Otoño de 1532

Ana fue nombrada marquesa de Pembroke con todo el ceremonial de una coronación en la Sala del Consejo del rey del castillo de Windsor. Él estaba sentado en el trono flanqueado por mi tío y Charles Brandon, el duque de Suffolk, recientemente perdonado y requerido de vuelta a la corte, a tiempo para ser testigo del triunfo de Ana. La sonrisa de Suffolk era tan amarga como si masticara limones, mi tío estaba dividido entre la dicha ante la riqueza y el prestigio de su sobrina y el odio creciente a su arrogancia.

Ana lucía un vestido de terciopelo rojo ribeteado con la piel blanca y suave de un armiño. Su cabello, negro y lustroso como la crin de un caballo de carreras, estaba suelto sobre los hombros como el de una niña el día de su boda. Lady María, la hija del rey, vestida con el atuendo oficial, y el resto de las damas de Ana, Jane Parker, yo y una docena más o menos, todas con nuestras mejores galas, componíamos el cortejo que la seguía. Nos quedamos en pie detrás, en silencio, mientras el rey le ataba la vestidura oficial sobre los hombros y colocaba en su cabeza una diadema de oro.

Durante el banquete, Jorge y yo nos sentamos juntos y levantamos la mirada hacia nuestra hermana, sentada junto al rey.

No me preguntó si la envidiaba. La respuesta era demasiado obvia como para que mereciera la pena preguntar.

—No conozco otra mujer que pudiera haberlo conseguido —dijo—. Tiene la total determinación de acceder al trono.

—Yo nunca la tuve —dije—. Lo único que siempre he deseado, desde la infancia, era pasar desapercibida.

—Bueno, ves —dijo Jorge con sinceridad fraternal—, ahora pasarás desapercibida el resto de tu vida. Ambos seremos como la nada. Cualquier cosa que yo consiga será vista como un regalo. Y tú nunca podrás compararte con ella. Es la única Bolena que quizá alguien conozca o recuerde. Serás una don nadie para siempre.

Al oír la expresión «don nadie» desapareció mi amargura y sonreí.

—Sabes, debe de haber cierto gozo en ser una don nadie.

Estuvimos bailando hasta muy tarde y luego Ana envió a todas las damas a sus lechos, menos a mí.

—Me voy con él —dijo.

No necesitaba explicar lo que quería decir.

—¿Estás segura? —pregunté—. Aún no estás casada.

—Crammer tomará posesión cualquier día de éstos. Voy a Francia como su consorte y Enrique ha insistido en que me traten como a una reina. Me ha otorgado el título de marquesa y las tierras, y no puedo seguir diciéndole que no.

—¡Santo Dios, lo deseas! —dije, entendiendo de pronto su impaciencia—. ¿Por fin lo amas?

—¡Oh, no! —contestó como si fuera irrelevante—. Pero ha mantenido las distancias tanto tiempo que está a punto de volverse loco, y yo también. A veces su deseo me excita tanto que lo haría con un mozo del establo. Y tengo su promesa. Veo mi camino hacia el trono. Quiero hacerlo ahora. Quiero hacerlo esta noche.

—¿Qué te pondrás? —pregunté. Llené el aguamanil y calenté un lienzo para ella mientras se lavaba.

—El vestido que llevaba en el baile —dijo—. Y la diadema. Iré a su encuentro como una reina.

—Mejor que te lleve Jorge.

—Ahora viene. Ya se lo he dicho.

Terminó de lavarse y cogió el lienzo para secarse. Su cuerpo, a la luz de la lumbre y los candelabros, era tan bello como el de un animal salvaje. Se oyó un golpecito en la puerta.

—Adelante —dijo.

Me encogí de hombros y abrí la puerta. Jorge retrocedió al ver a su hermana con el cabello negro cayendo en cascada sobre sus senos desnudos.

—Puedes entrar —dijo ella sin darle importancia—. Estoy casi lista.

Él me lanzó una asustada mirada interrogativa, entró en la habitación y se dejó caer sobre la silla junto a la chimenea.

Ana, sosteniendo el corsé contra sus pechos desnudos y su vientre, se volvió de espaldas a Jorge para que se lo atara. Él se levantó y pasó los lazos por los agujeros. Cada vez que metía el lazo le rozaba la piel con la mano y vi que ella cerraba los ojos de placer. Jorge tenía el semblante sombrío y rezongaba mientras hacía lo ordenado.

—¿Algo más? —preguntó—. ¿Te ato los zapatos? ¿Te lustro las botas?

—¿No quieres tocarme? —lo provocó Ana—. Soy lo bastante buena para el rey.

—Eres bastante buena para el baigno —dijo brutalmente—. Coge la capa, si estás lista.

—Pero soy deseable —dijo ella, enfrentándose.

—¿Por qué diantre me preguntas a mí? —preguntó Jorge, vacilante—. Ésta tarde a media corte le temblaban las rodillas. ¿Qué más quieres?

—Quiero a todos —contestó ella, seria—. Quiero que digas que soy la mejor, Jorge. Quiero que lo digas aquí, frente a María.

—Oh, la antigua rivalidad —dijo él lentamente tras un largo silbido—. Ana, marquesa de Pembroke, sois la joven más deseada y con más riqueza de la familia. Tu éxito nos ha eclipsado a ambos. Pronto eclipsarás a tus reverenciados padres y a nuestro tío por blasón y posición. ¿Qué más quieres?

Se estaba ruborizando ante las alabanzas, pero ante esa pregunta de pronto pareció amedrentarse, como si recordara el tratamiento de las verduleras y los gritos de «¡ramera!» de los feriantes.

—Quiero que todo el mundo lo sepa —replicó.

—¿Te llevo con el rey? —preguntó Jorge, pragmático.

Ana le puso la mano en el brazo y vi que él se turbaba ante su inclinación de cabeza y su sonrisa.

—¿Preferirías llevarme a tu cámara?

—Si quisiera ser decapitado por incesto, sí.

—Muy bien entonces —dijo Ana, que soltó una risita provocativa—. Vamos con el rey. Pero recuerda, Jorge, eres mi cortesano, como todos los demás.

Él se inclinó y salió con ella de la habitación. Los oí cruzar la antecámara y luego descender las escaleras, y esperé hasta que oí el golpe de la puerta del fondo al cerrarse. Pensé que el deseo de Ana de imponerse a todo el mundo debía de ser en verdad poderoso si le hacía demorarse para atormentar a su propio hermano la misma noche que iba a yacer con el rey.

Volvió al alba, arrebujada en sus ropas, igual que solía hacer yo. Jorge la acompañó de vuelta, la desnudamos juntos y la metimos en la cama. Estaba demasiado débil para hablar.

—Así que está hecho —dije mientras ella cerraba los ojos.

—Varias veces, diría yo —dijo Jorge—. Esperé fuera de la cámara, dormido en la silla y me despertaron un par de veces con sus gritos y jadeos. Dios quiera que salga un heredero de ello.

