Invierno de 1536

Disfruté los doce días de las fiestas de Navidad más que nunca. Ana esperaba un bebé y tenía un aspecto radiante de salud y confianza. William estaba a mi lado, mi legítimo y reconocido esposo. Tenía un bebé en la cuna y una hija joven y hermosa en la corte. Ana dijo que también podríamos tener a su protegido Enrique en la corte durante las vacaciones navideñas. Cuando me senté a cenar la duodécima noche, fue para ver a mi hermana en el trono de Inglaterra y a mi familia en las mejores mesas del gran salón.

—Pareces dichosa —dijo William mientras se colocaba frente a mí para el baile.

—Lo estoy —dije—. Al fin parece que los Bolena se encuentran donde desean y podemos disfrutarlo.

Lanzó una mirada hacia donde Ana comenzaba a dirigir a las damas para la complicada danza.

—¿Está embarazada? —preguntó en voz muy baja.

—Sí —contesté con un susurro—. ¿Cómo lo has sabido?

—Por sus ojos —dijo—. Y es la primera vez que la veo comportarse de manera civilizada con Jane Seymour.

Solté una risita y miré al corro de bailarines, donde Jane, con una palidez virginal y ataviada con un vestido amarillo, esperaba con la mirada baja su turno de baile. Cuando se adelantó al centro del círculo, el rey la observó como si quisiera devorarla en aquel mismo lugar, cual si fuera un pastel de mazapán.

—Es la más angelical de las mujeres —comentó William.

—Es una serpiente disfrazada —dije vehementemente—. Y puedes borrar esa mirada de tu cara, porque no pienso soportarlo.

—Ana lo soporta —dijo William de manera provocativa.

—Él no tiene permiso, créeme.

—Un día ella se excederá —afirmó William—. Un día él se cansará de sus ataques de ira y una mujer como Jane Seymour le parecerá un agradable descanso.

—Le haría llorar de aburrimiento en un par de días —contesté, denegando—. Es el rey. Le gusta la caza, las justas y la diversión. Sólo una Howard puede hacer todo eso. Míranos.

William miró a Ana, a Madge Shelton, a mí y finalmente a Catalina Carey, mi preciosa hija, quien estaba sentada observando a los bailarines con la cabeza inclinada con un gesto de coquetería idéntico al de Ana.

—Qué listo fui al coger la flor más bella del ramo —dijo William sonriendo—. La mejor de las Bolena.

A la mañana siguiente estuve con Catalina y Ana en los aposentos de la reina. Ana tenía a sus doncellas cosiendo el gran tapiz de altar y eso me recordó el trabajo que habíamos hecho con la reina Catalina y las interminables puntadas del cielo azul, que parecían seguir hasta el infinito, mientras se decidía su suerte. A Catalina, como dama de compañía más reciente y de menos categoría, sólo se le permitía coser los bordes del gran rectángulo de tela, mientras las otras damas, arrodilladas en el suelo o en una banqueta, trabajaban en la parte central del diseño. Sus chismorreos eran como el arrullo de las palomas en verano, sólo la voz de Jane Parker sonaba discordante entre ellas. Ana sostenía una aguja en la mano, pero estaba recostada escuchando a los músicos. A mí no me apetecía trabajar. Me senté en el asiento del alféizar y contemplé el frío jardín.

Se oyó un fuerte golpe en la puerta y ésta se abrió de par en par. Mi tío entró y buscó a Ana con la mirada. Ella se alzó.

—¿Qué sucede? —preguntó ella sin ninguna ceremonia.

—La reina ha muerto —dijo. El hecho de olvidar que debía referirse a ella como princesa viuda mostraba lo afectado que se encontraba.

—¿Muerto?

Él asintió.

Ana enrojeció y una amplia sonrisa se extendió lentamente por su rostro.

—Gracias a Dios —dijo simplemente—. Entonces ya se ha acabado todo.

