Primavera de 1522

Mañana partiré a Francia y volveré con vuestra hermana a casa —me dijo mi padre en las escaleras del palacio de Westminster—. Tendrá un puesto en la corte de María Tudor en cuanto vuelva a Inglaterra.

—Pensé que se quedaría en Francia —dije—. Creí que se casaría con un conde francés o así.

—Tenemos otros planes para ella —repuso.

Sabía que no tenía sentido preguntar qué planes tenían. Tendría que esperar a ver. Mi mayor temor era que le consiguieran un matrimonio mejor que el mío, que tuviera que seguir la orla de su vestido a medida que ella avanzara inexorablemente ante mí el resto de mi vida.

—Borrad esa expresión hosca de vuestro semblante —dijo mi padre con aspereza.

—Por supuesto, padre —dije obediente, recuperando la sonrisa de cortesana al instante.

Asintió y le hice una amplia reverencia al irse. Tras ésta me erguí y me dirigí lentamente al dormitorio de mi esposo. Tenía un espejito en el muro y me puse ante él mientras miraba mi propio reflejo.

—Todo irá bien —susurré para mí misma—. Soy una Bolena, eso no es cualquier cosa, y mi madre nació Howard, es decir, una de las mejores familias del país. Yo soy una Howard, una Bolena. —Me mordí el labio—. Pero ella también.

Sonreí con mi sonrisa hueca de cortesana y el bonito rostro reflejado me devolvió la sonrisa. «Soy la Bolena más joven, pero no sólo eso. Estoy casada con William Carey, un hombre que goza del favor del rey. Soy la favorita de la reina y la dama de compañía más joven. Nadie puede arrebatarme esto. Ni siquiera ella.»

Ana y mi padre se retrasaron debido a las tormentas primaverales y me descubrí esperando infantilmente que el barco se hundiera y ella se ahogara. Ante la idea de su muerte sentía una confusa punzada de auténtica angustia mezclada con júbilo. Apenas existiría el mundo para mí si no tuviera a Ana… apenas había suficiente mundo para las dos.

En cualquier caso, llegó sana y salva. Vi a mi padre que subía caminando con ella desde el embarcadero real por los senderos de grava que conducían al palacio. Incluso cuando miré abajo desde la ventana del primer piso y pude apreciar hasta el balanceo del vestido y el elegante corte de la capa, me invadió un momento de pura envidia mientras veía cómo se arremolinaba el tejido a su alrededor. Esperé hasta que estuvo fuera de la vista y luego me apresuré hacia mi puesto en el salón de recepción de la reina.

Mis planes eran que estaría como en casa entre los lujosos tapices de los aposentos de la reina, yo me levantaría y saludaría, muy madura y refinada. Pero cuando se abrieron las puertas y entró me invadió un torrente de alegría, me oí a mí misma gritando «¡Ana!» y corrí a su encuentro entre el frufrú de mi falda. Y Ana, que había entrado con la cabeza bien alta y su oscura mirada arrogante lanzando dardos por doquier, dejó inmediatamente de ser una espléndida jovencita de quince años para abrazarme.

—Estás más alta… —me dijo casi sin respiración, abrazándome, su mejilla contra la mía.

—Llevo unos tacones muy altos —contesté. Inhalé su familiar aroma, Jabón y esencia de agua de rosas para la piel, lavanda para la ropa.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Y tú?

¡Bien sûr! ¿Cómo es? ¿El matrimonio?

—No está mal. Tengo vestidos bonitos.

—¿Y él?

—Magnífico. Siempre con el rey, goza de su favor.

—¿Lo has hecho?

—Sí, hace tiempo.

—¿Te dolió?

—Mucho. —Ella retrocedió para ver mi expresión—. No demasiado… —añadí, matizando—. Intenta ser amable. Siempre me da vino. En realidad, es bastante horrible.

—¿Cómo de horrible? —preguntó, borrando el ceño, con una risita y los ojos risueños.

—¡Orina en el orinal, justo donde puedo verlo!

—¡No! —exclamó, mientras se ahogaba en un ataque de risa.

—Niñas —dijo mi padre, acercándose a Ana—. María, id con Ana y presentadla a la reina.

Me volví al momento y la guié, entre las damas de compañía, hasta donde estaba sentada la reina, erguida en su silla, junto a la chimenea.

—Es estricta —advertí a Ana—. No es como en Francia.

Catalina de Aragón evaluó a Ana con una rápida mirada de sus ojos de color azul claro y yo temí por un instante que la prefiriera a mí.

Ana desplegó ante la reina una reverencia francesa impecable y se irguió como si fuera la dueña del palacio. Habló con voz susurrante, con su acento seductor. Todos sus gestos eran propios de la corte francesa. Advertí con regocijo la fría respuesta de la reina a los modales elegantes de Ana. La conduje al asiento del alféizar de la ventana.

—Odia a los franceses —dije—. Nunca te tendrá a su alrededor si continúas así.

—Están a la última moda —contestó encogiéndose de hombros—. Le guste o no. ¿Alguna sugerencia más?

—Simula que eres española si tienes que simular —sugerí.

—¡Y llevar esas caperuzas! —dijo Ana. Soltó una carcajada—. ¡Parece como si alguien le hubiera encasquetado un tejado en la cabeza!

—Sshh —le chisté—. Es una mujer hermosa. La mejor reina de Europa.

—Es una mujer mayor —dijo Ana cruelmente—. Vestida como una mujer mayor con la ropa más fea de Europa, de la nación más estúpida de Europa. A nosotros no nos interesan los españoles.

—¿Quiénes son «nosotros»? —respondí con frialdad—. Los ingleses no.

—¡Les français! —dijo, insufrible. ¡Bien sûr! Ahora soy totalmente francesa.

—Has nacido y crecido inglesa, como Jorge y como yo —afirmé—. Y yo me eduqué en la corte de Francia como tú. ¿Por qué siempre tienes que aparentar ser distinta?

—Porque todo el mundo debe hacer algo.

—¿Qué quieres decir?

—Cada mujer debe tener algo que la distinga, que atraiga las miradas, que la convierta en el centro de atención. Yo voy a ser francesa.

—Entonces pretendes ser lo que no eres —le recriminé.

Sus ojos oscuros me evaluaron como sólo Ana podía hacer.

—No finjo ni más ni menos que tú —dijo tranquilamente—. Mi hermanita, hermanita dorada, mi hermanita de leche y miel.

La miré a los ojos, mi mirada más clara en la suya, y advertí que yo sonreía con su sonrisa, que ella era mi reflejo oscuro.

—Ah, eso —dije. Aún me negaba a reconocer lo acertado de su respuesta—. Ah, eso.

—Exactamente —dijo—. Yo seré morena, francesa, moderna y difícil, y tú serás dulce, abierta, inglesa y rubia. Menudo par. ¿Qué hombre podrá resistirse a nosotras?

Me reí, siempre lograba hacerme reír. Miré afuera por la vidriera y vi que la partida de caza del rey volvía a las caballerizas.

—¿Ése que viene de camino es el rey? —preguntó Ana—. ¿Es tan apuesto como dicen?

—Es maravilloso. De verdad. Baila, monta a caballo, y ¡oh, no puedo explicártelo!

—¿Vendrá aquí ahora?

—Probablemente. Siempre viene a verla.

—No entiendo por qué —repuso Ana con una mirada despectiva hacia donde la reina estaba sentada, cosiendo con sus damas.

—Porque está enamorado de ella —respondí—. Es una historia de amor maravillosa. Ella se casó con su hermano, que falleció muy joven, después no sabía qué hacer o adónde ir, apareció él y la convirtió en su esposa y reina. Es una historia de amor fantástica, y aún la ama.

Ana enarcó una ceja y dio un vistazo a la habitación. Todas las damas de compañía, al oír el ruido del retorno de los cazadores, habían extendido las faldas de sus vestidos y movido los asientos para que la escena pareciera un cuadro viviente que hubiera que contemplar desde la puerta, cuando ésta se abrió repentinamente y el rey se quedó en el umbral, riendo con la alegría bulliciosa de un joven mimado.

—¡Venía a sorprenderos y pillaros a todas desprevenidas!

—¡Qué asombradas estamos! —comenzó la reina—. ¡Y qué placer! —añadió calurosamente.

Los compañeros y amigos del rey entraron en la habitación tras su señor. Primero entró mi hermano Jorge, comprobó desde el umbral que Ana estaba, ocultó su alegría tras una agradable expresión cortesana y se inclinó ante la mano de la reina.

—Majestad —dijo, aspirando sus dedos—. He estado toda la mañana al sol pero sólo ahora estoy deslumbrado.

—Podéis saludar a vuestra hermana —contestó ella, sonriendo con su sonrisita cortés.

—¿Está aquí María? —preguntó Jorge como si no nos hubiera visto.

—Vuestra otra hermana, Ana —corrigió la reina.

Con un leve ademán de su mano, cargada de anillos, indicó que nos adelantáramos. Jorge se inclinó, sin moverse de su lugar privilegiado junto al trono.

—¿Ha cambiado mucho? —preguntó la reina.

—Espero que cambie aún más, con un modelo como vos ante sus ojos —contestó Jorge con una sonrisa.

—Muy bonito —dijo la reina con una risita y le hizo una seña para que viniera hacia nosotras.

—Hola, Señorita Belleza —dijo a Ana—. Hola, Señora Belleza —me dijo a mí.

—Ojalá pudiera abrazarte —dijo Ana con un aleteo de sus oscuras pestañas.

—Saldremos en cuanto podamos —repuso Jorge—. Tienes buen aspecto, Ana María.

—Estoy bien —respondió—. ¿Y tú?

—Mejor que nunca.

—¿Cómo es el marido de la pequeña María? —preguntó con curiosidad, mirando a William mientras entraba y se inclinaba ante la mano de la reina.

—Bisnieto del tercer conde de Somerset, y goza de la alta estimación del rey. —Jorge explicó lo único que importaba: sus contactos familiares y su cercanía al trono—. Ella ha hecho bien. ¿Sabías que te han traído a casa para casarte, Ana?

—Padre no me ha dicho con quién.

—Creo que con Ormonde —dijo Jorge.

—Una condesa —dijo Ana, dirigiéndome una sonrisa triunfal.

—Sólo de Irlanda —repliqué al momento.

Mi esposo retrocedió desde el trono de la reina, nos vio y luego enarcó una ceja ante la mirada provocativa de Ana. El rey tomó asiento junto a la reina y miró alrededor de la sala.

—La hermana de mi querida María Carey ha venido para unirse a nuestra compañía —dijo la reina—. Ésta es Ana Bolena.

—¿La hermana de Jorge? —preguntó el rey.

—Sí, Su Majestad —contestó Jorge con una inclinación.

El rey sonrió a Ana. Ella le hizo una reverencia sin inclinarse, más derecha que una vela, con la cabeza alta y una sonrisita desafiante en los labios. El rey no se dejó impresionar, le gustaban las mujeres fáciles, sonrientes. No las que lo miraban fijamente con una oscura mirada provocativa.

—¿Y sois dichosa al reuniros con vuestra hermana? —me preguntó el rey.

Descendí tanto en mi reverencia que me erguí algo sonrojada.

—Por supuesto, Su Majestad —respondí con dulzura—. ¿Qué muchacha no suspiraría por la compañía de una hermana como Ana?

Al oír esto frunció el ceño ligeramente. Prefería el humor abierto y subido de tono de los hombres a la mordaz inteligencia femenina. Desvió la mirada de mí hacia la expresión algo inquisitiva de Ana y entonces entendió el chiste, soltó una sonora carcajada, chasqueó los dedos y me tendió la mano.

—No os preocupéis, encanto —dijo—. Nadie puede ensombrecer a una recién casada durante los primeros años de dicha matrimonial. Y tanto Carey como yo las preferimos rubias.

Todo el mundo se rió ante el comentario, especialmente Ana, que era morena, y la reina, cuyo cabello castaño rojizo se había descolorido. Serían unas estúpidas si hicieran otra cosa que no fuera reír con ganas ante el regocijo del rey. Y yo también reí, con más alegría en mi corazón que ellas, diría yo.

Los músicos tocaron un acorde a modo de introducción y Enrique me atrajo hacia él.

—Sois una joven muy bonita —me piropeó—. Carey me dice que le gusta tanto tener una joven esposa que nunca yacerá más que con vírgenes de doce años.

Fue difícil mantener la barbilla alta y la sonrisa en el rostro. Nos sumergimos en la danza y el rey me sonrió desde su altura.

—Es un hombre afortunado —dijo con gentileza.

—Es afortunado al gozar de vuestro favor —balbuceé.

—¡Más afortunado es por tener el vuestro, diría yo! —exclamó con una carcajada repentina. Luego me arrastró a bailar. Giré en el remolino de bailarines, vi la mirada de aprobación de mi hermano, y, aún mejor: los ojos cargados de envidia de Ana mientras el rey de Inglaterra pasaba bailando ante ella conmigo entre sus brazos.

Ana se amoldaba a la rutina de la corte inglesa y esperaba su boda. Aún no le habían presentado a su futuro esposo, y las discusiones sobre la dote y los acuerdos parecían eternizarse. Ni siquiera la influencia del cardenal Wolsey, que cortaba la tarta en toda Inglaterra, podía acelerar el asunto. Mientras tanto, coqueteaba con tanta elegancia como una francesa, servía a la hermana del rey con gracia desenfadada y pasaba las horas del día chismorreando, cabalgando y jugando a las cartas con Jorge o conmigo. Teníamos gustos parecidos y edades similares; yo era la pequeña, con catorce años, seguía Ana, con quince, y Jorge, con diecinueve. Teníamos el parentesco más estrecho que cabe y aun así éramos casi extraños. Yo había estado en la corte de Francia con Ana mientras Jorge aprendía el oficio de cortesano en Inglaterra. Ahora, reunidos, en la corte nos llamaban los tres Bolena, los tres encantadores Bolena. A menudo el rey, en sus aposentos privados, requería a gritos a los tres Bolena y se enviaba a alguien a buscarnos corriendo desde la otra ala del castillo.

Nuestra tarea primordial en la vida era realzar los variados entretenimientos del rey: justas, tenis, equitación, caza, cetrería y danza. Al rey le gustaba vivir en un entusiasmo continuo y nuestro deber era cerciorarnos de que no se aburriera nunca. Pero a veces, muy raramente, en la pausa antes de la comida, o cuando llovía y no podía ir a cazar, se iba por su cuenta a los aposentos de la reina, ella dejaba la labor o la lectura y nos hacía salir con una palabra.

