6
Nueva York, 1999
—¿Así que fue un amor al primer ratón? —dijo Clemmie.
La abuela Addie no respondió. Se había sumido en el sueño fácil de los ancianos, sus parpados morados e hinchados, la boca entreabierta.
Con cuidado, procurando no tropezar con la cama, Clemmie se inclinó sobre ella para asegurarse de que el ritmo de la respiración era regular, de que seguía teniendo buen color. La madre de Clemmie le había dicho que aquello era cada vez más frecuente, que la abuela Addie se quedaba adormilada en mitad de la frase y luego se despertaba para coger el hilo allí donde lo había dejado… o para hablar de algo completamente distinto, finalizando una conversación que se había iniciado en un sueño.
Clemmie se instaló de nuevo en la silla. Aunque llevaba horas oscuro, aún era relativamente pronto, ni siquiera las ocho. Podía quedarse un rato más antes de volver a casa para hacer la maleta.
Le apetecía quedarse allí sentada sin hacer nada.
Las persianas estaban todavía subidas y a través de ellas se veían las luces del edificio de enfrente. En sus ventanas se representaban escenas en miniatura, gente que volvía a casa después de su jornada de trabajo, familias sentadas a la mesa para cenar. Clemmie se abrazó y apoyó la cabeza en el lateral de la silla. Ver la vida de los demás, observarla desde el exterior, le producía melancolía. Le hacía echar de menos a Dan.
Bueno, tal vez no a Dan en sí. Le sorprendía lo reducido del vacío que había dejado en su vida, lo poco que pensaba en él, en él como él. Pero echaba de menos el concepto que él encarnaba. Echaba de menos lo que había representado.
¿Tan mal estaba desear tener a alguien a tu lado? Alguien a quien llamar cuando estabas agobiada en el despacho, alguien contra quien acurrucarse en las noches más frías, alguien que le recordara que existía una vida más allá del trabajo. Por un momento había creído que con Dan tenía todo eso, por mucho que Dan, en sí mismo, fuese, bueno, fuese Dan. Él parecía muy seguro, seguro por los dos, y el simple hecho de tener a alguien en su vida, aunque no supiese con certeza si era el alguien más adecuado, la había hecho sentirse más completa, más cómoda en su propia piel.
Había aparecido en un momento en que ella empezaba a sentirse un poco histérica, consciente de pronto de que sus amigas no solo estaban casándose, sino también teniendo ya hijos, y aquí estaba ella, casada con su despacho, sin ninguna cita a la vista.
Había salido con chicos en la universidad, pero ninguno de ellos le había durado mucho. En aquel momento no le había dado importancia; tenía tiempo de sobra, años y años por delante. Su madre le había insistido en la importancia de saber motivarse a sí misma y ser autosuficiente. El matrimonio era de ese tipo de cosas que simplemente pasaban; la carrera profesional había que labrársela.
Pero no había pasado, no en su caso. Había habido un breve romance con otro abogado durante su segundo año en el bufete, pero después nada. Nada durante mucho, muchísimo tiempo. Había acudido a una cita ciegas, a eventos montados por amigos y compañeros de la universidad, algunos horrorosos, otros pasables, pero ninguno capaz de encender la chispa necesaria. Había asistido a cócteles —cuando su horario de trabajo se lo permitía— y se había sentado con torpeza junto al soltero de turno en las cenas de sábado por la noche en casa de sus amigos casados pero, al final, siempre acababa volviendo sola a casa.
Y luego había aparecido Dan.
Dan era un experto judicial que había aconsejado a su equipo en un caso relacionado con protocolos de internet. Ya en su quinto año como abogada, Clemmie era la profesional con más experiencia, aunque no sabía ni en que se diferenciaba el UNIX de un eunuco. Dan había encontrado el chiste de lo más gracioso, mucho más gracioso de lo que el chiste era en realidad. La había invitado a tomar un café y Clemmie, más por la cafeína que por la compañía, había accedido. No había caído en la cuenta de que cuando él le había dicho un «café» se refería a un café.