—Dios la bendiga y la lleve en su seno —susurró Jane Seymour.

—Y Dios os bendiga a vos, señora Seymour —dijo Ana con los ojos negros fulgurantes de ira—, si olvidáis que la princesa viuda es la mujer que desafió al cuñado del rey, atrapándolo en un falso matrimonio y provocándole gran desdicha y dolor.

—La serví, como ambas hicimos —contestó suavemente Jane, sosteniendo la mirada sin pestañear—. Fue una mujer muy amable y una buena señora. Por supuesto digo que Dios la bendiga. Con vuestro permiso iré a rezar una oración por su alma.

Ana parecía como si quisiera negarle el permiso, pero observó la ávida mirada de la esposa de Jorge y recordó que la corte se enteraría y exageraría cualquier reyerta en cuestión de horas.

—Naturalmente —dijo Ana con dulzura—. ¿Alguna otra desearía ir a misa a rezar con Jane mientras voy a celebrarlo con el rey?

No era una elección difícil. Jane Seymour se fue sola y el resto de nosotras cruzamos el gran salón en dirección a los aposentos del rey.

Saludó a Ana con un rugido de felicidad, la aupó y la besó. Se diría que nunca había sido sir Corazón Leal para su reina Catalina. Se diría que acababa de morir su peor enemigo y no la mujer que lo había amado fielmente durante veintisiete años y fallecido con una bendición para él en los labios. Hizo que se presentara el maestro de festejos y ordenó que se preparara un gran banquete; habría espectáculos y danzas. La corte de Inglaterra iba a divertirse porque una mujer inocente había muerto sola, lejos de su hija y abandonada por su marido. Ana y Enrique vestirían de amarillo, el color más alegre y soleado. Era el color del luto real en España y, por tanto, una broma singular para el embajador español, quien debía informar de este insulto a su amo, el emperador español.

Yo no podía sonreír al ver a Enrique y Ana radiantes de triunfo. Me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta. Me detuvo un dedo que se me clavó en el brazo. Me volví y mi tío estaba junto a mí.

—Os quedáis —susurró.

—Esto es indigno.

—Sí. Quizá. Pero os quedáis.

Me hubiera marchado, pero ahora me asía firmemente.

—Era enemiga de vuestra hermana y por tanto nuestra. Casi nos hizo caer a todos. Casi ganó.

—Porque tenía razón —le contesté con un susurro—. Y todos lo sabíamos.

—Con razón o sin ella, ahora está muerta y vuestra hermana es la reina sin que nadie se lo pueda negar —repuso con una sonrisa auténtica. Mi indignación lo divertía—. España no invadirá, el papa anulará la excomunión. La suya puede haber sido una causa justa, pero muere con ella. Lo único que necesitamos es que Ana tenga un hijo y lo tendremos todo. Por tanto os quedáis y simuláis felicidad.

Obediente, permanecí a su lado mientras Enrique y Ana se dirigían hacia un ventanal a charlar. Había algo en la posición de sus cabezas, tan juntas, y en el rápido fluir de su conversación que indicaban a todos que eran los mayores conspiradores del reino. Pensé que, si Jane Seymour los viera ahora, sabría que jamás podría romper esa unidad. Cuando Enrique deseara una mente tan rápida y poco escrupulosa como la suya, siempre estaría Ana. Jane había ido a rezar por la reina difunta, Ana bailaría sobre su tumba.

Los cortesanos formaban pequeños grupos y parejas que comentaban el óbito de la reina. William me buscó con la mirada por la sala y, viéndome junto a mi tío con semblante apesadumbrado, vino a mi encuentro para reclamarme.

—Va a quedarse aquí —dijo mi tío—. No va a ir a pasear.

—Va a seguir sus propios deseos —dijo William—. No permitiré que le den órdenes.

—Eso es poco habitual en una esposa —dijo mi tío, alzando las cejas.