Si me entretenía podía ver que ella le sonreía, como nunca sonreía a nadie más, ni siquiera a su hija, la princesa María. En una ocasión que entré sin darme cuenta de que estaba el rey allí, lo encontré sentado a sus pies como un amante, con la cabeza descansando en su regazo mientras ella le apartaba los rizos rojizos de la frente retorciéndolos entre los dedos, donde resplandecían tan brillantes como las sortijas que él le había regalado cuando era una joven princesa, con el cabello tan brillante como el suyo, y la había desposado contra las recomendaciones de todos.

Salí de puntillas sin que me vieran. Era tan raro que estuvieran los dos solos que no quería ser yo quien rompiera el hechizo. Fui a buscar a Ana. Paseaba por el frío jardín con Jorge, con un ramo de campanillas en la mano y la capa muy ceñida.

—El rey está con la reina —dije en cuanto me uní a ellos—. Los dos solos.

—¿En el lecho? —preguntó Ana con curiosidad, enarcando una ceja.

—Por supuesto que no —dije ruborizándome—, son las dos de la tarde.

—Debes de ser una esposa feliz —dijo Ana con una sonrisa— si crees que no puedes yacer antes del anochecer.

—Es una esposa feliz —dijo Jorge en mi defensa, ofreciéndome el otro brazo—. William le decía al rey que nunca había conocido a una muchacha más dulce. Pero ¿qué hacían, María?

—Sólo estaban sentados juntos —dije. Tenía la sensación de que no quería describirle la escena a Ana.

—No conseguirá un hijo así —dijo Ana con grosería.

—Silencio —dijimos Jorge y yo inmediatamente.

Los tres nos acercamos un poco más y bajamos la voz.

—Debe de estar perdiendo la esperanza —dijo Jorge—. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Treinta y ocho? ¿Treinta y nueve?

—Sólo treinta y siete —repuse, indignada.

—¿Aún tiene la menstruación?

—¡Oh, Jorge!

—Sí, la tiene —dijo Ana, flemática—. Pero de poco le sirve. Es culpa suya. No puede llamar a la puerta del rey con ese bastardo de Bessie Blount que aún tiene que aprender a montar en poni.

—Todavía queda mucho tiempo —dije, a la defensiva.

—¿Tiempo para que se muera y él vuelva a casarse? —dijo Ana, pensativa—. Sí. Y no es muy fuerte… ¿verdad?

—¡Ana! —Por primera vez me indigné sinceramente—. Eso es vil.

Jorge volvió a mirar alrededor para cerciorarse de que no había nadie cerca de nosotros. Un par de las Seymour paseaban con su madre, pero no les prestamos atención. Su familia era nuestro peor rival en cuanto a poder e influencias, nos gustaba aparentar que no las veíamos.

—Es vil, pero cierto —dijo Jorge sin rodeos—. ¿Quién será el siguiente rey si no tiene un hijo?

—La princesa María podría casarse —sugerí.

—¿Un príncipe extranjero? Nunca se tomaría en consideración —dijo Jorge—. Y no podemos permitir otra guerra de sucesión.

—La princesa María podría convertirse en reina por derecho propio, sin casarse —repuse con vehemencia—. Podría gobernar sola.

—Ah, sí —dijo Ana con sorna. Resopló con incredulidad, su aliento formó una nubecilla en el aire frío—. Podría aprender a montar a caballo a horcajadas y a batirse en las justas. Una muchacha no puede gobernar un país como éste, los grandes señores la devorarían viva.

Los tres nos detuvimos ante la fuente que se alzaba en el centro del jardín. Ana, con esa gracia tan bien estudiada, se sentó con elegancia en el borde y miró el agua; algunos pececitos nadaron expectantes en su dirección, se sacó el guante recamado y jugueteó con sus largos dedos en el agua. Ellos se asomaban, con las boquitas abiertas, mordisqueando el aire. Jorge y yo la mirábamos mientras ella contemplaba su imagen reflejada.

—¿Piensa el rey en ello? —preguntó a su reflejo.

—Constantemente —respondió Jorge—. Nada es más importante en el mundo. Creo que legitimaría al hijo de Bessie Blount como sucesor si la reina no pusiera objeciones.

—¿Un bastardo en el trono?

—No se le ha bautizado Enrique Fitzroy porque sí —replicó Jorge—. Está reconocido como hijo del propio rey. Si Enrique vive lo bastante como para asegurarse el país, si puede conseguir que los Seymour y nosotros, los Howard, lleguemos a un acuerdo, si Wolsey consigue que la iglesia y las potencias extranjeras lo apoyen… ¿qué puede impedirlo?

—Un niño pequeño, bastardo —dijo Ana, pensativa—. Una niña de seis años, una reina en la edad madura y un rey en la flor de la vida. —Levantó la vista hacia nosotros, apartando la mirada de su propio rostro, pálido sobre el agua—. ¿Qué sucederá? —preguntó—. Algo tiene que suceder. ¿Qué será?

El cardenal Wolsey envió un mensaje a la reina invitándonos a participar en la mascarada del martes de Carnaval que se celebraría en su residencia, en York Place. La reina me pidió que leyera la carta y mi voz temblaba de emoción con las palabras: una gran mascarada, una fortaleza denominada Château Vert, y cinco damas para bailar con los cinco caballeros que asediarían la fortaleza.

—¡Ay! Su Majestad… —comencé a decir y luego enmudecí.

—¡Ay! Su Majestad, ¿qué?

—Me preguntaba si se me permitiría ir —dije con mucha humildad—. Para mirar los festejos.

—Me parece que os preguntabais algo más que eso —me dijo con un destello en los ojos.

—Me preguntaba si podría ser una de las bailarinas —confesé—. Suena realmente maravilloso.

—Sí, podéis —dijo—. ¿Cuántas de mis damas solicita el cardenal?

—Cinco —dije en voz baja. Por el rabillo del ojo vi que Ana se sentaba en su asiento y cerraba los ojos un instante. Supe exactamente lo que estaba haciendo, podía oír su voz en mi cabeza tan fuerte como si gritara: «¡Elígeme! ¡Elígeme! ¡Elígeme!»

Funcionó.

—Señorita Ana Bolena —dijo la reina, pensativa—. La reina María de Francia, la condesa de Devon, Jane Parker y vos, María.

Ana y yo intercambiamos una rápida mirada. Seríamos un quinteto dispar: la tía de la reina, su hermana, la princesa María, Jane Parker, la heredera —quien probablemente iba a ser cuñada nuestra, si nuestros padres se ponían de acuerdo con la dote—, y nosotras dos.

—¿Iremos vestidas de verde? —preguntó Ana.

—Oh, yo diría que sí —dijo la reina con una sonrisa—. María, ¿por qué no escribís una nota al cardenal diciéndole que estaremos encantadas de asistir y solicitando que envíe al maestro de festejos para que podamos decidir el vestuario y ensayar las danzas?

—Lo haré yo —dijo Ana. Se levantó de la silla y se dirigió a la mesa donde estaban la pluma y la tinta—. La caligrafía de María es tan apretada que el cardenal pensará que rechazamos la invitación.

—Ah, la alumna francesa —dijo la reina amablemente, riendo—. Entonces, señorita Bolena, ¿escribiréis al cardenal en vuestro impecable francés o en latín?

—En lo que Su Majestad prefiera —respondió con firmeza. Su mirada no vaciló—. Tengo bastante fluidez en ambos.

—Decidle que todas estamos impacientes por representar nuestro papel en su Château Vert —dijo la reina con dulzura—. Qué lástima que no sepáis escribir en español.

La llegada del maestro de festejos para enseñarnos los pasos de danza fue la señal para empezar una batalla salvaje, entre sonrisas y las más dulces palabras, sobre qué papel tendría cada una en la mascarada. Al final intervino la propia reina y nos asignó nuestros papeles sin discusión. Me dio el papel de Amabilidad; la hermana de la reina, la princesa María, consiguió el papelazo de Belleza, Jane Parker era Constancia.

—Bueno, realmente le queda que ni pintado —me susurró Ana. La propia Ana era Perseverancia.

—Demuestra lo que piensa de ti —cuchicheé a mi vez. Ana tuvo la elegancia de reír.

Íbamos a ser atacadas por unas indígenas —en realidad el coro de la capilla real—, antes de ser rescatadas por el rey y sus amigos. Nos advirtieron de que el rey iría con una máscara dorada, y que nos hiciéramos las desprevenidas.

Al final fue una obra sin pretensiones, mucho más divertida de lo que esperaba, y más una pelea en broma que una danza. Jorge me lanzó pétalos de rosa y yo lo empapé con agua de rosas. El coro eran sólo unos críos que se excitaron sobremanera y atacaron a los caballeros, dieron vueltas por todos lados, se marearon y, riéndose tontamente, cayeron al suelo. Cuando las damas salieron del castillo y bailaron con los misteriosos caballeros, fue el más alto quien vino a bailar conmigo, el propio rey, y yo, aún sin respiración tras la batalla con Jorge, con pétalos de rosa en el tocado y por el cabello y fruta escarchada cayendo por la orla del vestido, me encontré riendo, dándole la mano y bailando con él como si fuera un hombre cualquiera y yo poco más que una ayudante de cocina en una fiesta campesina.

Cuando se iba a dar la señal para desenmascararse, el rey gritó:

—¡Venga! ¡Bailemos un poco más!

Y en vez de darse la vuelta y escoger a otra pareja volvió a conducirme a una danza campestre donde íbamos mano con mano. Yo podía ver que sus ojos me miraban relucientes entre las rendijas de la máscara dorada. Imprudente y risueña, le devolví la sonrisa y dejé que esa cálida aprobación me penetrara en la piel.

—Envidio a vuestro marido, cuando os quitéis esta noche el vestido, lo inundaréis de placer —dijo en voz casi inaudible cuando la danza nos acercó, mientras mirábamos a otra pareja en el centro del círculo.

No se me ocurrió ninguna réplica ingeniosa, no eran halagos característicos del amor cortesano. La imagen de un marido inundado de placer era demasiado íntima y erótica.

—Seguramente no tenéis nada que envidiar —dije—. Todo es vuestro.

—¿Por qué sería así? —preguntó.

—Porque vos sois el rey —dije, olvidando que se le suponía irreconocible con el disfraz—. El rey del Château Vert —rectifiqué—. Rey por un día. Debería ser el rey Enrique quien os envidiara, ya que habéis ganado un gran asedio en una tarde.

—¿Y qué opináis del rey Enrique?

—Es el mejor rey que este país ha conocido nunca —dije, alzando la mirada hacia él, la mirada inocente—. Es un honor estar en su corte y un privilegio estar cerca de él.

—¿Podríais amarlo como hombre?

—No osaría ni pensarlo —contesté sonrojada, mirando al suelo—. Nunca me ha dirigido ni siquiera una mirada.

—Oh, sí que lo ha hecho —dijo el rey con firmeza—. Podéis estar segura de ello. Y si mirara más de una vez, señorita Amabilidad, ¿seríais fiel a vuestro nombre y seríais amable con él?

—Su… me mordí el labio y me detuve antes de decir «Su Majestad». Busqué a Ana con la mirada; la quería a mi lado con su inteligencia a mi disposición.

—Vuestro nombre es Amabilidad —me recordó.

—Lo soy —le dije, con una sonrisa oculta tras mi máscara dorada—. Y supongo que tendré que ser amable.

Los músicos finalizaron la pieza y esperaron, preparados para las órdenes del rey.

—¡Desenmascaraos! —dijo, y se quitó su propia máscara.

Vi al rey de Inglaterra, di un gracioso gritito y me tambaleé.

—¡Se ha desmayado! —gritó Jorge, fingiendo a la perfección. Caí en brazos del rey mientras Ana, rápida como una serpiente, me quitó el antifaz y, astutamente, sacó el tocado para que mi cabellera dorada cayera como una cascada sobre el brazo del rey.

Abrí los ojos, su rostro estaba muy cerca. Podía oler el aroma de su cabello, su aliento sobre mi mejilla, le miré los labios, estaba lo bastante cerca como para besarme.

—Debéis ser amable conmigo —me recordó.

—Sois el rey… —dije con incredulidad.

—Y habéis prometido que seríais amable conmigo.

—No sabía que erais vos, Su Majestad.

Me levantó suavemente y me condujo hasta el ventanal. Él mismo lo abrió para que entrara aire fresco. Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el cabello se meciera con la corriente de aire.

—¿Os desmayasteis de miedo? —me preguntó en voz muy baja.

—De dicha —susurré mirándome las manos, tan dulce como una virgen en confesión.

Inclinó la cabeza, me besó las manos y luego se alzó.

—¡Y ahora al banquete! —gritó.

Di un vistazo a Ana. Se desataba la máscara y me observaba con una larga mirada calculadora, la mirada Bolena, la mirada Howard que dice: «¿Qué ha pasado aquí y cómo puede beneficiarme?» Era como si bajo la máscara dorada hubiera otra preciosa máscara de piel y sólo tras ella estuviera la mujer auténtica. Mientras volvía la cabeza me dirigió una sonrisita velada.

El rey ofreció su brazo a la reina, quien se levantó de la silla tan alegre como si hubiera disfrutado viendo cómo su esposo flirteaba conmigo; pero cuando él se volvió para conducirla fuera, se detuvo y me miró dura y largamente con sus ojos azules, como si se despidiera de una amiga para siempre.

—Espero que pronto os recobréis del desmayo, señora Carey —dijo amablemente—. Quizá deberíais retiraos a vuestra habitación.

—Creo que está mareada por falta de alimento —terció Jorge rápidamente—. ¿Puedo acompañarla a cenar?

—El rey la asustó al desenmascararse —añadió Ana, adelantándose—. ¡Nadie sospechó por un momento que fuerais vos, Su Majestad!

El rey rió encantado, y la corte rió con él. Sólo la reina advirtió que entre los tres habíamos cambiado su orden, así que, a pesar de sus deseos explícitos, me llevarían a comer. Evaluó la fuerza de nosotros tres. Yo no era Bessie Blount, que era casi una don nadie, yo era una Bolena, y los Bolena trabajaban unidos.

—Entonces venid a cenar con nosotros, María —dijo. Eran palabras de invitación pero no había un ápice de calidez en ellas.