Habían bajado al Starbucks de la esquina y él le había contado su vida. Se había licenciado en ciencias de la computación por Yale, le explicó, y había montado una empresa de servicios de internet que había creado… no sé qué. Clemmie, que estaba ya al corriente de todo aquello gracias a su currículo, se preguntó por qué estaría contándole todo aquello hasta que Dan, dubitativo, le pidió si quería ir a cenar con él, o al menos eso fue lo que dedujo ella.
«Mi cena normalmente va en el interior de una bolsa de plástico que me dejan en el vestíbulo del edificio», había dicho ella.
«¿Te apetece hacer una locura y tomar algo conmigo?», había dicho él.
Y había accedido.
Sus vidas no podían ser más distintas. Como director técnico de una empresa de servicios de internet de nueva creación, él se tomaba a veces medio día libre para ir a jugar a fútbol sala y luego trabajaba cuarenta y ocho horas seguidas, no porque tuviera que hacerlo, sino porque le apetecía. Iba a buscarla al despacho los fines de semana y la llevaba a lugares que ella ni siquiera sabía que existían a un simple tiro de piedra de Manhattan: a recoger manzanas, a ferias renacentistas, a festivales de juegos escoceses. Sus amigos celebraban fiestas temáticas inspiradas en El señor de los anillos y fabricaban su propia cerveza.
Estupefacta, Clemmie había seguido con él sin proponérselo. Había surgido de la nada y jamás se había planteado que aquello fuera a durar, pero un mes se convirtió en dos, y luego en un año y, sin comerlo ni beberlo, había acabado con un cepillo de dientes y la solución para las lentes de contacto en el apartamento de él. Dan le había pedido en matrimonio con un anillo de caramelo, enorme, de cereza.
Ella se había quedado mirándolo y había pensado: «¿Es eso?». No el anillo, sino Dan, todo. ¿No debería sentir… más? No la pasión extática que prometían las novelas románticas, pero sí una alegría y una convicción muy profundas.
A veces se preguntaba si los demás estarían fingiendo, si también se sentirían como ella y era simplemente mejor esconderlo, o engañarse. Pero luego estaban la abuela y el abuelo, y por mucho que Clemmie se permitiera ver aquella relación con gafas de color rosa o hiciera un nuevo relato de la historia en plan selectivo, la expresión de la cara de su abuela cuando hablaba del abuelo Frederick —del abuelo Frederick y de aquel estúpido ratón— no era en absoluto fingida.
¿Cómo se hacía para encontrar el amor verdadero? Si tal cosa existía, claro. Clemmie había trabajado o estudiado en su vida para obtener todas las demás cosas, pero no aquella. Tenía la sensación de que era algo que se producía de manera completamente aleatoria… o que, a veces, no sucedía nunca.
En otro rincón del apartamento, un reloj dio las ocho, ocho sonidos metálicos, agudos, el uno detrás del otro.
Clemmie empujó la silla hacia atrás con cuidado. Su abuela estaba profundamente dormida, con la cabeza canosa recostada entre almohadones. Se inclinó y la tapó con la manta, arropándola como su abuela solía arroparla a ella.
—Buenas noches, abuela —dijo en voz baja—. Que duermas bien.
Su abuela siguió durmiendo, esbozando una leve sonrisa. Clemmie se preguntó si estaría soñando con el abuelo Frederick.
Tal vez Clemmie necesitara un ratón.
* * *
Ashford, 1914
—Ha sido un accidente divertido —dijo Bea, encantada—. ¿Viste la cara que puso tía Agatha?
Pero Addie no recordaba precisamente la cara de tía Agatha, sino la de tía Vera. Una cara que prometía un asesinato o, como mínimo, un desquite atroz. Addie se consideraba afortunada pensando que los potros de tortura y las empulgueras habían pasado de moda.
