17

Nueva York, 1999

—Tu abuela era una mujer maravillosa.

Una mujer cogió las manos de Clemmie entre las suyas. Clemmie no tenía ni idea de quién era. Y no era una excepción. Llevaba una hora siendo abrazada, besada y arrullada por un montón de desconocidas, todas ellas con trajes de punto con olor a naftalina y Chanel nº 5, y perlas del tamaño de pelotas de golf al cuello que dolían cuando la apretujaban.

—Gracias —dijo Clemmie. No tenía sentido preguntarle el nombre ni cómo había conocido a la abuela Addie. Su papel no consistía en formular preguntas, sino simplemente en estrechar manos, dar las gracias y fingir sonrisas.

—Ya no las hay como ella —dijo la mujer, moviendo de un lado a otro su cardada cabeza. Y después, a modo de ocurrencia tardía, añadió—: Feliz Año Nuevo, querida.

¿En serio? ¿Cómo podía ocurrírsele que pudiera sentirse feliz?

Clemmie apretó los dientes y contuvo su lengua. No podía desahogarse con aquella mujer. No era ella la que había tomado la estúpida decisión de celebrar el funeral el día de Nochevieja, en los albores del nuevo milenio, con medio mundo de fiesta y el otro medio escondido en búnkeres a la espera de la llegada del Apocalipsis. Con el humor de Clemmie, de poder elegir, se decantaría por el búnker.

—Igualmente —dijo secamente—. Feliz Año Nuevo.

A través de las ventanas entreabiertas del salón, Clemmie había oído ya a los juerguistas tomando carrerilla para las festividades de la noche. Eran solo las cuatro, pero el cielo empezaba a adquirir ya matices anaranjados y morados. Las ramas negras de los árboles desnudos que sobresalían por encima de la pared del parque resaltaban en aquel cielo naranja.

—Se la echará de menos —dijo un hombre con un traje gris, haciéndole papilla la mano.

—Gracias —dijo Clemmie tímidamente.

Sabía que era la única manera de gestionar aquello: esconder en un cajón la parte de sí misma capaz de pensar y dejar que el caparazón restante murmurara los tópicos que la gente esperaba escuchar. En algún lugar, encerrada, la Clemmie de verdad estaba acurrucada hecha una bola, sollozando, pero la Clemmie robot permanecía en la puerta del salón, embutida en un vestido ceñido de color negro, estrechando manos con serenidad y aceptando condolencias, con todos sus pelos en su lugar correspondiente y el rímel sin correrse.

Aquel año no había habido Navidades. Nadie estaba de humor para ello. Clemmie había intuido vagamente que el resto del mundo lo celebraba, que en las tiendas seguía sonando música navideña, que en las ventanas había guirnaldas y que en televisión aparecían aún aquellos fastidiosos anuncios de coche típicos de Navidad. Sabía, de un modo abstracto, que las oficinas estaban vacías porque la gente aprovechaba la semana de vacaciones entre Navidad y fin de año, pero para ella había sido una confusión de aguanieve grisácea, paredes de hospital y voces amortiguadas de aquellos cuyo trabajo consistía en tratar con los muertos. Mientras los demás abrían regalos, ellos habían estado hablando de embalsamamientos. Había habido documentos legales que desenterrar, instrucciones que seguir, mudanzas y tasadores con los que contactar.

La madre de Clemmie había iniciado ya la búsqueda de un nuevo apartamento; podía seguir en el de la abuela Addie hasta la legalización del testamento, pero las cláusulas del mismo estaban muy claras: había que vender el apartamento y depositar lo obtenido en un fondo de inversión, de cuyos intereses disfrutarían la madre de Clemmie y tía Anna mientras siguieran con vida, quedando el remanente para todos los nietos, a dividir en partes iguales.

A Clemmie no le gustaba en absoluto la idea de tener que vender el apartamento de la abuela. Aquel, más que ningún otro lugar, era su casa. Sabía que había habido un tiempo en el que había vivido en California con sus hermanos y sus padres, pero no lo recordaba en absoluto. Sus recuerdos empezaban y terminaban en casa de la abuela Addie, en la habitacioncita que habían decorado para ella con recortables de Minnie Mouse, en la cocina donde siempre quedaban caramelos después de las fiestas, en el dormitorio azul y blanco donde la abuela Addie la recibía cuando estaba tan débil que no podía ni caminar. Su madre y tía Anna habían empezado ya a recoger las cosas del dormitorio, pero Clemmie no quería pensar ahora en eso, ahora no.