—Es la esposa que me conviene —repuso William. Se volvió hacia mí—. ¿Preferís quedaros o marcharos?

—Me quedo —transigí—. Pero no bailaré. Es un insulto a su memoria y no participaré en ello.

—Dicen que fue envenenada —dijo Jane Parker, apareciendo junto al brazo de William—. La princesa viuda. Dicen que murió de pronto, entre fuertes dolores, algo que le pusieron en la comida. ¿Quién pensaríais que haría una cosa así?

Deliberadamente, ninguno de los tres miramos a la pareja real: las dos personas del mundo que más podían beneficiarse de la muerte de Catalina.

—Es una mentira escandalosa. Yo en vuestro lugar no la repetiría —aconsejó mi tío.

—Ya corre por toda la corte —se defendió—. Todos preguntan. Si fue envenenada, ¿quién lo hizo?

—Entonces contestad a todos que no fue envenenada sino que murió por exceso de malos humores —replicó mi tío—. Como una mujer puede morir por exceso de difamación, diría yo. Especialmente si difama a una familia poderosa.

—Ésta es mi familia —le recordó Jane.

—Siempre se me olvida —respondió él—. Estáis tan pocas veces con Jorge, tan rara vez trabajáis en beneficio nuestro, que a veces olvido totalmente que sois pariente.

Ella le sostuvo la mirada sólo un instante y luego bajó los ojos.

—Estaría mucho más tiempo con Jorge si no estuviera siempre con su hermana —dijo en voz baja.

—¿María? —preguntó mi tío, malinterpretándola deliberadamente.

—La reina —contestó, alzando la cabeza—. Son inseparables.

—Porque él sabe que debe servir a la reina y a la familia. También vos deberíais estar a su entera disposición. Y a la de él.

—No creo que quiera a ninguna mujer a su entera disposición —repuso ella—. Si no es la reina, no hay mujer que valga para él. Siempre está con ella o con sir Francis.

Me quedé helada. No me atreví a mirar a William.

—Es vuestro deber estar a su lado, lo ordene él o no —dijo mi tío rotundamente.

Por un momento pensé que ella replicaría, pero le dirigió una de sus taimadas sonrisas y se alejó.

Ana me mandó llamar a sus aposentos privados antes de la comida. Inmediatamente se percató de que no iba vestida de amarillo para el banquete.

—Será mejor que te apresures —dijo.

—No voy a asistir.

Por un instante pensé que intentaría que cambiara de opinión, pero decidió evitar una discusión.

—Muy bien —dijo—. Pero di a todos que te encuentras mal. No quiero que nadie me haga preguntas. —Se miró en el espejo—. ¿Qué opinas? —preguntó—. Con éste estoy más gorda que con los otros. Significa que el bebé crece mejor, ¿verdad?

—Sí —dije para tranquilizarla—. Y tienes buen aspecto.

—Cepíllame el pelo —dijo, tomando asiento ante el espejo—. Nadie lo hace como tú.

Le retiré el tocado amarillo y su espesa cabellera reluciente por detrás de los hombros. Tenía dos cepillos de plata y empecé a peinarla con una mano y con la otra la cepillaba como si fuera un caballo. Ana inclinó la cabeza hacia atrás y se entregó al relajado placer.

—Debería ser fuerte —dijo—. Nadie sabe lo que costó engendrar a este bebé, María. Nadie lo sabrá nunca.

De pronto sentí que mis manos se volvían torpes y pesadas. Pensaba en las brujas a las que podía haber consultado, en los hechizos que podía haber asumido.

—Tendrá que ser un gran príncipe para Inglaterra —dijo en voz baja—. Ya que hice un viaje a las mismísimas puertas del Infierno para conseguirlo. Nunca lo sabrás.

—Entonces no me lo digas —dije cobardemente.

—Oh, sí —soltó una risita—. Recoge la orla de tu vestido ante mi fango, hermanita. Pero yo he osado hacer cosas por mi país que ni te imaginarías.

