómo son las carreteras por aquí, querida. Están construidas con murram rojizo, ¡increíble, increíblemente polvorientas!, y te pasas el día dando bandazos de bache en bache. Pero tienen su truco. Si vas a buena velocidad, pasas volando sobre ellos.

—Suena emocionante —dijo Addie, imaginándose en Londres, donde el ómnibus no volaba, sino que avanzaba con enorme pesadez. Es decir, cuando había suerte y se dignaba avanzar.

—Pues sí —dijo Bea—. No te preocupes. Te sacaré de paseo cuando este viejo tiquismiquis no esté.

El viejo tiquismiquis no se inmutó ante aquella provocación. Se limitó a mantener la puerta abierta, a la espera de que ellas subiesen al coche. Addie sabía muy bien que no había nada mejor para poner rabiosa a Bea que la indiferencia. Y Addie sospechaba que Frederick también lo sabía.

¿Por qué no habría tenido sentido común suficiente como para quedarse en casa?

—Tú primera —le dijo a Bea, pero su prima le hizo un gesto para que subiera ella.

—No, no, querida mía, tú vas en el medio. Así tendrás mejor vista.

—¿Estás segura? Yo no…

—Ya que has venido, tienes que verlo todo bien. Para tener la mejor vista hay que ir elevada. —Bea se deslizó para sentarse a su lado, atrapando a Addie en el medio—. Estoy aprendiendo a volar. Es divino. Podría decirse que no has visto nada en la vida hasta que pasas por encima del Rift en aeroplano.

—Más bien de chiflados que divino —dijo Frederick, ocupando su lugar en el asiento. La puerta se cerró con un clic y encerró a Addie entre los dos, con la falda de Bea susurrando a un lado, la pierna de Frederick presionando la de ella en el otro, rozando su flanco. Cuando accionó el embrague, su codo chocó contra el pecho de Addie—. Esas cosas son trampas mortales. Te llevaremos a dar una vuelta a caballo, Addie. De ese modo podrás disfrutar mejor del paisaje.

—Addie odia los caballos —dijo Bea. Se ajustó bien el sombrero sobre su impecable y corto pelo rubio—. ¿Verdad, querida?

—No los odio… —respondió evasivamente Addie. Se agarró al borde del asiento cuando el coche echó andar. Un pollo salió volando, asustado a su paso—. Solo que respeto su deseo de no querer tenerme montada a su lomo.

—Adivinan que te sientes incómoda —dijo Bea, volviendo a parecerse a sí misma.

—Y aciertan. —Addie agitó la mano para defenderse del polvo rojo que levantaba el coche—. ¿Te acuerdas de las clases secretas de equitación?

Bea puso mala cara.

—¡Jamás me habría imaginado que una persona fuera capaz de caer tantas veces! Pero tú insististe.

—Solo porque tú me lo dijiste. De lo contrario, lo habría dejado. —Por alguna razón desconocida, le parecía increíblemente importante impresionar a Frederick dándole a entender lo atenta que había sido Bea con ella—. Bea sobornó al jefe de los mozos de cuadras, incautó el jamelgo más viejo y tranquilo del establo y pasó una hora dándome vueltas por el potrero. Incluso Dodo lo dejó correr, pero Bea siguió adelante.

—¿De verdad? —dijo Frederick, pero no mirando a Bea, sino a Addie.

—Ya me conoces —dijo Bea con impertinencia—. Me gustan los retos. Oh, querida, mira ahí. No, no, al otro lado. ¿No lo has visto? Era un rinoceronte.

Addie estiró el cuello para mirar.

—Me lo he perdido. ¿Llegan hasta la carretera?

—Siempre que creen que pueden salir impunes de ella —dijo Frederick—. Se lo pasan en grande con los cables del telégrafo. Los rinocerontes decidieron que los postes eran un lugar excelente para rascarse. Se apoyan en ellos y se restriegan. Y por si eso no fuera suficiente, llegan luego las jirafas y se enredan el cuello con los cables. No te imaginas el fastidio que supone cuando intentas enviar un telegrama para pedir provisiones y se te mete por medio una jirafa.

—Sí, entiendo que debe ser un problema —dijo con gazmoñería Addie, intentando moverse hacia un lado—. ¿Hay leones?

—Suelen dejarnos tranquilos si no los molestamos —dijo Bea—. Los que son una plaga son los monos, que te lo cogen todo y se pasan el día parloteando con una cháchara insoportable, que si esto, que si lo otro, como las señoras cuando se reúnen para coser, ni te lo imaginas. ¡Y las hienas! ¡Una cosa asquerosa!