—… mucho —decía la persona que estrechaba su mano.

—Gracias, es usted muy amable —murmuró Clemmie, y se volvió hacia quien venía después, tendiéndole automáticamente la mano.

—Hola —dijo Jon, y la compasión de sus ojos avellana hizo que la perfectamente bien colocada sonrisa de Clemmie empezara a desmoronarse.

Exhaló un prolongado suspiro a través de la nariz y se esforzó en mantener la compostura.

—Hola —respondió con voz poco firme.

Había estado por allí todo el día, una presencia conocida con su traje negro, su pelo castaño claro brillante como un penique viejo, pero apenas habían coincidido. Jon se había ocupado de apoyar a tía Anna, casi literalmente, sosteniéndola en sus excesivos tacones, apartándola en lo posible del camino de la madre de Clemmie. Si su madre y tía Anna no habían llegado aún a las manos era en gran parte gracias a Jon. Las dos llevaban toda la semana ladrándose como un par de perritos.

Clemmie se habría sentido más agradecida con Jon de no haber albergado la indigna sospecha de que mantener a tía Anna alejada de su madre le había servido también como excelente excusa para evitarla a ella.

—¿Lo llevas bien? —dijo, y Clemmie no sabía sin lanzarle los brazos al cuello para estrecharlo y llorar o darle un puntapié en el tobillo. O, a poder ser, en los dos.

Llevaba un abrigo por encima del traje, un pañuelo azul y gris colgado al cuello, un par de guantes de piel asomando por uno de los bolsillos.

Clemmie lo miró entrecerrando los ojos.

—¿Te vas?

Tuvo la elegancia de mostrarse avergonzado.

—¿Vas a dejarme sola evitando que mi madre y tía Anna se tiren de los pelos? —Intentó que sonara gracioso.

—Siento no poder quedarme para ordenarlo todo… —Tiró de los extremos del pañuelo—. Tengo… tengo que volver a mi casa.

—¿Planes excitantes para Nochevieja? —dijo con acidez Clemmie. No era justo, lo sabía; había hecho mucho más de lo que le correspondía. Pero estaba enfadada igualmente.

—Más bien no. —La sombra de la barba teñía su barbilla, un parche castaño dorado que debía de haber pasado por alto al afeitarse. Le daba un aspecto desaliñado, zarrapastroso que, injustamente, no hacía más que aumentar su parecido con Indiana Jones—. ¿De verdad piensas que estoy para celebraciones?

No sabía cómo se las arreglaba, pero tenía un talento natural para hacerla sentirse mal. Sobre todo cuando estaba mal.

—Lo siento —dijo—. No ha sido justo por mi parte. Has hecho más de lo que…

—No digas nada —replicó Jon, y la expresión de su rostro avergonzó a Clemmie y la mantuvo en silencio—. Por favor.

Clemmie se mordió el labio, sin saber muy bien qué decir.

Jon se inclinó para darle un besito en la mejilla.

—Sé fuerte —dijo—. Hablamos.

Le tiró ella de la manga, notó la lana suave al tacto.

—Mira —dijo—. No era mi intención minimizar… Sé que también era muy importante para ti.

La cara de Jon podría confundirse perfectamente con un busto de piedra.

—Feliz Año Nuevo, Clemmie.

Y se fue, pasando en dirección contraria a la cola de gente que esperaba para presentar sus respetos a su madre.

Oh, mierda. Mierda para él. Clemmie abandonó su puesto y se dirigió al salón. Había cumplido con su parte. Quedaba simplemente un puñado de pesadas, pululando cerca del bufé y comentando sus planes para Nochevieja. Clemmie las odiaba a todas, sin excepción. Las odiaba por engullir de aquella manera los canapés de cangrejo, por su perfume asfixiante y por su carmín tan intenso. Las odiaba por hablar de la abuela Addie como si creyeran conocerla.