Los criados habían tardado un buen rato en restaurar el orden, durante el cual habían retirado los cristales rotos y administrado sales de amoniaco a las desmayadas. Tía Vera había gestionado el asunto como la esposa de un virrey. Sin vacilar ni un instante, había hecho pasar a los invitados a la gigantesca sala de estar que ocupaba la totalidad de la parte posterior de la casa. No era un lugar ideal para el baile, puesto que era excesivamente estrecha, pero con la rápida retirada del mobiliario innecesario y parte de los invitados repartidos por el jardín, había logrado crear casi la sensación de que todo había sido intencionado. Con una sonrisa en la cara, había charlado con dignatarios y empujado a torpes jóvenes hacia Dodo y reconocido que sí, que en realidad el suceso había sido divertidísimo.
De todo esto se habían enterado a través de Edward, que se había pasado por el cuarto de los juegos para mantenerlas informadas y compadecerse de ellas. Aunque, tal vez, «compadecerse» no fuera la palabra adecuada. «No sabéis cuánto me alegro de no estar en vuestro lugar», fue la frase que utilizó.
De poder elegir, a Addie tampoco le gustaría estar en su lugar.
—Pobre Dodo —dijo—. Y con lo bonita que estaba.
—Tonterías —dijo Bea—. Le hemos hecho un favor. La gente hablará de su baile durante meses. Años, incluso.
—Sí, pero no de la forma adecuada. —Nadie tendría en cuenta el hecho de que la pobre Dodo no hubiera tenido nada que ver con aquel desastre; la historia crecería como una bola y correría como la pólvora, y Dodo sería la debutante del ratón desde aquel momento hasta el fin de sus días. Addie entrelazó los dedos—. Me preguntó qué hará tía Vera conmigo.
La expresión de Bea se ablandó.
—Pobrecilla —dijo—. No lo había pensado. Les diré que fue culpa mía. Y lo fue.
Addie hizo un gesto de negación.
—Nunca te creerían. Tu madre sigue considerándome un cuco en su nido.
—Un cuco muy loable —dijo Bea, animándola.
—No en este momento —dijo apesadumbrada Addie—. Tu madre dirá que era de esperar. Supone que de un momento a otro empezarán a brotar en mí tendencias socialistas y que ultrajaré con ello el buen nombre de la familia. —Por mucho que intentara tomárselo en broma, ambas sabían que era cierto. Por mucho que lo intentara, siempre sería sospechosa.
—Lo siento mucho —dijo Bea—. No debería haber…, ahora ya da igual. —Se mordió una uña por la esquina, su única costumbre desagradable.
—Dudo que me cuelguen, me destripen y me descuarticen —dijo Addie, tratando de que su prima se sintiese mejor—. Lo peor que puede pasar es que vuelvan a retirarme la paga. Puedo pasar una semana sin caramelos.
—Te daré los míos —dijo Bea—. Todos, sin intereses.
—Bea —dijo Addie, en voz baja—. Estaba preguntándome…
—¿Qué?
—Da igual. —Era una pregunta tonta. Naturalmente, Bea no había soltado a Binky a propósito. Y dijo entonces—: Voy a dar un paseo. Me volveré loca aquí encerrada, esperando mi destino.
—¿Y si te encuentras con ellos? —dijo Bea, enderezándose en el sofá, con los extremos del chal colgando sobre sus piernas.
—No volverán hasta dentro de muchísimo rato. —Teniendo en cuenta que Dodo era una amazona excelente, tía Vera había montado una cacería partiendo de la teoría de que las habilidades de Dodo a caballo le aportarían lo que su estilo como bailarina nunca conseguiría.
—¿Puedo ir contigo? —Un claro signo de que Bea estaba arrepentida. Odiaba dar paseos por el campo.
Addie echó un vistazo por la ventana. La lluvia matutina se había convertido en una débil llovizna. Un tiempo perfecto para dar un paseo.
—Como quieras. —Se puso un viejo abrigo de color beis, un guardapolvo largo y ceñido que en su día había sido de Dodo. Le iba excesivamente largo y las mangas le cubrían incluso las manos, pero la protegería de la llovizna—. Pero preferiría estar sola.
