9

Londres, 1920

—En este momento no tengo ninguno —dijo Addie. Le tendió la mano—. Adeline Gillecote.

—Ahora lo recuerdo —dijo el capitán Desborough—. Tiene un verdadero talento para las entradas dramáticas.

Addie hizo una mueca.

—No tengo la costumbre de chocar con la gente, se lo prometo.

—¿Igual que de soltar animales? —dijo, y a continuación—: ¿Hacia qué dirección va?

—Hacia allí —dijo, señalando vagamente calle abajo, apenas consciente de lo que decía, abrumada aún por la irrealidad de la escena, de estar hablando con Frederick Desborough, de que lo tenía delante, vivo, más mayor, real—. Ahora vivo con mi prima, en Wilton Crescent.

—Yo también voy hacia allí —dijo—. ¿Me permite que la acompañe?

Debió de asentir, o ver algún signo de consentimiento, porque, sin darse cuenta, empezó a caminar a su lado, entre las hileras de casas de paredes blancas con verjas de hierro forjado, con el sol reflejándose en el pavimento y los sonidos de automóviles y carruajes tirados por caballos amortiguados hasta hacerse monótonos y convertirse en un rugido en sus oídos.

Miró de soslayo para verificar que no se lo hubiese imaginado, pero definitivamente estaba allí, sorprendentemente corpóreo en el interior de su traje de franela gris. Él no sabía, gracias a Dios, cuántas veces había caminado a su lado en sus ensoñaciones a lo largo de todos aquellos años. En los tiempos de Ashford, había elucubrado ridículas fantasías sobre su debut en sociedad en las que descendía por la escalinata de Gillecote House siguiendo la estela de Bea, con todos los ojos puestos en Bea… con la excepción de un par de ojos verdes. Los de él. Él levantaba una copa en dirección a Addie, en silencio, y ella flotaba por las escaleras para reunirse con él y pasar el resto de la noche bailando en sus brazos, una princesa de cuento de hadas liberada de su torreón.

Luego, en los años de la guerra, se acostaba agotada en el dormitorio de enfermeras de Guy’s y se preguntaba si, en la siguiente ronda de pacientes, encontraría un hombre delgado y de pelo oscuro esforzándose por sentarse y gritar: «¡Señorita Gillecote!». Nunca estaba herido de gravedad, por supuesto, solo lo suficiente para justificar su regreso a casa. «Se ha hecho usted enfermera», le diría, con la admiración reflejada en su mirada. Algo sucedía entonces —cambiaba de fantasía en fantasía—, un incendio en el hospital, un bombardeo, una delicadísima operación, en la que la imperturbable calma de Addie se imponía por encima de todo, después de lo cual el capitán Desborough le cogía de la mano y le decía: «Nunca había conocido a una muchacha como usted».

Y vivían felices y comían perdices.

Era una tontería, lo sabía. Pero era fundamentalmente inocuo, un pequeño sueño de amor basado en un atractivo par de ojos verdes y un acto de bondad pasajera, algo que le ayudaba a dormirse con una sonrisa después de una tarde agotadora de acarrear de un lado para otro bateas sanguinolentas o de tragar a la fuerza las máximas de tía Vera. Pese a que, sintiéndose algo culpable, había seguido su carrera siempre que había podido, buscando su nombre en los periódicos, jamás se había planteado la posibilidad de volver a ver algún día a Frederick Desborough. Se había convertido para ella en un personaje casi tan de ficción como el señor Rochester, alguien por quien suspiraba un instante y que luego se esfumaba.

—¿Y qué fue de él? —preguntó él, iniciando la conversación.

—¿De quién? —Addie lo miró desde debajo de su sombrero de paja, confiando en que no pudiera adivinar lo que sentía.

—Del ratón —dijo él con una sonrisa.

—¡Ah, se refiere a Blinky!

—¿Se llamaba así?