—¿Y seguro que se casará con ella? ¿No se cansará ahora que la tiene?

—No hasta dentro de seis meses. Y ahora ella conseguirá algo de placer y no tendrá que esforzarse en rechazarlo. Durante un tiempo quizá sea más dulce con él y (Dios quiera) con nosotros.

—Si es mucho más dulce contigo, se meterá en tu lecho igual que en el del rey.

—Estaba caliente —dijo Jorge. Se estiró, bostezó y me sonrió perezosamente desde su crecida estatura—. Y no podía desahogarse con nadie más. Estaba caliente. Una vez que se le haya pasado quiera Dios que tenga un bebé en el vientre, un anillo en el dedo y una corona en la cabeza. ¡Vivat Anna! Y ojo por ojo. Está hecho.

Dejé a Ana durmiendo y pensé que si iba a los aposentos de mi tío a esas horas de la mañana podría ver a William Stafford. El castillo estaba en plena actividad, los caminos que daban a la cocina estaban abarrotados de carros cargados de leña y carbón de los bosques, frutas y verduras del mercado y carne, leche y queso de las granjas. En los aposentos de mi tío se percibía el trajín del personal de servicio de una gran casa preparándose para la jornada. Las doncellas habían acabado de barrer y fregar la cámara de audiencias y los mozos acarreaban leños a las chimeneas y soplaban las brasas para que ardieran.

Los gentileshombres de mi tío estaban acomodados en media docena de habitaciones pequeñas fuera del gran salón, sus hombres de armas dormían en el cuarto de guardia. William podía estar en cualquier sitio. Crucé la cámara de audiencias, saludé con la cabeza a un par de gentileshombres que conocía e intenté simular que esperaba ver a mi tío o a mi madre.

La puerta de la cámara privada de mi tío se abrió y Jorge salió precipitadamente.

—Ay, Dios —dijo al verme—. ¿Ana aún está dormida?

—Lo estaba cuando la dejé.

—Ve y despiértala. Dile que el clero, o al menos un número suficiente de ellos, se ha sometido al rey, lo cual significa que hemos ganado, pero Tomás Moro ha anunciado que dimite de su cargo. El rey se enterará hoy en misa, cuando reciba la carta de Moro, pero hay que avisarla de antemano. Es probable que el rey se lo tome a mal.

—¿Tomás Moro? —repetí—. Pero creía que era partidario nuestro.

Mi hermano chasqueó la lengua en señal de desaprobación ante mi ignorancia.

—Prometió al rey que nunca haría ningún comentario público sobre la disolución del matrimonio. Pero es obvio lo que opina, ¿no? Es un abogado, una persona lógica, difícil de convencer por la distorsión de la realidad que han hecho cien universidades de Europa.

—Pero ¿no quería la reforma de la Iglesia? —pregunté. No era la primera vez que estaba a la deriva en el mar de la política, elemento natural de mi familia.

—La quiere reformada, no desgajada y encabezada por el rey —repuso mi hermano rápidamente—. ¿Quién sabe mejor que Tomás Moro que el rey no es la persona adecuada para hacer de papa? Lo conoce desde la infancia. Nunca aceptará a Enrique como sucesor de san Pedro —añadió con una risita—. Es una idea ridícula.

—¿Ridícula? Creía que la apoyábamos.

—Claro que lo hacemos —dijo—. Así Enrique puede ordenar su propio matrimonio, casarse con Ana. Pero nadie más que un necio encontraría la más mínima justificación para ello, ni por ley, ni por moral, ni por sentido común. Mira, María, no te preocupes. Ana comprende todo esto. Sólo vete, despiértala, dile que Tomás Moro dimite, que el rey lo sabrá esta mañana y que, por tanto, debe estar tranquila. Eso es lo que ha dicho nuestro tío. Ana debe estar tranquila.

Me volví para hacer lo ordenado, y justo en ese momento William Stafford entró en el salón, encogido en su jubón. Se detuvo al verme y me dedicó una profunda inclinación.

—Lady Carey —dijo. Se inclinó ante mi hermano—. Lord Rochford.

—Ve —dijo mi hermano, dándome un empujoncito, ignorando a William—. Ve y díselo.

No podía hacer otra cosa que apresurarme a salir de la estancia sin ni siquiera poder tocar la mano de William y decirle «buenos días».

Ana y el rey se encerraron la mayor parte de la mañana a considerar las posibles consecuencias de la dimisión de Tomás Moro. Mi padre y mi tío estaban con ellos, y Crammer, el secretario Cromwell y todos los hombres partidarios de la causa de Ana, todos determinados a que el rey se quedara con el poder y los beneficios de la Iglesia de Inglaterra. Ana y el rey salieron a comer en muy buena armonía y ella se sentó a su derecha, como si ya fuera reina.

Después de comer, ambos fueron a su cámara privada tras despedir a todos. Jorge enarcó una ceja ante mí con una sonrisita, y susurró «Mientras salga un pequeño príncipe de ahí, ¿eh, María?» y continuó jugando a cartas con Francis Weston y un par más. Salí al jardín a sentarme al sol, a mirar el río, y advertí que añoraba a William Stafford.

Apareció de pronto ante mí, como si lo hubiera llamado.

—¿Me buscabais esta mañana?

—No —respondí, mintiendo tan rápido como una cortesana—. Buscaba a mi hermano.

—En cualquier caso, he venido a buscaros. Y me alegro de encontraros. Me alegro mucho, mi señora.

Me desplacé un poco en el asiento y le indiqué que se sentara junto a mí. En el instante que estuvo cerca sentí que se me aceleraba el corazón. Lo envolvía un aroma, un cálido y dulce aroma viril que emanaba de su pelo y su suave barba color castaño. Advertí que me estaba inclinando hacia él y me obligué a sentarme erguida.

—Voy con vuestro tío a Calais —dijo—. Quizá pueda serviros en algo durante el viaje.

—Gracias —dije.

Hubo un breve silencio.

—Lamento lo del patio de caballerizas —dije—. Temía que Ana nos viera juntos. Mientras tenga la tutela de mi hijo no oso ofenderla.

—Lo entiendo —repuso William—. Fue el momento justo: tenía agarrada vuestra botita de montar. No quería soltarla.

—No puedo ser vuestra amante —dije en voz muy baja—. Está claro que no.

Él asintió.

—Pero ¿me estabais buscando esta mañana?

—Sí —murmuré, siendo por fin sincera—. No podía seguir sin veros un minuto más.

—He estado todo el día rondando el jardín y por fuera de los aposentos de la marquesa, con la esperanza de veros. He estado por aquí tanto tiempo que pensé en coger una pala y hacer algo útil mientras tanto.

—¿Querías hacer de jardinero? —dije con un ataque de risa, pensando en el semblante de Ana si le anunciaba que estaba enamorada del hombre que cavaba en el jardín—. No ayudaría mucho.