Bea se dejó caer de nuevo en el sofá. Hojeó por encima un Tatler del mes pasado.
—Si cambias de idea…
—Volveré dentro de un rato. Que tengas feliz lectura.
La cabeza de Bea desapareció detrás de la revista. Después de ocho años en Ashford, conocía todos sus entresijos y pormenores. La vida en el cuarto de los juegos de Ashford era un poco como estar entre bastidores en una producción teatral; la acción tenía lugar en torno al escenario principal, pero no en el escenario en sí. Bea, Poppy y ella vagaban libremente por los aledaños de la casa, por los pasadizos y las cocinas, y apenas pisaban los majestuosos salones del primer piso que tanto habían impresionado a Addie la primera noche que había pasado en Ashford.
Ahora que Dodo estaba «fuera», había ascendido del cuarto de los juegos a un dormitorio del segundo piso; Bea seguiría el ejemplo de Dodo en menos de un año. Addie intentaba no pensar en aquello. Le resultaba imposible imaginarse el cuarto de los juegos sin Bea. Independientemente de lo que pensara Bea, Addie sabía que tía Vera no la incluiría seguramente en sus planes; tenía grandes perspectivas para Bea, planes en los que una prima que era como un parásito no tenía cabida.
Últimamente se había hablado de enviar a Bea a París por un año, para pulirla, para que aprendiese un poco de francés, dedicara su tiempo a copiar las obras maestras del Louvre e hiciera lo que normalmente hace en el extranjero cualquier chica el año antes de su debut en sociedad. Dodo había ido a Múnich, pero por lo que decían los periódicos, parecía poco probable que tío Charles decidiera enviar a Bea a Alemania.
—Tú vendrás conmigo, por supuesto —había dicho Bea cuando le contó a Addie los planes de París, pero, más que nunca, aquello parecía también improbable.
Sobre todo después del incidente de la pasada noche.
Addie salió por una puerta lateral, la que daba al huerto, y los aromas de la lavanda y el tomillo se apoderaron de ella. Levantó la cara hacia el cielo y saboreó la sensación de la húmeda calina en su piel. Rodeó el murete de piedra del huerto y sus crujientes pasos sobre el sendero de gravilla la dirigieron hacia el laberinto de boj, disfrutando en el recorrido de los tan familiares olores a tierra húmeda y piedras antiguas. La neblina apisonaba los setos. Los jardines estaban desiertos, con la excepción de un solitario pájaro posado sobre un tejo que observó a Addie con ojos pequeños y brillantes. Con una mirada desdeñosa, graznó y emprendió el vuelo.
Evidentemente, también se había enterado del incidente del ratón.
Addie hundió las manos en los bolsillos del abrigo de Dodo y avanzó dando puntapiés a los guijarros con la punta de la bota, intentando no pensar en lo furiosa que se había puesto tía Vera y en lo tremenda que sería su venganza. Aunque Addie sabía que el retraso en la ejecución era ya de por sí una forma de tortura, y hecha a propósito. Con una casa repleta de invitados, castigar a una sobrina indisciplinada era un placer que podía retrasarse hasta haber cumplido con sus deberes como anfitriona. Aquella mañana había habido además telegramas, que habían mantenido encerrado a tío Charles en su despacho con una expresión de preocupación que presagiaba problemas peores que los que pudieran dar los ratones.
¿Cuál sería el castigo? Nada que ver con su paga; por muchas palabras valientes que hubiera tenido antes con Bea, aquel castigo era para infracciones menores. De vez en cuando, a tía Vera le gustaba amenazarla con enviarla con sus primos de Canadá, pero era poco probable.
Dobló la esquina del laberinto y dio un resbalón para no chocar directamente contra alguien que se acercaba en dirección contraria.
Vio solo vagamente una chaqueta de cheviot con botones de latón y un par de manos sujetándola por los hombros, ayudándola a levantarse.