—Una abreviatura de Bianca. —Intentó forzar un tono de correcta monotonía social mientras abría y cerraba las manos para combatir el hormigueo—. Era una ratita blanca. Poniéndole aquel nombre nos creímos de lo más inteligentes.

—¿Fue sacrificada por crímenes contra el estado?

—¿Se refiere a que fue sacrificada por haber echado a perder el baile de Dodo? No. Falleció de muerte perfectamente natural a la madura edad de cinco años. —Qué ridículo le parecía ahora, qué absurdo que en su día les hubieran preocupado cosas como un ratón suelto en pleno baile—. Parece que haya pasado muchísimo tiempo, ¿verdad?

—Sí. Así es. —Su voz no sonaba igual que la recordaba. Arrastraba más las palabras, una corriente submarina de tedio. Tenía la cara más delgada, más delgada y más fatigada—. ¿Está en la ciudad para disfrutar de los bailes de la temporada?

—No. No me iba muy bien, de modo que decidí dejarlo correr.

—¿Que lo ha dejado correr? —El capitán Desborough bufó divertido—. ¿Qué quiere decir?

—¿Que qué quiero decir aparte de ser un horroroso florero?

Hacerle reír era como un triunfo, provocar una sonrisa en aquel rostro excesivamente delgado.

Envalentonada, Addie continuó:

—Me parecen un desperdicio esas cosas, después de todo lo que ha pasado. Asistir a fiestas, figurar, fingir que todo sigue igual que siempre cuando es evidente que nunca volverá a serlo. —Addie lo miró directamente, intentando captar su expresión, pero el ala del sombrero le ocultaba el rostro—. Y, naturalmente, está también el hecho de que no me gustan las fiestas. Así que, en realidad, hago de la necesidad una virtud.

—¿Y a qué piensa dedicarse ahora que ha abandonado la sociedad? —preguntó educadamente, pero Addie tuvo la sensación de que ya no estaba allí, de que el placer que pudiera darle su compañía se había esfumado.

Un pájaro gorjeó desde una verja de hierro. Un ómnibus pasó rugiendo por la calzada.

Addie unió las manos por delante de ella.

—No se lo dirá a nadie, ¿verdad? Pero es que me muero por contárselo a alguien. He conseguido un trabajo. Bueno, no es exactamente un trabajo. Es más bien un aprendizaje —o un periodo de prueba—, algo casual y no retribuido, pero al menos es algo.

—Déjeme adivinar —dijo el capitán Desborough—. Ha conseguido un puesto en una casa de moda. No. Espere. Escribirá chismes para los tabloides.

Addie hizo una mueca.

—No, nada de eso. No sabría distinguir un corte de vestido de otro. Y en cuanto a los chismes… cuando llegaran a mí, ya no serían noticias.

—¿Qué, entonces? —preguntó con desgana.

El sol le daba de lleno en los ojos, también en las paredes pintadas de blanco de las casas georgianas. Addie se llevó una mano al sombrero de paja.

The Bloomsbury Review —dijo con satisfacción.

—Santo Dios. —El capitán Desborough no le preguntó de qué se trataba, como sí habría hecho Marcus. Levantó las cejas, más intrigado que sorprendido—. ¿The Bloomsbury Review?

—Todavía no tiene la reputación de The Mercury, pero trabaja mucha gente interesante —dijo Addie con ahínco—. Busca nuevos escritores y críticos, los que no consiguen entrar en el Mercury. Sé que para eso está también Wheels, pero solo publican una vez al año, y únicamente poesía. Nosotros tenemos cuentos cortos, además, y críticas y filosofía y… oh, cosas de todo tipo.

—Lectura subversiva para una joven dama. ¿Sabe su familia que se dedica a leer eso?

Addie bailaba por la calle.

—¡No solo estaré leyéndolo, sino que estaré editándolo! Bueno, si tengo suerte. Fundamentalmente me dedicaré a preparar el té y a hacer lo que hace el subalterno más subalterno.

—¿Y no queda Bloomsbury un poco apartado?