¿Y la conocía ella? Lo que Jon había dicho la otra noche, que la abuela Addie le había alertado de que se mantuviese alejado de ella… le resultaba imposible conciliarlo con la abuela que conocía, con la abuela que le decía que corriese riesgos y tomara sus propias decisiones. Clemmie cogió una miniquiche de una bandeja de plata. Se había enfriado, el queso de encima estaba congelado. Se obligó a masticar de todas maneras. Sabía a plástico.

¿Pero qué sabía ella de la abuela Addie? Por lo visto, no suficiente. La madre de Clemmie había sido la encargada de realizar la elegía durante el funeral y había hablado con más claridad y calma de lo que Clemmie la habría considerado capaz. Había dicho cosas que Clemmie ya conocía, sobre la granja de Kenia y la perspicacia de su abuela para entrar en el mercado norteamericano cuando muchos cafeteros de aquel país africano estaban en decadencia.

Lo que Clemmie no sabía era que su abuela había trabajado como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, o que había colaborado en la fundación de una maternidad y en el desarrollo de un curso de formación de enfermeras en Nairobi. Nunca le había preguntado cómo habían ido a parar a Kenia, ni por qué se habían mudado a Nueva York y no a Londres. No sabía que su bisabuela era novelista, ni que su bisabuelo había sido hermano de un conde. No sabía nada de todo aquello.

Sobre la repisa de la chimenea colgaba aún el retrato de la abuela, pintado en los años cuarenta, poco después de que ella y el abuelo Frederick se instalaran en Nueva York. Clemmie se quedó mirándolo, el familiar rostro en forma de corazón, un cabello que no había alterado su estilo en todos los años que Clemmie la había conocido, la doble sarta de perlas.

—Es como si aún estuviera aquí, ¿verdad? —Era tía Anna, libre por fin, que se dirigía directa al bufé de bebidas—. La misma comida, la misma bebida, el mismo camarero… Es mareante. —Sin esperar al camarero, cogió una de las botellas de vino y llenó hasta arriba una copa—. Estoy esperando a que de un momento a otro entre y grite: «¡Sorpresa!».

—Yo también —reconoció Clemmie. Tenía la garganta seca e irritada. Se sirvió un poco de agua con gas y contempló las burbujas ascender a la superficie y estallar—. Ojalá lo hiciera.

—Mmm… —dijo tía Anna—. ¿Solo bebes eso? Ten. —Añadió una buena dosis de vodka al agua con gas de Clemmie—. Bebé, niña. Chin chin.

—Gracias… creo. —Clemmie le dio vueltas y vueltas a la copa—. No sabía nada de todo eso sobre ella… Ni que había trabajado como enfermera, ni que había fundado un hospital en Kenia… Es asombroso.

—Sí —dijo tía Anna con sequedad—. Asombroso. Hay que reconocerlo, hizo un trabajo estupendo creando su propia leyenda. —Levantó la copa en dirección al retrato de la abuela—. Esta va por Addie. La mejor manipuladora de información desde que Evita decidió convertirse en una mujer respetable. Lloyd Webber debería hacerle un musical. Podríamos poner a Patti LuPone para interpretar su papel. O quizá a Tyne Daly. Sería como Gypsy, pero con acento británico… y con menos desnudos.

Incluso viniendo de tía Anna, era pasarse. El dolor, de todos modos, provocaba reacciones extrañas en la gente. Al igual que los fármacos con receta combinados con vino blanco.

—¿Te apetece sentarte? —Clemmie acercó tentativamente la mano al brazo de su tía. Maldijo a Jon, de todos modos. Él sabía tratar a tía Anna mucho mejor que Clemmie. Bravo por lo de que la sangre tira—. Esos zapatos tienen que lastimarte.

—No. —Anna se la quitó de encima. Su maquillaje, aplicado con esmero, se había resquebrajado y revelaba debajo una red de finas arrugas—. Ya he tenido bastante de toda esa mierda de Santa Addie. ¡Salve Addie, la grande y poderosa! ¿Quieres saber lo que era Addie en realidad? —Se balanceó hacia delante, acercándose de tal modo a Clemmie que aspiró sin poder evitarlo la mezcla de sudor y polvos caros que cubrían sus mejillas—. Era una bruja egoísta y codiciosa.

Clemmie se atragantó con el vodka.