Nos sentamos donde nos apeteció, todos los caballeros y damas del Château Vert mezclados informalmente en una mesa redonda. El cardenal Wolsey, como anfitrión, se sentó frente al rey, con la reina en el tercer lugar de la mesa y el resto de nosotros donde quisimos. Jorge me sentó a su lado y Ana llamó a mi esposo y lo entretuvo mientras el rey, sentado enfrente, me miraba con fijeza y yo miraba a otro lado cuidadosamente. A la derecha de Ana estaba Henry Percy de Northumberland, al otro lado de Jorge estaba Jane Parker, mirándome con intención, como si intentara descubrir el truco para ser una muchacha deseable.

Sólo cené un poco, aunque había pasteles, pastas, fiambres y piezas de caza excelentes. Probé un poco de ensalada, el plato favorito de la reina, y bebí vino y agua. Mi padre se unió a la mesa durante la comida y se sentó junto a mi madre, quien le susurró algo rápidamente al oído y vi su mirada clavada en mí como un tratante de caballos calculando el valor de un potro. Siempre que alzaba la mirada, los ojos del rey estaban fijos en mí, siempre que miraba a otro lado era consciente de su mirada en mi rostro.

Al finalizar, el cardenal sugirió que fuéramos al salón a escuchar algo de música. Ana estaba a mi lado y me llevó escaleras abajo para que ambas estuviéramos sentadas en un banco contra el muro cuando llegara el rey. Era sencillo y natural que se detuviera a preguntarme qué tal me encontraba, normal que Ana y yo nos levantáramos mientras pasaba al lado, que se sentara en el banco vacío y me invitara a sentarme junto a él. Ana se alejó para charlar con Henry Percy, protegiéndonos al rey y a mí de la corte, especialmente de la mirada de la reina Catalina. Mientras los músicos tocaban, mi padre se levantó para hablar con ella. Todo se llevó a cabo con absoluta sencillez y comodidad, de tal forma que el rey y yo quedamos ocultos en una sala abarrotada, con música lo suficientemente alta como para que los susurros de nuestra conversación quedaran ahogados, con cada uno de los miembros de la familia Bolena bien situado para disimular lo que pasaba.

—¿Os encontráis mejor? —me preguntó en voz baja.

—Nunca he estado mejor en la vida, señor.

—Mañana voy a cabalgar —dijo—. ¿Os gustaría venir conmigo?

—Sí, si Su Majestad me dispensa —contesté, decidida a no arriesgarme a contrariar a la reina.

—Le pediré que os dispense por la mañana. Le diré que necesitáis aire fresco.

—Qué excelente médico seríais, Majestad —dije con una sonrisa—. Podéis diagnosticar y proporcionar el remedio, todo en el mismo día.

—Debéis ser una paciente obediente y hacer todo lo que prescriba —me advirtió.

—Lo haré —dije mirándome los dedos. Podía sentir su mirada fija en mí. Yo flotaba más alto de lo que nunca hubiera imaginado.

—En cierto momento puedo recetaros que guardéis cama unos días —dijo en voz muy baja.

Lancé una ojeada rápida a su intensa mirada fija en mi rostro y sentí cómo me ruborizaba y me oí a mí misma balbuceando en silencio. La música se detuvo abruptamente.

—¡Toquen de nuevo! —dijo mi madre.

La reina Catalina buscó al rey con la mirada y lo vio sentado conmigo.

—¿Bailamos? —preguntó.

Era una orden real. Ana y Henry Percy se colocaron en el círculo, los músicos comenzaron a tocar. Me levanté y Enrique fue a sentarse junto a su esposa para mirarnos. Jorge era mi pareja.

—Alza la cabeza —soltó en cuanto me cogió la mano—. Pareces avergonzada.

—Ella me está mirando —susurré.

—Por supuesto. Más teniendo en cuenta que él te está mirando. Y lo más importante de todo, nuestro padre y el tío Howard te están mirando, y esperan que te comportes como una joven a la altura de las circunstancias. Asciende de rango, señora Carey, y todos nosotros ascenderemos contigo.

Ante esto levanté la cabeza y sonreí a mi hermano como si estuviera libre de preocupaciones. Bailé tan elegantemente como pude, me incliné, giré y revoloteé bajo su cuidadosa tutela. Y cuando levanté la vista advertí que tanto el rey como la reina me observaban.

Celebraron una reunión familiar en la grandiosa mansión de mi tío Howard en Londres. Nos encontramos en su biblioteca, donde las oscuras encuadernaciones de libros ahogaban el ruido de la calle. Dos hombres con nuestra librea estaban ante la puerta para impedir cualquier interrupción y asegurarse de que nadie se detuviera a escuchar a escondidas. Íbamos a discutir asuntos de familia, secretos de familia. Nadie sino un Howard podía acercarse.

Yo era la causa y el objeto de la reunión. Yo era el centro alrededor del cual girarían los acontecimientos. Yo era el peón Bolena que debía jugarse para sacar provecho. Todo estaba concentrado en mí. Sentí mis propias venas latir con fuerza ante la conciencia de mi propia importancia y una palpitación de ansiedad contradictoria por temor a fallarles.

—¿Es fértil? —preguntó el tío Howard a mi madre.

—Su período es bastante regular y es una muchacha sana.

—Si el rey la toma y ella concibe un bastardo suyo, tendremos mucho en juego —dijo mi tío. Me fijé con cierta concentración aterrorizada en que el ribete de piel de sus mangas barría la madera de la mesa, la riqueza del sobretodo relucía por la luz de las llamas del fuego—. No puede volver a dormir en el lecho de Carey. El matrimonio debe separarse mientras goce del favor del rey.

Di un respingo. No podía pensar en quién le diría algo así a mi esposo Y, además, habíamos jurado que estaríamos juntos, que el objeto del matrimonio eran los hijos, que Dios nos había unido y que ningún hombre podría separarnos.

—Yo no… —comencé.

Ana me pellizcó.

—Sshh —chistó.

La hilera de perlas de su tocado francés brilló como si fueran ojos brillantes de conspiradores.

—Hablaré con Carey —dijo mi padre.

—Si concibes un hijo del rey, debes saber que es suyo y de nadie más —dijo Jorge, cogiendo mi mano.

—No puedo ser su amante —susurré.

—No tienes elección —repuso.

—No puedo hacerlo —dije en voz alta. Apreté con fuerza la mano reconfortante de mi hermano y miré a mi tío, al extremo de la larga mesa de madera, tan perspicaz como un halcón cuyos ojos negros vieran todo—. Señor, lo siento, pero aprecio a la reina —objeté—. Es una gran mujer y no puedo traicionarla. Prometí ante Dios ser fiel a mi esposo, y ¿no es cierto que no debería engañarle? Sé que el rey es el rey; pero ¿podéis desear algo así? ¿Seguro? Señor, no puedo hacerlo.

No me respondió. Era tal su poder que ni siquiera consideró que mereciera la pena responder.

—¿Qué se supone que debo hacer con esta conciencia delicada? —les preguntó sobre la mesa.

—Dejádmela a mí —dijo Ana—. Puedo explicar las cosas a María.

—Sois un poco joven para el papel de tutora.

—Fui educada en la corte más moderna del mundo —repuso ella, mirándolo a los ojos con tranquila confianza—. Y no era perezosa. Observaba todo. Aprendí todo lo que había que ver. Sé lo que se necesita en este caso y puedo enseñarle a María cómo comportarse.

—Hubierais hecho mejor en no estudiar el flirteo tan de cerca, señorita Ana —dijo él tras un instante de vacilación.

—Por supuesto —contestó con la serenidad de una monja.

Sentí cómo me encogía ante ella.

—No veo por qué debería hacer lo que diga Ana —repuse. Yo había desaparecido, aunque se suponía que era el objeto de la reunión. Ana me había arrebatado la atención.

—Bien. Confío en vos para que preparéis a vuestra hermana —decidió mi tío—. Jorge, vos también. Sabéis cómo es el rey con las mujeres, procurad que María esté en su campo de visión.

Asintieron. Hubo un breve silencio.

—Hablaré con el padre de Carey —se ofreció mi padre—. William ya se lo figurará. No es ningún estúpido.

Mi tío dio un vistazo al extremo de la mesa donde me flanqueaban Ana y Jorge, más como carceleros que como amigos.

—Ayudad a vuestra hermana —les ordenó—. Cualquier cosa que necesite para atraer al rey, dádsela. Cualquier ardid que le haga falta, cualquier accesorio que deba poseer, cualquier destreza de la que carezca, conseguídselas. Contamos con que entre los dos la metáis en su lecho. No lo olvidéis. Habrá grandes recompensas. Pero si fracasáis, no habrá absolutamente nada para nadie. Recordadlo.

Curiosamente, la separación de mi esposo fue dolorosa. Entré en nuestra habitación mientras la doncella empaquetaba mis cosas para llevarlas a los aposentos de la reina. Él estaba en pie entre el caos de zapatos y vestidos esparcidos sobre la cama, capas arrojadas sobre las sillas y joyeros por todas partes; su juvenil semblante expresaba su conmoción.

—Veo que ascendéis de rango, señora.

Era un joven apuesto, a quien cualquier mujer concedería sus favores. Pensé que si nuestras familias no nos hubieran ordenado casarnos y ahora separarnos, podríamos habernos gustado el uno al otro.

—Lo siento —dije torpemente—. Sabéis que debo hacer lo que mi tío y mi padre me ordenen.

—Lo sé —contestó sin rodeos—. Yo también debo hacer lo ordenado.

Para alivio mío, Ana apareció en el umbral, con su reluciente sonrisa maliciosa.

—¿Cómo va, William Carey? ¡Buen encuentro! —dijo, como si su máximo gozo fuera ver a su cuñado en medio del revoltillo de mis cosas y la pérdida de sus propias esperanzas en su matrimonio y descendencia.

—Ana Bolena —saludó con una breve inclinación—. ¿Habéis venido para ayudar a vuestra hermana a que progrese y ascienda?

—Por supuesto —contestó con ojos relucientes—. Como deberíamos hacer todos. Si María resulta favorecida, a ninguno nos molestará.

Ella mantuvo valientemente la mirada un instante audaz y fue él quien la desvió para mirar por la ventana.

—Tengo que irme —dijo—. El rey me ha pedido que lo acompañe a cazar. —Tras dudar un instante, cruzó la habitación hasta donde estaba yo, rodeada por el guardarropa desparramado. Suavemente, me cogió la mano y la besó—. Lo siento por vos. Y lo siento por mí. Cuando me seáis devuelta, quizá dentro de un mes o dentro de un año, intentaré recordar este día y a vos, que parecéis una niña, una pequeña perdida entre todos estos ropajes. Intentaré recordar que erais inocente de cualquier complot; de que, al menos hoy, erais más una muchacha que una Bolena.

La reina acató sin hacer ningún comentario que ahora era una mujer sola, instalada como compañera de Ana en un pequeño dormitorio de sus aposentos. Sus modales no cambiaron en absoluto. Siguió siendo cortés y hablando en voz baja. Si quería que le hiciera algo: escribir una nota, cantar, sacar a su perro preferido de la sala o enviar un mensaje, me lo pedía tan educadamente como siempre. Pero nunca volvió a pedir que le leyera la Biblia, ni que me sentara a sus pies mientras cosía, ni volvió a bendecirme cuando me iba a dormir. Ya nunca más fui su pequeña sirvienta favorita.

Ésa noche fue un alivio ir al lecho con Ana. Corrimos las cortinas a nuestro alrededor para poder susurrar en la oscuridad sin ser oídas, como en Francia, en los días de nuestra infancia. A veces, Jorge salía de los aposentos del rey y venía a reunirse con nosotras, subía al alto lecho, sostenía la vela peligrosamente en la cabecera, sacaba un mazo de cartas o los dados y jugaba con nosotras, mientras en las habitaciones contiguas, las otras damas dormían sin saber que había un hombre escondido en nuestra cámara.

No me sermonearon sobre el papel que iba a representar. Astutamente, esperaron a que fuera a su encuentro y les contara lo que me pasaba.

No dije nada mientras trasladaban mi ropa de un extremo del palacio al otro, ni cuando toda la corte se trasladó en primavera al palacio favorito del rey, el de Eltham, en Kent. No dije nada cuando mi marido cabalgó a mi lado durante el camino y me habló amablemente sobre el tiempo y sobre el estado de mi caballo, que era de Jane Parker, prestado a regañadientes como contribución a la ambición familiar. Pero cuando tuve a Jorge y a Ana para mí sola en el jardín del palacio de Eltham le dije a Jorge:

—No creo que pueda hacerlo.

—¿Hacer qué? —preguntó, nada dispuesto a colaborar. Se suponía que paseábamos al perro de la reina, que había venido sobre el pomo de la silla del caballo durante la jornada y estaba sobresaltado y mareado—. ¡Venga, Flo! —lo animó—. ¡Busca! ¡Busca!

—No puedo estar con mi esposo y con el rey a la vez —dije—. No puedo reírme con el rey mientras mi esposo me mira.

—¿Por qué no? —Ana tiró una pelota al suelo para que Flo la siguiera. El perrito la miró alejarse, apático—. ¡Venga, adelante, estúpido! —exclamó Ana.

—Porque me parece mal.

—¿Sabes más que tu madre? —preguntó Ana.

—¡Por supuesto que no!

—¿Más que tu padre? ¿Que tu tío?

Negué con la cabeza.

—Planean un gran futuro para ti —dijo Ana solemnemente—. Cualquier muchacha de Inglaterra moriría por tener esa oportunidad. Estás a punto de convertirte en la favorita del rey de Inglaterra, ¿y vas por el jardín sonriendo tontamente, preguntándote si puedes reírte de sus bromas? Tienes tanto sentido común como Flo. —Puso la punta de la bota de montar bajo el trasero desprevenido de Flo y lo empujó lentamente por el sendero. Flo se sentó, tan terco e infeliz como yo.

—Con cuidado —la advirtió Jorge. Me cogió la mano helada y la puso en su antebrazo—. No es tan malo como crees —dijo—. William cabalgó hoy a tu lado para demostrarte que da su consentimiento, para que no te sintieras culpable. Sabe que el rey debe salirse con la suya. Todos lo sabemos. William está bastante contento. Obtendrá favores gracias a ti. Cumples tu deber para con él al ascender de categoría a su familia. Te está agradecido. No haces nada malo.

Yo vacilé. Miré los honestos ojos castaños de Jorge y el rostro que Ana apartaba.

—Hay algo más —dije, obligada a confesar.