—No para mí. —Recordó la estrecha casa en la estrecha calle, envuelta en su memoria por un halo de luz rosada y el aroma a galletas y humo de pipa. Con los años, se había ido aplanando y suavizando en su recuerdo hasta adoptar el aspecto de una ilustración de un libro infantil, con tonos pastel y cantos redondeados—. Me crie en Bloomsbury, ¿sabe? Al lado de Rusell Square.

La miró, la miró de verdad, como un tasador frente a un cuadro que ha resultado ser más interesante de lo que de entrada imaginaba.

—Creí que era usted una Gillecote, de los Gillecote. No son precisamente…

—Son espantosamente condales, lo sé —reconoció Addie—. Caballos, perros de caza y criados para servir la cena. Mi padre fue el escándalo de la familia. Se enamoró de una novelista y se fugó con ella. Mi tío y mi tía nunca lo aprobaron.

—No —murmuró el capitán Desborough—. No entiendo por qué. ¿Quién era ella?

—Helen Layton. Escribía como H. R. Layton.

Eso lo detuvo en seco.

—Es usted una caja de sorpresas.

Addie se esforzó en parecer glamurosa y bohemia, confiando en que él no se percatara de que aquel glamur no era innato en ella. Por mucho que quedara elegante tener una madre que había escrito novelas escandalosas, no eran las novelas de Addie, del mismo modo que los artículos de The Bloomsbury Review no serían sus artículos. Pero tal vez, por asociación…

El capitán Desborough siguió caminando, balanceando despreocupadamente el libro en su mano.

—¿No tendrá ningún tío llamado Picasso, verdad?

Su voz sonaba distinta a cuando se habían encontrado, ya no paternalista, sino retozona, bromista. Si no lo conociera, pensaría que estaba… ¿Estaría flirteando? El pulso de Addie se aceleró mientras la emoción combatía contra sus dudas.

—No, y no tengo tampoco el menor parentesco con ninguno de los bailarines del ballet ruso —dijo, esforzándose por adoptar también aquel tono jocoso y sofisticado—. Son solo mis padres, de verdad. Mi padre también escribía. Cuentos.

Subversivos, decía tía Vera que eran, aunque no cuando tío Charles podía escucharla. Tío Charles nunca tenía nada que decir contra el padre de Addie, aunque no estaba segura de si lo hacía por cariño o por buenos modales. En la práctica, esto se traducía en que nadie decía nada. Pero a Addie le habría gustado que hubieran dicho algo. Recordaba tan pocas cosas y hacía tanto tiempo que ya no sabía dónde estaba la frágil línea divisoria entre recuerdo e invención.

Leer los libros de su madre era como ver el mundo al revés, cantinelas e ideas vueltos patas arriba. Solo que, leyendo las palabras de su madre, Addie no podía evitar sentir que lo que estaba al revés era el mundo tal y como ella lo conocía y que ahora, por fin, lo veía en la posición correcta. Nunca había visto la belleza de la pobreza ni la pobreza de los ricos hasta que su madre la había expuesto ante ella. Jamás se le había ocurrido cuestionar las normas y las restricciones de tía Vera, ni se había preguntado si ser correcto era equivalente a ser bueno.

Tía Vera le había enseñado lo que debía hacer y, de manera más forzada, lo que no debía. Su madre la había obligado a preguntarse por qué.

—¿Ha leído los libros de mi madre? —preguntó.

—Sí. Antes de la guerra… —Su rostro se ensombreció, y sus labios se cerraron hasta quedar restringidos a una fina línea, como si no se atreviera a decir nada más. Addie ya había visto aquella expresión en los hombres del hospital, una expresión que podría situarse entre la rabia y la pérdida.

—¿Y qué opina? —preguntó con premura.

El capitán Desborough pestañeó, enfocando sus ojos con dificultad en ella.