Tía Anna agitó la mano, los diamantes amarillos y el oro blanco titilaron bajo la luz.

—La buena, amable, maravillosa Santa Addie sentada aquí como una araña, tejiendo la tela para atrapar la vida de los demás… No robaba cosas; robaba almas. Tenía unos deditos pegajosos y no las soltaba. Las aferraba con fuerza, y más, y más.

—Mmm… —Clemmie no tenía ni idea sobre cómo encajar aquello—. ¿Más vino?

—¿Sabes que una vez intenté fugarme? —Tía Anna ya no tenía quien la parase—. Estábamos en el internado en Inglaterra, tu madre y yo. Era la oportunidad perfecta. Ella me devolvió. Vino personalmente y me encontró.

—Seguramente estaría preocupada por ti —dijo vacilante Clemmie, buscando con la vista a su madre. Era de esas situaciones concebidas expresamente para subir la tensión arterial—. Si alguno de tus hijos…

Tía Anna apuró el vino.

—Yo dejo que mis hijos vivan su vida. Ninguno de ellos es en realidad mío… Eso es lo que diría tu madre. La he oído, sé que lo dice. Como si no contara si no has echado a perder tu figura por ellos. Jodidamente hipócrita, pensándolo bien, dadas las circunstancias.

—No es una cuestión de estrías —dijo de repente Marjorie, sorprendiendo tanto a Clemmie que incluso dio un brinco—. Pero no lo entenderías, ¿no te parece?

—¿Va todo bien con los del cátering en la cocina? —preguntó desesperada Clemmie. Porque deseaba desesperadamente que Jon estuviese allí para ayudarla. Solo que Jon había cogido el portante y se había largado—. Mamá, tal vez deberías…

Ninguna de las dos le prestó la más mínima atención.

—Oh, ya vuelves otra vez con eso —dijo tía Anna. Se apoyó en la improvisada barra. Las botellas sonaron entre ellas, meneándose, pero ni se inmutó—. ¿Por qué no le echas más sal a la herida? Diviértete con eso.

—No te hagas la víctima conmigo —dijo la madre de Clemmie—. Solo porque tú…

—Vamos. Dilo. —El rostro de tía Anna era tan frío y severo como una antigua máscara funeraria—. Porque tuve un aborto. Sí, es verdad —le dijo a Clemmie—. Si quieres conocer todo lo que se esconde debajo de la alfombra, te diré que esto no es más que la porquería de arriba del todo. Sufrí un aborto de mierda y me jodieron la matriz. ¿Contenta? —le dijo a la madre de Clemmie.

—No —dijo su hermana, su piel decididamente gris en la zona que rodeaba la boca—. No. Sabes muy bien que nunca lo quisiste. Solo con que hubieses acudido a…

—¿Acudido a Santa Addie para que me rescatara? —Tía Anna se echó a reír como una loca—. ¿Quién te crees tú que me dio el dinero? No se podía hacer nada que molestara a papito.

Su voz estaba tan cargada de vitriolo que Clemmie dio un paso atrás.

La madre de Clemmie atacó de nuevo.

—¡Tenías solo diecisiete años! Ella solo intentaba ayudarte.

—Ayudarme. Oh, sí. —Tía Anna apuró el vino que le quedaba en la copa—. Fue muy útil, sí. Ayudaba en todo lo que le convenía a ella… y perjudicaba a todos los demás.

* * *

Kenia, 1926

—Puedo ayudar —dijo Addie—. O al menos, podría ayudar. Tengo nociones de enfermería.

Bea notó que el dolor de cabeza empezaba, justo encima del ojo izquierdo. Aquel viaje en coche había sido una pesadilla de principio a fin. Hacía muchísimo tiempo… ¿semanas? ¿meses? que Frederick y ella no pasaban tanto rato juntos en el mismo espacio. Conseguían evitarse mutuamente con bastante efectividad, lo que era más complicado de lo que cabría imaginar viviendo como vivían en una finca de doscientas hectáreas. La resaca no ayudaba. No era que hubiese bebido demasiado —no más que el resto—, pero la bebida pegaba fuerte con la altitud. La mejor forma de contraatacar las consecuencias de un exceso de copas la noche anterior era empezar de nuevo lo antes posible la tarde siguiente. Y así sucesivamente.