—¿Qué es? —preguntó Jorge. Ana siguió a Flo con la mirada, pero sabía que su atención estaba puesta en mí.

—No sé cómo hacerlo —dije suavemente—. William lo hacía más o menos una vez a la semana, a oscuras y rápidamente, y nunca me gustó demasiado. No sé qué se supone que tengo que hacer.

A Jorge se le escapó la risa, me pasó un brazo sobre los hombros y me abrazó.

—Ay, siento reírme. Pero estás totalmente equivocada. No quiere una mujer que sepa qué hacer. En cada uno de los baños del centro de Londres las hay a docenas. Te quiere a ti. Eres tú quien le gusta. Y si eres algo tímida y vacilante, le gustará. Eso está muy bien.

—¡Hola! —se oyó un grito detrás nuestro—. ¡Los tres Bolena!

Nos volvimos y allí estaba el rey, en la terraza superior, aún vestido con la capa de viaje y el sombrero puesto con desenfado.

—Allá vamos —dijo Jorge inclinándose hasta el suelo. Ana y yo hicimos la reverencia a la vez.

—¿No estáis cansados de cabalgar? —preguntó el rey. Era una pregunta general pero me miraba a mí.

—En absoluto —respondí.

—Conducíais una yegua pequeña y bonita, pero de flancos traseros demasiado cortos. Os regalaré un caballo nuevo —dijo.

—Su Majestad es muy amable —dije—. Es una yegua prestada. Me encantaría tener un caballo propio.

—Buscaréis el que prefiráis en las caballerizas —dijo—. Vamos, podemos ir a verlo ahora —añadió. Me ofreció el brazo y puse los dedos cuidadosamente sobre la rica tela de su manga—. Casi no os noto. —Puso su mano sobre la mía y la apretó algo más—. Así. Quiero saber que os tengo, señora Carey. —Sus ojos eran muy azules y brillantes, tocó el borde de mi tocado francés y a continuación mi pelo rubio con reflejos castaños, lo remetió en el tocado, y luego me acarició el rostro—. Quiero saber que os tengo.

—Me siento dichosa de estar con vos —dije. Sentí la boca seca y sonreí, a pesar de que me atenazaba el miedo.

—¿Lo estáis? —inquirió de repente, decidido—. ¿Lo estáis de verdad? No quiero vuestra falsa moneda. Muchos insistirán para que estéis conmigo. Quiero que vengáis por vuestra propia voluntad.

—¡Oh, Su Majestad! ¡Como si no hubiera bailado con vos en la fiesta del cardenal Wolsey sin ni siquiera saber que erais vos!

—¡Ah, sí! —dijo, satisfecho por el recuerdo—. Y vos os desmayasteis cuando me desenmascaré y me descubristeis ¿Quién creísteis que era?

—No lo pensé. Sé que fue una estupidez por mi parte. Pensé que quizá fuerais un extranjero en la corte, un extranjero nuevo y apuesto, y estaba encantada de bailar con vos.

—¡Ay, señora Carey! —exclamó, riendo—. ¡Un semblante tan dulce con pensamientos tan maliciosos! ¿Esperabais que un atractivo extranjero venido a la corte os hubiera escogido para bailar?

—No pretendía ser mala. —Por un momento temí ser demasiado empalagosa, incluso para su gusto—. Sólo que cuando me invitasteis a bailar olvidé cómo comportarme. Estoy segura de que nunca haré algo malo. Fue sólo un momento… cuando yo…

—¿Cuando vos?

—Cuando me olvidé —dije suavemente.

Llegamos al arco de piedra que conducía a los establos. El rey se detuvo a su abrigo y me atrajo hacia él. Me sentí viva por todo el cuerpo, desde las botas de montar, que resbalaban sobre los adoquines, hasta mi mirada, alzada hacia su rostro.

—¿Lo olvidaréis de nuevo?

Yo vacilé, y entonces Ana dio un paso adelante y dijo a la ligera:

—¿En qué caballo ha pensado Su Majestad para mi hermana? Creo que encontraréis que es buena amazona.

Él se dirigió a las caballerizas, dejándome un momento. Jorge y él miraron un caballo y luego otro. Ana vino a mi lado.

—Tienes que tenerlo siempre detrás de ti —dijo—. Dale un poco cada vez, pero que crea que lo consigue él. Quiere sentir que te persigue, no que lo atrapas. Cuando te dé la opción de avanzar o huir, como ahora, siempre debes huir.

El rey se volvió y me sonrió mientras Jorge le decía a un mozo de las caballerizas que sacara un magnífico caballo bayo.

—Pero no huyas demasiado rápido —me advirtió mi hermana—. Recuerda que tiene que alcanzarte.

Ésa tarde bailé con el rey ante toda la corte, y al día siguiente, cuando fuimos de cacería, cabalgué a su lado con mi caballo nuevo. La reina, sentada a la mesa principal, nos miraba bailar juntos y, como continuábamos, se despidió de él con un gesto desde la grandiosa puerta del palacio. Todo el mundo sabía que me cortejaba y que yo consentiría cuando se me ordenara hacerlo. La única persona que no lo sabía era el rey. Creía que su deseo marcaba el ritmo del cortejo.

El primer día de pago vino unas semanas más tarde, en abril, cuando mi padre fue nombrado tesorero personal del rey, un puesto que le proporcionaría acceso continuo a una riqueza con la que podría especular como mejor le pareciera. Mi padre se encontró conmigo cuando íbamos a comer y me sacó del séquito de la reina para hablar en voz baja, mientras Su Majestad iba a su puesto en la mesa principal.

—Tu tío y yo estamos satisfechos de vos —dijo brevemente—. Dejaos aconsejar por vuestros hermanos, me informan que lo estáis haciendo bien. —Hice una pequeña reverencia—. Para nosotros, es sólo el comienzo —me recordó—. Recordad, debéis tomadlo y mantenerlo, en lo bueno y en lo malo —concluyó. Me estremecí ligeramente porque había utilizado esas palabras nupciales.

—Lo sé —dije—. No lo olvido.

—¿Aún no ha hecho nada?

Eché una ojeada al gran salón donde el rey y la reina ocupaban su puesto. Las trompetas que anunciaban la llegada del desfile de sirvientes de la cocina estaban preparadas.

—Aún no —dije—. Sólo miradas y palabras.

—¿Y vos le respondéis?

—Con sonrisas —contesté. No le dije a mi padre que estaba medio loca de gozo al ser cortejada por el hombre más poderoso del reino. No era difícil seguir el consejo de mi hermana y sonreírle una y otra vez. No era difícil ruborizarse y sentir simultáneamente que quería salir corriendo y acercarme más.

—Bien hecho —asintió mi padre—. Podéis ir a vuestro sitio.

Hice otra reverencia y me apresuré a entrar en el salón a la cabeza de los sirvientes. La reina me miró con severidad, como si fuera a reprenderme, pero entonces miró de soslayo y sorprendió el semblante de su esposo. Tenía una expresión fija con la mirada prendida en mí, mientras yo recorría el salón y ocupaba mi sitio entre las damas de compañía. Era una expresión rara, concentrada, como si por un momento no fuera capaz de ver ni oír nada, como si todo el grandioso salón hubiera desaparecido y sólo pudiera verme a mí, con el vestido azul, la capucha del mismo color, el cabello rubio apartado del rostro y una sonrisa que temblaba en mis labios al sentir su deseo. La reina notó el calor de esa mirada, apretó los labios, sonrió con una fina sonrisa y desvió la mirada.

Ésa tarde el rey fue a los aposentos de la reina.

—¿Escuchamos algo de música? —le preguntó.

—Sí, la señora Carey puede cantar para nosotros —dijo ella con agrado, con un gesto para que me adelantara.

—Su hermana Ana tiene la voz más dulce —repuso el rey, revocando la orden. Ana me lanzó una rápida mirada triunfal—. ¿Cantaréis una de vuestras canciones francesas, señorita Ana? —preguntó.

—Sólo debéis pedirlo, Su Majestad —contestó Ana con un fuerte acento francés, desplegando una de sus elegantes reverencias.

La reina observó este diálogo, vi que se preguntaba si su esposo se estaba encaprichando de otra Bolena. Pero se había burlado de ella. Ana se sentó en un taburete en medio de la habitación, con el laúd en el regazo y su dulce voz, como había dicho él, más dulce que la mía. La reina se sentó en su silla de costumbre, con mullidos brazos recamados y respaldo acolchado, en la que nunca se recostaba. El rey no se sentó en la silla de brazos a juego con la de la reina, se acercó hasta mí, ocupó el asiento vacío de Ana y miró la labor que tenía entre las manos.

—Un trabajo muy bueno —remarcó.

—Camisas para los pobres —dije—. La reina es bondadosa con los pobres.

—En efecto —dijo—. Qué rápidamente entra y sale vuestra aguja, a mí me saldría un nudo. Y qué finos y diestros son vuestros dedos.

Inclinaba la cabeza hacia mis manos, me di cuenta de que yo le miraba la base del cuello y pensaba cómo sería el tacto de ese espeso cabello rizado.

—Vuestras manos deben de ser la mitad que las mías —dijo despreocupadamente—. Extendedlas y mostrádmelas.

Clavé la aguja en la camisa para los pobres y alargué la mano para enseñársela, con la palma hacia arriba, hacia él. No dejó de mirarme el rostro mientras extendía también la suya, palma contra palma con la mía, aunque sin tocarme. Sentía el calor de su mano contra la mía, pero no podía apartar la vista de su rostro. El bigote se le rizaba un poco alrededor de los labios, me pregunté si el cabello sería suave como los escasos rizos oscuros de mi marido, o áspero como el hilo de oro. Parecía como si fuera fuerte y áspero. Sus besos me dejarían la cara enrojecida, todo el mundo sabría que nos habríamos besado. Bajo los rizos del pelo, sus labios eran sensuales. No podía apartar los ojos de ellos, ni evitar pensar sólo en su contacto, en su sabor.

Lentamente, acercó su mano a la mía, como los bailarines al finalizar una pavana. La base de su mano tocó la de la mía y sentí el contacto como si fuera una mordedura. Di un respingo y vi cómo curvaba los labios al advertir cómo me conmocionaba su contacto. Mi palma fría y mis dedos se estiraron a lo largo de los suyos, con las yemas suspendidas junto a las suyas. Sentí la sensación de su cálida piel, una callosidad en el dedo de tirar al arco, la dureza de las palmas de un hombre que va a caballo, juega al tenis, caza y puede blandir una lanza y una espada todo el día. Aparté con esfuerzo la mirada de sus labios y la dirigí al conjunto de su rostro, la despierta mirada resplandeciente enfocada en mí como el sol a través del vidrio candente, el deseo que irradiaba de él como fuego.

—Vuestra piel es tan suave… —dijo en voz tan baja como un susurro—. Y vuestras manos son diminutas, como pensaba.

La excusa de medir la longitud de nuestros dedos se había agotado hacía tiempo, pero aun así permanecimos palma contra palma, mirándonos a la cara. Luego, lenta e irresistiblemente, su mano cubrió la mía y la sostuvo, suave pero con firmeza, bajo la suya.

Ana acabó una canción y comenzó otra, sin cambiar de tonalidad, sin una pausa en la voz, manteniendo el hechizo del momento.

Fue la reina quien interrumpió.

—Su Majestad está molestando a la señora Carey —dijo con una risita, como si la visión de su marido haciendo manitas con otra mujer veintitrés años más joven la divirtiera—. Vuestro amigo William no os agradecerá que convirtáis a su esposa en una holgazana. Ha prometido coser los dobladillos de esas camisas para el convento de monjas de Witchurch, y están a medio hacer.

El rey me soltó y volvió la cabeza hacia su esposa.

—William me disculpará —dijo despreocupadamente.

—Voy a jugar una partida de cartas —dijo la reina—. ¿Jugaréis conmigo, esposo?

Por un momento pensé que lo había conseguido, alejarlo de mí gracias al afecto de una larga relación. Pero cuando se levantó para hacer lo que ella deseaba, miró atrás y me vio mirándolo. Casi no había premeditación en mi mirada: casi ninguna. No era nada más que una joven con la mirada clavada en un hombre y deseo en los ojos.

—Mi pareja será la señora Carey. ¿Podríais llamar a Jorge para que otro Bolena sea vuestra pareja?

—Jane Parker puede jugar conmigo —dijo la reina fríamente.

—Lo hiciste muy bien —dijo Ana esa noche. Estaba sentada junto a la chimenea de nuestro dormitorio y se cepillaba su larga melena oscura con la cabeza ladeada, para que cayera como una cascada perfumada sobre su hombro—. El rato de las manos fue muy bueno. ¿Qué hacíais?

—Comparaba la longitud de su mano contra la mía —dije. Acabé de trenzarme el cabello rubio, me puse el gorro de dormir y até la cinta blanca—. Cuando nuestras manos se tocaron sentí…

—¿Qué?

—Fue como si mi piel ardiera —suspiré—. En serio. Como si su roce pudiera abrasarme.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ana, con una mirada escéptica.

—Quiero que me toque. —Las palabras me salían a borbotones—. Me muero porque me toque. Quiero que me bese.

—¿Lo deseas? —preguntó Ana, incrédula.

—Ay, Dios —contesté. Me abracé y caí sobre el asiento de piedra del hueco de la ventana—. Sí. No me di cuenta de hacia dónde iba. Oh, sí. Oh, sí.

—Mejor que nuestros padres no te oigan —me advirtió, haciendo un puchero—. Te han ordenado una jugada inteligente, no pensar en las musarañas como una niña perdidamente enamorada a la puesta de sol.

—Pero ¿no crees que me quiere?

—Oh, por el momento sí. Pero ¿la semana que viene? ¿El año que viene?

Alguien llamó a la puerta del dormitorio y Jorge asomó la cabeza.

—¿Puedo entrar?

—Vale —contestó Ana de mala gana—. Pero no puedes quedarte mucho tiempo. Vamos a dormir.

—Yo también —dijo—. He estado bebiendo con padre. Me voy a la cama y mañana, cuando esté sereno, me levantaré temprano y me ahorcaré.

Yo casi no lo oía, miraba por la ventana pensando en el roce de la mano de Enrique contra la mía.

—¿Por qué? —preguntó Ana.

—Mi boda se celebra el año que viene. Envidiadme, ¿por qué no?

—Todo el mundo se casa menos yo —dijo Ana, irritada—. Han fracasado con los Ormonde y no tienen a nadie más. ¿Quieren que me haga monja?