—Sobre… Oh, sí. Sobre los libros de su madre. Creo que no existe una manera correcta de responder a esa pregunta, ¿no? Me parece que poseía un talento excepcional para ver tanto lo mejor como lo peor de la naturaleza humana y para retratar ambas vertientes con fidelidad. La hipocresía mezquina se aprecia tanto entre los ricos como entre los pobres.

—Pero también su poder de redención —dijo con entusiasmo Addie. Si los libros de su madre le habían enseñado alguna cosa, era que… que la inevitabilidad solo era inevitable si así se lo permitíamos. Los mejores personajes de su madre afrontaban su vida, creaban su propio destino. Addie deseaba tener la valentía necesaria para también poder hacerlo.

Un automóvil emitió un sonido similar a un petardo y el capitán Desborough se estremeció, su cuerpo crujió de pura tensión.

—Redención —repitió con voz grave. Su frente se había cubierto de unas gotas de sudor que hacía un momento no estaban allí. Empezó a caminar de nuevo, a mucha más velocidad que antes—. ¿No creerá de verdad en esas tonterías?

—¡No son tonterías! —Addie correteó para ponerse a su altura—. ¿No es esa la mejor parte de la experiencia humana? ¿Nuestra capacidad para aprender de nuestros errores y alcanzar un nivel de conciencia más elevado?

—Ha estado usted asistiendo a conferencias gratuitas, ¿me equivoco? —Lo dijo como si fuese algo malo—. Si se tomase la molestia de leer en los periódicos otra cosa que no fuese poesía, sabría que lo de la conciencia más elevada no es precisamente un don humano. Corremos como ratas para meternos en las alcantarillas envenenadas de siempre… Como ratas…

—Eso es absurdo. —Addie se peleó con la falda, andando con dificultad—. Nosotros no somos ratas. El poder de la razón distingue al hombre de los animales.

El capitán Desborough soltó una breve carcajada desprovista de todo humor.

—He visto escasas pruebas de ello.

—Por eso la poesía es tan importante —dijo Addie, excitada. No había podido hablar de aquel tema con nadie de su entorno habitual, ni con Bea, ni con Dodo, ni con tía Vera, por supuesto—. Obliga a la gente a pensar… a evaluar de nuevo las cosas. Estoy segura de que si entre todos realizamos un esfuerzo conjunto, podemos cambiar el mundo para mejor.

—Pasito a pasito —dijo él en tono socarrón.

Addie lo miró consternada. Se dio cuenta de que se burlaba de ella. Visto de esa manera, su trabajo en The Bloomsbury Review parecía una tontería, tanto como trabajar en una casa de moda o escribir una columna de chismorreos. La vergüenza le ruborizó las mejillas. Se acabó el flirteo y la sofisticación. Había quedado como una tonta, ¿y para qué? ¿Por el recuerdo de un ratón?

Le tendió la mano con toda la dignidad de la que fue capaz.

—Gracias por acompañarme a casa, capitán Desborough. Ha sido muy amable por su parte. Confío en no haberlo incomodado en exceso.

Fue un discursillo horroroso y afectado.

El capitán Desborough no le cogió la mano. Sino que se quedó allí plantado, mirándola, con la boca cerrada y tensa.

—No, no ha sido amable —dijo sin rodeos—. Ha sido espantoso por mi parte. Y completamente gratuito.

Addie se encogió incómodamente de hombros.

—Solo ha sido sincero. Es una tontería, mirándolo bien. Sentirse tan orgullosa por preparar el té…

—No olvide el viejo dicho sobre los robles y las bellotas. Las grandes cosas empiezan a partir de pequeños comienzos… y la poesía de una taza de té. —El capitán Desborough se echó el sombrero hacia atrás para poder verle bien la cara a ella—. No pretendía menospreciar su pequeña aventura. ¿Me perdona?

Ella pestañeó, temerosa de moverse, de romper el encanto.

—No hay nada que perdonar —dijo sin apenas aliento.