—No —contestó él, compartiendo mi risa—. Pero he estado todo el día merodeando los aposentos de la marquesa. Algo tenía que hacer… María, ¿qué haremos? ¿Cuál es vuestro deseo?

—No lo sé —contesté, diciendo la pura verdad—. Me siento como si esto fuera un brote de locura que estoy pasando y que, si tuviera un amigo de verdad, me ataría hasta que se me pasara.

—¿Pensáis que pasará? —preguntó, como si fuera un punto de vista interesante que no hubiera considerado.

—Oh, sí —dije—. Es un capricho, ¿verdad? Sólo que nos ha ocurrido a ambos al unísono. Me he encaprichado de vos y si no me hubierais correspondido hubiera fantaseado un poco, puesto ojos de cordero degollado un tiempo y después lo hubiera superado.

—Eso me hubiera gustado —dijo, sonriendo al oírlo—. ¿No podríais hacerlo de todas formas?

—Nos reiremos de esto más tarde.

Esperaba que discutiera. En realidad, contaba con que argumentara que éste era un amor auténtico, un amor eterno, y que me persuadiera para que siguiera mi corazón a cualquier precio.

Pero él asintió.

—¿Un capricho, entonces? ¿Y nada más?

—Oh —dije, sorprendida.

—¿Cuándo esperáis recuperaros? —preguntó levantándose.

Me levanté. Me atraía como si todos los huesos de mi cuerpo necesitaran su contacto, independientemente de lo que dijera mi boca.

—Pensad un poco —dijo dulcemente, con la boca tan cerca de mi oído que su aliento movió un mechón de mi pelo—. Podríais ser mi amor, mi esposa. Tendríamos a Catalina. No os la quitarían. Y tan pronto como Ana tenga su propio hijo, os devolverá a Enrique, nuestro niño.

—No es nuestro niño —dije, tratando de aferrarme al sentido común con dificultad, bajo ese torrente de persuasión en voz queda.

—¿Quién le compró el primer poni? ¿Quién le hizo el primer barco de vela? ¿Quién le enseñó a saber la hora por la posición del sol?

—Vos —admití—. Pero nadie, aparte de nosotros, lo consideraría así.

—Él quizá sí.

—Sólo es un niño pequeño, no tiene ni voz ni voto. Y Catalina nunca lo tendrá. Sólo será otra Bolena que enviarán adonde ellos quieran.

—Entonces romped amarras vos misma y rescatemos a los dos niños. No seáis sólo otra Bolena ni un día más. Venid y sed la señora Stafford, la única y muy amada señora Stafford, señora absoluta de sus tierras y su pequeña granja, que aprende a hacer queso y desplumar un pollo.

Me reí e inmediatamente me cogió la mano y apretó el pulgar contra mi palma. A pesar de mí misma, mis dedos se cerraron sobre su mano y nos quedamos un momento así cogidos bajo el cálido sol, y pensé, como una muchacha perdidamente enamorada: «Esto es la gloria.»

Unos pasos se acercaron por detrás. Solté su mano como si me quemara y me volví velozmente. Gracias a Dios era Jorge y no la espía de su esposa. Miró mi rostro arrebolado y la expresión impasible de William y enarcó una ceja.

—¿Hermana?

—William me acaba de decir que mi montura se ha torcido un espolón —dije al azar.

—Le he puesto un emplasto —añadió William rápidamente—. Y lady Carey puede coger prestado uno de los caballos del rey mientras Jesmond se recupera. No será más de un día o dos.

—Muy bien —dijo Jorge. William se inclinó y nos dejó.

Le dejé marchar. No tenía la osadía, ni siquiera ante Jorge, a quien hubiera confiado cualquier otro secreto, de llamarlo para que volviera. William se alejó caminando, con los hombros algo tensos.

—¿Algún deseo conmueve a la encantadora lady Carey? —preguntó Jorge tras seguir mi mirada.

—Alguno —concedí.

—¿Es el don nadie que no significaba nada?

—Sí —contesté, sonriendo a mi pesar.

—Ni se te ocurra —replicó—. Entre hoy y el día de la boda, Ana debe estar inmaculada, especialmente ahora que yace con el rey. Todos estamos expuestos. Si sientes algún deseo por ese hombre, ocúltalo, hermana mía, ya que hasta que Ana se case debemos ser castos como ángeles, y ella, el primer serafín.

—Difícilmente me revolcaría en el heno con él —protesté—. Mi reputación es tan buena como la de cualquiera. Desde luego, mucho mejor que la tuya.

—Entonces dile que deje de mirarte como si quisiera comerte viva —dijo Jorge—. El hombre parece perdidamente enamorado.

—¿Sí? —dije, entusiasmada—. Oh, Jorge, ¿sí?

—Dios nos asista —dijo Jorge—. Más leña al fuego. Sí, me temo que sí. Dile que se lo guarde para sí mismo hasta que Ana esté casada y sea reina de Inglaterra. Luego podrás elegir tú misma.

En la cámara privada de Ana tenía lugar una pelea. Jorge y yo, que volvíamos de cabalgar, nos quedamos helados en la antesala y buscamos con la mirada a los gentileshombres de Enrique y las damas de Ana, quienes mantenían graciosamente la apariencia de no escuchar mientras aguzaban el oído para oír cada palabra a través de la gruesa puerta. Oí el grito de rabia de Ana sobre el murmullo de descontento de Enrique.

—¿Para qué las quiere? ¿Para qué? ¿O es que va a volver a la corte por navidades otra vez? ¿Va a sentarse en mi sitio y me vais a dejar tirada, ahora que me habéis poseído?

—¡Ana, por el amor de Dios!

—¡No! ¡Si me amarais un poco, no hubiera tenido que pedirlas! ¿Cómo puedo ir a Francia con otras joyas que no sean las de la reina? ¿Qué dirían si me llevarais a Francia como marquesa sin nada más que un puñado de diamantes?

—Son más de un puñado…

—¡No son las joyas de la corona!

—Ana, algunas se las compró su madre para su primer matrimonio, no tienen nada que ver conmigo…

—¡Tienen todo que ver contigo! Son las joyas de Inglaterra, otorgadas a la reina. Si voy a ser reina, entonces debo tenerlas. Si ella es la reina, entonces puede conservarlas. ¡Escoge!

Todos oímos el rugido de Enrique, era como si se sintiera acosado.

—Por el amor de Dios, mujer, ¿qué debo hacer para complaceros? ¡Habéis conseguido todos los honores con los que pueda soñar una mujer! ¿Qué deseáis ahora? ¿La cola de su vestido? ¿El tocado de su cabeza?

—¡Todo eso y más! —le replicó Ana a voz en grito.

Enrique abrió la puerta de golpe. Todos comenzamos a hablar tremendamente animados, nos callamos cuando lo vimos y le ofrecimos nuestras reverencias.

—Os veré a la hora de comer —dijo con tono glacial el rey a Ana volviendo la cabeza.

—No me veréis —dijo ella alzando la voz—. Porque ya me habré ido. Comeré de camino y merendaré en Hever. No me trataréis con desdén.