—No es una mala opción —dijo Jorge—. ¿Crees que me aceptarían?

—¿En un convento? —dije al darme cuenta de qué hablaban. Me volví para reírme de él—. Serías una abadesa excelente.

—Mejor que la mayoría —dijo Jorge alegremente. Fue a sentarse en un taburete, no encontró el asiento y cayó sobre el suelo de piedra.

—Estás borracho —acusé.

—Ay. Y amargado —dijo Jorge—. Hay algo sobre mi futura esposa que me parece muy extraño. Algo un poco… —buscó la palabra— rancio.

—Tonterías —dijo Ana—. Posee una dote excelente y buenas relaciones, es la favorita de la reina y su padre es rico y respetado. ¿Por qué preocuparse?

—Porque tiene la boca como una trampa para conejos, y sus ojos son fríos y cálidos a la vez.

—Poeta —dijo Ana, riendo.

—Entiendo lo que Jorge quiere decir —dije—. Es apasionada y, de alguna manera, reservada.

—Sólo discreta —dijo Ana.

—Caliente y fría a la vez —dijo Jorge, moviendo la cabeza—. Todos los humores entreverados. Viviré una vida de perros con ella.

—Bah, cásate, yace con ella y envíala al campo —dijo Ana con impaciencia—. Eres un hombre, puedes hacer lo que te plazca.

—Podría enviarla a Hever —dijo Jorge, más animado ante la perspectiva.

—O a Rochford Hall. Y, tras el matrimonio, el rey se verá obligado a concederte una posesión.

—¿Alguien quiere algo de esto? —preguntó Jorge, tras llevarse la petaca de piedra a los labios.

—Yo —contesté. La cogí y caté el vino tinto, frío y agrio.

—Me voy al lecho —dijo Ana, remilgada—. María, debería darte vergüenza beber con el gorro de dormir puesto. —Descorrió las colchas y subió al lecho. Mientras remetía las sábanas alrededor de las caderas, nos observaba—. Sois como niños indulgentes —dictaminó.

—Cuenta —me dijo Jorge alegremente con una mueca.

—Ana es muy estricta —dije en broma con un susurro respetuoso—. Nunca dirías que ha pasado media vida coqueteando en la corte francesa.

—Más española que francesa, creo —dijo Jorge, provocativo y lascivo.

—Y soltera —susurré—. Una alcahueta española.

—No escucho, así que podéis ahorraros la saliva —dijo Ana. Se recostó en la almohada, se encogió de hombros y arregló las colchas.

—¿Quién la tomará? —inquirió Jorge—. ¿Quién la querría?

—Le encontrarán a alguien —dije—. Algún niño pequeño o algún pobre anciano con achaques —respondí, pasándole la petaca a Jorge.

—Ya veréis —se oyó desde el lecho—. Haré un matrimonio mejor que el vuestro. Y si no planean uno pronto, lo haré yo misma.

—Vacíala —dijo Jorge, devolviéndome la petaca—. He tenido más que suficiente.

Acabé la última gota de vino y me dirigí al otro lado del lecho.

—Buenas noches —le dije.

—Me quedaré un rato aquí junto al fuego —dijo él—. Lo estamos haciendo bien, nosotros, los Bolena, ¿verdad? Yo prometido, tú a punto de yacer con el rey y la pequeña Señorita Perfecta, aquí presente, en el mercado libre con todo el pescado por vender.

—Sí —le dije—. Lo estamos haciendo bien.

Pensé en la intencionada mirada azul del rey sobre mi rostro, en cómo me recorría desde la punta del tocado hasta la orla del vestido. Hundí la cara en la almohada para que ninguno de los dos pudiera oírme.

—Enrique —susurré—. Su Majestad. Mi amor.

Al día siguiente iba a celebrarse una justa en los jardines de una mansión a poca distancia del palacio de Eltham. Fearson House había sido construida durante el reinado anterior por uno de los muchos hombres rudos enriquecidos durante el reinado del padre del rey, el más rudo de todos. Era una enorme mansión, sin muralla ni foso. Sir John Lovick había pensado que la paz en Inglaterra duraría siempre y construyó una mansión que no tuviera que defenderse y que, en efecto, no podía hacerlo. Los jardines rodeaban el edificio como si fueran un tablero de ajedrez verde y blanco: piedras, senderos y arriates blancos alrededor de tupidos jardines de zonas verdes. Más allá se extendía el parque para la caza del ciervo, y entre el parque y los jardines había un prado precioso, cuidado todo el año, para uso del rey como campo de lid.

El pabellón de la reina y sus damas estaba montado en seda de color rojo cereza y blanco, la reina llevaba un vestido color cereza a juego y la viveza del color le daba una apariencia joven y sonrosada. Yo iba de verde, con el vestido que me había puesto el martes de Carnaval cuando el rey me distinguió entre todas. El color resaltaba el resplandor dorado de mi cabello y el brillo de mis ojos. Me quedé en pie junto a la silla de la reina y supe que cualquier hombre que nos mirara pensaría que ella era una mujer magnífica pero lo bastante mayor como para ser mi madre, mientras que yo era una mujer que sólo tenía catorce años, lista para enamorarse, dispuesta a sentir deseo, una mujer precoz, una muchacha en flor.

Las tres justas primeras se libraban entre los hombres más humildes de la corte, que intentaban atraer la atención arriesgando la cabeza. Eran bastante diestros, hubo un par de pases excitantes y un gran momento, cuando el más bajito descabalgó a un rival más grande, lo que provocó una ovación del vulgo. El hombrecillo desmontó y se sacó el yelmo para recibir el aplauso. Era apuesto, menudo y rubio. Ana me dio un codazo.

—¿Quién es?

—Sólo uno de los Seymour.

—Señora Carey —dijo la reina, volviendo la cabeza—. ¿Podríais ir a preguntarle al jefe de caballerizas cuándo lidia mi marido y qué caballo ha escogido?

Fui a cumplir su capricho y vi por qué me enviaba fuera. El rey se aproximaba lentamente por el césped hacia el pabellón y quería quitarme de en medio. Hice una reverencia y me entretuve en la entrada, retrasándome para que me viera vacilante bajo el toldo. Él se excusó inmediatamente de la conversación y se apresuró a acercarse. La armadura estaba pulida hasta brillar como la plata, el reborde era de oro. Las cintas de piel que ataban el peto y los guardabrazos eran rojas y suaves como terciopelo. Parecía más alto, un héroe imponente venido de guerras arcanas. El sol reluciente hacía resplandecer el metal, por lo que retrocedí hacia la sombra y me puse la mano ante los ojos.

—La señora Carey, de verde Lincoln.

—Estáis deslumbrante.

—Vos deslumbraríais hasta con el negro más intenso.

No dije nada. Sólo lo miré. Si Ana o Jorge hubieran estado cerca me hubieran sugerido algún cumplido. Pero carecía de ingenio, rebosaba deseo. No podía decir o hacer más que mirarlo y darme cuenta de que mi rostro expresaba toda mi vehemencia. Él tampoco dijo nada. Nos quedamos de pie, mirándonos a los ojos, concentrados en descifrar el otro semblante como si pudiéramos comprender el deseo del otro con la mirada.

—Debo veros a solas —dijo finalmente.

—No puedo, Su Majestad —repliqué, sin coquetear.

—¿No queréis?

—No me atrevo.

Respiró profundamente al oírlo, como si aspirara la esencia de la concupiscencia.

—Podéis confiar en mí.

—No me atrevo —repetí con sencillez. Aparté los ojos de su semblante y desvié la mirada, sin ver nada.

Me cogió la mano, la llevó a sus labios y la besó. Sentí el calor de su aliento sobre los dedos y la suave pincelada de los rizos del bigote, por fin.

—Ah, suave.

—¿Suave? —preguntó, alzando la vista de mi mano.

—El tacto de vuestro bigote —expliqué—. Me preguntaba cómo sería.

—¿Os preguntabais cómo sería el tacto de mi bigote? —inquirió.

—Sí —respondí, mientras notaba cómo me ardían las mejillas.

—¿Y si os besara? —preguntó. Bajé la vista al suelo para no ver el brillo de sus ojos azules y asentí imperceptiblemente—. ¿Habéis deseado que os besara?

—Tengo que irme, Su Majestad —dije desesperadamente, levantando la vista—. La reina me envió a hacer un recado y se preguntará dónde estoy.

—¿Adónde os ha enviado?

—Donde vuestro jefe de caballerizas, para averiguar qué corcel cabalgaréis y cuándo.

—Puedo decírselo yo mismo. ¿Por qué deberíais caminar bajo el sol ardiente?

—No me importa ir para ella —dije, moviendo la cabeza.

—Sabe Dios que tiene sirvientes de sobra para que vayan corriendo por el campo de justas —dijo. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación—. Tiene un séquito español al completo, mientras a mí se me envidia mi pequeña corte.

Por el rabillo del ojo vi que Ana, que se acercaba entre los tapices de la tienda de la reina, se quedaba helada al vernos al rey y a mí tan juntos.

—Ahora iré a verla y responderé a sus preguntas sobre mis caballos —me dijo amablemente a guisa de despedida—. ¿Qué haréis vos?

—Iré dentro de un momento —dije—. Necesito un pequeño respiro antes de volver a entrar, me siento toda… —Me detuve ante la imposibilidad de describir mis sentimientos.

—Sois muy joven para jugar a este juego, ¿verdad? —dijo. Me miró con ternura—. Bolena o no Bolena. Supongo que te dirán qué hacer y te pondrán en mi camino.

Si no fuera por Ana, que esperaba entre las sombras de la tienda de justas, hubiera confesado el complot familiar para atraparlo. Con ella mirándome, sólo negué con la cabeza.

—Para mí no es un juego —dije. Miré a la lejanía y dejé que me temblara el labio—. Os prometo que para mí no es un juego, Su Majestad.

Alzó la mano, me cogió la barbilla y me acercó el rostro. En ese instante me quedé sin respiración y pensé con terror y placer que iba a besarme, enfrente de todo el mundo.

—¿Tenéis miedo de mí?

—Temo qué pueda pasar —contesté, denegando. Resistí la tentación de apoyar la mejilla en su mano.

—¿Entre nosotros? —Sonrió con el aplomo de un hombre que sabe que la mujer que desea está a punto de caer en sus brazos—. María, no os sucederá nada malo por amarme. Si queréis, tenéis mi palabra. Seréis mi señora, mi pequeña reina. —Di un respingo ante tamaña palabra—. Dadme vuestro pañuelo, quiero llevar vuestro favor mientras compito en la justa —dijo de pronto.

—No puedo dároslo aquí —repuse, mirando alrededor.

—Así, ¿me daréis vuestro favor?

—Si lo deseáis —susurré.

—Lo deseo tanto… —dijo. Se inclinó y se dirigió hacia la entrada de la tienda de la reina. Mi hermana Ana había desaparecido como un espíritu bienhechor.

Les di unos minutos y luego volví a la tienda. La reina me dirigió una áspera mirada inquisitiva. Hice una amplia reverencia.

—Vi que el rey venía a responder él mismo a vuestras preguntas, Su Majestad —dije con dulzura—. Así que volví.

—En primer lugar deberíais haber enviado a un sirviente —intervino el rey bruscamente—. La señora Carey no debería estar correteando por el campo de justas con este sol. Hace demasiado calor.

—Lo siento mucho —dijo la reina, tras dudar sólo un instante—. Fue desconsiderado por mi parte.

—No es a mí a quien deberíais ofrecer disculpas —dijo el rey intencionadamente.

Pensé que la reina rehusaría, y por la tensión del cuerpo de Ana junto al mío, advertí que ella también esperaba ver qué haría a continuación una princesa de España y reina de Inglaterra.

—Lamento si os he molestado, señora Carey —dijo la reina educadamente.

No sentí ningún triunfo. Al otro lado de las lujosas alfombras de la tienda vi a una mujer lo suficientemente mayor como para ser mi madre y sólo sentí lástima por el daño que iba a causarle. Por un momento ni siquiera vi al rey, sólo a ambas, condenadas cada una a ser el sufrimiento de la otra.

—Es un placer serviros, reina Catalina —dije sinceramente.

Me miró un instante como si comprendiera algo de lo que me pasaba por la cabeza y luego se volvió hacia su marido.

—¿Están listos vuestros caballos? —preguntó—. ¿Confiáis en ganar, Su Majestad?

—Hoy se trata de mí o de Suffolk —contestó.

—¿Tendréis cuidado, mi señor? —dijo ella en voz baja—. No tiene importancia perder a un jinete como el duque; pero si os sucediera algo, sería el fin del reino.

Era un pensamiento cariñoso, pero al rey no le hizo ninguna gracia.

—En efecto, lo sería, ya que no tenemos ningún hijo.

Ella se estremeció y vi cómo palidecía.

—Hay tiempo —dijo en voz tan baja que casi no podía oírla—. Todavía hay tiempo…

—No mucho —repuso él rotundo, alejándose—. Debo ir a prepararme.

Pasó ante mí sin una mirada, aunque Ana, yo y todas las otras damas nos inclinamos haciendo una reverencia a su paso. Cuando me alcé, la reina me miraba no como a una rival, sino como si aún fuera su pequeña dama de compañía favorita que pudiera confortarla. Me miraba como si en ese instante buscara a alguien que comprendiera el tremendo compromiso de una mujer en ese mundo gobernado por hombres.

Jorge entró en la tienda y se arrodilló ante la reina con su gracia natural.

—Su Majestad —dijo—. He venido a visitar a la mujer más hermosa de Kent, de Inglaterra y del mundo.

—Oh, Jorge Bolena, levantaos —dijo ella sonriendo.

—Preferiría morir a vuestros pies.

—No —contestó ella, dándole un golpecito en la mano con el abanico—, pero si queréis podéis decirme las apuestas del torneo del rey.

—¿Quién apostaría en su contra? Es el mejor jinete. Apostaría contra vos cinco contra dos a la segunda justa. Seymours contra Howards. No me cabe ninguna duda sobre el ganador.

—¿Me ofrecéis una apuesta a favor de los Seymour? —preguntó la reina.

—¿Han tenido alguna vez vuestra bendición? Nunca —replicó Jorge con rapidez—. Debería apostar a favor de mi primo Howard, Su Majestad. Entonces estaríais segura de ganar, de apostar por una de las mejores y más leales familias del reino y también conseguiríais tremendas ganancias.