Sus ojos se veían muy, muy verdes en aquella cara de piel tan clara, como si fueran de jade, antiguos y ardientes. Seguía muy cerca de ella, lo bastante cerca como para que la falda rozara con los pantalones de él, lo bastante cerca como para que Addie pudiera prácticamente oír a las criadas de las cocinas susurrando sobre ellos al otro lado de las verjas.

—Mire —dijo él—. Me siento como un canalla. ¿Me permite que se lo compense?

—No es necesario —dijo Addie, sintiéndose de nuevo tímida. Dio un paso hacia atrás, la falda susurró contra la verja de hierro—. No hay nada que compensar.

El demacrado rostro del capitán Desborough se iluminó con una repentina sonrisa.

—Pero yo quiero hacerlo —dijo—. Y quiero escuchar más detalles sobre su excursión a la bohemia. ¿Puedo invitarla a cenar?

* * *

Londres, 1999

Clemmie cenó en Rivesdale House.

Eran solo las siete de la tarde, hora de Londres, demasiado temprano para cenar, tal y como el comedor casi vacío atestiguaba. En aquel momento, a Clemmie le traía sin cuidado estar elegante; se contentaba con seguir despierta. Habían tenido un día entero de reuniones, habían ido de Dochester House al despacho del codefensor en Silk Street y de allí a las oficinas de PharmaNet, en los Docklands, esa zona que estaba ahora tan de moda. Clemmie no quería ni pensar en el tiempo que llevaba vestida con la misma ropa.

Había que reconocérselo a Brook Brothers; sus camisas sin planchado aguantaban muy bien. Sobre todo después —hizo los consabidos cálculos mentales— de veintisiete horas de uso continuado. Le resultaba siniestro pensar que se había vestido ayer por la mañana en su casa y no se había cambiado desde entonces. Ayer parecía un millón de años atrás. Los viajes transoceánicos ejercían efectos curiosos sobre la sensación del paso del tiempo y las horas facturables. A Paul le gustaba jactarse de que a menudo facturaba más de veinticuatro horas diarias, con un poco de ayuda del Concorde.

—No es precisamente la cafetería del despacho, ¿verdad? —susurró Harold, el abogado auxiliar.

—¿Qué? —dijo Clemmie—. Lo siento. ¿Qué decías?

Harold le tocó el brazo con un dedo.

—Esto. Impresionante.

Era irrefutable. Las paredes estaban tapizadas con una espléndida tela bordada de color morado, aunque resultaba difícil vislumbrar el tejido debajo de los cuadros, hileras e hileras de cuadros, colgados de las molduras con cordones. No compartían un único tema. Daba la impresión de que alguno de los antepasados había ido de compras a Roma hacia 1700 y elegido lo que estaba de rebajas: escenas de batallas, escenas bíblicas, paisajes, retratos de cortesanos socarrones. Estaba también la imprescindible ave de corral muerta y los enormes fruteros, los perros de aguas con ojos marrones vidriosos, así como una mujer fornida portando una bandeja de plata con la cabeza de un hombre.

Había dos chimeneas, una en cada lado de la estancia, enmarcadas por pilares empotrados que, para el ojo inexperto de Clemmie, parecían de mármol de verdad, no una imitación pintada. Por encima de las dos chimeneas, un par de retratos enormes, uno de una mujer con un vestido de cintura muy ceñida de finales del siglo XIX, la otra con uno de esos vestidos sin cintura de los años veinte. Era como si observasen constantemente desde lados opuestos del salón, enzarzadas en una eterna batalla generacional. La pintura había retenido la esencia: la mujer eduardiana no aprobaba en absoluto a la chica flapper.

¿Qué decía la portada de aquella revista sobre el hotel? ¿Una casa de campo en Londres? Sí, era evidente. La carta lo corroboraba. Impresa en una sola hoja de cartulina gruesa, alardeaba de diversas variedades de aves: perdiz, urogallo, faisán. Para los amantes del pescado, también había una alternativa: salmón salvaje escocés. Por su precio, cabría pensar que había que comerlo vestido con kilt y bailando al son de la gaita.