Él se volvió al momento y la puerta osciló a su paso. Todos nos estiramos para oír lo que no podíamos ver.

—No me dejaréis.

—No seré media reina —dijo ella apasionadamente—. O me poseéis o nada. O me amáis o nada. O soy toda vuestra o no seré de nadie. No os permitiré medias tintas, Enrique.

Oímos el frufrú de su vestido mientras él la estrujaba y su quedo gemido de deleite.

—Tendréis todos los diamantes de la Torre, sus diamantes y su barcaza también —prometió él con voz ronca—. Tendréis los deseos de vuestro corazón, ya que me habéis concedido el mío.

Jorge se adelantó y cerró la puerta.

—¿Alguien quiere jugar a las cartas? —preguntó alegremente—. Creo que tendremos que esperar un rato.

Hubo unas risas medio contenidas, alguien sacó un mazo de cartas y también un par de dados. Envié al paje corriendo a buscar a los músicos, para que hicieran algún ruido que ahogara cualquier gemido indiscreto que saliera de la cámara privada de Ana. Me desviví para asegurarme de que la corte estaba en acción mientras mi hermana y el rey hacían el amor. Hice todo lo posible para no pensar en la reina, trasladada a su nueva casa, menos cómoda, recibiendo a un mensajero del rey para que entregara sus joyas reales, sus propias sortijas, brazaletes y collares, cada uno de los pequeños detalles de amor regalados por él, porque mi hermana quería lucirlas en Francia.

Fue una expedición enorme, la mayor emprendida por la corte de Enrique desde la entrevista que éste mantuvo con Francisco I en el Campo del Paño de Oro; tan ostentosa en todos los sentidos como había sido ese acontecimiento legendario. Tenía que serlo. Ana estaba decidida a que todo lo que Catalina hubiera visto y hecho debía mejorarse; así que cabalgamos por Inglaterra, de Hanbury a Dover, como emperadores. Delante iba un escuadrón a caballo para apartar a los descontentos, pero el enorme número de caballos, carruajes, carros, soldados, servidores y gentes de toda laya que seguían a la comitiva, así como la belleza de las damas en la grupa de los caballos y los gentileshombres que las acompañaban, sumieron a la mayor parte del reino en un silencio atónito.

Cruzamos el Canal con tiempo despejado. Las damas iban bajo cubierta, Ana se retiró a su camarote y durmió la mayor parte del viaje. Los gentileshombres estaban en cubierta, abrigados en sus capas de montar, mirando otros barcos en el horizonte y compartiendo jarras de vino caliente. Subí a cubierta, me incliné sobre la borda, contemplé el movimiento de las olas y escuché el crujido de las cuadernas.

Una mano cálida cubrió la mía.

—¿Estáis bien? —preguntó William Stafford, susurrando en mi oído—. ¿No tenéis mareo?

—En absoluto, gracias a Dios —contesté, volviéndome con una sonrisa—. Pero todos los marineros dicen que es una travesía muy tranquila.

—Dios quiera que siga así.

—¡Oh! ¡Mi caballero andante! ¿No me digáis que estáis enfermo?

—No mucho —contestó a la defensiva.

Lo hubiera abrazado. Pensé un instante en la prueba de amor que supone que el amado no sea totalmente perfecto. Nunca hubiera pensado que me atraería un hombre que padeciera mareo y, aun así, allí estaba, deseando traerle vino especiado y arroparlo.

—Venid y sentaos —dijo.

Eché un vistazo alrededor. Pasábamos inadvertidos, tanto como era posible en una corte, verdadero filón de habladurías y escándalos. Lo conduje hasta una pila de velas enrolladas e hice que se recostara contra el mástil. Lo acurruqué en su capa tan cuidadosamente como si fuera mi hijo Enrique.

—No me abandonéis —dijo en un tono tan lastimero que, por un momento, pensé que bromeaba, pero me encontré una mirada de tan límpida inocencia que le toqué las mejillas con mis fríos dedos.

—Sólo voy a por algo de vino caliente especiado —dije.

Fui a la cocina, donde los cocineros calentaban vino y cerveza y servían trozos de pan, y cuando volví, William se movió para que pudiera sentarme a su lado, sobre las velas enrolladas. Sostuve la copa mientras comía un poco de pan y luego compartimos el vino, sorbo a sorbo.

—¿Estáis mejor?

—Por supuesto, ¿puedo hacer algo por vos?

—No, no —me apresuré a responder—. Sólo me alegro de que os encontréis mejor. ¿Queréis que vaya a por más vino?

—No —respondió—. Gracias. Creo que me gustaría dormir.

—¿Podréis dormir recostado contra el mástil?

—No, no creo.

—¿Y si os tumbáis sobre las velas?

—Las estropearía.

Eché un vistazo. La mayoría se habían pasado a la amura de sotavento y dormían o jugaban. Estábamos casi solos.

—¿Os sostengo?

—Eso me gustaría —dijo en voz queda como si estuviera casi demasiado enfermo para hablar.

Intercambiamos asientos, yo me recosté contra el mástil y luego él apoyó su hermosa cabeza rizada sobre mi regazo, me rodeó la cintura con los brazos y cerró los ojos.

Me quedé sentada acariciándole el cabello, admirando la suavidad de su barba, sus pestañas. Su cabeza cálida pesaba sobre mi regazo, sus brazos me apretaban la cintura. Sentí la total satisfacción que siempre me embargaba cuando estábamos cerca. Era como si mi cuerpo lo hubiera añorado toda la vida, independientemente de lo que mi mente hubiera estado pensando; y que, por fin, lo tuviera.

Alcé la cabeza y sentí la fría brisa marina en las mejillas. El balanceo del barco, el crujido ahogado y el silbido del viento sobre las velas y escotas parecían acunarte. El sonido se fue haciendo cada vez más inaudible mientras me quedaba dormida.

Me desperté ante la calidez del contacto. Su cabeza acurrucada en mi entrepierna rozaba mis muslos, sus manos exploraban dentro de la capa, tocándome los brazos, la cintura, el cuello, los senos. Mientras abría los ojos medio dormida, inundada de sensaciones, alzó la cabeza y me besó el cuello, las mejillas, los párpados y finalmente, con pasión, la boca. La suya era cálida, dulce y persistente, deslizó la lengua entre mis labios y desperté. Quería comérmelo, bebérmelo, quería que me besara y luego me aplastara contra las tablas pulidas de la cubierta, que me poseyera, allí mismo, y no me dejara marchar nunca.

Cuando aflojó el abrazo e iba a soltarme, fui yo quien rodeé su cabeza con las manos y volví a acercar su boca. Fue mi deseo el que nos hizo seguir, no el suyo.

—¿Hay un camarote? ¿Una litera? ¿Algún lugar adonde podamos ir? —me preguntó, jadeante.

—Las damas ocupan todo el espacio bajo cubierta, y yo cedí mi litera.