—Realmente sois un cortesano exquisito —dijo la reina, riendo ante sus palabras—. ¿Cuánto queréis perder contra mí?

—¿Digamos cinco coronas? —preguntó Jorge.

—¡Hecho!

—Yo también apostaré —dijo Jane Parker de pronto.

La sonrisa de Jorge se desvaneció.

—No podría ofreceros tales apuestas, señorita Parker —contestó cortésmente—. Ya que tenéis toda mi fortuna a vuestra disposición.

Seguía siendo el lenguaje del amor cortés, el coqueteo constante que se mantenía en la corte noche y día, que a veces significaba todo pero que habitualmente no significaba nada en absoluto.

—Sólo quería apostar un par de coronas —dijo Jane. Intentaba implicar a Jorge en el tipo de conversación ingeniosa y aduladora que dominaba tan bien. Ana y yo la miramos con desaprobación, decididas a no ayudarla con nuestro hermano.

—Si pierdo contra Su Majestad, y ya veréis la elegancia con que va a empobrecerme, no tendré nada para ninguna otra —dijo Jorge—. En efecto, cuando estoy con Su Majestad no tengo más para ninguna otra. Ni dinero, ni corazón, ni ojos.

—Qué vergüenza —interrumpió la reina—. ¿Eso decís a vuestra prometida?

—Somos estrellas prometidas en órbita alrededor de una hermosa luna —dijo Jorge con una inclinación—. La belleza más grandiosa hace palidecer todo lo demás.

—Oh, marchaos —dijo la reina—. Iros a titilar a otro sitio, mi pequeña estrella Bolena.

Jorge se inclinó y salió de espaldas de la tienda. Salí tras él.

—Dámelo rápido —dijo, lacónico—. Es el siguiente.

Yo llevaba una pieza de seda blanca como adorno en la parte superior de mi vestido, que cogí y estiré por entre las verdes presillas hasta sacarla y luego se la di a Jorge. Se la metió en el bolsillo.

—Jane nos ve —dije.

—No importa —dijo—. Sea cual sea su opinión, está vinculada a nuestros intereses. Tengo que irme.

Asentí y volví a la tienda en cuanto se fue. La reina posó la mirada sobre las presillas despojadas de mi vestido, pero no dijo nada.

—Empezará dentro de un momento —dijo Jane—. El rey es el siguiente.

Vi cómo lo ayudaban a montar entre dos hombres que soportaban su peso, así como el de la armadura, que casi lo aplastaba. También Charles Brandon, duque de Suffolk y cuñado del rey, se estaba armando. Ambos aguantaron el paso juntos y pasaron ante la entrada del pabellón de la reina. El rey bajó la lanza para saludarla y la mantuvo así mientras pasaba a todo lo largo de la tienda. Se convirtió en un saludo hacia mí: llevaba alzada la visera del casco y advertí cómo me sonreía. Había una leve ondulación blanca en el hombro de su peto, sabía que era el pañuelo de mi vestido. El duque de Suffolk cabalgaba tras él, inclinó la lanza ante la reina y luego hizo una fría señal de asentimiento en mi dirección. Ana, que estaba junto a mí, respiró profundamente.

—Suffolk te ha reconocido —susurró.

—Eso me ha parecido.

—Ha inclinado la cabeza. Eso significa que el rey le ha hablado de ti, o que ha hablado con su hermana, la princesa María, y ella se lo ha dicho a Suffolk. Es un hombre serio. Debe serlo.

Eché un vistazo al lado. La reina miraba la liza, el rey había detenido el caballo. El enorme corcel se movía y volteaba la cabeza mientras esperaba el toque de trompeta. El rey estaba sentado tranquilamente sobre la silla, un pequeño halo dorado alrededor del casco, la visera bajada, la lanza hacia delante. La reina se estiró para ver. Sonó un toque de trompeta y los dos caballos salieron disparados, con las espuelas clavadas en los flancos. Los dos caballeros armados chocaron uno contra otro entre los grumos de tierra que despedían los cascos de los caballos. Las lanzas iban rectas como flechas volando hacia el blanco, cuando la distancia entre ellos disminuyó, los gallardetes del extremo de cada lanza ondearon, entonces el rey recibió un golpe de refilón que dio en su escudo, pero su estocada a Suffolk resbaló por el escudo y golpeó el peto. El impacto del golpe descabalgó a Suffolk, el peso de la armadura hizo el resto, arrastrándolo, y cayó al suelo con un ruido tremendo.

—¡Charles! —gritó su esposa, dando un brinco. Salió del pabellón de la reina como una exhalación, con la falda recogida y corriendo hacia su esposo como una plebeya, mientras éste yacía inmóvil sobre la hierba.

—Mejor que vaya yo también —dijo Ana, apresurándose tras su señora.

Miré el campo de liza donde estaba el rey. El escudero le quitaba la pesada armadura. Cuando salió el escudo, mi pañuelo blanco revoloteó hasta el suelo y no lo vio caer. Le desataron las grebas de las piernas y los guardabrazos, y caminando con brío, mientras se ponía la capa, fue hasta el cuerpo inmóvil de su amigo, que no presagiaba nada bueno. La princesa María estaba arrodillada junto a Suffolk y le mecía la cabeza entre sus brazos. El escudero despojaba de la pesada armadura a su señor mientras éste yacía inerte. Al acercarse su hermano, María levantó la mirada, y sonrió.

—Está bien —dijo—. Acaba de soltar un terrible juramento a Peter por pincharle con una hebilla.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Enrique con una risotada.

Dos hombres se acercaron corriendo con una camilla.

—Puedo andar —dijo Suffolk, sentándose—. Maldita sea si van a sacarme del campo en camilla si no es muerto.

—Venga —dijo Enrique. Lo ayudó a levantarse. Otro hombre vino corriendo por el otro lado y comenzaron a llevárselo entre los dos, arrastrando los pies y tropezando—. No vengáis —gritó a la princesa María volviéndose—. Dejad que lo acomodemos y luego conseguiremos un carro para que lo lleve a su casa.

Ella se detuvo. El paje del rey subía corriendo con mi pañuelo en las manos para dárselo a su señor. La princesa María tendió la mano.

—No lo molestéis ahora —dijo con aspereza.

—Se le cayó esto, Su Majestad —dijo el chico. Se detuvo y trastabilló, aún con mi pañuelo.

Ella dejó la mano extendida, indiferente, y él se lo dio. Miraba cómo su hermano ayudaba a su esposo a entrar en la mansión y a sir John Lovick, delante de ellos, abriendo puertas y gritando a los sirvientes. Caminó ausente de vuelta al pabellón de la reina, con mi pañuelo enrollado en la mano. Me adelanté para pedírselo y luego dudé, sin saber qué decir.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la reina Catalina.

—Sí —respondió la princesa María, con una sonrisa forzada—. Razona con claridad y no hay huesos rotos. Su escudo está muy mellado.

—¿Esto es para mí? —preguntó la reina Catalina.

—¡Esto! —exclamó la princesa María, dando una ojeada a mi arrugado pañuelo—. Me lo dio el paje del rey. Lo llevaba en el escudo. —Se lo ofreció, sin enterarse de nada que no fuera su esposo—. Iré con él —decidió—. Ana, vos y las otras podéis volver a casa con la reina después de comer.

La reina otorgó su permiso y la princesa María salió rápidamente del pabellón hacia la mansión. Catalina la miró irse, con mi pañuelo en las manos. Lentamente, como sabía que haría, le dio la vuelta. La fina seda se deslizó entre sus dedos con facilidad. En el dobladillo con flecos vio el brillo verde del monograma bordado en seda: «MB». Lenta y acusadoramente, se volvió hacia mí.

—Creo que debe de ser vuestro —dijo en voz baja y desdeñosa. Lo sostuvo con el brazo extendido, entre el índice y el pulgar, como si fuera un ratón muerto encontrado en el fondo de un armario.

—Venga. Tienes que recuperarlo —susurró Ana. Me empujó por detrás y yo me adelanté unos pasos.

Cuando llegué, la reina lo dejó caer, lo cogí al vuelo. Parecía un triste trapo de cocina, algo para fregar el suelo.

—Gracias —dije humildemente.

Durante la comida, el rey casi no me miró. El accidente lo había sumido en la melancolía tan característica de su padre, que sus cortesanos también estaban aprendiendo a temer.

La reina no podía ser más agradable ni más divertida. Pero ni la conversación, ni las sonrisas encantadoras, ni la música lo animaban. Miraba las payasadas del bufón sin reír, escuchaba a los músicos y bebía sin parar. La reina no podía hacer nada para alegrarlo porque era en parte causante de su mal humor. La veía como a una mujer cercana a la menopausia, con la muerte a sus espaldas. Ella podría vivir una docena de años más, veinte años más. Incluso ahora, la muerte le secaba las menstruaciones y añadía arrugas al rostro. La reina caminaba hacia la vejez y no le había dado ningún sucesor. Podían celebrar justas, cantar, bailar y jugar todo el día, pero si el rey no tenía un hijo, un príncipe de Gales, habría fracasado en su mayor y fundamental obligación para con el reino. Y el bastardo de Blessie Blount no servía.

—Estoy segura de que Charles Brandon se recuperará en seguida —comentó la reina. En la mesa había ciruelas confitadas y un sabroso vino tinto. Lo probó, pero pensé que poco podía saborearlo con su esposo sentado al lado con un semblante tan tenso y sombrío que podía ser el de su padre, a quien nunca había agradado—. No debes sentirte mal por ello, Enrique. Fue una justa imparcial. Y has recibido heridas suyas con anterioridad, Dios lo sabe.

Se revolvió en la silla y la miró. Ella le devolvió la mirada y vi cómo desaparecía la sonrisa de su rostro ante su frialdad. No le preguntó qué pasaba. Era demasiado mayor y demasiado sabia para preguntar a un hombre enojado por sus preocupaciones. En cambio, sonrió con una sonrisa intrépida y atractiva, y alzó la copa.

—A vuestra salud, Enrique —dijo con su cálido acento—. A vuestra salud, y debo agradecer a Dios que no fuerais vos quien resultara herido hoy. Hasta ahora era yo quien corría del pabellón a los campos de liza con el corazón medio muerto de miedo; y, aunque lo siento por vuestra hermana, la princesa María, debo alegrarme de que hoy no fuerais vos el herido.

—Fíjate —me susurró Ana al oído—, eso es maestría.

Funcionó. Enrique, seducido por el pensamiento de una mujer que temblaba de miedo por su persona, perdió la mirada sombría y malhumorada.

—Nunca os causaría un momento de inquietud —dijo.

—Esposo mío, me habéis causado noches y días de inquietud —dijo la reina Catalina, sonriendo—. Pero mientras estéis sano y feliz, y volváis a casa al final, ¿por qué debería quejarme?

—Ajá —dijo Ana tranquilamente—. Así que le da permiso y le saca tu aguijón.

—¿Qué quieres decir?

—Despierta —dijo Ana con crudeza—. ¿No lo ves? Le ha quitado el malhumor y le ha dicho que puede tomarte, siempre que después vuelva a casa.

—Entonces, ¿qué pasa ahora? —pregunté. Miré cómo el rey levantaba la copa, devolviéndole el brindis—. Ya que lo sabes todo…

—Oh, te tomará por una temporada —dijo sin darle importancia—. Pero no te inmiscuirás entre ellos. No durará. Ella es mayor, te lo garantizo. Pero es capaz de actuar como si lo adorara y él lo necesita. Y cuando no era más que un chiquillo, era la mujer más bella del reino. Costará mucho superar eso. Dudo que seas la mujer que lo consiga. Eres lo suficientemente bonita y estás medio enamorada de él, lo cual ayuda, pero dudo que una mujer como tú pueda dominarlo.

—¿Quién podría? —pregunté, herida por el desaire—. ¿Tú, supongo?

Miró a ambos como si fuera un oficial de asedio evaluando un muro. Su semblante no expresaba sino curiosidad y pericia profesional.

—Quizá —contestó—. Pero sería un proyecto difícil.

—Es a mí a quien quiere, no a ti —le recordé—. Pidió mi favor. Llevaba mi pañuelo.

—Lo dejó caer y lo olvidó —señaló Ana con su cruel precisión habitual—. Y, de todas formas, la cuestión no es qué quiere. Es ávido y malcriado. Podría hacérsele querer casi cualquier cosa. Pero nunca serás capaz.

—¿Por qué no? —inquirí, enojada—. ¿Qué te hace pensar que tú podrías dominarlo y yo no?

—Porque la mujer que lo domine, nunca dejará de recordar ni un momento que está allí por estrategia —contestó Ana. Me miró con la perfecta belleza de su rostro, tan hermosa como una escultura de hielo—. Tú estás preparada para los placeres del lecho y la mesa. Pero la mujer que domine a Enrique sabrá que su placer debe ser controlar sus pensamientos cada minuto del día. No sería un matrimonio por deseo sensual, en absoluto, aunque Enrique pensara que sí. Sería un asunto de una habilidad infinita.

La comida finalizó sobre las cinco de esa fría tarde de abril. Trajeron los caballos ante la entrada de la mansión para que pudiéramos despedirnos de nuestro anfitrión, montar y cabalgar de vuelta al palacio de Eltham. Cuando abandonamos las mesas del banquete, observé que los sirvientes echaban el pan y los fiambres sobrantes en grandes alforjas, que venderían a precio de saldo en la puerta de la cocina. El rey dejaba por el reino un rastro de derroches y cambalaches como la baba que deja un caracol. Los pobres que habían venido a mirar el torneo y el banquete de la corte, ahora se congregaban ante la puerta de la cocina a recoger algún alimento del festín. Les darían las sobras: trozos de pan, restos de fiambres y pasteles a medio comer. No se desperdiciaría nada, los pobres cogerían cualquier cosa. Salían tan baratos como mantener a un cerdo.

Eran estos beneficios extra los que hacían la dicha del personal de servicio del rey. En cada trabajo, cada uno de los sirvientes podía sisar algo, guardar algo. Hasta el último sirviente de la cocina hacía su pequeño negocio: con los sobrantes de la masa de los pasteles, los restos de manteca, los jugos de la carne asada. Mi padre, ahora que controlaba al personal del rey, estaba en la cumbre de la pila de las sobras: vigilaba las tajadas que todos sacaban de sus asuntillos y se quedaba una parte. Hasta el puesto de dama de compañía, que parece estar ahí para ofrecer compañía y pequeños servicios a la reina, es un lugar ideal para seducir al rey ante las narices de su esposa y causarle el peor daño que una mujer pueda hacer a otra. También paga su precio. También tiene un trabajo secreto que comienza después del banquete cuando la compañía mira hacia otro lado, y comercia con restos de promesas y olvidadas dulzuras del juego amoroso.