—Apenas se acercan a la casa —dijo Frederick—. Ahora ya no.

—No, pero se oyen —dijo Bea con obstinación—. Por la noche, cuando las oyes reírse, parecen salidas del manicomio. Se alimentan de cadáveres. No solo de animales, también de cadáveres humanos. Las oyes por la noche… riendo y a la espera.

Un escalofrío le recorrió a Addie la espalda a pesar de lo caluroso del día.

—Dios mío. Parece sacado de una de esas horrorosas novelas que leíamos… ¿te acuerdas?

—Sí, pero cuando salían cosas de esas cerrábamos el libro —dijo Bea, y su voz sonó tan desesperanzada que Addie la miró sorprendida, sorprendida y apenada. Pero Bea se animó enseguida y levantó la voz por encima del ruido del motor para preguntar—: ¿Has visto alguna vez a Rosita y a Geordie?

—¿Rosita y…? Oh. —Desprevenida ante aquella pregunta que no venía a cuento, Addie tardó un momento en comprender lo que quería Bea. Habían formado parte de su camarilla en aquellos remotos tiempos de recorrer clubes nocturnos. El polvo rojo le provocó a Addie un ataque de tos y agitó la mano por delante de la cara—. La verdad es que no. Nuestros caminos no han vuelto a cruzarse. Últimamente no voy mucho por el Ritz.

—Supongo, entonces, que habrá algún local nuevo —dijo Bea con envidia—. Siempre lo hay. ¿Qué tal eso de ser una de las nuevas mujeres, eso de moverse sola por los antros de placer de Londres?

—Bastante sobrio, de hecho —dijo Addie, consciente de la proximidad de Frederick, que, sin embargo, no apartaba en ningún momento los ojos de la carretera—. Acudo a bastantes conciertos —a David le gusta mucho la música—, y al teatro y a conferencias. Te aburriría a más no poder.

—David es el prometido de Addie —dijo Bea por encima de la cabeza de Addie.

—¿Oh? —dijo Frederick.

—Terriblemente sesudo, también —añadió Bea—, ¿no es eso?

Addie se retorció en su trocito de asiento.

—Es profesor del University College. Filosofía y política económica, cosas de ese estilo.

—¿Para cuándo es la boda? —preguntó alegremente Bea.

—Aún no hemos fijado una fecha. —Y percatándose de cómo había quedado lo que acababa de decir, añadió—: Entre las clases de David y mi trabajo… ya sabes. Confío en que podamos casarnos a mi regreso.

—¿En St. Margaret’s, la iglesia de Hannover Square?

Addie se echó a reír.

—¡Ni mucho menos! —Intentó imaginarse a los compañeros de trabajo de David y a sus amigos bohemios en una boda de la alta sociedad en St. Margaret’s. La idea la dejó aturdida. Resultaba gracioso recordar que en su día había soñado con aquello, tanto ella como Bea, con nubes de tul y flores de azahar, niños llevando la cola. Bea había dicho que no se conformaría con menos que ser marquesa…—. Será en el registro civil.

Pero incluso así le resultaba complicado imaginárselo. El concepto del matrimonio, en sentido abstracto, no le suponía ninguna dificultad, pero cuando intentaba imaginarse estar casada de verdad con David, se encontraba en un callejón sin salida. Y era una tontería. Era muy bueno con ella; lo decía todo el mundo. Bueno y amable.

Y terriblemente aburrido.

Addie aplastó como pudo aquel pensamiento incómodo, confiando en que su rostro no la hubiera delatado.

Frederick volvió un instante la cabeza hacia ella.

—Felicidades —dijo—. Confío en que sea digno de ti.

Buscó un matiz de burla, pero no lo encontró.

—Gracias —dijo con mesura.

—Tenemos que asegurarnos de que disfrutes de tus últimas semanas de libertad —dijo Bea—. Tienes que agotar hasta la última gota que te quede de vida antes de que vuelvas para encerrarte en los grilletes matrimoniales, ¿verdad que sí, querido?

—Tal vez ella no lo vea como unos grilletes —sugirió Frederick.

Bea hizo caso omiso al comentario.

—Tal vez estemos en la otra punta de mundo, pero seguimos teniendo nuestra pequeña vida social. Las fiestas de Dina Hay son simplemente divinas… y no todas son pervertidas —añadió, mirando de reojo a su marido—. Solo vamos a las divertidas.