—Estoy segura —dije con voz tranquilizadora. Me obligué a cepillar su pelo de nuevo.

Se quedó un rato callada, entonces de repente abrió los ojos.

—Lo he sentido —dijo con tono embelesado—. María, lo he sentido de pronto.

—¿Sentido qué?

—Justo ahora mismo, lo he sentido. He sentido al bebé. Se ha movido.

—¿Dónde? —pedí—. Muéstramelo.

—¡Aquí! ¡Aquí! —dijo con unas palmadas sobre el rígido corsé—. Lo he sentido… —Se calló. Vi su rostro iluminado como nunca lo había visto antes—. Otra vez —susurró—. Un pequeño aleteo. Es mi niño, se está moviendo. Alabado sea Dios, llevo un bebé, un bebé vivo —dijo. Se levantó de la silla—. Corre a decírselo a Jorge.

—¿Jorge? —pregunté sorprendida, incluso conociendo su intimidad.

—Quise decir al rey —se corrigió con rapidez—. Ve a buscar al rey.

Salí corriendo de la habitación, hacia los aposentos del rey. Lo estaban vistiendo para el banquete, pero había media docena de hombres con él. Hice una reverencia en el umbral y se volvió, sonriendo complacido al verme.

—¡Vaya, es la otra Bolena! —dijo—. La de carácter suave.

Más de uno de los presentes sonrió ante la broma.

—La reina ruega veros inmediatamente, señor —dije—. Tiene buenas noticias para vos que no pueden demorarse.

—¿Así que os envía corriendo como un paje para que me llevéis como a un perrito? —preguntó, enarcando una ceja rojiza. Aquéllos días emanaba realeza.

—Señor —insistí, haciendo otra reverencia—. Es la feliz noticia lo que me ha hecho correr. Y acudirías veloz a su silbido si supierais de qué se trata.

Alguien murmuró detrás de mí, el rey se echó por encima el manto dorado y se estiró los puños de armiño.

—Vayamos entonces, lady María. Conduciréis a este perrito ansioso. Podríais llevarme a cualquier parte.

Llevé la mano a su brazo extendido y no opuse resistencia cuando me acercó un poco más.

—Vuestra vida matrimonial parece sentaros bien, María —me dijo en tono íntimo mientras bajábamos las escaleras con la mitad de los gentileshombres de la habitación detrás—. Sois tan bonita como cuando niña, cuando erais mi amorcito.

—De eso hace mucho tiempo —dije con cautela. Siempre desconfiaba cuando Enrique se mostraba íntimo—. Pero vuestra gracia es dos veces más que el príncipe de entonces.

Tan pronto como las palabras salieron de mi boca me maldije por estúpida. Quería decir que ahora era más poderoso, más apuesto. Pero, idiota de mí, las palabras sonaron como si le dijera que era dos veces más gordo de lo que había sido. Lo cual también era irrefutablemente cierto.

Se paró de golpe tres escalones antes de llegar abajo. Estuve a punto de postrarme de rodillas ante él. No osaba alzar la mirada. Sabía que no podía haber una cortesana más incompetente que yo en el mundo, con mis deseos de devolver una frase bonita y mi completa incapacidad de conseguirlo.

Entonces se oyó un enorme rugido. Alcé mi mirada tímidamente hacia él y, ante mi gran alivio, vi que lanzaba grandes risotadas.

—Lady María, ¿os habéis vuelto loca?

—Creo que sí, vuestra gracia —dije, comenzando a reír también, ya tranquilizada—. Lo único que intentaba decir es que entonces vos erais un hombre joven y yo una niña y ahora sois un rey entre príncipes. Pero ha parecido…

De nuevo sus enormes carcajadas ahogaron mis palabras, los cortesanos que descendían las escaleras tras nosotros alargaron los cuellos, queriendo saber qué divertía al rey y por qué yo alternaba el sonrojo avergonzado con las risas.