—Vaya con cuidado —dijo una amigable voz masculina.
—Lo siento mucho. No era mi intención tropezar con usted. —Addie se separó rápidamente—. Debería haber mirado…
—Creo que soy yo el que ha tropezado con usted.
Era el hombre de la otra noche. El hombre que había rescatado a Binky. Pese a su atuendo deportivo, y no de gala, reconoció al instante aquellos risueños ojos verdes.
Y él la reconoció también.
—¡Es usted la chica del ratón!
Addie agachó la cabeza.
—Para mi eterna vergüenza y descrédito.
Lo oyó reír entre dientes.
—Creo que anoche no fuimos debidamente presentados —dijo—. Por lo que ahora podríamos presentarnos indebidamente. Mi nombre es Frederick Desborough.
Se llevó una mano al pecho e hizo una jocosa reverencia que hizo reír a Addie aun sin quererlo.
—Señor Desborough. —Sabía que debería corresponder a su gesto con otro similar, que debería llevar a cabo un gracioso saludo cortesano, pero siguió con las manos en el fondo de los bolsillos y movió bruscamente la barbilla en una torpe reverencia, que fue casi un gesto de asentimiento, pero no del todo—. Soy Adeline Gillecote.
—Señorita Adeline. —La miró con perplejidad, valorando su pelo despeinado, el viejo abrigo de Dodo—. ¿Es hermana de la señorita Gillecote?
—Oh, no —se apresuró a decir Addie. Estaba Dodo, alta y delgada como tío Charles; y Bea, y un montón de Gillecote más cuyo origen se remontaba a los inicios del mundo… o, como mínimo, a la conquista de los normandos. Y luego estaba ella. Baja y morena, según la describía tía Vera—. Esas son Bea y Poppy, yo no soy más que la prima.
El señor Desborough enarcó una ceja.
—¿La prima? ¿Es eso un título o un puesto?
—Más bien lo segundo. —Addie intentó tomárselo en broma—. Soy una especie de objeto más del cuarto de los juegos. Como el caballito balancín. Todo cuarto de los juegos necesita una prima. Piense en Jane Eyre.
—Confío en que no se trate de ese tipo de cuarto de los juegos —dijo el señor Desborough.
—Ahora solo me encierran en la habitación roja una vez por semana —replicó Addie, perpleja con su propia osadía. El señor Desborough tenía algo que hacía que fuese tremendamente fácil hablar con él, no parecía un adulto—. ¿No debería estar con los demás? —le preguntó con timidez.
—¿Se refiere en la cacería? No puedo. Órdenes del médico.
Movió el codo en un aleteo y entonces Addie se fijó en que llevaba el brazo izquierdo sujeto en un cabestrillo de seda, ingeniosamente oculto bajo la caída de la chaqueta.
—¿Qué le ha pasado?
—Tuve una disputa con una valla en Melton. Gané yo. —Addie se quedó impresionada. Melton. Qué adulto y majestuoso. Pero antes de que pudiera pedirle más explicaciones, él cambió hábilmente de tema—. Hablando de accidentes, ¿qué tal está su amiguito?
—Mi amiguito… ¡Oh! Se refiere a Binky.
El señor Desborough sonrió.
—Así le llamaba anoche cuando lo buscaba, aunque con el estrépito de la vajilla era difícil oírlo. ¿Ya le han soltado el rapapolvo?
Addie se retiró el pelo por detrás de las orejas, deseando que no se le encrespase siempre tanto con la lluvia, deseando tenerlo liso y brillante como el de Bea.
—No, pero imagino que no tardarán en hacerlo.
—¿La dejarán a pan y agua? —Los guijarros crujieron cuando empezaron a avanzar por el camino.
—El pan más mohoso posible —replicó Addie, entrando en el juego—. Y el agua más salobre. Pero lo peor son los azotes.
Él se detuvo y la miró, por lo que ella se vio obligada a alzar la vista también.
—Bromea, Ratón —dijo en voz baja—, ¿verdad?