Estaba ya malhumorada de entrada, y el viaje de tres horas en coche hasta la ciudad no había contribuido a mejorar la situación, el silencio entre ellos tan solo era roto por los comentarios superficiales sobre el tiempo y las preguntas cargadas de intención. Últimamente parecía que Frederick y ella no podían hablar sin acabar peleándose. No lo buscaba, pero siempre terminaban igual, cualquier afirmación era un ataque preventivo, lanzado contra él antes de que él pudiera hacerlo contra ella. Frederick le había dejado muy claro lo que opinaba de ella. Lo percibía ahora en la frustración que se gestaba entre ellos y que quedaba contenida tan solo por la presencia de Addie. Bea sabía lo que estaría pensando Frederick, que si fuera una esposa de otro estilo, no habrían tenido que enviar a alguien a buscar a la señorita Platt o a la señora Nimmo, que sería ella la que estaría encargándose de preparar el botiquín, hirviendo agua y todas aquellas tonterías.

¿Y por qué? Nadie la había formado para hacer eso.

En cierto sentido, el hecho de que Addie dominara el asunto empeoraba la situación. Había olvidado la temporada que Addie había pasado trabajando como enfermera durante la guerra.

Bea entrecerró los ojos para protegerse de la intensa luminosidad y dijo, con la máxima serenidad posible:

—Sí, pero de eso hace ya muchos años, y eres nuestra invitada. ¿No podríamos…?

—Trabajo como voluntaria en St. Mary’s una vez por semana —replicó rápidamente Addie—. Seguro que será mejor que esperar a que la institutriz regrese. Si está tan mal como dicen… —Miró expresivamente las manchas de sangre de la túnica de Mbugwa.

—No va a ser agradable —le advirtió Frederick.

Addie se quedó mirándolo, un metro y medio de pura determinación.

—He visto más de una vez unas tripas saliendo de un vientre destrozado. Son cosas que nunca son agradables. ¿Tenéis un botiquín?

Frederick no dudó un instante.

—¿Qué necesitas?

—No lo sabré hasta que lo vea. Necesitaremos hervir agua, para esterilizarlo todo. ¿Es posible?

—No somos tan primitivos como eso —dijo Bea con un tono cortante. Frederick la miró con mala cara—. ¿Por qué no te encargas tú del agua? —le dijo a Frederick—. Yo acompañaré a Addie a la shamba.

—De acuerdo —asintió Frederick, lanzándole una dura y prolongada mirada a Bea. Lo odiaba cuando la miraba así—. Agua hervida, botiquín… ¿alguna cosa más?

—Alcohol del fuerte —dijo Bea.

—¡Oh, sí! —dijo Addie—. Para desinfectar la herida.

—No, para nosotros. —Addie no tenía ni idea de en qué estaba metiéndose, de lo que podía encontrar en el campamento de nativos de detrás de la casa. Bea cogió las manos de su prima entre las suyas, unas manitas pequeñas y cuadradas enfundadas en un par de guantes baratos—. Querida, no tienes por qué hacerlo. Podemos mandar a buscar a la señorita Platt o a esa espantosa escocesa de la granja de al lado.

—No pasa nada. No me importa en absoluto. —Addie retiró las manos con firmeza, aunque con un gesto delicado, y Bea se quedó, en cierto sentido, abandonada—. ¿Me muestras el camino?

Bea se encogió de hombros y sacó sus largas piernas del coche.

—Es tu funeral, querida.

—Confío en que no sea el funeral de nadie. —Addie bajó del vehículo con escasa elegancia y fue tras ella—. ¿Quién es el niño que ha resultado herido?

—Ya no es ningún niño. Debe de tener al menos veinte años, aunque se hace complicado saberlo con seguridad. No calculan la edad a partir del nacimiento como nosotros. Lo hacen a partir del año de la circuncisión.

Addie levantó exageradamente las cejas.

—¿El año de la circuncisión?

—Cuando preguntas la edad de un niño, te dicen que fue circuncidado el año de las langostas, o el año que cayeron todas las lluvias. Los circuncidan a todos cuando alcanzan la pubertad, niños y niñas. Montan un gran ritual, banquetes, bailes, sacrificio de ganado. De nuestro ganado —añadió Bea—. No sé por qué, pero los mejores animales siempre se fracturan una pata justo en la víspera de algún festival. Mucha casualidad.