—Tal vez un buen Château Lafite —murmuró Paul, que estudiaba la carta de vinos con la atención que rara vez aplicaba a la documentación de los clientes—. O un Burdeos blanco.

Clemmie se recostó en su silla, recorriendo la estancia con la mirada. Solo había otras dos mesas ocupadas. En la pared opuesta, había una pareja joven, con cara de aburridos… ¿De luna de miel, tal vez? Y en el otro extremo, debajo de la chica flapper, dos señoras mayores que charlaban animadamente disfrutando de su salmón escocés.

—Se parece un poco a ti —dijo Harold.

—¿Quién? —Si se refería a una de las octogenarias se sentiría gravemente ofendida.

—La mujer del cuadro. —Movió la cabeza en dirección a la chica flapper.

—Es solo el pelo —dijo Clemmie, restándole importancia, pero igualmente le echó un nuevo vistazo al retrato.

El cuadro era algo borroso, aunque no sabría decir si era por la acumulación del humo de las velas o un efecto intencionado. Le daba a la mujer un aire ensoñador, sus ojos emborronados y sensuales. Estaba sentada en un banco, con una manita reposando sobre un cojín de terciopelo, como si acabara de sentarse o fuera a levantarse de inmediato. Llevaba perlas al cuello, sartas y más sartas de perlas, y más aún en las orejas y las muñecas. Una cinta de color negro sujetaba en un círculo su cabello claro, dándole un aspecto algo disoluto. O tal vez fuera por el gesto ladeado de la cadera, la mueca de su boca. Era decididamente insinuante, aunque más un desafío que una invitación.

Parecía, pensó Clemmie, como si devorara a los hombres para simplemente escupirlos después.

Había algo en ella que le resultaba extrañamente familiar. No su expresión, sino sus rasgos faciales. Clemmie sabía que la había visto en alguna parte, pero en un escenario diferente, con un tono distinto. Hurgó en sus recuerdos.

Paul aspiró hondo emitiendo un silbido.

—Sabes quién es, ¿verdad?

—Bea —dijo Clemmie, comprendiendo de pronto dónde la había visto. Era la mujer del cajón de la abuela Addie.

Paul la miró como si le pareciera tonta.

—¿Qué? Es el propietario —dijo Paul con impaciencia, con un susurro que no lo era—. El marqués de Rivesdale.

—¿Qué? —Clemmie cayó al suelo desde lo alto de sus pensamientos—. ¿Dónde?

—Ahí —dijo Paul, señalando con un gesto el otro lado del salón, donde un hombre se había detenido un momento para saludar a las dos señoras mayores, inclinándose para estampar un beso en la mejilla de una de ellas. Había cambiado sus pantalones de franela gris por el obligado negro y blanco del traje de etiqueta, pero Clemmie lo reconoció como el hombre del mostrador de recepción.

—¿En serio? Lo había tomado por el recepcionista. Fue muy amable consiguiéndome un taxi esta mañana —añadió, viendo que a Paul se le salían los ojos de las órbitas de puro horror.

Y como si supiese que estaban hablando de él, el marqués levantó la vista, la vio y sonrió. Al ver a Paul, dio rápidamente media vuelta. No parecía mucho un marqués, pensó Clemmie, o al menos no se correspondía al concepto que ella pudiera tener de un marqués. Tenía más bien el aspecto de un profesor joven o un primo en una boda, alguien al lado del cual no te importaría sentarte.

Paul ponía la misma cara que aquella vez que se tragó sin querer un hueso de aceituna durante una fiesta para celebrar el final de un caso.

—¿Hiciste que te pidiera un taxi?

—Él se ofreció.

Paul levantó la mano.

—¡Marqués!

El marqués se quitó poco a poco de encima a sus ancianas admiradoras.

—Señor Dietrich —dijo educadamente. Y entonces se volvió hacia Clemmie—. Veo que ya encontró a su grupo.