—Naturalmente —se apresuró en responder—. Nunca me han pegado…, aunque a menudo me encierran en la habitación roja. Supongo que me quitarán la paga por un par de semanas. Es lo que suelen hacer. Solo que esta vez, es muy probable que me la quiten hasta que cumpla los dieciocho. ¿Cuál cree usted que es el precio que se suele pagar por una debutante arruinada?
Estaba hablando demasiado, demasiado rápido, pero la expresión del señor Desborough la turbaba, atisbaba una seriedad y una determinación que la llevaban en parte a preguntarse, de forma muy poco noble, lo que habría hecho si ella le hubiese dicho que le pegaban, algo que le aceleraba el pulso.
El señor Desborough metió las manos en los bolsillos y aceleró algo el paso, marcando el ritmo para ambos.
—Me alegro de saberlo. —Se oyó el chillido de un pájaro en la proximidad, rompiendo el silencio del jardín—. Temía que tendría que pagar por el rescate.
Lo dijo a la ligera, pero su forma de pronunciarlo, su manera de mirarla, tan desenfadada, y aun así… Addie notó que se ruborizaba, a pesar del fresco de la mañana, aunque tenía las manos frías y con sensación de hormigueo.
—Como Perseo y Andrómeda —farfulló, por decir algo.
La miró, confuso.
—No me diga, Ratón, que en su casa de fieras tiene también una serpiente marina.
—No. —Se tapó un poco la cara con el pelo—. Solo quería decir que eso es lo que hacen los héroes. Rescatar princesas de situaciones horrendas y azarosas, y cosas por el estilo.
Entre los mechones de pelo vio que sonreía, aunque intentaba no hacerlo.
—No puedo prometerle nada principesco —dijo muy serio—, pero si se encuentra en una situación horrenda y azarosa, hágamelo saber y vendré a la carga. Aunque no le prometo nada si hay serpientes marinas de por medio.
—Gracias —dijo con timidez Addie—. Es usted muy amable.
—Excepto con las serpientes marinas —dijo con una sonrisa que resaltó una mella en una mejilla, que no era exactamente un hoyuelo, pero que podría haberlo sido.
Addie empezó a abrochar y desabrochar el botón superior del abrigo de Dodo, intentando pensar algo medio inteligente que decir, o al menos algo que no sonara como un torpe chillido. De haber estado Bea en su lugar, habría encontrado las palabras precisas; ella siempre sabía qué decir. Reiría o diría alguna cosa frívola y encantadora, y no echaría humo con sus cavilaciones, mientras el silencio se prolongaba eternamente y él debía de pensar que era una muda imbécil, el tipo de prima a la que la gente encierra en el desván con toda la razón.
Claro, debería habérsele ocurrido algún chiste sobre las serpientes marinas, decir por ejemplo que no estaban precisamente cerca del mar. Pero ahora ya era demasiado tarde, había transcurrido demasiado rato y parecería que se había pasado todo aquel tiempo pensando, que era la verdad, pero…
Miró de reojo. Él se dio cuenta y le sonrió. Addie se ruborizó y agachó la cabeza.
La salvó el crujir de la gravilla y oír que alguien pronunciaba su nombre.
—¿Señorita Adeline? ¿Señorita Ad…? Oh, gracias a Dios. —Ivy, el ama de llaves, se detuvo en seco y apoyó las manos en sus rodillas intentando recuperar el aliento—. Creía que no iba a encontrarla nunca, señorita, llevo horas buscándola.
Al ver al señor Desborough se cortó, confusa.
—Discúlpeme, señor —dijo, y lo saludó con una reverencia—. No era mi intención interrumpir. La señora desea ver a la señorita Adeline. En el despacho del señor.
Addie se preparó para lo peor. El despacho nunca auguraba nada bueno. La sala de estar de día era para las reprimendas leves y la inspección general, el despacho para las infracciones más graves. Tía Vera estaría además muy enfadada por haberla hecho esperar.