Cabalgamos de vuelta a casa. La luz del cielo se desvanecía gradualmente y el frío y la oscuridad crecían. Agradecí la capa, que me até, pero dejé la capucha bajada para poder ver el camino ante mí, la oscuridad del cielo y las puntaditas de las estrellas que destacaban contra el cielo gris perla. A medio camino, el caballo del rey se acercó a mi lado.

—¿Disfrutasteis del día? —preguntó.

—Dejasteis caer mi pañuelo —dije, enfurruñada—. Vuestro paje se lo dio a la princesa María, y ésta se lo dio a la reina Catalina. Lo reconoció al momento. Me lo devolvió.

—¿Y qué?

Debería haber pensado en las pequeñas humillaciones que la reina Catalina manejaba como parte de las obligaciones del reino. Nunca se quejaba a su marido. Confiaba los problemas a Dios e, incluso entonces, con una oración susurrada en voz baja.

—Fue espantoso —dije—. En primer lugar, nunca debería habéroslo dado.

—Bueno, ahora ya lo tenéis de nuevo —dijo sin lástima—. Si es que era tan valioso.

—No es que fuera tan valioso —insistí—. Es que supo sin ninguna duda que era mío. Me lo devolvió enfrente de todas las damas. Lo dejó caer sobre el prado, y si no lo hubiera cogido, hubiera caído al suelo.

—Entonces, ¿qué ha cambiado? —inquirió con voz ruda y semblante repentinamente malhumorado y serio—. Entonces, ¿cuál es el problema? Nos ha visto bailar y pasear juntos. Ha visto que busco vuestra compañía, hemos estado cogidos de la mano ante sus propios ojos. Entonces no os acercasteis a molestarme con vuestras quejas y vuestras críticas.

—¡No estoy criticando! —exclamé, molesta.

—Sí, lo estáis —dijo sin rodeos—. Sin motivo y, dejadme que os lo diga, sin posición. No sois mi amante, señora, ni tampoco mi esposa. No escucho quejas de nadie más sobre mi comportamiento. Soy el rey de Inglaterra. Si no os agrada, siempre os quedará Francia. Siempre podéis volver a la corte francesa.

—Su Majestad… yo…

Espoleó su caballo al trote y luego a medio galope.

—Os deseo buenas noches —dijo volviendo la cabeza, mientras se alejaba cabalgando, con el revoloteo de la capa y la pluma del sombrero al viento, y allí me dejó, sin poder decirle nada, sin opción de volverle a llamar.

Ésa noche no quería hablar con Ana, a pesar de que me acompañó en silencio desde los aposentos de la reina hasta nuestra habitación. Y esperaba un informe completo de todo lo que se había dicho y hecho.

—No hablaré —dije tercamente—. Déjame sola.

Ana se quitó el tocado y comenzó a destrenzarse el cabello. Yo salté sobre el lecho, arrojé el vestido, me puse el camisón y me deslicé entre las sábanas sin cepillar mi cabello ni lavarme la cara.

—No te acostarás así, ¿no? —dijo Ana, escandalizada.

—Por el amor de Dios —murmuré contra la almohada—, déjame sola.

—¿Qué es lo que él…? —empezó a decir Ana mientras se metía en la cama, a mi lado.

—No lo diré. Así que no preguntes.

Asintió, se dio la vuelta y apagó la vela soplando.

Me vino el olor a humo de la mecha apagada. Olía a pena profunda. En la oscuridad, a salvo del examen de Ana, me tendí de espaldas mirando fijamente el baldaquín que tenía sobre la cabeza y me planteé qué pasaría si el rey se hubiera enfadado tanto que no volviera a mirarme nunca.

Sentí frío en el rostro. Me toqué las mejillas y descubrí que estaban húmedas de lágrimas. Me restregué la cara contra las sábanas.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Ana, somnolienta.

—Nada.

—Lo habéis perdido —dijo el tío Howard en tono acusador. Bajó la mirada hacia la larga mesa de madera del grandioso salón del palacio de Eltham. Los criados estaban de guardia ante las puertas de atrás, no había nadie en la sala sino un par de perros lobos y un niño dormido ante las cenizas del fuego. Nuestros lacayos, con la librea de los Howard, estaban en pie ante las puertas del otro extremo. El palacio, el palacio del propio rey, estaba controlado para que los Howard pudieran conspirar en privado—. Lo teníais en la mano y lo habéis perdido. ¿Qué habéis hecho mal?

Moví la cabeza. Era demasiado íntimo para exponerlo sobre la rígida superficie de la gran mesa, para ofrecérselo al semblante pétreo de mi tío.

—Quiero una respuesta —insistió—. Lo habéis perdido. No os ha mirado durante una semana. ¿Qué habéis hecho mal?

—Nada —susurré.

—Algo debéis de haber hecho. En el torneo llevaba vuestro pañuelo. Debéis de haber hecho algo para ofenderlo después de eso.

Lancé una mirada de reprobación a mi hermano Jorge, la única persona que podía haberle dicho a tío Howard lo del pañuelo. Él se encogió de hombros y adoptó un semblante contrito.

—Al rey se le cayó y su paje se lo dio a la princesa María —dije con voz tensa de nervios y angustia.

—¿Y? —preguntó mi padre con aspereza.

—Se lo dio a la reina. La reina me lo devolvió —contesté, mirando de un rostro impasible a otro—. Todos supieron qué significaba —añadí, desesperada—. Cuando cabalgábamos de vuelta le dije que me había molestado que dejara que encontraran mi prenda.

Mi tío Howard resopló, mi padre golpeó la mesa. Mi madre volvió la cabeza, como si no pudiera ni mirarme.

—¡Por el amor de Dios! —dijo el tío Howard, con una mirada iracunda a mi madre—. Me asegurasteis que había sido bien educada. ¿Media vida pasada en la corte de Francia y lloriquea como si fuera una pastora tras un almiar?

—¿Cómo pudisteis? —preguntó mi madre simplemente.

—No pretendía decir nada malo —susurré. Me ruboricé e incliné la cabeza hasta ver mi desgraciado semblante reflejado en la superficie pulida de la mesa—. Lo siento.

—No es para tanto —intercedió Jorge—. Vuestra opinión es demasiado pesimista. No le durará mucho el enfado.

—Se enfurruña como un oso —dijo mi tío bruscamente—. ¿No se os ocurre que alguna de las Seymour está bailando con él en este mismo momento?

—Ninguna tan bonita como María —insistió mi hermano—. Si alguna vez ha dicho algo fuera de lugar, lo olvidará. Incluso puede que le guste por ello. Demuestra que no está demasiado domesticada. Demuestra un atisbo de pasión.

Mi padre asintió, algo consolado, pero mi tío daba golpecitos sobre la mesa con sus largos dedos.

—¿Qué debemos hacer?

—Llevarla lejos —dijo Ana de repente. Atrajo la atención al momento, como siempre hacen los que hablan tarde, pero la autoridad de su voz era fascinante.

—¿Lejos?

—Sí. Enviarla a Hever. Decidle que está enferma. Que se la imagine muriéndose de pena.

—¿Y entonces?

—Entonces querrá que vuelva. Ella podrá pedir lo que quiera. Lo único que tiene que hacer… —dijo Ana, sacando a relucir su sonrisita maliciosa—. Lo único que tiene que hacer a la vuelta es comportarse tan bien que encandile al más educado, ingenioso y apuesto príncipe de la Cristiandad. ¿Creéis que puede hacerlo? —Hubo un frío silencio mientras todos, mi madre, mi padre, mi tío e incluso Jorge, me inspeccionaban en silencio—. Yo tampoco —añadió Ana con aires de suficiencia—. Pero puedo prepararla lo bastante bien como para que logre introducirse en su lecho, y lo que le pase después está en manos de Dios.

—¿Puedes prepararla para que lo retenga? —pregunto mi tío, mirando atentamente a Ana.

Ella levantó la cabeza y le sonrió, era la auténtica imagen de la confianza.

—Por supuesto, durante un tiempo —contestó—. Después de todo, sólo es un hombre.

—Ten cuidado —instó el tío Howard, tras una risita ante el rechazo ocasional a su sexo—. Los hombres no estamos donde estamos por accidente. Decidimos hacernos con los puestos de poder a pesar de los deseos de las mujeres; y decidimos usarlos para hacer leyes que nos mantengan en esos lugares para siempre.

—Bastante cierto —concedió Ana—. Pero no hablamos de alta política. Hablamos de atraer el deseo del rey. Sólo tiene que atraerlo y retenerlo el tiempo suficiente para que le haga un hijo, un bastardo real. ¿Qué más podríamos desear?

—¿Y puede hacerlo?

—Puede aprender —dijo Ana—. Está a medio camino. Después de todo, la ha escogido a ella —añadió, encogiéndose de hombros para indicar que esa elección no le parecía gran cosa.

Hubo un silencio. El tío Howard ya no prestaba atención ni a mí, ni a mi futuro como yegua de cría de la familia. En cambio, miraba a Ana como si fuera la primera vez que la viera.

—No hay muchas muchachas de vuestra edad que piensen tan claramente como vos —dijo.

—Soy una Howard, como vos.

—Me sorprende que no lo intentéis vos misma.

—Pensé en ello —contestó honradamente—. Cualquier mujer de Inglaterra pensaría en ello hoy en día.

—¿Pero? —apuntó él.

—Soy una Howard —repitió—. Lo importante es que uno de nosotros atrape al rey. No importa quién. Si le gusta María y ella concibe un hijo reconocido, entonces mi familia se convertiría en la primera del reino. Sin rival. Y podemos hacerlo. Podemos controlar al rey.

El tío Howard asintió. Sabía que el rey era un animal domesticado, habituado al paso del rebaño, pero propenso a repentinas paradas por testarudez.

—Al parecer debemos agradecéoslo —dijo—. Habéis planeado nuestra estrategia.

No recibió su agradecimiento con una reverencia, que hubiera sido lo elegante. En cambio ladeó la cabeza como una flor en su tallo, un gesto característico de arrogancia.

—Por supuesto, deseo vehementemente ver a mi hermana como favorita del rey. Estos asuntos me incumben tanto como a vosotros.

Él negó con la cabeza cuando mi madre hizo un gesto para silenciar a su hija mayor, demasiado segura de sí misma.

—No, dejadla hablar —dijo—. Es tan aguda como cualquiera de nosotros. Y creo que tiene razón. María debe ir a Hever y esperar a que el rey la mande llamar.

—Lo hará —dijo Ana con aire de entendida—. Lo hará.

Me sentí como un paquete, como las cortinas de cama, la vajilla de la mesa principal o los peltres de las mesitas del vestíbulo. Me iban a empaquetar y a enviar a Hever como cebo para el rey. No iba a verlo antes de irme, no iba a hablar con nadie sobre mi partida. Mi madre le dijo a la reina que estaba agotada y le pidió que me excusara de su servicio durante unos días para que pudiera ir a casa a descansar. La reina, pobre mujer, creyó que había triunfado. Pensó que los Bolena se retiraban.

No era una cabalgada larga, poco más de veinte millas. Paramos a comer al borde del camino, sólo el pan y el queso que llevábamos. Mi padre podía contar con la hospitalidad de cualquiera de las grandes mansiones del camino, era bien conocido como cortesano que gozaba de la alta estima del rey y nos hubieran recibido como a nobles. Pero no quería detener la marcha.

El camino estaba lleno de surcos y baches, de vez en cuando veíamos una rueda de carro rota donde había volcado un viajero. Pero los caballos caminaban bastante bien por la tierra seca y en ocasiones iban a tan buen paso que corrían a medio galope. Los márgenes del camino estaban cubiertos de gipsófilas y grandes margaritas blancas, exuberantes con el primer verdor de la hierba de principios de verano. En los setos, la madreselva se enredaba alrededor de tupidos brotes de espinos, en las raíces se amontonaban brunelas de color azul purpúreo y las flores de la Virgen crecían desgarbadas, veteadas por primorosas flores blancas, salpicadas de morado. Más allá de los setos, en los espesos pastos, rollizas vacas rumiaban con la cabeza baja y, en los campos más elevados, rebaños de ovejas pastaban con el clásico pastorcillo que haraganeaba y vigilaba a la sombra de un árbol.

La mayoría de la tierra comunitaria de las afueras de los pueblos estaba cultivada en franjas que ofrecían una bella panorámica, las cebollas y las zanahorias ordenadas como una comitiva en reposo. En los mismos pueblos, los jardines de las casitas mostraban un confuso desorden de narcisos y hierbas, verduras y prímulas, frijolillos y setos de espino en flor; con un rincón reservado para el cerdo y un gallo fuera, picoteando el estiércol de la puerta trasera. Mi padre iba a caballo en un tranquilo silencio, satisfecho, por el camino de nuestras propias tierras, hacia el puente de Edenbridge y los húmedos prados, hacia Hever. Los caballos aminoraron la marcha al encontrarse con terreno mojado, pero mi padre, ahora que nos acercábamos a nuestra propiedad, aguantaba con paciencia.

La casa era de su padre; pero no se remontaba a más generaciones. Mi abuelo había sido un hombre de medios moderados que había ascendido por su propio esfuerzo en Norfolk, un aprendiz de un comerciante de paños que llegó a alcalde de Londres. A pesar de que nos aferrábamos a nuestro apellido Howard, éste era reciente y sólo por parte de mi madre, que era Isabel Howard, hija del duque de Norfolk, una gran boda para mi padre. La había llevado a nuestra enorme mansión de Rochford en Essex y luego a Hever, donde ella se había horrorizado ante las escasas dimensiones del castillo y lo poco acogedor de las habitaciones.

Inmediatamente, resolvió reconstruirla para complacerla. Primero puso el techo del gran salón, con las vigas a la descubierta, a la antigua usanza. En el espacio creado sobre el salón hizo una serie de estancias privadas donde pudiéramos comer y sentarnos con mayor comodidad e intimidad.

Mi padre y yo entramos por la verja del parque. A nuestra llegada, el portero y su mujer salieron apresuradamente para hacernos una reverencia. Pasamos con un gesto y ascendimos por el sucio camino hasta el río, que cruzaba un pequeño puente de madera. Nada más verlo, a mi yegua no le gustó, se resistió a cruzar tan pronto como oyó el eco de sus cascos sobre la madera hueca.