Addie había oído hablar de aquellas fiestas en Londres. Confusos rumores sobre orgías animadas con cocaína, frívolos encuentros sexuales en el salón, intercambios de parejas. «¿Estás casado o vives en Kenia?», era una frase que se había hecho muy popular en Inglaterra.

—¿Salís mucho a cenar? —preguntó Addie.

—Las granjas quedan muy distanciadas las unas de las otras. Pero está la semana de carreras. Y tenemos algún encantador fin de semana de sábado a lunes. —Otra de aquellas miradas de reojo—. A Frederick no le gusta dejar a las niñas.

—Son muy pequeñas —dijo escuetamente Frederick, e hizo virar el coche hacia una carretera secundaria que, para Addie, no llevaba a ningún sitio en particular. No había rastro de casas o ni siquiera de un camino de acceso, simplemente un río serpenteando a un lado de la carretera, flanqueado por juncos y penachos de papiro. Algún que otro árbol nudoso emergía tercamente entre la hierba parduzca, resplandeciente de flores del color de la cera de lacrar.

—¿Le pasa algo al motor? —preguntó Addie, lanzando una mirada dubitativa en dirección al largo capó de color amarillo limón, cubierto ahora por completo de polvo rojo.

—El clima, nada más —respondió Bea mientras Frederick cogía una lata oxidada del maletero—. Todo el mundo se para aquí para echarle agua al coche. Es el calor. Es infernal para los motores. Por no mencionar la tez. Podríamos bajar también para estirar un poco las piernas —añadió—. No volveremos a parar hasta Ashford.

Addie bajó del coche después de Bea, hundiendo sus zapatos londinenses en el polvo rojo.

—Me da la impresión de que la tuya no está afectada —dijo—. Por el calor, me refiero.

—¿De verdad? —Bea estaba sinceramente encantada—. Últimamente me siento como una bruja fea y vieja, seca y ajada.

—Estás preciosa. De verdad. Tan guapa como siempre. —Frederick se había alejado unos metros, estaba casi junto al riachuelo. Luego añadió, bajando la voz—: ¿Estás bien?

Bea le dio la espalda.

—¿Por qué no debería de estarlo? Me moría de ganas de verte. Hacía ya tanto tiempo. Debería haberte hecho venir hace años.

Hacía años, Addie no habría tenido ni los medios ni las ganas necesarias para visitarla. De hecho, el billete de barco había dejado sus magros recursos pendientes de un hilo. David le habría prestado el dinero, de habérselo pedido… pero no había querido hacerlo. No para esto. Aquello era un peregrinaje privado.

Bea arrancó una brizna de hierba sin quitarse los guantes y la rompió en trocitos cada vez más pequeños.

—Mi madre no te habrá dado ningún mensaje para mí, ¿verdad? —preguntó con aparente despreocupación.

—No. —Addie intentó responder sin alterarse—. No nos hablamos, me temo, desde… ya lo sabes.

Le habían echado la culpa de la indiscreción de Bea, por haber metido a Frederick en la casa. Un cuco en el nido, la había llamado tía Vera, un polluelo intrigante y desagradecido. Todo eso y cosas peores. Habían dejado de pasarle la asignación y se había encontrado, de repente, obligada a tener que ganarse la vida. Por primera vez en su vida, se había sentido realmente una huérfana.

De no haber sido por Fernie, se habría quedado en la calle. Pero la antigua institutriz le había dejado instalarse en su minúsculo sofá cama, había compartido con Addie todo lo que tenía mientras se embarcaba en la tarea de encontrar trabajo. Había tenido que dejar The Bloomsbury Review; no tenían dinero para pagarle. Apenas recordaba aquellos seis meses; eran una confusión de máquinas de escribir, té aguado y días lluviosos. Hasta que lo perdió todo, no se dio cuenta de cuántas cosas había dado siempre por sentadas.

—Oh —dijo Bea, mientras la luminosidad se esfumaba de su cara. Parecía, pensó Addie, una litografía de sí misma—. Creía que… bueno, da igual.

Addie pensó en la última vez que había visto a tía Vera, aquella última y desagradable entrevista en la estéril sala de estar de la que habían desaparecido, eliminado, todas las fotografías de Bea, como si no hubiese existido nunca. Y aun así, Addie estaba prácticamente segura de que tía Vera quería a Bea, de que la quería más que a Edward y a Dodo juntos. Era un amor extraño, integrado a partes iguales por orgullo y ambición, pero era amor tal y como tía Vera lo entendía, y tía Vera quería a Bea a su manera, con la pasión con la que Pigmalión amaba a su Galatea. Había sido horroroso presenciar la rabia de tía Vera por lo que consideraba una traición de su hija.