Condujo a Addie hacia la parte trasera de la casa, pasando por delante de las acacias plantadas de forma desordenada por el anterior propietario. Habían tenido suerte, o eso era lo que le gustaba decir a Frederick. La mayoría de sus vecinos se habían visto obligados a pasar una temporada viviendo en una cabaña de paja mientras les construían la casa. Ellos la habían conseguido ya construida, puesto que habían adquirido la finca a un tipo que se la había vendido para hacerse con un rancho de ganado en Uganda. En comparación con las casas de allí, la suya no estaba mal. Era de piedra maciza, construida al estilo de un bungalow, larga y de poca altura, con un amplio porche que recorría la parte delantera en su totalidad y un patio en la zona central. Disponían de agua corriente incluso, y de electricidad, que funcionaba siempre y cuando el generador no tuviese que ir muy forzado. Opulencia según los estándares de Kenia, pobreza en comparación con lo que habían dejado atrás.

Los anteriores propietarios habían hecho algún intento de ajardinar. En la parte trasera de la casa, el terreno formaba una terraza y había algunos rosales, pero el olor de las rosas era incapaz de camuflar los demás olores: humo, sudor y cabras.

No tuvieron que ir muy lejos para llegar al campamento de Mbugwa, un poblado construido con cabañas redondas con techo de paja por donde, en todos los casos, se filtraba una columna de humo azul grisáceo. Las cabañas estaban rodeadas por pulcras parcelas donde se cultivaba maíz, entre el que se movían mujeres delgadas con delantales de cuero y ajorcas que tintineaban mientras desbrozaban las malas hierbas sirviéndose de sus pangas. Trabajaban prácticamente desnudas bajo el sol abrasador, con sus brazos envueltos con un alambre de cobre tan tenso que la piel emergía como una protuberancia a uno y otro lado. Algunas llevaban bebés cargados a la espalda con cabestrillos; los niños de más edad jugaban en la polvareda delante de las cabañas, mientras un pollo removía despreocupadamente la tierra.

—Son shambas de los nativos… granjas —le tradujo Bea—. Ellos ocupan nuestras tierras. O nosotros ocupamos sus tierras, dependiendo de cómo lo mires. Funciona en ambos sentidos. Ellos trabajan el café y nosotros les dejamos un sitio en donde pueden pastar sus cabras.

—Suena muy feudal —observó Addie.

—Lo es. —Bea movió la cabeza para señalar una de las cabañas—. Esa es la cabaña de Njombo.

Era fácil de adivinar, teniendo en cuenta la gran cantidad de gente que se había congregado a su alrededor. Se retiraron en cuanto vieron llegar a Bea y a Addie, abriéndoles paso. Bea se fijó en que Addie intentaba no mirar a los hombres, que iban vestidos tan solo con mantos cortos sujetos a un hombro como una toga, ni a las mujeres, con la cabeza rasurada y los pechos al aire.

Bea se había hecho su propia imagen sobre la llegada de Addie, los criados de la casa con sus túnicas blancas en fila para recibirla, bebidas en una bandeja, las lámparas encendidas, todo reluciente con un sutil toque exótico.

—No pretendía que tu visita fuera a empezar así.

Addie la miró y sonrió, como si volvieran a tener diez años y estuvieran en Ashford, en el Ashford de verdad.

—No me importa. ¿Ha comentado algo tu capataz sobre la naturaleza de la herida?

—Pesimismo y desmembración general. Normalmente es así. —Aunque en este caso, podía serlo de verdad—. Tal vez sea grave. Ha intentado transformar un detonador en un adorno a base de golpes.

—¿En qué…?

—Cualquier cosa metálica les gusta —dijo Bea—. No podemos tener clavos; los convierten en ajorcas y pendientes. El detonador debió de parecerle adecuadamente brillante. Según Mbugwa, Njombo ha cogido una piedra y ha intentado convertir el detonador en un colgante.

Addie inspiró profundamente por la nariz.

—Tiene suerte de estar vivo.

—¿Quieres que vaya a ver si ya está de vuelta la señorita Platt? No pueden haber ido muy lejos.

