Verano de 1529

Tenía que ser el verano triunfal de Ana. El tribunal del cardenal Campeggio abrió finalmente la sesión para dirimir la cuestión, su decisión sería ley. El cardenal Wolsey era aliado declarado de Ana y su principal partidario, el rey de Inglaterra estaba tan enamorado como siempre y la reina, tras su momento triunfal, se había retirado de la corte.

Pero para Ana no había gozo. Cuando oyó que yo hacía los preparativos para ir a Hever a pasar el verano con mis hijos, entró en la habitación como si le pisaran los talones todos los demonios del infierno.

—No puedes dejarme mientras el tribunal del cardenal esté aún en sesión, tienes que estar a mi lado.

—Ana, no hago nada. No entiendo la mitad y el resto no quiero oírlo, todos esos cuentos sobre lo que dijo el príncipe Arturo la mañana después de la noche de bodas y todas esas habladurías del servicio. No quiero oírlo, no tiene sentido para mí.

—¿Crees que yo quiero?

Debería haber advertido la furia de su voz.

—Tienes que hacerlo, estás en la corte —dije razonablemente—. Pero acabarán pronto, ¿no? Dirán que la reina estuvo casada con el príncipe Arturo, que consumó el matrimonio y que el matrimonio entre ella y Enrique es nulo. Entonces estará hecho. ¿Para qué me necesitas aquí?

—¡Porque tengo miedo! —explotó de repente—. ¡Tengo miedo! Tengo miedo todo el tiempo. No puedes dejarme aquí sola, María. Te necesito aquí.

—Venga, Ana —dije, persuasiva—. ¿De qué tienes miedo? El tribunal no oye la verdad, ni la busca. Está a las órdenes de Wolsey, que es un hombre del rey hasta la médula. Y Wolsey está a las órdenes de Campeggio, quien tiene órdenes del papa de poner fin al asunto. Tu camino se extiende recto ante ti. Si no quieres quedarte aquí, en el palacio de Bridewell, entonces vete a tu casa nueva de Londres. Si no quieres dormir sola, tienes seis damas de compañía. Si temes por el rey y cualquier joven recién llegada a la corte, entonces ordénale que le diga que se vaya. Hace todo lo que quieres. Todo el mundo hace todo lo que quieres.

—¡Tú no! —dijo con voz aguda y resentida.

—No tengo por qué, sólo soy la otra Bolena. Sin dinero, sin marido, sin futuro a no ser que tú lo digas. Sin niños hasta que se me permite verlos. Sin hijo… —La voz me tembló un instante—. Pero se me permite ir a verlos, y voy a ir, Ana. No puedes detenerme. Ningún poder en el mundo puede detenerme.

—El rey puede hacerlo —me advirtió.

—Escucha esto, Ana —dije, volviendo el rostro en su dirección. Mi voz era como el acero—. Si le dices que me prohíba ver a mis hijos, me colgaré con tu cinturón de oro en tu palacio nuevo de Durham House y estarás maldita para siempre. Hay cosas demasiado grandes, hasta para ti, como para que juegues con ellas. No puedes impedir que vea a mis niños este verano.

—Mi hijo —remarcó.

Tuve que tragarme la rabia, que aguantarme las ganas de empujarla por la maldita ventana y dejar que se rompiera su cuello egoísta sobre las piedras de la terraza inferior. Tomé aliento y me controlé.

—Lo sé —dije con firmeza—. Y ahora voy con él.

Fui a despedirme de la reina. Estaba sola en sus aposentos, dando puntadas al enorme tapiz del altar. Vacilé en el umbral.

—Su Majestad, he venido a despedirme, me voy con mis niños a pasar el verano.

Alzó la mirada. Ambas éramos conscientes de que ya no necesitaba su permiso para ausentarme de la corte.

—Sois afortunada al verlos tanto —dijo.

—Sí. —Dije. Sabía que pensaba en la princesa María, a quien no veía desde navidades.

—Pero vuestra hermana se ha quedado con vuestro hijo —remarcó.

Asentí. No confiaba en mí misma como para hablar.

—La señora Ana juega fuerte. Quiere a mi esposo y también a vuestro hijo. Quiere el juego completo.

—Me alegraré de irme este verano —dije discretamente. No me atrevía ni a levantar la vista, temía que viera el profundo resentimiento de mis ojos—. Su Majestad hace bien en prescindir de mí.

—Estoy muy bien atendida —dijo la reina Catalina con ironía, mostrándome un leve amago de sonrisa—. Difícilmente os echaré de menos entre las multitudes que se reúnen a mi alrededor.

Me quedé en pie, violenta, sin saber qué decir en los silenciosos aposentos que antaño había conocido tan felices y concurridos.

—Espero volver al servicio de Su Majestad cuando vuelva a la corte en septiembre —dije cuidadosamente.

—Por supuesto que me serviréis —dijo. Puso la aguja a un lado y me miró—. Estaré aquí. Sin ninguna duda.

—Sin duda —dije, dándole la razón, traidora hasta la punta de los dedos.

—Para mí nunca habéis sido otra cosa que una buena sirvienta —dijo—. Incluso cuando erais joven y muy insensata erais una buena chica.

Me tragué la culpabilidad.

—Ojalá hubiera sido capaz de hacer más —dije en voz muy baja—. Y hubo veces en que lamenté tener que servir a otros y no a Su Majestad.