Dio un leve gemido de deseo frustrado y después se mesó los cabellos y se rió de sí mismo.

—¡Santo Dios, parezco un paje excitado! —dijo—. Me estremezco de deseo.

—Yo también —dije—. Oh, Dios, yo también.

—Espera aquí —dijo William. Se levantó y desapareció en el casco del barco. Volvió con una copa de cerveza, que me ofreció a mí primero, y luego dio un largo trago.

—María, debemos casarnos. O deberéis aceptar la responsabilidad de que me vuelva loco.

—Oh, amor mío —dije con una débil sonrisa.

—Sí, lo soy —dijo fervorosamente.

—¿Que sois qué?

—Soy vuestro amor. Decidlo otra vez.

Iba a negarlo pero reconocí que estaba harta de no aceptar la verdad.

—Mi amor.

Sonrió al oírlo, como si eso lo colmara.

—Venid aquí —dijo, abriendo su capa como una ala, señalando la borda del barco. Fui con él obedientemente, me quedé a su lado, él pasó el brazo y la capa sobre mis hombros y me mantuvo abrazada estrechamente. Al abrigo de la capa deslicé la mano por su cintura y, sin ser vista por nadie excepto las gaviotas, apoyé la cabeza en su hombro y nos quedamos allí, balanceándonos con el movimiento del barco, cadera contra cadera, durante un largo y tranquilo rato.

—Y allí está Francia —dijo al cabo.

Miré hacia delante, vi la oscura silueta de la tierra y luego, gradualmente, el muelle, los mástiles de los barcos y los muros de la fortaleza inglesa de Calais.

—Iré a vuestro encuentro cuando estemos instalados —dijo soltándome a su pesar.

—Os buscaré.

Nos apartamos. Todos subían a cubierta, maravillados ante la placidez de la travesía, mirando hacia Calais.

—¿Ya estáis bien? —dije, sintiendo que esa intimidad apasionada había cedido ante la habitual frialdad de mi vida.

—Ah, mi mareo, lo había olvidado —dijo William. Tuvo el detalle de parecer momentáneamente confundido.

—¿No estabais mareado? —pregunté, dándome cuenta de que me había engañado—. ¡Claro que no! ¡Ni por un momento! Todo ha sido un ardid para que me sentara con vos, os arropara y os tuviera en brazos mientras dormíais.

Tenía una expresión deliciosa de vergüenza. Dejó caer la cabeza como un niño regañado y luego vi el fulgor de su sonrisa.

—Pero decidme, lady Carey. ¿No habéis pasado las seis horas más felices de vuestra vida? ¿O no?

Me mordí la lengua. Me detuve y pensé. En mi vida había habido una docena de momentos felices. Había sido la querida de un rey, reclamada por un esposo cariñoso y la hermana triunfante durante muchos años. Pero ¿las seis horas más felices?

—Sí —contesté con sencillez, otorgándole todo—. Éstas han sido las seis horas más felices de mi vida.

Atracamos el barco, y todos, el capitán del puerto, marineros y estibadores, bajaron al muelle a ver el desembarco del rey y de Ana en aquel suelo inglés y a aclamarlos. Todos fueron a oír misa a la capilla de San Nicolás. El gobernador de Calais trató a Ana con la misma cortesía que a una reina coronada. Pero si bien el gobernador hizo y dijo todo lo que pudo para apaciguar la ansiosa necesidad de reafirmarse de Ana, el rey de Francia no era tan dócil y Enrique tuvo que dejarla en Calais mientras él seguía el viaje para encontrarse con Francisco I.

—Es tan necio —murmuró Ana para sí mientras miraba por la ventana del castillo de Calais cómo Enrique, cabalgando al frente de sus hombres de armas inclinaba la cabeza en reconocimiento a la multitud y se volvía en la silla para saludar con la mano, con la esperanza de que ella estuviera mirando.

—¿Por qué?

—Debe de ser que la reina de Francia no quiere recibirme. Es una princesa española, como Catalina. Y también permite que la reina de Navarra se niegue a recibirme. Nunca debería habérselo preguntado, pero le dio la oportunidad de decir que no.

—¿Dijo por qué no? Siempre era muy amable con nosotras cuando éramos pequeñas.

—Dijo que mi comportamiento era un escándalo —contestó Ana—. Santo Dios, qué aires se dan cuando están casadas y seguras. Se diría que ninguna de ellas tuvo que luchar.

—¿Entonces no veremos a Francisco I?

—No podemos tener ningún encuentro oficial —dijo Ana—. No hay ninguna dama para recibirme —añadió. Repiqueteó con los dedos sobre la repisa de la ventana—. Catalina fue recibida por la reina de Francia en persona y ahora todos comentan lo amigas que eran.

—Bueno, aún no eres reina —dije irreflexivamente.

—Sí —replicó con una mirada glacial—. Lo sé. Me he dado cuenta durante los últimos seis años. He tenido tiempo para advertirlo, gracias. Pero lo seré. Y la próxima vez que vuelva a Francia como reina haré que se arrepienta de su ofensa, y cuando Margarita de Navarra quiera casar a sus hijos con los míos, no olvidaré que me consideró motivo de escándalo. —Me miró con dureza—. Y no olvidaré que siempre te apresuras a hacerme notar que aún no soy reina.

—Ana, sólo decía…

—Entonces deberías quedarte callada y, por una vez, intentar pensar antes de hablar —me soltó.

Enrique devolvió la invitación al rey Francisco I y, durante dos días, las damas de compañía, encabezadas por Ana, tuvimos que contentarnos con asomarnos a mirar a hurtadillas al rey francés por las ventanas de la fortaleza de Calais para no ver más su coronilla de toda su legendaria apostura. Yo esperaba que Ana estuviera rabiosa por ser excluida, pero era todo sonrisas, y cuando Enrique iba a su habitación todas las noches después de cenar, era bienvenido con tan buen talante que me confirmaba que planeaba algo.

Nos hizo ensayar un baile especial que comenzaba ella y luego incluía a los invitados. Era obvio que planeaba entrar en el banquete que Enrique brindaba al rey de Francia y bailar con él.

Algunas de las damas más jovencitas se maravillaban de que osara ir contra las reglas, pero yo sabía que el rey habría aprobado su plan. La sorpresa del rey cuando entrara sería tan falsa como todo el asombro que la reina Catalina había aprendido a representar cuando su esposo entraba disfrazado en sus aposentos. Me sentí vieja y cansada al pensar que durante años habíamos simulado no reconocer al rey, que ahora Ana jugaba los mismos juegos y que la corte aún tenía que admirarlos.

A pesar de que yo debía cabalgar con Ana por la mañana y bailar con ella y con las damas a la tarde, encontré tiempo a mediodía para ir por las calles de Calais, donde, en una pequeña taberna, estaba William Stafford esperándome. Me condujo dentro, lejos de los ojos entrometidos de la calle, y puso una jarra de sidra ante mí.

—¿Todo bien, amor mío? —me preguntó.

