22

Kenia, 1927

Se oyó el grito de un animal entre la maleza. Addie no tenía ni idea de qué era, pero sonaba muy cerca. Y parecía hambriento.

Salió de la tienda y buscó al resto de la gente. Había criados por todas partes, una cantidad ridícula de criados para solo seis personas, y Budgie, el jefe del safari, limpiando su rifle junto a la hoguera, pero nada más. Por suerte. El ambiente en el campamento había ido de mal en peor, la tensión fue degenerando peligrosamente hasta convertirse en hostilidad manifiesta.

Vaughn parecía pasárselo en grande mofándose de Raoul de Fontaine, que, a su vez, se pasaba el día pegado a Bea, que se desahogaba flirteando con Vaughn. La noche anterior habían llegado casi a las manos. De Fontaine estaba furioso, Frederick retraído, Vaughn insoportable, Addie deprimida. De todo el grupo, Bea era la única que seguía de buen humor, animada, suponía con toda seguridad Addie, por el contenido de la cajita de rapé que Vaughn guardaba siempre en el bolsillo. Incluso así, Addie estaba también segura de que todo era fachada. Había visto a Bea observando a Frederick por el rabillo del ojo. Observando a Frederick… y a Addie.

Pero no serviría de nada intentar comentar todo eso con Bea. Había evitado con tremenda efectividad cualquier conversación privada, respondiendo, en los casos en que se había encontrado acorralada, con un despreocupado: «Intenta divertirte, querida», que no aliviaba en absoluto la preocupación de Addie.

Addie se estremeció y se envolvió con el chal. En cuanto caía el sol, las noches eran frías. Y sol caía aquí con rapidez. Con excesiva rapidez. En la oscuridad…

Según Val Vaughn, los animales tardaban unas dos horas en devorar por completo un cuerpo. Addie se había quedado aturdida pensando en la rapidez con que podía eliminarse todo vestigio de una forma humana, de algo a nada, en el tiempo que les llevaría a ellos tomar el té. Habría pensado que Vaughn exageraba para darse bombo, pero Budgie, el guía, había corroborado sus explicaciones.

Uno de los porteadores silbó, un silbido largo y suave. Le dijo entonces a Budgie: «¡Sigilisi!», seguido por un discurso en suajili tan veloz, que a Addie, a pesar de todas sus lecciones, le fue imposible seguir. Sus nociones de suajili para la cocina de poco servían en plena naturaleza.

—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose a la hoguera. Al lado de Budgie se sentía más segura. Por mucho que tuviera una copa en la mano, la escopeta estaba a su alcance y la munición en los dos grandes bolsillos a ambos lados de su chaleco. Munición de grueso calibre para las piezas grandes, suficiente para los leones, leopardos y otras cosas que rugían durante la noche—. ¿Qué ha dicho?

Obsequiosamente, Budgie le hizo espacio en la caja de equipaje que hacía las veces de silla.

—Ha dicho que Simba tiene hambre esta noche. —Apenas acababa de ponerse el sol y el aliento de Budgie apestaba ya a ginebra. Afirmaba que era la única manera de mantener a raya la malaria que padecía—. Es un león. Otra vez. ¿Lo ha oído?

—No —respondió Addie. Para ella, todos los sonidos de la sabana se fundían en un solo murmullo amenazador, los gritos de los animales, el susurro de las hojas a merced del viento, las serpientes deslizándose entre la hierba seca. Odiaba las serpientes.

—Tiene que aprender a escuchar. —Budgie bebió un trago de la petaca que guardaba en el cinturón. Se la ofreció a Addie, que negó con la cabeza para rechazar la invitación. La ginebra a secas no era su bebida preferida—. Está bastante cerca.

Instintivamente, Addie pegó las piernas a la caja.

—¿Es peligroso?

Budgie le regaló una sonrisa bastante falta de dientes.

—Siempre resulta peligroso. De lo contrario, ¿qué haríamos aquí? —La miró con ojos legañosos—. Por aquí se ve todo tipo de cosas raras. Los nandi hablan de una criatura inimaginable. Medio hombre, medio ave, pero ninguna de las dos cosas. Se da auténticos festines con los sesos de los cráneos destrozados de los animales que mata, y los que han tenido la mala suerte de tropezarse con él, cuentan que, en la oscuridad, su boca reluce roja como una lámpara hecha con fuego infernal.

