25
Nueva York, 2000
El apartamento de tía Anna parecía mucho más pequeño sin la presencia de Jon.
Esta vez fue tía Anna la que le abrió la puerta a Clemmie. Vestía un elegante y desenfadado vestido estampado que parecía —y probablemente lo era— un Pucci vintage. Jon y sus muñecos de nieve parecían cosa de un remoto pasado.
—Gracias por recibirme —dijo Clemmie, tratando no poner mala cara ante colores tan chillones. Tenía la resaca de todas las resacas. No había tenido una de aquella categoría desde sus tiempos en la universidad.
Tía Anna la guió a través del estudio hasta una pequeña sala de estar rectangular con estanterías empotradas a ambos lados de una chimenea cerrada con un cristal. Algunas de las estanterías tenían libros; pero la mayoría estaban repletas de fotografías, fotografías de los hijastros y las mascotas de tía Anna. Clemmie reconoció el recientemente fallecido Shu-Shu.
—Me preguntaba cuándo vendrías —dijo tía Anna, sin darse cuenta de que su voz tenía el efecto de una sierra circular—. ¿Café? ¿O prefieres algo más fuerte?
—Café —dijo Clemmie con ganas—. Pero no pasa nada, no es necesario que…
—Serán dos minutos. Toma asiento.
Clemmie no se sentó. Sino que se acercó a las estanterías. La fotografía de boda de Jon seguía allí, Jon de esmoquin, Caitlin con el tradicional vestido de novia estilo merengue. De pronto, le pasó a Clemmie por la cabeza que no le habría gustado estar en el pellejo de Caitlin, casada con un hombre que no sabía si era capaz de creer en el amor. Era un sentimiento extraño, eso de sentir lástima de Caitlin, pero no podía evitarlo. Era un cambio agradable con respecto a guardarle un amargo rencor.
¿Tendría Jon razón? ¿Estarían todos tan jodidos que no eran capaces de amar a nadie como se tenía que amar? La autodeterminación tenía que ser eso, asumir la responsabilidad de tu propio destino. Que los matrimonios de sus padres hubieran sido un fiasco no significaba que los suyos también tuvieran que serlo.
Lo único que deseaba era poder sentirse con alguien tan a gusto como se sentía cuando estaba con Jon, sentirse igual de viva cuando discutía con alguien. Tony era un tipo agradable, pero hablar con él era similar a un ejercicio de traducción. ¿Qué había dicho no sabía quién sobre los americanos y los británicos? ¿Que estaban divididos por un idioma común? Era eso, y mucho más que eso. Ni siquiera había sido capaz de sacudirse de encima esa extraña sensación de repeluzno que se había apoderado de ella cuando le había dicho que estaba locamente enamorado del retrato de su abuela. Se lo habían pasado bien anoche, sobre todo después de la tercera ronda de copas, pero cualquier pequeña chispa que pudiera haber sentido se había apagado hacía ya mucho rato.
Se había alegrado de despedirse con un tambaleante beso en la mejilla. Se habían despedido como amigos, de eso estaba segura. Le había reiterado su invitación a Rivesdale House. «Y no por lo del retrato», le había dicho, y ella le había dado las gracias con la efusividad que otorga el alcohol.
Clemmie entrecerró los ojos para protegerse del sol de media tarde que se reflejaba en el blanco de las estanterías. Tony debía de tenerla por una persona algo inestable.
Era algo inestable. Se sentía desequilibrada, y no solo por la resaca. Se acabó el bufete, se acabó la abuela Addie: los cimientos de la vida de Clemmie se habían derrumbado, dejándola en un terreno tremendamente inseguro.
En las estanterías de tía Anna había muchas fotografías de familia que le resultaban conocidas, pero Clemmie empezó a estudiarlas ahora bajo un prisma distinto, intentando descifrar quién estaba realmente relacionado con quién, escudriñando al tío Teddy en busca de cualquier parecido con la abuela Addie. Clemmie siempre había pensado que su madre se parecía a la abuela Addie, pero se imaginaba que era simplemente una cuestión de expresión.
—Aquí tienes. —Tía Anna reapareció con dos tazones de cerámica.
Clemmie dio la espalda a las fotografías.
—¿De quién era hijo el tío Teddy? ¿De la abuela Addie o de Bea? —preguntó.