—Sí —contesté sonriendo—. Sí. ¿Y tú?

—Mañana saldré a caballo con vuestro tío, me han hablado de unos caballos que igual le interesan. Pero los precios son absurdos. Todos los granjeros de Francia han decidido desplumar a algún lord inglés, por si no vuelven.

—Dijo que quizá os nombraría jefe de su caballeriza. Eso nos iría bien, ¿verdad? —pregunté con tono ensoñador—. Podríamos vernos con más facilidad si estuvierais a cargo de mi caballo, podríamos cabalgar juntos.

—Y casarnos, por supuesto —repuso, burlándose de mí—. Vuestro tío estaría encantado de que el jefe de caballerizas se desposara con su sobrina. No, amor mío, no nos iría nada bien. No creo que tengamos ninguna salida en la corte —dijo, rozándome la mejilla—. No quiero veros cada día por azar. Quiero veros noche y día por estar casados y viviendo en la misma casa.

Enmudecí.

—Esperaré —dijo William—. Sé que ahora no estáis preparada.

—No es que no os ame —dije, alzando la mirada hacia él—. Son los niños, mi familia y Ana. Sobre todo Ana. No sé cómo dejarla.

—¿Es que os necesita? —preguntó, sorprendido.

—¡Santo Dios! ¡No! —respondí con un amago de risa—. Pero no me permitirá marchar. Me necesita al alcance de su vista, para sentirse resguardada. —Me detuve, incapaz de explicarle la larga y resuelta rivalidad entre nosotras—. Cualquier triunfo que consiga será a medias si yo no estoy allí para verlo. Y si algo me va mal, cualquier detalle o humillación lo percibirá inmediatamente e incluso lo vengará con rapidez, pero en lo hondo de su corazón se alegra si sabe que me he llevado un disgusto.

—La describís como un demonio.

—Ojalá pudiera decir que es una bruja —confesé, y reí de nuevo—. Pero a decir verdad a mí me pasa igual. La envidio tanto como ella a mí. Aunque la he visto ascender cada vez más. Ahora nunca lo haré mejor que ella. He llegado a aceptarlo. Sé que atrapó y retuvo al rey cuando yo no pude. Pero también sé que realmente no lo quería. Una vez que tuve a mi hijo no quería más que estar con mis niños y alejada de la corte, y el rey es tan…

—¿Tan? —apremió él.

—Tan deseoso. No sólo de amor, sino de todo. Él mismo es como un niño, y cuando tuve un hijo propio, un niño de verdad, advertí que no tenía paciencia con un hombre que quería divertirse como un niño. Cuando vi que el rey Enrique era tan egoísta como su hijo pequeño, no pude seguir amándolo. Me exaspera.

—Pero no lo abandonasteis.

—No se abandona al rey —dije—. Es el rey quien te abandona.

William asintió, reconociendo la verdad que encerraban aquellas palabras.

—Pero cuando me dejó por Ana, lo hizo sin ningún arrepentimiento. Y ahora, cuando bailo con él, o como con él, o paseo y hablo con él, hago mi trabajo de cortesana. Le dejo creer que es el hombre más delicioso del mundo, lo miro, le sonrío y le doy todas las razones para pensar que aún sigo enamorada de él.

—Pero no lo estáis —puntualizó William. Me rodeó la cintura con su brazo y me apretujó.

—Dejadme —susurré—. Me apretáis demasiado fuerte.

Estrechó un poco más su abrazo.

—No —dije—, claro que no estoy enamorada de él. Hago mi trabajo como una buena Bolena, como una buena cortesana de la casa Howard. Claro que no lo amo.

—¿Y amáis a alguien? —preguntó en tono casual. Me estrechaba más fuertemente que nunca.

—A nadie —respondí provocativamente.

Con un dedo bajo la barbilla me forzó a alzar el rostro, y su brillante mirada me escudriñó como si viera mi alma.

—A un don nadie —respondí.

Su beso, cuando llegó, fue tan ligero en mi boca como la caricia de una piel cibelina.

Ésa noche Enrique y Francisco cenaron en el Staple Hall en privado. Las damas de compañía, encabezadas por Ana, se escabulleron del castillo vestidas con capas sobre los magníficos vestidos y capuchas sobre los tocados. Nos reunimos en la antecámara, nos quitamos las capas y nos ayudamos entre nosotras a ponernos los dominós dorados, las máscaras y los tocados dorados. No había espejos en la sala, por lo que no vi qué aspecto ofrecíamos, pero las que me rodeaban eran un resplandor dorado y supuse que yo relucía entre ellas. Ana en particular parecía opulenta y salvaje, con sus ojos oscuros brillando tras las rendijas de la máscara de oro con forma de cabeza de halcón y el cabello cayéndole sobre los hombros, bajo el velo dorado del tocado.

Esperamos en fila y luego entramos corriendo para bailar. Enrique y el rey Francisco no podían apartar los ojos de ella. Yo bailé con sir Francis Weston, quien me susurraba procacidades al oído en francés, con el pretexto de simular que era una dama francesa que aceptaría tales invitaciones. Vi que Jorge bailaba con otra mujer, por no bailar con su esposa.

El baile finalizó y Enrique se volvió hacia una de las bailarinas y le alzó el velo, luego, ceremoniosamente, fue alrededor de la estancia desvelando a todas las damas enmascaradas y por último a Ana.

—Ah, la marquesa de Pembroke —dijo el rey Francisco con toda la apariencia de estar sorprendido—. Cuando os conocí erais la señorita Ana Bolena y, ya entonces, la jovencita más bonita de mi reino, igual que ahora sois la mujer más hermosa de la corte de mi amigo Enrique.

Ana sonrió y volvió la cabeza hacia Enrique para sonreírle también.

—Sólo había una joven que pudiera compararse con vos, y era la otra Bolena —dijo el rey Francisco, buscándome con la mirada. El momento triunfal de Ana se disolvió abruptamente y ella me hizo un gesto para que me adelantara, el mismo gesto con el que me indicaría que me aproximara al patíbulo.

—Mi hermana, Su Majestad —dijo—. Lady Carey.

—Enchanté —susurró, seductor, y me besó la mano.

—¡Bailemos de nuevo! —dijo Ana de pronto, irritada ante cualquier atención que se me prestara. Los músicos atacaron un acorde al instante, y durante el resto de la noche la corte se divirtió y todos se tomaron muchas molestias para asegurarse de que Ana estuviera contenta.

La tarde siguiente concluía la visita oficial a Francia y nos pasamos esa mañana empaquetando los enseres para la vuelta a casa. El viento soplaba en contra y tuvimos que quedarnos en Calais. Cada mañana se enviaba a alguien a preguntar al capitán del barco si podíamos zarpar. Ana y Enrique cazaban y se entretenían como si estuvieran en Inglaterra. En realidad mejor, ya que en Francia no había nadie que resoplara cuando Ana cabalgaba por la calle o gritara «ramera» delante de sus narices. Y, debido al retraso, William y yo éramos libres para encontrarnos.