La hoguera soltó unas chispas y Addie se estremeció sin quererlo.

—Suena desagradable —dijo—. ¿Cómo lo llaman?

Budgie le dio un nuevo trago a la petaca.

—Cuando hablan de él lo llaman el oso nandi… aunque pocos han vivido para contarlo.

—Es una vieja historieta. —La hierba seca crujió bajo las pisadas de Frederick y un par de botas llenas de rozaduras apareció junto a la caja, botas con rozaduras, pantalones bombachos de color caqui y la hebilla de un viejo cinturón de cuero marrón.

—Esa historieta es más vieja que todos nosotros —dijo Budgie, dando unos golpecitos a la caja—. «Hay más cosas en el cielo y la tierra…», y todo lo demás.

—Pamplinas —dijo Frederick con escasa amabilidad—. No son más que tonterías para asustar a los niños.

—¿Y diría lo mismo del monstruo del lago Ness? —preguntó Budgie, disfrutando descaradamente.

—Ya se lo diré, si es que tengo el placer de conocerlo —replicó Frederick.

—Hágalo. —Budgie se incorporó, tropezando casi con la escopeta—. Mejor que empiece a meterles un poco de prisa a las tropas. Es la hora de los cócteles.

—Muy gracioso —murmuró Frederick, hablando justo por encima de la cabeza de Addie—. Habría jurado que él ha empezado ya. ¿O sería solo su colonia?

Addie levantó la vista hacia él.

—No hay ninguna necesidad de mostrarse desagradable con el pobre Budgie.

—Pobre Budgie, el muy cabrón —dijo Frederick groseramente—. ¿No te das cuenta de que utiliza esa ridícula historia del oso nandi para asustar a las mujeres y llevárselas a la cama? Le funciona, la mitad de las veces.

—¿Budgie? —Addie no pudo evitar echarse a reír. Si debía de rondar los cincuenta, con barriga y papada, parecía más un borracho simpático que un Casanova—. No es precisamente Val Vaughn.

—Te llevarías una sorpresa. —Pero la expresión malhumorada de Frederick se alivió. Aquello era siempre lo más complicado, apartar la vista de la ternura de sus ojos. ¿Por qué no podría ser el canalla que en su día pensó que era? ¿Por qué tenía que ser tan condenadamente… Frederick?—. Lo siento. Estoy siendo un imbécil, ¿verdad?

—Sí —dijo—. Así es.

Le tendió una mano y ella, en contra de su buen criterio, la aceptó, dejando que tirara para levantarse de la caja. Sus días se habían convertido en eso, en una docena de pequeñas pruebas y desafíos. Resultaba agotador tratar de mantenerse alejada de él.

Frederick le retuvo la mano un momento más del necesario. Cuando habló, sus palabras fueron un reflejo de los pensamientos de Addie.

—No podemos continuar así.

Addie unió las manos, sus nudillos blancos.

—Lo sé.

En el otro extremo del campamento se oyó el conocido ruido sordo de un disco insertado en el gramófono. Retumbaron en la selva los compases del Concierto para clarinete en la mayor, de Mozart, el disco favorito de Budgie, que sonaba noche tras noche, una y otra vez. El disco estaba rayado, lo que lo hacía saltar cada poco tiempo, pero Budgie seguía poniéndolo de todos modos, una y otra vez, gira que te gira.

Frederick maldijo con ganas.

—Ojalá alguien partiera esa maldita cosa y acabara con ella de una vez por todas. Si no lo hace nadie, lo haré yo.

—No. —Pero Addie no se refería al disco.

Frederick bajó la cabeza, respirando con fuerza por la nariz.

—Es detestable. Toda esta situación es detestable.

—Pronto se acabará —dijo Addie en voz baja—. Parto en dos semanas. Eso si sobrevivimos a este horroroso safari.

Intentó hacer una gracia, pero no sirvió de nada.

En la jungla, una hiena aulló con su desenfrenada risa, un grito que le provocó a Addie un escalofrío.

Frederick se llevó las manos a las sienes.

—Esto es ridículo. —La miró fijamente—. No puedes regresar a Inglaterra. Esa granja… es tanto tuya como mía. Has aprendido más cosas sobre el café de lo que yo jamás seré capaz de conocer.