—Necia —dijo mi padre, ante lo cual me pregunté si se refería a mí o a la yegua. Se adelantó con su propio caballo y comenzó a cruzar. Mi yegua lo siguió dócilmente al ver que no había peligro, así que cabalgué por el puente levadizo de nuestro castillo tras mi padre y esperé mientras los hombres salían del cuarto de guardia para coger los caballos y llevárselos a los establos, en la parte de atrás. Cuando me bajaron de la silla sentí las piernas débiles tras la larga cabalgada, pero seguí a mi padre por el puente levadizo, a la sombra de la torre de entrada, bajo los imponentes y gruesos dientes de la verja de rastrillo, hasta el pequeño patio de bienvenida del castillo.

La puerta principal estaba abierta, el alabardero y los hombres al mando del servicio de la casa salieron y se inclinaron ante mi padre, media docena de sirvientes tras ellos. Mi padre los recorrió con la mirada: algunos de librea, otros no, dos de las sirvientas jóvenes se desataban apresuradamente los delantales de arpillera que llevaban sobre sus mejores delantales, revelando una ropa blanca muy sucia; el chico del asador, que espiaba desde la esquina del patio, estaba cubierto de mugre seca, medio desnudo tras sus harapos. Mi padre captó el estado general de desorden y descuido, y saludó a su gente.

—Muy bien —dijo cautelosamente—. Ésta es mi hija María. La señora María Carey. ¿Están preparados nuestros aposentos?

—Oh, sí, señor —contestaron los ayudas de cámara con una inclinación—. Todo está dispuesto. La habitación de la señora Carey está preparada.

—¿Y la comida? —preguntó mi padre.

—Al instante.

—Comeremos en nuestras habitaciones privadas. Mañana comeré en el gran salón y la gente podrá venir a verme. Decidles que mañana comeré en público. Pero esta tarde no quiero que se me moleste.

Una de las muchachas se adelantó y me hizo una reverencia.

—¿Le muestro su habitación, señora Carey? —preguntó.

Mi padre asintió y la seguí. Cruzamos la amplia puerta de entrada, giramos a la izquierda y recorrimos un largo pasillo. Al final, subimos una diminuta escalera de caracol, en piedra, hasta una bonita habitación con una cama pequeña, adornada con cortinas de seda azul celeste. Las ventanas daban al foso y al parque. Otra puerta, fuera de la estancia, conducía a una pequeña galería con una chimenea de piedra, que era la sala de estar favorita de mi madre.

—¿Quiere lavarse? —preguntó la muchacha con torpeza. Hizo señas en dirección a una jarra y un aguamanil llenos de agua fría—. ¿Desea que traiga agua caliente?

—Sí —dije. Me quité los guantes de montar y se los di. Por un momento pensé en el palacio de Eltham y en la constante adulación del servicio—. Traed agua caliente y comprobad que suban mis ropas. Quiero despojarme del traje de montar.

Se inclinó y salió de la habitación por la escalerita de caracol. Mientras se iba, la oía murmurar para sí misma «Agua caliente… ropa» para no olvidarse. Me dirigí al asiento del alféizar, me arrodillé sobre él y miré por la pequeña vidriera.

Había pasado el día intentando no pensar en Enrique ni en la corte que dejaba atrás, pero ahora, ante este regreso tan poco reconfortante, me di cuenta de que no sólo había perdido el amor del rey, sino que había perdido los lujos que me eran indispensables. No quería volver a ser la señorita Bolena de Hever. No quería ser la hija de un pequeño castillo de Kent. Había sido la joven más favorecida de toda Inglaterra. Había ido mucho más allá de Hever y no quería volver atrás.

Mi padre no se quedó más de tres días, lo suficiente para ver a su casero y a aquellos arrendatarios que deseaban hablar con él urgentemente, el tiempo necesario para resolver una disputa sobre los límites de un poste y ordenar que llevaran a su yegua favorita con un semental, y luego se dispuso para partir. Me quedé en pie ante el puente levadizo para despedirme y supe que debía de tener un aspecto realmente afligido, ya que mientras subía a la silla hasta él lo notó.

—¿Qué sucede? —preguntó con decisión—. No echáis de menos la corte, ¿verdad?

—Sí —dije lacónicamente. No tenía sentido decirle a mi padre que, en efecto, añoraba la corte, pero que sobre todo añoraba, increíblemente, no ver a Enrique.

—No podéis culparos más que a vos misma —dijo mi padre con energía—. Debemos confiar en que vuestros hermanos lo solucionen. Si no, sabe Dios qué será de vos. Tendré que pedir a Carey que os acoja de nuevo y confiar en su clemencia.

Se rió a carcajadas de mi mirada, conmocionada.

Me acerqué al caballo de mi padre y puse la mano sobre su guantelete, apoyado sobre las riendas.

—Si el rey pregunta por mí, ¿podríais decirle que siento mucho haberlo ofendido?

—Lo haremos a la manera de Ana —contestó—. Parece saber manejarlo. Debéis hacer lo que se os ordene, María. Ya lo estropeasteis una vez, ahora trabajaréis bajo órdenes.

—¿Por qué tiene que ser Ana quien diga cómo hacer las cosas? —planteé—. ¿Por qué siempre la escucháis?

—Porque tiene la cabeza sobre los hombros y conoce su valía —contestó secamente, apartando la mano—. Mientras que vos os habéis comportado como una niña de catorce años que se enamora por primera vez.

—Pero ¡soy una niña de catorce años enamorada por primera vez! —exclamé.

—Exacto —dijo, implacable—. Por eso escuchamos a Ana.

No se molestó en decirme adiós, sino que volvió la cabeza del caballo, salió al trote por el puente levadizo y luego descendió por el sendero hacia la verja.

Alcé la mano para saludar por si miraba atrás, pero no lo hizo. Cabalgó mirando hacia delante. Cabalgaba como un Howard. Nunca miramos atrás. No tenemos tiempo para arrepentimientos o cambios de opinión. Si un plan se tuerce, hacemos otro; si se nos rompe un arma en las manos, buscamos otra. Si la tierra se hunde ante nuestros pies, saltamos. Para los Howard, siempre es hacia delante y hacia arriba, y mi padre volvía a la corte y a la compañía del rey sin ni siquiera una mirada atrás.

Hacia finales de la primera semana había recorrido todos los paseos del jardín y explorado el parque en todas direcciones desde el puente levadizo. Había empezado un tapiz para el altar de la iglesia de San Pedro de Hever y completado todo un recuadro del cielo. Fue de lo más aburrido, ya que sólo era de color azul. Había escrito tres cartas a Ana y a Jorge, y las había enviado a la corte de Eltham con un mensajero. No tuve otra respuesta que sus saludos.

A finales de la segunda semana ordené que sacaran mi corcel de los establos por las mañanas y me fui a dar largas cabalgatas. Estaba tan irritada que no podía soportar ni la compañía de un sirviente silencioso. Intenté ocultar mi enojo. Agradecía a la sirvienta cualquier pequeño servicio que me prestara. Me sentaba a comer e inclinaba la cabeza mientras el sacerdote la bendecía, ya que no quería levantarme y gritar frustrada que estaba atrapada en Hever mientras la corte se trasladaba de Eltham a Windsor sin mí. Hice todo lo posible por controlar la rabia de estar tan alejada de la corte y, por tanto, terriblemente aislada de todo.

Hacia la tercera semana había caído en una resignada desesperación. No tenía noticias de nadie y llegué a la conclusión de que Enrique no deseaba enviar a nadie para que volviera y de que mi marido se mostraba intransigente y no quería una esposa con la desgracia de ser el devaneo del rey pero no su amante. Una mujer así no aumentaba el prestigio de un hombre. Era mejor dejarla en el campo. Durante la segunda semana, había escrito a Ana y Jorge dos veces, pero, aun así, no contestaron. Entonces, el martes de la tercera semana, recibí una nota garabateada de Jorge.

No te desesperes. Apuesto a que te sientes totalmente abandonada por todos nosotros. Él habla constantemente de ti y yo le recuerdo tus múltiples encantos. Creo que te mandará llamar este mismo mes. ¡Asegúrate de tener buen aspecto!

Posdata: Ana me ruega que te diga que escribirá dentro de poco.

La carta de Jorge fue el único instante de alivio durante la larga espera. Cuando comenzaba el segundo mes, el mes de mayo, siempre el más feliz de la corte, ya que recomenzaba la temporada de excursiones y meriendas campestres, los días se me hacían muy largos.

No tenía a nadie con quien hablar, ninguna compañía para comentar todo esto. Mi sirvienta charlaba conmigo mientras me vestía. Desayunaba sola en la mesa principal y sólo hablaba con los demandantes que venían a casa a tratar negocios. Paseaba un rato por el jardín. Leía libros.

Durante las largas tardes hacía que me trajeran el corcel y cabalgaba por el campo, cada vez más lejos. Empecé a conocer los senderos y vericuetos que rodeaban mi hogar e incluso comencé a reconocer a algunos de nuestros arrendatarios de las pequeñas granjas. Aprendía sus nombres y, cuando veía a un hombre trabajando en los campos, tensaba las riendas del caballo y le preguntaba qué cultivaba y cómo lo hacía. Para los campesinos era la mejor temporada. El heno se cortaba y guardaba en henares para que siguiera seco en invierno. El trigo, la cebada y el centeno se erguían en los campos y crecían en peso y altura. Los terneros engordaban con la leche de sus madres, y ese año, todas las granjas y casitas del condado contaban con los beneficios de la venta de lana.

Era un tiempo de ocio, un breve respiro del duro trabajo anual, y los campesinos celebraban pequeños bailes y competiciones en el prado del pueblo, antes de la cosecha. Yo, que al principio cabalgaba por las posesiones de los Bolena mirando a mi alrededor sin reconocer nada, ahora conocía todo el territorio que rodeaba el muro de la finca, a los granjeros y sus cultivos. Cuando vinieron a la hora de comer a quejarse de que tal persona no cultivaba correctamente la franja de tierra que tenía por acuerdo con el pueblo, supe inmediatamente de qué hablaban, porque el día anterior, cabalgando en esa dirección, había visto que en el terreno abandonado crecían hierbajos y ortigas, el único malogrado entre campos comunitarios bien cuidados. Para mí fue fácil advertir al arrendatario mientras comía que se le quitaría el terreno si no lo utilizaba para hacer crecer una cosecha. Conocía a los campesinos que cultivaban lúpulo y a los que cultivaban vid. Acordé con uno que, si conseguía una buena cosecha de uvas, pediría a mi padre que enviara a buscar a Londres a un francés para que visitara el castillo de Hever y enseñara el arte de la enología.

Cabalgar por los alrededores no me costaba nada. Me encantaba estar fuera, escuchar el canto de los pájaros mientras cabalgaba por los bosques, aspirar las madreselvas que caían en cascada por los bordes de un carro. Me encantaba mi yegua, Jesmond, que el rey me había regalado: el brío de su galope, el movimiento alerta de sus orejas, su relincho cuando me veía entrar en el patio del establo con una zanahoria en la mano. Me encantaba la frondosidad de los prados de la ribera del río, la forma en que resplandecían rebosantes de flores blancas y amarillas, y el color radiante de las amapolas en los campos de trigo. Me encantaba el bosque y las águilas dibujando círculos por el cielo con grandes curvas lánguidas, incluso más altas que las alondras, antes de desplegar sus anchas alas y dar la vuelta.

Todo servía, todo era una manera de llenar el tiempo, ya que no podía estar con Enrique ni en la corte. Pero tenía la sensación creciente de que, si nunca volvía a la corte, al menos sería una señora buena y justa. Los agricultores jóvenes más emprendedores de fuera de Edenbridge advirtieron que existía un mercado para la alfalfa. Pero no sabían ni cómo cultivarla ni dónde conseguir las semillas. Escribí de su parte a un campesino de las propiedades de mi padre en Essex, y les conseguí tanto semillas como orientación. Plantaron un campo mientras estaba allí, prometiendo plantar otro tras ver cómo crecía la alfalfa en aquel terreno. Y pensé que, a pesar de no ser más que una jovencita, había hecho algo maravilloso. Sin mí hubieran seguido dando puñetazos sobre la mesa y jurando que un hombre sacaría dinero con esas cosechas. Con mi ayuda podían intentarlo. Si hacían una fortuna, habría dos hombres más progresando en el mundo, y si se podía confiar en la historia de mi abuelo, nadie podría predecir dónde llegarían.

Se alegraron por ello. Cuando salí al campo para ver cómo iba el arado de la tierra, lo cruzaron, sacudiéndose el barro de las botas, para explicarme cómo seleccionaban la semilla. Querían que su señor se interesara por sus cosas. En ausencia de otra persona me tenían a mí. Y bien sabían que si yo me interesaba por los cultivos podrían persuadirme para tener una participación. Quizá tuviera algún dinero guardado para invertir y entonces todos prosperaríamos juntos.

—No tengo dinero —dije al oírlo, mirando desde el caballo los rostros morenos azotados por los elementos.

—Sois una gran dama de la corte —protestó uno de ellos. Abarcó con la mirada las limpias borlas de mis botas de piel, las incrustaciones de la silla, la riqueza del vestido y el broche de oro del sombrero—. Lo que lleváis puesto hoy vale más que lo que yo gano en un año.

—Lo sé —dije—. Y ahí es donde está. Puesto.

—Pero vuestro padre debe de daros dinero, o vuestro esposo —dijo el otro hombre—. Mejor arriesgarlo en vuestros propios campos que arriesgarlo a una carta.

—Soy una dama. Nada es mío. Miraos. Os va bastante bien, ¿vuestra mujer es rica?

—Es mi mujer —dijo tímidamente entre dientes—. Le va tan bien como a mí. Pero no posee nada propio.

—A mí me pasa lo mismo —dije—. Hago lo que hace mi padre, lo que hace mi esposo. Visto como procede a una esposa o a una hija. Pero no poseo nada propio. En ese sentido soy tan pobre como vuestra mujer.

—Pero vos sois una Howard y yo soy un don nadie —comentó.

—Soy una Howard. Eso significa que podría ser una de las grandes de la tierra o una desconocida, como vos. Todo depende.

—¿De qué? —preguntó, intrigado.

Pensé en el repentino rostro sombrío de Enrique cuando lo contrarié.

—De mi suerte —contesté.