Íbamos todas las tardes a caballo a una playa de arena, al oeste del pueblo, que se alargaba todo lo que abarcaba la vista. En ocasiones, los caballos querían galopar a la orilla del mar y les permitíamos correr. Luego cabalgábamos sobre las dunas y William me bajaba de la silla, extendía su capa en el suelo y nos tumbábamos juntos. Nos abrazábamos y besábamos, susurrándonos cosas hasta que yo estaba a punto de llorar de deseo.

Muchas tardes estuve tentada de desatar los cordones de sus calzas y dejar que me poseyera sin más, como una campesina, bajo el sol, con los gritos de las gaviotas como única distracción. Me besaba hasta que me dejaba la boca reseca y los labios hinchados y agrietados. Luego, cuando cenaba con las otras damas, al poner los labios sobre el cristal frío para beber aún sentía las magulladuras de sus mordiscos apasionados. Me acariciaba todo el cuerpo, sin vergüenza. Desataba la espalda del corsé, para poder bajarlo hasta mis caderas y acariciarme los senos desnudos. Inclinaba su cabeza rizada y morena, y me lamía hasta que gritaba de placer, y yo pensaba que seguiría alcanzando cada vez más placer hasta no poder soportar otro momento más, y después metía la cabeza contra mi vientre y me mordía el ombligo. Yo me estremecía de dolor, lo empujaba y me encontraba gritando y peleando con él.

Me acurrucaba en él y William se quedaba tumbado, inmóvil, junto a mí, largo rato, hasta que mi apetito por él menguaba un poco. Luego me daba la vuelta y pegaba su largo cuerpo enjuto a mi espalda, me quitaba la capucha y apartaba un mechón de pelo para mordisquearme la nuca, y se apretaba contra mí para que sintiera su virilidad a través del vestido y las enaguas. Yo reconozco que apretaba a mi vez como una zorra, como si le rogara que lo hiciera, y lo hiciera sin mi permiso, ya que yo no podía decir «sí». Y sabe Dios que no iba a decir «no».

Empujaba contra mí, hacía una pausa y volvía a empujar, y yo apretaba a mi vez, sabiendo y deseando qué pasaría después. Todo iría cada vez más rápido y yo me descubriría a mí misma subiendo hacia la cima del placer y llegando a un punto donde no podría detenerme, quisiera o no: y entonces, antes de alcanzar el clímax, se detendría, daría un leve suspiro y volvería a acostarse a mi lado, y me acercaría a su lado para besarme los párpados y abrazarme hasta que dejara de temblar.

Cada día, ya que el viento soplaba desde el mar, reteniendo a los barcos en el puerto, salíamos a cabalgar a las dunas de arena y hacíamos el amor, pero no era hacer el amor sino el más apasionado de los cortejos. Y cada día tenía la esperanza, a mi pesar, de que ese día sería el día en que yo diría en un murmullo «sí» o él me forzaría a hacerlo. Pero todos los días se detenía justo un segundo, justo un instante antes de mi consentimiento, me envolvía en sus brazos y me calmaba como si yo sufriera dolores atroces en vez de deseo. Muchos días no podía diferenciar entre uno y otro.

El duodécimo día salimos andando con los caballos hacia la playa, William se detuvo repentinamente y alzó la mirada.

—Ha cambiado el viento.

—¿Qué? —pregunté como una estúpida. Aún estaba encandilada de placer. No sabía que había viento. A duras penas era consciente de la arena bajo las botas de montar, de las grandes olas de la playa, del calor del sol vespertino sobre mis mejillas.

—Es terral —dijo—. Podrán izar velas.

—¿Velas? —repetí, apoyando el hombro en el cuello del caballo. Él se volvió, advirtió mi expresión y se rió de mí.

—Oh, amor mío, qué lejos estáis de aquí, ¿verdad? ¿Recordáis que no podemos hacernos a la mar para ir a Inglaterra porque esperamos un viento favorable? El viento ha cambiado. Zarparemos mañana.

Las palabras, al fin, calaron en mi entendimiento.

—Entonces, ¿qué haremos?

Enlazó las riendas de su caballo en el brazo y vino hacia el mío para ayudarme a subir a la silla.

—Izar velas, supongo —dijo. Cruzó las manos bajo mi bota y me aupó a la silla de montar. Todo el cuerpo me dolía, era deseo insatisfecho, más deseo, otro día de deseo, doce días de deseo insatisfecho.

—¿Y luego qué? —insistí—. No podemos encontrarnos así en Greenwich.

—No —convino.

—¿Cómo quedaremos?

—Podéis encontrarme en el patio de las caballerizas, o puedo encontraros en el jardín. Siempre nos hemos arreglado, ¿no? —dijo. Montó en su corcel. No temblaba como yo.

—No quiero que nos encontremos así —repuse. No hallaba las palabras adecuadas.

William se ajustó el estribo de cuero, frunció el ceño ligeramente, luego lo desarrugó y me ofreció una sonrisa educada, bastante distante.

—Puedo escoltaros a Hever en verano —me ofreció.

—¡Eso es dentro de siete meses! —exclamé.

—Sí —respondió. Me acerqué con el caballo, no podía creer que le fuera indiferente.

—¿No queréis que nos encontremos todas las tardes así? —pregunté.

—Sabéis que sí.

—Entonces, ¿cómo lo haremos?

—No lo creo posible —dijo cuidadosamente, con una sonrisita medio burlona—. Hay demasiados enemigos de los Howard que informarían rápidamente de vuestro comportamiento. Hay demasiados espías en el séquito de vuestro tío que no tardarían en descubrirme. Hemos tenido suerte, hemos tenido nuestros doce días, y han sido muy dulces. Pero no creo que podamos volver a tenerlos en Inglaterra.

—Ah.

Volví la cabeza del caballo y sentí cómo el sol me calentaba la espalda. Las olas casi nos mojaban y mi montura, algo inquieta, se asustaba un poco cuando le salpicaban los espolones y las rodillas. No podía controlarla, no podía dominarla. No podía dominarme.

—Creo que no me quedaré al servicio de vuestro tío —dijo William, acercando su caballo al mío.

—¿Qué?

—Creo que me iré a mi granja y probaré qué tal se me da ser granjero. Todo está allí, esperándome. Estoy cansado de la corte. No sirvo para este tipo de vida. Soy un hombre demasiado independiente para servir a un señor, aunque sea de una gran familia como la vuestra.

Me erguí un poco. El orgullo de los Howard me ayudó. Eché los hombros hacia atrás y alce la barbilla.

—Como deseéis —dije tan fríamente como él.

Asintió y dejó que su caballo se retrasara un poco. Cabalgamos hacia los muros del pueblo como una dama y su escolta. Lejos quedaban los amantes extasiados de la arena, éramos una Bolena y un siervo de los Howard de vuelta a la corte.