Era cierto, Addie nunca había sido más feliz que en la granja. Amaba el reto diario que suponía, los libros de contabilidad, la maquinaria, las canciones que las mujeres cantaban mientras cortaban las malas hierbas con la panga. La idea de regresar a Inglaterra, de alejarse de Frederick, resultaba increíblemente atroz.

Pero la alternativa era peor. Las últimas semanas habían servido para dejárselo más que claro. Había sido un infierno ver cada noche a Frederick entrar en la tienda que compartía con Bea. Por alguna razón, en Ashford resultaba más fácil fingir. Frederick tenía su propia habitación, contigua a la de Bea, pero separada. Aquí, noche tras noche, Addie tenía que recordar constantemente que Frederick pertenecía a Bea. No podía seguir así.

Ni tampoco podía él.

Lo percibía en el ambiente, como una tormenta inminente, algo a punto de estallar.

Addie notó una fuerte tensión en la garganta.

—Mbugwa es un capataz excelente. Estoy segura de que te las arreglarás muy bien sin mí.

Frederick la cogió por el hombro.

—¿Y las niñas? Te echarán de menos. Te necesitan. —Bajó la voz—. Te necesito.

Addie cerró los puños, clavando las uñas en las palmas.

—No puedo quedarme. Lo sabes.

—Quieres decir que no quieres quedarte.

—Quiero decir que no puedo. —Addie subió peligrosamente la voz. Estaba harta de hacerse la fuerte, harta de fingir, harta de tener que verlo en compañía de Bea, siempre en la parte exterior de la tienda—. No puedo hacerlo, ¿me has oído? No puedo. Ya basta.

—Perteneces aquí. —La voz de Frederick se quebró de pura impaciencia—. Conmigo.

—¿Contigo… y Bea?

Vio que se encogía, supo que había tenido el efecto que andaba buscando.

—¡Al infierno con Bea!

—Te casaste con ella —dijo con cautela Addie—. No hay otra salida.

—Rompería mi matrimonio con ella en este mismo segundo. —Frederick se enderezó, sus ojos brillantes—. Si me divorciara de ella…

—No por mí —dijo enseguida Addie. ¿Cómo podía hacerle aquello a Bea, a las niñas? No podía olvidar a las niñas—. No pienso ser la causa de tu divorcio.

Los ojos de Frederick brillaban de un modo poco natural.

—No es necesario que seas tú la causa… está Val Vaughn; está Raoul de Fontaine. Y podría darte media docena de nombres más. Piénsalo bien. Podríamos estar juntos.

Era tan dolorosamente tentador. Juntos. Trabajar en la granja juntos, jugar con las niñas juntos, pasear juntos por el jardín por las noches, envueltos por el embriagador aroma de las flores exóticas. Sin tener que esconderse ni escaparse furtivamente.

Pero había otras lealtades que afrontar, la sombra de una niña con un camisón blanco intentando enseñarla a montar, protegiéndola de tía Vera.

—¿De verdad le harías esto a Bea? ¿Hacerla pasar de nuevo por los tribunales? La otra vez fue terrible.

—Veo que te preocupa mucho su felicidad, ¿y la nuestra? —Frederick le cogió las manos, y gracias a ese gesto no se dejó caer sobre él, accediendo a todo lo que quisiera—. Nadie le ha dicho que se dedique a hacer escapadas con Val Vaughn, o con Raoul. Ella toma sus propias decisiones.

—No del todo. —No le gustaba decirlo, pero tenía que hacerlo—. No puedes decir que tú no hayas jugado también tu papel en esta situación. Una vez también fuiste tú. De no haber hecho… bueno, ya sabes… es posible que Bea estuviera todavía con Marcus.

—O que se hubiera fugado con otro —apuntó rápidamente Frederick—. Estaba madura para caer. Simplemente dio la casualidad de que fui yo quien estaba allí.

—Tú estabas allí e hiciste lo que hiciste.

—¿Se trata de eso? ¿Debo ser castigado el resto de mi vida por culpa de una indiscreción que duró solo un mes? —Frederick le soltó las manos y se alejó, su rostro oscuro de frustración—. Eso no es justicia; es venganza. ¿Estás enfadada conmigo por haber sido tan idiota aquella vez? De ser así, estás en tu derecho, pero no lo presentes como una cuestión moral.