—De Addie —respondió rápidamente tía Anna—. Fue el único. —Después de dejarse caer con elegancia en el sofá, tía Anna cogió una cajetilla arrugada de Benson & Hedges—. Dios, cuánto le echo de menos. Hace casi treinta años… ¿te imaginas?
—Recuerdo su funeral —dijo Clemmie, y así era, aunque vagamente. Recordaba las voces apagadas, las prendas oscuras, los ojos enrojecidos de su madre y aquel oscuro sentimiento de culpabilidad por estrenar un vestido de terciopelo negro—. Fue la primera vez que vi a Jon.
—Jon. —Tía Anna cogió un encendedor de plástico de color naranja. Sus ojos adoptaron un brillo especial—. Hablando de Jon…
—Por lo que tengo entendido, Caitlin está en la ciudad —dijo enseguida Clemmie.
Con el entrecejo fruncido, tía Anna acercó la llama al cigarrillo y aspiró, la punta se puso roja.
—No tenía noticias.
—Bueno, da igual —se apresuró a decir Clemmie, antes de que pudiera seguir por aquellos derroteros—, lo que en realidad quería comentar contigo era…
—Lo sé. Lo de tu abuela. —No especificó cuál. Tía Anna se acomodó en el sofá. Clemmie se fijó en que tenía unas piernas estupendas para ser ya septuagenaria—. Me alegro de que hayas venido. Quería contártelo desde hace años, ya lo sabes.
—Gracias —dijo Clemmie, y le dio un sorbo al café. Era de esos en polvo, con sabores, espeso y empalagoso. Se le revolvió el estómago. Lo dejó a un lado.
—Tu madre siempre se opuso. No quería fastidiar nuestra relación con Addie. —La expresión de Anna traicionaba lo que en realidad pensaba al respecto.
Clemmie se sentó en el borde del sillón.
—He visto recortes de periódicos —dijo sin rodeos—. Sobre la muerte de Bea.
Tía Anna enarcó sus perfectas cejas.
—Has sido una abejita laboriosa, ¿no? Siempre procuraste hacer los deberes.
Clemmie no estaba de humor para bromas.
—¿Qué pasó?
—La pregunta del millón de dólares. ¿Acaso no nos gustaría saberlo a todos? —Tía Anna dejó caer la ceniza en un cenicero de plata—. La respuesta corta es que nadie lo sabe. Mi madre, mi padre y Addie fueron de safari. Mi madre no regreso. Haz tú misma los cálculos.
—¿Y no podría haber sido un terrible accidente? —Clemmie no sabía muy bien por qué le importaba tanto, pero le importaba. Un viudo afligido que volvía a casarse era normal. Las demás posibilidades no quería contemplarlas—. La forma en que la abuela me habló de Bea… me dio la impresión de que la quería.
—Tal vez —dijo con frialdad tía Anna—. En su día. Pero quería más a mi padre.
No podía discutírselo. El amor que unía a la abuela Addie y el abuelo Frederick era legendario. Clemmie los recordaba juntos siendo ella una niña, ovillados aún el uno con la otra, terminando mutuamente las frases, sujetándose entre ellos para no caerse… aunque siempre le había parecido que el abuelo Frederick era el que más se apoyaba. Y tenía sentido. Era más mayor y más frágil, sufría ya las primeras fases del cáncer de esófago que acabaría matándolo.
—En cuanto lo tuvo —dijo tía Anna, interrumpiendo los pensamientos de Clemmie—, habría hecho cualquier cosa por conservarlo.
—Pero no asesinar —dijo Clemmie con terquedad. Era la mujer que le había curado los rasguños de la infancia y supervisado sus deberes. Por mucho que Addie le hubiese mentido, Clemmie no la creía capaz de aquello. Ni siquiera por amor, amor con A mayúscula, el tipo de amor de cuya existencia dudaba muy a menudo Clemmie.
—No —reconoció tía Anna, y su expresión era rara, sin lugar a dudas—. Asesinar no.
Clemmie notó que la tensión que sentía en el pecho disminuía un poco.
Hasta que tía Anna añadió:
—No creo que mi madre estuviera muerta. Y estoy prácticamente segura de que Addie lo sabía.
—Eso… —Clemmie se atragantó con su nauseabundo café dulce, los ojos se le llenaron de lágrimas—. Es una locura.