—Mis colegas —lo corrigió Clemmie. Por si acaso se pensaba que estaba allí con Paul para pasárselo bien—. Gracias por lo del taxi de esta mañana. Ha sido mi salvavidas.

—Ha sido un placer —dijo muy serio, como si consagrara su vida a buscar un medio de transporte a fastidiosa gente de negocios americana… Algo que, si dirigía un hotel, debía de hacer a menudo—. Confío en que estén disfrutando de su estancia en Rivesdale House.

—La disfrutaría más si pudiera hacer llegar a mi habitación unas cuantas toallas más —dijo Paul.

—Por supuesto —dijo el marqués. Clemmie le otorgó unos cuantos puntos por no acosar a Paul con la carta de vinos—. Me encargaré de que se haga. Buenas noches. —Su cortés gesto de asentimiento los abarcó expertamente a todos.

—Disculpe. —La voz de Clemmie sorprendió al marqués con el paso cambiado—. Disculpe, err… —¿Cómo llamar a un marqués? ¿Su señoría? ¿Milord? Jon lo habría sabido, sin la menor duda.

Se volvió él lentamente.

—¿Sí?

Seguramente pensó que también iba a pedirle más toallas. Clemmie dejó a un lado la carta y apoyó los codos en la mesa.

—La mujer del cuadro. ¿Se llamaba Bea…, quiero decir, Beatrice?

—¿Qué? —dijo Paul.

El marqués la miró, pestañeando.

Clemmie agitó las manos.

—Olvide la pregunta. Ha sido una tontería. Es solo que… No importa, da igual.

—No. —El marqués tosió para aclararse la garganta, moviendo con ello el mechón de cabello castaño—. En absoluto. No es una tontería. Su nombre de soltera era lady Beatrice Gillecote. —Lo pronunció como la abuela, la G con un sonido más fuerte y las vocales suaves—. ¿Es usted una estudiosa de ese periodo? Tenemos muchos americanos que muestran interés por nuestra historia…

Ja. Podía incluso oír a Jon partiéndose de risa ante tal sugerencia. Sus conocimientos de historia se limitaban a Historia del mundo: primera parte, de Mel Brooks, con un aparte para Ken Follett. Ni siquiera veía los dramas de época de la BBC.

—La verdad es que no. Es solo que es… una especie de prima. Era prima de mi abuela.

—Eso nos convierte también en primos. Más o menos —dijo, corrigiéndose. Y añadió, casi disculpándose—: Lady Beatrice fue la primera esposa de mi abuelo.

—De modo que no existe un parentesco real —dijo Harold, de mentalidad siempre práctica.

—¿Tenemos descuento familiar? —interrumpió Paul.

La sonrisa del marqués se volvió algo rígida en las comisuras de la boca.

—Es un parentesco bastante lejano. Lady Beatrice fue la primera esposa del quinto marqués.

Parecía un problema de lógica de los que ponían en el examen de aptitud para acceder a la facultad de derecho. Si la primera esposa del quinto marqués iba a cincuenta kilómetros por hora, y la segunda esposa del cuarto marqués iba a sesenta millas por hora, ¿a quién se le caería antes la tiara?

—¿Vivía aquí? —tanteó Clemmie.

Resultaba difícil imaginar Rivesdale House como una casa privada, y mucho menos como una casa privada en la que su abuela hubiera podido ser invitada. En el mundo de Clemmie, lugares como aquel solo existían como hoteles o museos. Se preguntó si la abuela habría tomado el té allí, si habría intercambiado confidencias con su prima en los dormitorios de arriba, o si habría estado en aquella estancia, admirando o comentando el emplazamiento del nuevo retrato de su prima mientras los trabajadores lo colgaban en la pared del comedor.

—Lady Beatrice vivió aquí —dijo el marqués, más comedido que lo que la pregunta invitaba—. Por un tiempo.

—¿Por un tiempo? —repitió Clemmie.

El marqués miró el retrato, su eterno chic resultaba innegable.

—Estuvieron casados solo dos años.