Pero ahora, después de tanto tiempo…

—Tal vez, si les escribieras —se aventuró a decir Addie.

Bea soltó una carcajada, brusca y amarga.

—¿Crees que no lo he intentado? No ha habido respuesta. Pero pensaba que a estas alturas… —La interrumpió el regreso de Frederick, que dejó la lata vacía ya en el maletero—. Cielos, qué rápido. ¿Ya hemos repostado agua y estamos listos para continuar?

Frederick le tendió la mano a Addie para ayudarla a subir al coche.

—¿Lista para la etapa final? —dijo—. Ya no queda mucho.

—No sé cómo sabes por dónde vas —dijo Addie—. A mí todo me parece igual.

El paisaje parecía extenderse hasta el infinito, hierba pardusca, árboles nudosos y la carretera roja que serpenteaba sin cesar. Incluso el cielo se veía distinto, más grande. La inmensidad de todo ello resultaba tanto estimulante como intimidadora.

—Supongo que los kikuyu se sentirían igual en Dorset —observó Frederick.

—No digas tonterías —dijo Bea, pasando hacia el otro lado del coche y plantándose al volante—. En Dorset nadie se muere en pleno desierto.

—Aquí nadie muere en pleno desierto. —Frederick se sentó al otro lado de Addie. No discutió con Bea por la posesión del volante—. Al menos, no tan al sur como estamos.

—No, aquí solo se muere de aburrimiento —dijo Bea, y puso el coche en marcha con un rugido que asustó a un diminuto antílope escondido entre los arbustos. Addie se sujetó al asiento, dispuesta a ver pasar el paisaje entre una nube de polvo rojo, mientras su prima se aferraba al volante para conducir como un demonio volador.

Viajaron inmersos en un incómodo silencio, el polvo rojo envolviéndolos, hasta que Frederick gritó de repente:

—¡Para el coche!

Había un hombre corriendo por la carretera, levantándose la túnica a la altura de las rodillas, con el polvo rojo humeando a su alrededor. Addie vio enseguida que la túnica blanca estaba manchada de rojo… pero no de polvo, sino de sangre, mucha sangre.

Bea pisó los frenos, haciendo patinar las ruedas en un semicírculo que proyectó a Addie contra Frederick, que por un instante la rodeó por los hombros.

—Para aquí —dijo Frederick, y saltó del coche sin tomarse la molestia de abrir la puerta.

Hubo un aluvión de palabras en un idioma que Addie no comprendía y el hombre de la túnica empezó a increpar, agitando las manos, con el turbante ladeado. Frederick estaba serio. Interrumpió al hombre para formularle una tensa pregunta en el mismo idioma y luego maldijo, en voz alta, al oír la respuesta.

—¿Qué sucede? —le preguntó Addie a Bea en voz baja—. ¿Está herido?

—Está bien —dijo Bea, y Addie se dio cuenta, sorprendida, de que entendía lo que aquel hombre decía. Y no tendría que haberla sorprendido, en realidad; Bea siempre había tenido mucha facilidad para los idiomas—. Es su hijo. Ha habido un accidente. —Y alzando la voz, preguntó—: ¿Dónde está la señorita Platt?

—Dice Mbugwa que ha salido a pasear en poni con las niñas —respondió Frederick—. Todavía no han vuelto.

—La señorita Platt es la niñera de las niñas —le explicó Bea a Addie—. Se ocupa de los arañazos y los golpes. ¿Es grave?

—Ha intentado transformar a golpes un detonador en un adorno —dijo Frederick, tenso—. Ya puedes imaginarte lo que ha pasado. Tendrás que ir a buscar a la señorita Platt… o ir a por la señora Nimmo.

—Se ha ido a Nairobi. No llegaría a tiempo —dijo Bea—. Ni siquiera en coche.

—¿Y yo? —Addie se puso de pie en el coche, sujetándose en el salpicadero para no perder el equilibrio.

—Oh, querida, lo siento mucho —dijo Bea—. No era mi intención que tu llegada fuera a ser así. Pero podemos igualmente…

—No —dijo rápidamente Addie. Notaba la sangre corriendo por sus venas, el calor y la luz mareándola, el olor seco y picante del polvo escociéndole en la nariz—. No me refería a eso. ¿Y yo? Tengo experiencia como enfermera. Déjame que le ayude.