¿Horas? No podía haber pasado tanto rato. Addie miró con timidez al señor Desborough. Había perdido por completo la noción del tiempo; le daba la impresión de que llevaban apenas unos minutos paseando. Era como si lo conociera desde hacía un montón de años. Estaba sumida en un caos de contradicciones… y estaría hecha un caos en cuanto tía Vera empezara con ella.
—Gracias, Ivy. Iré enseguida. —Se volvió hacia el señor Desborough y arrugó la nariz en un gesto de exagerada inquietud—. Creo que debo irme por ahora.
—Coraje, Ratón —dijo—. Y recuerde…
—Lo sé —dijo Addie—. Nada de serpientes marinas.
Pasmada ante su propia osadía, agachó de nuevo la cabeza y corrió tras Ivy para enfrentarse a su castigo. Por el momento, sin embargo, había merecido la pena. Ratón, la había llamado. Pero era cariñoso, en realidad, como el nombre de una mascota. Sabía que tía Vera no le prepararía una entrada en sociedad como la de Bea —sobre todo después de lo de Binky—, pero tal vez, solo tal vez…
Se imaginó hecha una mujer, una mujer elegante, con un resplandeciente vestido blanco, y el señor Desborough avanzando hacia ella, el champán olvidado en su mano, un brillo malicioso en sus ojos verdes. «Caramba, Ratón —diría—. Se ha hecho usted mujer».
Y entonces, se la llevaría muy lejos, lejos de tía Vera y de Ashford y de la puerta del despacho de tío Charles.
Fue la puerta del despacho lo que la devolvió a la realidad. Ya no era una debutante; era una mugrienta colegiala vestida con una blusa vieja y una falda salpicada de barro. Addie respiró hondo y llamó a la puerta. Los criados pasaban directamente; las primas pobres aprendían a llamar antes de entrar.
—¿Sí? —No era tía Vera, sino tío Charles, su voz anormalmente seca y enojada.
¡Peor de lo que se imaginaba! El tío Charles rara vez participaba en los castigos. Cuando lo hacía… Se las cargaría de verdad. Pensó por un instante en Perseo. Las serpientes marinas de ficción eran una cosa, y no tenían nada que ver con los tíos y las tías.
Addie asomó la cabeza por la puerta y deslizó el resto del cuerpo a regañadientes. Tío Charles estaba sentado detrás del escritorio, tía Vera a sus espaldas, seria y blanca como el papel.
Addie reunió todo su coraje para decir:
—Me ha dicho Ivy que queríais verme… ¿por lo del ratón?
—Desde hace una hora —dijo tía Vera, y se calló, como si no se atreviese a decir nada más.
—Un ratón —dijo tío Charles. Tenía delante un telegrama, con la tinta corrida como si lo hubiesen arrancado de la imprenta para entregarlo con urgencia. La miraba, pero Addie tenía la sensación de que no la veía en absoluto—. También podría haber sido eso. Un ratón basta para que todo se derrumbe.
No había sido todo exactamente, pero hacía ya tiempo que Addie había aprendido que nunca debía hablar en su defensa. En general, solo servía para empeorar las cosas.
—No es tan malo como eso —dijo tía Vera, y Addie la miró, sorprendida; jamás se le habría ocurrido que su tía fuera a hablar en su defensa. Más bien confiaba en la clemencia de tío Charles, que de vez en cuando se acordaba de que era hija de su padre. Tía Vera miró a Addie y dijo con voz ronca—: ¿Y tú qué haces todavía aquí?
Aquella mañana nada tenía sentido. Addie tragó saliva.
—¿El ratón?
—¡Y a quién le importa un ratón, tonta! —La voz de su tía se quebró—. Vuelve al cuarto de los juegos.
Addie se marchó, pero se detuvo antes en la cocina. Fue la cocinera quien se lo dijo, la cocinera, que le había servido una taza de té al cartero y se había enterado de la noticia: Alemania le había declarado la guerra a Francia.
Un día más tarde, Inglaterra entraba en guerra.