—¡No es eso! —No le gustaba pelear de aquella manera; odiaba aquella situación—. No puedes tenerlo todo. O no es culpa de ninguno de los dos, o los dos sois culpables.

—Addie… —Le tendió la mano, pero ella se la rechazó.

—¿Y qué importancia tiene? Sea como sea, ni tú ni yo podemos hacer nada al respecto. No sin crear un lío más espantoso si cabe. —Cerró los ojos con fuerza, le escocían—. A lo hecho, pecho.

—Te refieres a lo que yo he hecho —dijo Frederick, su voz grave y feroz.

—Todos hemos hecho cosas. —Parpadeó para contener las lágrimas—. Tampoco yo me libro de ello. Quedándome no he hecho más que empeorar la situación.

—No pienso permitir que te eches la culpa de nada. Todo se resume en una suerte pútrida y estupidez. Mi estupidez. Si pudiera retroceder en el tiempo…

—Pero no puedes. ¿Y quién te dice que no te apetecería retroceder en el tiempo después de cinco años de estar conmigo? Podrías volver a sentirte así. Podrías no quererme como ahora no quieres a Bea.

—Jamás. —Habló sin dudarlo ni un instante. Addie levantó a vista y lo descubrió mirándola, como si quisiera memorizar todas sus facciones. Bajó la voz—. Esto es distinto. Esto es… no quiero a nadie que no seas tú. Jamás.

Habría sido más fácil discutir con él si ella no sintiese exactamente lo mismo. Con David nunca se había sentido así. No podía casarse con David; ahora lo comprendía. Tal vez, algún día, aparecería otro hombre… Pero ese hombre no sería Frederick. Era un pensamiento atroz, horroroso.

Frederick puso en palabras lo que ella no se atrevía ni a pensar.

—Si Bea no estuviese…

En la tienda de Budgie, el disco empezó a hipar y los clarinetes graznaron. Addie oyó también voces, acercándose al campamento, la voz ronca de contralto de Bea, la cadencia arrastrada de Vaughn.

—Debe de ser casi la hora de la cena —dijo Addie con una vocecita tensa. Iba a tenderle la mano, pero se lo pensó mejor—. ¿Vienes?

—Todavía no. Voy a quedarme aquí un poco. —Una sombra cubrió su cara como una máscara—. Necesito pensar.

* * *

Kenia, 1927

Addie se despertó con dolor de cabeza.

Acercó los codos entre sí, acurrucándose en el camastro, pero era inútil. La luz resplandeciente que se filtraba a través de la lona y el traqueteo al otro lado del faldón de la tienda indicaban que tocaba enfrentarse a una nueva jornada. Uno de los numerosos aspectos desagradables del safari era lo mucho que madrugaban los cazadores. A Addie nunca le habían gustado ni los amaneceres ni la caza, y aquí prácticamente no había nada más.

Aquella mañana, sin embargo, le dio la impresión de que había más ruido y traqueteo de lo habitual, los porteadores se hablaban a gritos en suajili, alguien cantaba, el cocinero movía cacharros. Los sonidos le taladraban el cráneo.

Addie se levantó a regañadientes, se contoneó para enfundarse unos pantalones y una blusa holgada, la vestimenta habitual para ir de safari, aunque seguía sintiéndose incómoda y casi desnuda en pantalones y no con falda. Había dormido fatal. Frederick se había ausentado muchísimo rato, y cuando por fin había reaparecido, estaba silencioso y absorto, y no había participado apenas en la conversación durante la cena. A continuación, había habido baile, pero Frederick había desaparecido. Bea había desaparecido también, un poco más tarde, con Val Vaughn, para reaparecer una hora después, más animada que antes. Raoul se había mostrado furioso. Se había esforzado por enzarzarse en una pelea con Vaughn, que le había respondido diciéndole que se calmase y lanzándole un gin fizz a la cara «para ayudarle».

Addie no había visto que había sucedido luego. Se había ido a la cama, tremendamente disgustada con todo el mundo, incluso con ella.

Pero no había dormido. Había permanecido despierta, debatiendo inútilmente consigo misma sobre los méritos morales de quedarse o marcharse. ¿El hombre o el tigre? Durante cinco dichosos minutos se convencía de que el divorcio era algo bastante común últimamente y de que Bea, de todos modos, sería más feliz sin Frederick. Luego pensaba en las niñas, en la prensa, en el escándalo, en Bea, con trenzas y pantalones de montar, en su empeño por enseñarle a montar a caballo, y volvía a encontrarse justo donde había empezado.