Addie negó con la cabeza.

—Haré lo que pueda. —Asomó la cabeza por la puerta, y la retiró enseguida, pestañeando—. El humo…

—Es la hoguera para cocinar —dijo Bea—. Todas las cabañas son iguales.

Addie asintió y se sumergió en el humo, encorvada, manteniendo la cabeza baja para evitar lo peor de la humareda.

—Estoy aquí para ayudarte —la oyó Bea decir con esa voz alegre tan característica de las enfermeras, esa voz que solo de oírla te entraban ganas de darles con la cuña. Y luego—: ¿Dónde te duele?

Bea se quedó en la puerta, mano sobre mano y sintiéndose inútil, mientras Addie se arrastraba a cuatro patas y emitía sonidos tranquilizadores, consolando a Njombo poniéndole una mano en la cabeza. Su falda se acercó peligrosamente a la hoguera del centro de la cabaña. Bea se deslizó hacia el interior para apartar la tela del fuego.

—No quiero que te inmoles —dijo con voz bronca—. Al menos hasta que la señorita Platt esté de vuelta.

Addie se lo agradeció con una sonrisa.

—¿Puedes mirar si está ya el agua? Poco puedo hacer de momento sin ella. Hay que lavar bien la sangre coagulada para ver el alcance de la herida.

—Por supuesto —murmuró Bea. El olor del interior de la cabaña era casi insoportable, fuerte, a sudor y sangre, y a ese peculiar tufo de los pellejos de mono que servían para indicar el estatus—. Veré quién se encarga de eso.

Aprovechó la excusa para agacharse y volver a salir, odiándose por su debilidad.

Nadie le había avisado de esto. «Ven a África Oriental —le habían dicho—. ¡Se hacen auténticas fortunas! ¡Se enmiendan reputaciones! ¡Hay más exalumnos de Eton que en Mayfair!». Pero no le habían contado nada de todo aquello, nada sobre las realidades básicas del día a día, sobre los bichos que anidaban bajo los dedos de los pies o las moscas que se apiñaban en los ojos de los niños, o sobre esas plagas y enfermedades que volvían locos a los caballos antes de matarlos.

Lo odiaba.

Bea hizo girar el anillo de Marcus en el dedo. En aquellos cuentos de hadas que Addie le susurraba cuando eran pequeñas, invocabas un genio o cualquier otro espíritu, cerrabas los ojos y regresabas al pasado, a Rivesdale House y al mundo anterior a Bunny. Anterior a Frederick. De haberlo sabido entonces… ¿Pero no había habido siempre dificultades? En su momento, la infidelidad de Marcus le había parecido insuperable, un desaire que había que vengar. Ahora desearía haber seguido el consejo de su madre y mirar hacia otro lado. Bea jamás habría pensado, jamás habría imaginado, que terminaría de aquella manera.

Marcus y Bunny se habían casado. Bea había visto las fotografías en un Tatler de hacía seis meses, la radiante novia con su grupo de damas de honor. Marcus no había perdido el tiempo; se prometieron en cuanto Bea puso el pie en el barco, casándose casi inmediatamente después. Tenían dos niños, un heredero y otro de repuesto.

Aquellos tenían que ser sus hijos, sus chicos. Era un juego imperdonable del destino haber tenido que caer tan bajo, haber expulsado el hijo de Marcus de su vientre mientras el otro, el cuco del nido, se había aferrado tan tercamente a la vida.

Marjorie, le había puesto Frederick al cuco, un nombre horroroso, de tía solterona, pero a Bea le había dado igual. Sabía que no era justo echarle a la niña la culpa de las circunstancias de su nacimiento, pero Bea no podía evitarlo. Había visto aquella cosa roja que no paraba de dar berridos y había sabido que no formaba parte de ella, que era un parásito que se había albergado en su vientre y que, además, se lo había hecho perder todo, su casa, su reputación, el hombre que creía amar.

Pero él se había casado con Bunny, y ella había acabado en Kenia, una desterrada social, casada con un hombre que cada vez le resultaba más extraño, un desconocido que se enterraba bajo revistas de agricultura y la miraba con un desdén escasamente disimulado… Es decir, cuando se tomaba la molestia de mirarla.