La puerta de Calais aún estaba abierta, aún no había anochecido, y subimos a caballo hasta el castillo, entre las calles adoquinadas. El puente levadizo estaba bajado. Seguimos directos al patio de las caballerizas. Los hombres lavaban a los caballos y los frotaban con puñados de paja. El rey y Ana habían vuelto media hora antes y paseaban a sus monturas para que se enfriaran antes de darles de comer y beber. No había ninguna oportunidad para una conversación privada.

William me bajó de la silla y, ante el contacto de sus manos en mi cintura y su cuerpo contra el mío, me desbordó un vehemente deseo por él, tan agudo que di un gritito de dolor.

—¿Estáis bien? —me preguntó, dejándome en pie.

—¡No! —respondí con fiereza—. No estoy bien. Sabéis que no.

Él también estaba demasiado alterado en ese momento. Me cogió la mano y me hizo volverme hacia él.

—Como os sentís ahora es como yo me he sentido durante meses —me espetó con tono apasionado—. Como os sentís ahora es como me he sentido noche y día desde la primera vez que os vi, y espero sentir lo mismo durante el resto de mi vida. Pensadlo, María. Y me mandáis llamar. Me mandáis llamar cuando sepáis que no podéis vivir sin mí.

Liberé mi mano de la suya y eché a andar. Casi esperaba que me siguiera pero no lo hizo. Caminé tan despacio que aunque sólo hubiera susurrado mi nombre lo hubiera oído y me hubiera vuelto. Eché a andar, aunque mis pies se arrastraban a cada paso. Entré por el arco de la puerta del castillo, aunque cada centímetro de mi cuerpo gritaba que me quedara con él.

Quería ir a mi habitación y llorar, pero en cuanto entré en el gran vestíbulo, Jorge se levantó de una silla y dijo:

—Te he estado esperando. ¿Dónde has estado?

—Cabalgando —dije secamente.

—Con William Stafford —me acusó.

—Sí —dije. Dejé que me viera los ojos rojos y el temblor de la boca—. ¿Y?

—Ay, Dios —dijo Jorge, fraternal—. Dios mío, no, estúpida zorrita. Vete, lávate y borra esa mirada del rostro, cualquiera podría adivinar qué habéis estado haciendo.

—¡No he hecho nada! —exclamé en un súbito arrebato—. ¡Nada! ¡Y he hecho muy bien!

—Está bien —dijo Jorge, vacilante—. Apresúrate.

Fui a mi habitación, me eché agua en los ojos y me sequé la cara con un lienzo. Cuando fui a la cámara de audiencias de Ana había media docena de damas jugando a cartas, y Jorge esperaba, muy sombrío, en la jamba de la ventana.

Recorrió la estancia con una rápida mirada cautelosa, luego metió mi mano por debajo de su brazo y me condujo a la galería elevada que corría paralela al gran salón.

—Os han visto —dijo—. No pensarías que te saldrías con la tuya.

—¿Con qué?

Se detuvo inmediatamente y me miró con una gravedad que nunca antes le había visto.

—No seas descarada —me recriminó—. Te vieron saliendo de las dunas con la cabeza sobre su hombro, su brazo rodeándote la cintura y tu melena al viento. ¿No sabes que nuestro tío tiene espías por todas partes? ¿Creías que tenías posibilidades de que no te pillaran?

—¿Qué va a pasar? —pregunté, amedrentada.

—Nada, si acaba aquí. Por eso te lo digo yo, y no nuestro padre o nuestro tío. No quieren saber nada. Así que no lo saben. Es sólo entre tú y yo, y no debe salir de aquí.

—Lo amo, Jorge —dije en voz muy baja.

Él bajó la cabeza y corrió por la galería, arrastrándome con él.

—Eso no significa nada para gente como nosotros. Lo sabes.

—No puedo dormir, no puedo comer, no puedo hacer otra cosa que pensar en él. De noche sueño con él, espero verlo durante todo el día, y, cuando efectivamente lo veo, el corazón me da un vuelco y pienso que me desmayaré de deseo.

—¿Y él? —preguntó Jorge, intrigado a su pesar.

—Creí que sentía lo mismo —contesté. Volví la cabeza para que no viera mi expresión de dolor—. Pero hoy, cuando cambió el viento, dijo que zarparíamos para Inglaterra y que no podríamos seguir viéndonos como aquí.

—Bueno, tiene razón —dijo Jorge despiadadamente—. Y si Ana hubiera hecho su trabajo, ni tú ni otra media docena de damas hubierais estado coqueteando con los hombres de la escolta.

—No es así —repliqué—. No es un hombre de la escolta. Es el hombre que amo.

—¿Te acuerdas de Henry Percy? —me preguntó Jorge.

—Por supuesto.

—Estaba enamorado. Más que eso, estaba comprometido. Más que eso, estaba casado. ¿Eso lo salvó? No. Está en Northumberland, casado con una mujer que lo aborrece, aún enamorado, aún con el corazón destrozado, aún sin esperanzas. Puedes escoger. Puedes estar enamorada y con el corazón destrozado, o sacar lo mejor que puedas.

—¿Como tú? —dije.

—Como yo —reconoció. Involuntariamente, miró abajo de la galería, donde sir Francis Weston estaba inclinado sobre el hombro de Ana siguiendo una partitura. Sir Francis notó nuestra mirada fija en él y alzó la vista. Por una vez olvidó sonreírme, devolvió la mirada a mi hermano y en ella había una profunda intimidad.

—Nunca sigo mi deseo, nunca lo consulto —dijo Jorge con tristeza—. He dado prioridad a mi familia y me cuesta el corazón todos los días de mi vida. No hago nada que pueda avergonzar a Ana. El amor no existe para nosotros, los Howard. Somos cortesanos, lo primero y más importante. Nuestra vida está en la corte. Y en la corte no hay lugar para el auténtico amor.

Al ver que Jorge no le decía nada, sir Francis compuso una sonrisita distante y volvió a concentrarse en la música.

—Debes dejar de verlo —dijo Jorge, pellizcándome en la mano que apoyaba en su brazo—. Tienes que prometerlo por tu honor.

—No puedo prometerlo por mi honor, porque no tengo honor —repuse con tono sombrío—. Estuve casada con un hombre y le puse cuernos con el rey. Volví con él y murió antes de tener la ocasión de decirle que quizá lo amaba. Y ahora, cuando encuentro a un hombre a quien podría amar en cuerpo y alma, me pides que prometa por mi honor no verlo: y, en efecto, lo prometo. Por mi honor. Porque a ninguno de nosotros tres nos queda honor.

—Bravo —dijo Jorge. Me cogió por los brazos y me besó en la boca—. Sabes, tener el corazón destrozado te favorece. Estás divina.

Zarpamos al día siguiente. Busqué a William en cubierta y cuando vi que ponía gran cuidado en no mirarme bajé con las otras damas, me hice un ovillo entre unos cojines y me puse a dormir. Por encima de todo quería dormir, sólo dormir, medio año seguido, hasta que pudiera ir a Hever a ver a mis niños de nuevo.