Cuando por fin se había dormido ya era de madrugada, y al cabo de poco tiempo la habían despertado voces, voces enojadas, casi gritos. Era la voz de Frederick, hablando aceleradamente, furioso y, a modo de respuesta, el tintineo de la risa de Bea, y el sonido del cristal haciéndose añicos.

Addie había esperado conteniendo la respiración, pero luego ya no había oído nada más. Cuando había reunido el valor necesario para salir gateando de la tienda, su luz estaba apagada. Las voces eran amortiguadas y por ello no había podido discernir sobre qué discutían. ¿Raoul? ¿Vaughn? ¿Ella? Se acurrucó hasta convertirse en una bola, con náuseas por el sentimiento de culpabilidad.

Cuando levantó el faldón de la tienda, la luz del sol era hiriente. Tenía que ser más tarde de lo que se imaginaba. El suelo no mostraba ya rastro alguno del rocío matutino y el sol brillaba con fuerza y nitidez.

—¿Has visto a Bea? —Raoul iba de un lado a otro delante de la hoguera, sus botas relucían dolorosamente bajo la luz del sol—. ¿No está contigo?

—¿Por qué tendría que estarlo? —Addie se protegió los ojos con la mano. Aquella mañana se sentía más legañosa de lo habitual, la cabeza pesada, la boca como de algodón—. ¿No se ha levantado?

Budgie levantó la vista de la escopeta que estaba limpiando.

—No hay rastro de ella. —Levantó las cejas de forma significativa—. Ni de Val.

—Hoy le tocaba a él ir de reconocimiento, ¿verdad? —Intentar pensar era como andar sobre melaza. Addie contuvo un bostezo—. A lo mejor Bea ha ido con él.

Raoul murmuró algo desagradable en francés.

Budgie miró a Addie con aires de disculpa.

—Teníamos que ir los tres esta mañana. Aunque me temo que ya es un poco tarde.

—Seguro que se le ha pasado —dijo Addie, con el tono más tranquilizador que le fue posible. Le vino a la memoria el sonido de cristales rotos. Bea rabiosa era tremendamente volátil. Por mucho que Addie la quisiese, empezaba a perder la paciencia.

¿O estaría simplemente intentado justificar su deseo de robarle el marido a Bea?

En aquel momento se levantó el faldón de la tienda de Frederick y Bea, y Frederick, tambaleándose, emergió a la luz del sol. No se había afeitado todavía; su barbilla tenía una sombra oscura y en la mejilla, un arañazo con muy mal aspecto. ¿Obra de Bea? Addie sintió náuseas.

—Tiene usted un aspecto de mil demonios —dijo alegremente Budgie.

Frederick entrecerró los ojos protegiéndose del sol.

—¿Solo de mil? Entonces mi aspecto es mejor que cómo me siento. Dios mío, ¿qué pusiste anoche en esas bebidas? —Miró con intención la cafetera de plata—. ¿Hay café?

Budgie hizo un gesto para señalar la mesa.

—Sírvase usted mismo.

Addie se acercó también a la mesa, pero se detuvo antes de llegar a ella. ¿Por qué tenía que servirle el café a Frederick? Eran cosas como esa las que la delataban.

Frederick sí que le sirvió una taza a ella.

—Tienes toda la pinta de necesitarlo.

Era té, no café, preparado justo como a ella le gustaba, rojo ladrillo con una pizca de leche, sin azúcar. Le habría gustado poder gritar de frustración. Le habría gustado poder tirar la taza al otro lado del claro y oírla hacerse añicos contra un árbol. Le habría gustado montar un escándalo y romper cosas como hacía Bea.

Addie le cogió la taza con manos sorprendentemente firmes.

—Gracias —dijo cortésmente.

—¿Es eso café? —Val Vaughn apareció de repente en el claro, desanudándose el pañuelo que llevaba al cuello.

—¿Dónde está Bea? —preguntó Frederick.

—¿Por qué tendría yo que saberlo? —Vaughn se sirvió de la cafetera de la mesa—. ¿Queda algo de comida o ya os la habéis pulido toda?