Aunque había compensaciones. Las fiestas de Idina. Los safaris. La semana de carreras en Muthaiga. Raoul, que juraba que se casaría con ella, aunque su familia católica lo desheredara; una promesa vacía, pero aduladora de todos modos. Resultaba agradable saber que existía alguien que aún deseaba casarse con ella, por mucho que su marido deseara no haberlo hecho.

Y, por supuesto, Val. Val, que no le prometía nada, a quien nada le importaba. Val, que la llevaba a volar.

—¡Memsahib, memsahib! —Era un niño pequeño vestido con un simple taparrabos. Tenía un brazo con una cicatriz espantosa, vestigio de una caída en la hoguera siendo un bebé. Gran parte de los niños mostraban lesiones similares, cicatrices y heridas que habrían hecho caer de espaldas a sus colegas inglesas—. Bwana dice traer.

Cargaba con una vieja bolsa de cuero donde guardaban todo el material médico. Bea no tenía ni la más mínima idea de qué había allá dentro. Era competencia de la señorita Platt. Le seguía Frederick con un cubo grande de agua humeante en una mano y trapos limpios colgando del otro brazo.

—Aquí lo tienes —dijo—. ¿Puedo hacer algo más?

Bea se interpuso entre Frederick y la puerta de la cabaña.

—Lo tenemos dominado —dijo, empleando un tono regio.

Frederick miró a Addie, inclinada sobre Njombo, y luego miró de nuevo a Bea.

—Sí, ya veo que lo dominas.

Bea se molestó. Ordenarle a un niño que preparara agua hirviendo no era nada complicado. Y Frederick tampoco estaba allí, precisamente, cosiéndole los puntos de sutura a aquel hombre. En su vida había visto a Frederick poner un esparadrapo, y ahora tenía las agallas de mirarla con aires de suficiencia por el simple hecho de que a ella nunca le habían enseñado algo que no tenía ni la menor idea de que tendría que haber sabido… y que nunca tendría que haber sabido de no haber irrumpido él en su vida en el peor momento posible.

—En Mayfair no había mucha necesidad de estas cosas —dijo, poniéndose a la defensiva.

—Ya no estamos en Mayfair.

—¿Crees que no me he dado cuenta?

—¿A veces? —Frederick enarcó las cejas—. No.

—Oh, hola. —Addie salió tambaleándose de la cabaña, con la cara manchada de hollín, los ojos llorosos. Se apoyó con una mano en la pared de la cabaña—. ¿Tienes el agua?

—El agua y el botiquín —dijo Frederick, entregándole el cubo y chasqueando los dedos en dirección al niño, que dio un elegante paso al frente.

—Gracias. —Addie enrolló los trapos en su brazo. Miró la cabaña por encima del hombro—. No es tan grave como parece. La herida que ha sufrido en el cuero cabelludo le ha hecho perder mucha sangre, pero la mayoría de los cortes parecen superficiales. Por lo visto, ha sufrido rasguños cuando la piedra ha salido volando.

—¿La mayoría de los cortes?

—La explosión ha afectado mucho la mano. Tiene un dedo colgando por un… —Cerró la boca con fuerza—. Puedo intentar coserlo, pero la probabilidad de infección…

—Nadie espera milagros —dijo Frederick.

Por algún motivo, el comentario le molestó. Enderezó la espalda y le lanzó una mirada de esas que Bea describiría como suyas.

—No hay razones para eludir responsabilidades.

Desapareció de nuevo entre el humo, llevándose con ella su botín. Frederick, con expresión abstraída, la vio arrodillarse junto a Njombo. Addie se había quitado aquel atroz sombrerillo. Sus rizos estaban despeinados, la cara y los brazos manchados con hollín y cosas peores, pero aun así, Bea sintió un extraño escalofrío de miedo. Ver a Frederick posar sus ojos en ella de aquella manera, le recordó la primera vez que vio a Marcus con Bunny.

Tonterías, por supuesto. Pero aun así…

—Te has olvidado una cosa —le dijo Bea a su marido.

—¿Qué? —Frederick estaba tan ensimismado en lo que Addie estaba haciendo que no pudo responder de inmediato—. ¿Sí?

—Las copas —dijo Bea, levantando la barbilla—. Prepáralas fuertes.