—María, os adoro —dijo. Me ciñó por la cintura y me abrazó con fuerza—. Sois la mejor de las Bolenas, pues nadie me hace reír como vos. Llevadme ante mi esposa antes de que digáis alguna cosa tan terrible que deba haceros decapitar.

Me solté de su abrazo y lo conduje a los aposentos de la reina. Le hice pasar, con sus gentileshombres detrás. Ana no se encontraba en la antesala, aún estaba en su cámara interior. Llamé a la puerta y anuncié al rey. Todavía estaba de pie con el cabello suelto, el tocado en la mano y aquella maravillosa luminosidad.

Enrique entró y yo cerré la puerta tras él, poniéndome delante para que ningún curioso pudiera acercarse. Era el momento cumbre en la vida de Ana y quería que lo saboreara. Ahora podía decirle al rey que estaba embarazada y que, por primera vez desde Elizabeth, había notado que un bebé se movía en su vientre.

William entró y me vio ante la puerta. Tocó un hombro aquí, un codo allá y consiguió acercarse.

—¿Estás de guardia? —preguntó—. Tienes los brazos en jarras como la esposa de un pescador.

—Está diciéndole que está embarazada. Tiene derecho a hacerlo sin que se entrometa ninguna maldita Seymour.

—¿Se lo está diciendo? —preguntó Jorge, que apareció junto a William.

—El bebé se movió —dije sonriendo a mi hermano, previendo su alegría—. Lo notó. Me ha hecho ir a buscar al rey inmediatamente.

Yo esperaba verlo feliz, pero vi algo más; una sombra cruzó su rostro. Era la expresión de Jorge cuando había hecho algo malo, su mirada de culpabilidad. Cruzó por sus ojos tan rauda que apenas estaba segura de haberla visto, pero por un instante supe que no tenía la conciencia tranquila y adiviné que había acompañado a Ana en su viaje a las puertas del Infierno para concebir ese niño para Inglaterra.

—¡Oh, Dios! ¿Qué sucede? ¿Qué habéis hecho vosotros dos?

—¡Nada! Nada —respondió inmediatamente, con la frívola sonrisa de cortesano—. ¡Qué felices van a ser! ¡Vaya par de días que hemos tenido! Catalina muerta y el nuevo príncipe se mueve en el vientre de Ana. ¡Vivat los Bolena!

—Vuestra familia siempre me impresiona por su habilidad para ver las cosas a la luz de sus propios intereses —dijo William educadamente con una sonrisa.

—¿Os referís a celebrar la muerte de la reina?

—Princesa viuda —dijimos William y yo al unísono.

—Sí. Ella —dijo Jorge con una sonrisa—. Naturalmente que lo celebramos. El problema, William, es que no veis que en la vida siempre hay sólo un objetivo.

—¿Y cuál es ese objetivo? —preguntó William.

—Más —contestó Jorge simplemente—. Sólo más de cualquier cosa. Más de todo.

Durante todos los fríos días de enero, Ana y yo nos sentamos juntas, leímos juntas, jugamos a cartas juntas y escuchamos a sus músicos. Jorge estaba permanentemente con Ana, tan atento como un esposo devoto, siempre llevándole bebidas y cojines para la espalda, y ella floreció bajo sus cuidados. Ana se encariñó de Catalina y también permanecía con nosotros. Yo observaba cómo Catalina imitaba cuidadosamente los modales de las damas de la corte hasta que pudo repartir cartas o coger un laúd con la misma gracia.

—Será una auténtica Bolena —dijo Ana con tono aprobador—. Gracias a Dios tiene mi nariz y no la tuya.

—En verdad doy gracias a Dios por ello todas las noches —dije, aunque el sarcasmo con Ana siempre era inútil.