—Ah, os referís a Felípez —dijo con soltura—. Querida María, sabía que se lo diríais a vuestro tío, a vuestro padre o al rey. Me aseguré de que vierais la nota y supierais quién era el mensajero. Quería que vigilaran el puerto erróneo. Quería que creyeran que lo habían cogido. Él entregó el mensaje a mi sobrino. Os escogí a vos como Judas. Sabía que me traicionaríais.

—No puedo pedir que me perdonéis —susurré, ruborizada por la pena.

—La mitad de las damas de compañía informan al cardenal o al rey o a vuestra hermana cada día —dijo—. He aprendido a no fiarme de nadie. Durante el resto de mi vida sabré que no puedo confiar en nadie. Moriré como una mujer decepcionada de sus amigos. Pero no estoy decepcionada de mi esposo. En este momento está mal aconsejado, está deslumbrado. Pero recobrará el sentido común. Sabe que soy su esposa. Sabe que no puede tener otra esposa que a mí. Volverá.

—Su Majestad —dije, levantándome—, me temo que nunca volverá. Le ha dado su palabra a mi hermana.

—No es suya para poder darla —dijo sencillamente—. Es un hombre casado. No puede prometer nada a otra mujer. Su palabra es la mía. Está casado conmigo.

—Dios os bendiga, Su Majestad —dije. No había nada más que pudiera decir.

Sonrió con algo de tristeza, como si supiera que era un adiós, igual que yo. No estaría en la corte cuando yo volviera. Alzó la mano para hacer la señal de la cruz sobre mi cabeza y le hice una reverencia.

—Que Dios os conceda una larga vida y a vuestros hijos mucho gozo —dijo.

Hever estaba templado. Catalina había aprendido a escribir todos nuestros nombres, a deletrear en su librito y a cantar una canción en francés. Enrique, empecinadamente ignorante, ni siquiera había corregido el defectillo que le hacía decir «v» en vez de «r». Debería haberlo corregido con más rigor, pero lo encontraba demasiado encantador. Se llamaba a sí mismo «Envique» y a mí me decía mi «quevida», y sólo una madre con un corazón de piedra le hubiera dicho que pronunciaba mal. Tampoco le dije que sólo era madre por la gracia de Dios, que, por ley, era hijo de Ana. No podía animarme a decirle que me lo habían robado y que me había visto forzada a dejarlo ir.

Jorge se quedó dos semanas en el campo con nosotros, tan aliviado como yo de estar lejos de la corte, en la que todos esperaban, como perros de caza alrededor de una paloma herida, el momento para hundir a la reina. Ninguno de nosotros quería estar ahí cuando el tribunal del cardenal dictara sentencia contra la reina inocente y la expulsaran del reino que llamaba «hogar». Y entonces Jorge recibió una carta de nuestro padre.

Jorge:

Ha fracasado. Campeggio ha anunciado hoy que no puede tomar ninguna decisión sin el papa. Se ha levantado la sesión, Enrique está negro de ira y vuestra hermana fuera de sí.

Todos nos trasladamos inmediatamente y la reina se queda, deshonrada.

María y tú debéis venir a estar con Ana. Nadie más que vosotros podéis controlar su carácter.

BOLENA

—No iré —dije sencillamente.

Estábamos sentados juntos en el gran salón después de cenar. La abuela Bolena se había ido al lecho y los niños se habían acostado pronto, después de un día de correr, esconderse y jugar a pillar.

—Tendré que ir —dijo Jorge.

—Dijeron que podía pasar el verano con mis niños. Me lo prometieron.

—Si Ana te necesita…

—Ana siempre me necesita, siempre te necesita. Intenta hacer algo imposible: echar de su matrimonio a una buena mujer a empujones, derrocar a una reina de su trono. Claro que necesita un ejército. Siempre se necesita un ejército para una lesa traición.

—Cuidado —dijo Jorge tras echar una ojeada para ver si estaban cerradas las puertas del gran salón.

—Esto es Hever —dije, encogiéndome de hombros—. Por eso vengo a Hever. Para poder hablar. Diles que estoy enferma. Diles que tengo viruela. Diles que he dicho que iré cuando me recupere.

—Se trata de nuestro futuro.

—Estamos perdidos —dije, encogiéndome otra vez de hombros—. Todo el mundo lo sabe menos nosotros. Catalina seguirá con el rey, como debería ser en justicia. Ana se convertirá en su amante. Nunca conseguiremos el trono de Inglaterra. Al menos en esta generación. Tendrás que confiar en que Jane Parker te dé una bonita niña. Y podrás lanzarla a esa guarida de lobos y ver quién de ellos te la quita de las manos.

—Me iré mañana —dijo, y rió—. Todos no podemos claudicar.

—Estamos perdidos —dije rotundamente—. No hay deshonor en claudicar cuando estás completa y totalmente derrotado.

Querida María:

Jorge me cuenta que no puedes venir a la corte porque piensas que mi causa está perdida. Ten mucho cuidado a quién se lo dices. El cardenal Wolsey perderá su mansión, sus tierras y su fortuna, será destituido de su puesto de lord canciller, será un hombre deshonrado por perder mi causa. Así que no olvides que tú también trabajas para mí y que no toleraré una sirvienta poco entusiasta.

Tengo al rey dominado y bailando a mis órdenes. No voy a ser derrotada por dos hombres mayores y su falta de osadía. Te apresuras al hablar de mi derrota. He apostado mi vida por ser la reina de Inglaterra. He dicho que lo haré, y lo haré.

Ana

Ven a Greenwich en otoño sin falta.