—¿Lo es? —Tía Anna le dio un sorbo a su té, el humo ascendió formando anillos del cigarrillo que se sujetaba en precario equilibrio en el cenicero—. Lo único que encontraron fue un pañuelo, un zapato y un pequeño broche con un diamante. La policía determinó que mi madre se alejó del campamento y fue devorada por animales. Lo cierto es que había bastante gente con motivos suficientes para cometer un asesinato —mi padre y tía Addie entre ellos—, pero nunca se llegó a demostrar nada. Fuera como fuese —añadió, casi como un pensamiento de última hora—, nunca encontraron el cuerpo.
Clemmie la miró a los ojos.
—Pero fue declarada muerta. Debieron de hacerlo para…
—Para que Addie se casara con mi padre. Sí. Se casaron dos años después, en cuanto mi madre fue declarada legamente muerta. Legalmente muerta o muerta son dos conceptos muy distintos.
—¿Y no tendrían que haber obtenido alguna prueba?
—¿Qué prueba? Lo único que tuvieron que hacer fue esperar. Nunca hubo ninguna prueba. Ni siquiera un cadáver. —Anna se inclinó hacia delante, sus facciones decididas—. Yo la vi. En Nairobi.
Tía Anna se levantó del sillón y empezó a deambular con nerviosismo por la estancia, años de energía contenida, de rabia contenida, en su manera de andar.
—Yo tenía siete años y allí estaba, en el bazar. Intenté encontrarla, pero Addie me pilló y me obligó a regresar. Me dijeron que eran imaginaciones mías. —Después de tantos años, el dolor y la rabia seguían todavía patentes—. ¡Cómo si yo pudiera imaginarme esas cosas! Poco después de aquello, nos mandaron a Inglaterra a estudiar —añadió con amargura—. Addie también la vio. Estoy segura.
Clemmie la miró, sin saber muy bien por dónde empezar.
—¿No habría Addie —se le trabó la lengua con el nombre, que le sonaba raro sin su habitual título honorífico— dicho algo? ¿Hecho algo?
—¿Y correr el riesgo de fastidiarlo todo? ¿Bromeas? Con mi madre muerta, ella lo tenía todo: la granja, a papito. Y luego estaba Teddy. Si mi madre reaparecía como caída del cielo… —Tía Anna hizo un expresivo gesto—. Tal vez el matrimonio fuera un concepto relajado en Kenia, pero aun así, la bigamia se veía con malos ojos.
—¿Aun cuando ella, tu madre, hubiera sido declarada muerta?
—Aquí la abogada eres tú —dijo Anna—. Yo no lo sé. Pero habría sido un increíble lío legal y un escándalo enorme. A Addie nunca le gustó el escándalo.
Eso era cierto. La abuela Addie siempre había sido de las que preferían guardar la porquería debajo de la alfombra. La madre de Clemmie lo había heredado, corregido y aumentado.
—¿Pero no podían simplemente divorciarse? Tu madre y el abuelo Frederick, me refiero. —Clemmie titubeaba—. Si se hubiesen divorciado y la abuela Addie y el abuelo Frederick se hubiesen vuelto a casar…
—Pero seguía estando Teddy —dijo tía Anna—. Teddy tendría por aquel entonces uno o dos años. Las leyes concernientes a los hijos legítimos no cambiaron hasta 1976. Hasta entonces, aun en el caso de que los padres se casaran, el hijo seguía siendo legalmente un bastardo. —Hablaba con la desalentadora certidumbre de quien ha estudiado a fondo el tema—. Así que ya ves, Addie tenía motivos para querer que Bea siguiera desaparecida.
—¿Pero y Bea? —preguntó con toda lógica Clemmie—. De haber estado viva, ¿no habría intentado contactar con vosotras?
—A menos que Addie la sobornara… o la amenazara. ¿Quién sabe? Pero yo sé que mi madre estaba allí aquel día, en Nairobi. Sé que intentó volver con nosotras.
Su forma de decirlo provocó en Clemmie un escalofrío.
—Yo era por aquel entonces demasiado pequeña para poder hacer algo al respecto. Mi padre y Addie tenían la última palabra. —Tía Anna miró más allá de Clemmie, a un millón de kilómetros y sesenta años de distancia—. Pero siempre supe que mi madre estaba allí, en alguna parte. Continué buscándola, posteriormente.
Clemmie miró fijamente a su tía.
—¿La encontraste?
—No. —Tía Anna aplastó el cigarrillo en el cenicero—. No.