—¿No ha salido Bea a volar contigo? —preguntó Addie.

—Esta mañana no. —Vaughn se apoyó en la mesa, con su chaqueta de aviador de cuero abierta sobre una camisa blanca—. Acabo de realizar unos cuantos rizos rápidos para ver hacia dónde dirigía sus pasos la presa. ¿Esa chiquilla sigue todavía roncando en su camastro?

—Mientes —dijo acaloradamente Raoul—. Has huido con ella.

Vaughn lo miró de soslayo.

—No me gusta verme obligado a destacar este detalle, de Fontaine, pero para huir con Bea, yo también tendría que haber huido. A menos que todos vosotros estéis siendo víctimas de una convincente alucinación, creo que estoy palpablemente presente. ¿No estáis de acuerdo?

—Yo no estaría de acuerdo contigo ni aunque me dijeras que la hierba es verde —replicó enfurecido de Fontaine.

—Un muchacho muy inteligente —dijo Vaughn—. Puesto que no lo es. Es más bien de un tono parduzco.

De Fontaine emitió un bufido de frustración.

—Bea ha desaparecido —le dijo Frederick a Vaughn.

Vaughn se fijó en el arañazo de la cara de Frederick, pero no comentó nada.

—A lo mejor ha ido a dar un paseo —sugirió Addie. Bea nunca había sido de caminar pero, tal y como Vaughn acababa de resaltar, le habría resultado muy complicado fugarse si cualquiera de las personas con las que podría haberlo hecho estaba presente en el claro. O, más probablemente… —¿Están todos los coches aquí?

—Por lo que yo sé, sí —respondió Vaughn—. Yo tengo el Hispano-Suiza y los dos Ford están en el claro.

Budgie dejó el trapo y devolvió las piezas de la escopeta a su lugar con un rápido y eficiente movimiento.

—No estamos precisamente en Sussex. No es seguro andar dando paseos en solitario. Desborough, ¿me acompaña?

—Iré yo —dijo Raoul.

—Solo ni pensarlo —dijo Budgie—. Maldita sea, hombre, no me conviene perder a dos. Venga con nosotros. Si ha cogido algunas cosas para largarse, me haré con un trozo de su pellejo.

Salió corriendo, con los otros dos siguiéndolo, dejando a Addie sentada en la caja y a Vaughn de pie junto a la mesa, mirándola en plan contemplativo.

—¿Has visto alguna cosa desde el avión? —preguntó Addie, tanteándolo.

Vaughn volvió la cabeza. Apuró el café y esperó a haber hecho desaparecer hasta la última gota antes de responder, despreocupadamente.

—He estado buscando elefantes. Son de una escala algo distinta. —Dejó en la mesa la taza vacía—. ¿Vamos? No podemos permitir que el sapo se quede con toda la diversión.

Vaughn siempre hablaba empleando un lenguaje subliminal, pero aquellas palabras tenían un trasfondo extraño que inquietó aún más a Addie. La idea de que pretendiese sumarse a la búsqueda era ya perturbadora de por sí. Esperaba de él que se sirviese otra taza de café, se sentase cómodo estirando las piernas y dijera que aquello no era asunto suyo.

Addie se oyó preguntar:

—¿Cree que está bien?

Vaughn miró hacia la maleza, entrecerrando sus ojos azules.

—Eso depende.

—¿De qué?

Vaughn la miró.

—De cuántas de sus siete vidas haya agotado ya.

Se oyó un grito y una explosión de nervioso francés. Addie abandonó a Vaughn y corrió hacia los matorrales. Todos los hombres hablaban a la vez, hablaban y se lamentaban.

Raoul tenía alguna cosa en la mano, la agitaba en el aire, una planta trepadora parecía, larga, marrón y retorcida.

—¿Qué es eso? ¿Es…? —Addie resbaló y consiguió detenerse justo al lado de Frederick. Se le hizo un nudo en la garganta.

Lo que Raoul tenía en la mano no era una planta trepadora. Era un pañuelo. Un pañuelo de cuello, largo y de gasa. En su día había sido verde claro, pero ahora estaba todo manchado, veteado con algo que al secarse había adoptado un tono marrón oxidado.

—Llame a los porteadores —dijo Budgie secamente—. Necesitamos que todo el mundo inicie la búsqueda. Ya.