—Podríamos encontrarle un buen partido —dijo Ana—. Como sobrina mía, las cosas deberían irle muy bien. El propio rey puede interesarse.

—No quiero que se case todavía. Se casará por voluntad propia —dije.

—Es una Bolena. Tiene que casarse por su familia —repuso Ana, que rió.

—Es mi pequeña —dije—. Y no la venderé al postor más alto. Puedes casar a Elizabeth en la cuna, es tu derecho. Algún día será una princesa. Pero mis hijos serán niños.

—Pero tu hijo aún es mío —dijo Ana, zanjando el asunto.

—Nunca lo olvido —rechiné discretamente entre dientes.

El tiempo se mantuvo bastante estable. Todas las mañanas había una capa de escarcha blanca y el olor de los ciervos llegaba con intensidad a la jauría mientras cruzaban el parque. Los caballos tenían que esforzarse. Enrique cambiaba de montura dos o tres veces al día, sudando bajo el calor del grueso manto de invierno, esperando impaciente a que el mozo llegara corriendo, tirando de las riendas del corcel, grande y fuerte. Cabalgaba como un hombre joven porque volvía a sentirse joven, sentía que podía engendrar un hijo de una hermosa joven. Catalina estaba muerta y ya podía olvidar que había existido. Ana estaba embarazada de su hijo y eso le devolvía la confianza en sí mismo. Dios sonreía a Enrique, como él confiaba que Dios hiciera. El país estaba en paz y no había peligro de una invasión española ahora que la reina había fallecido. La prueba de que su decisión había sido correcta era el resultado. Como el reino estaba en paz y Ana esperaba un hijo, Dios debía de estar de acuerdo con Enrique y había lanzado su ira sobre el papa y el emperador español. Con la certeza de que Dios y él tenían la misma opinión en esto, como en todo lo demás, Enrique era un hombre feliz.

Ana estaba satisfecha. Anteriormente nunca había sentido el mundo en sus manos. Catalina había sido su rival, una reina en la sombra que siempre oscurecía sus propios pasos hacia el trono, y ahora estaba muerta. La hija de Catalina había amenazado el derecho de los hijos de Ana, y ahora había sido obligada a aceptar un segundo lugar. Todos los hombres, mujeres y niños del país habían prometido lealtad a Elizabeth, la hija de Ana, y quienes rehusaron se encontraban en la Torre o muertos en el cadalso. Y, lo mejor de todo, Ana llevaba un niño sano en su interior.

Enrique anunció que se iba a celebrar un torneo y que todos los hombres que se consideraran tales debían coger su armadura y su caballo e inscribirse. Participaría el propio Enrique, la nueva sensación de juventud y la confianza lo impulsaban a volver a aceptar el reto. William, quejándose de los gastos, pidió prestada la armadura a otro caballero venido a menos y participó el primer día del torneo, con inmenso cuidado de su montura. No cayó de la silla, pero el otro caballero fue declarado vencedor fácilmente.

—Dios me asista, me he casado con un cobarde —dije cuando vino a buscarme a la tienda de las damas. Ana estaba sentada en la entrada bajo el toldo, y el resto de nosotras bien arropadas en pieles de pie tras ella.

—Dios te bendiga por haberlo hecho —dijo él—. He conseguido que mi corcel acabara sin un arañazo y lo prefiero con mucho a que se me considere un héroe.

—Eres un plebeyo —dije sonriéndole.

—Sí, tengo un gusto muy vulgar —susurró. Deslizó el brazo por mi cintura y me acercó para darme un beso rápido a escondidas—. Porque amo a mi mujer, la paz, la tranquilidad y mi granja, y para mí no hay mejor manjar que un poco de tocino y un mendrugo de pan.

—¿Quieres ir a casa? —pregunté, acurrucándome más cerca.

—Cuando tú también puedas ir —contestó—. Cuando nazca el bebé y nos permita marcharnos.

Enrique compitió el primer día del torneo y ganó hasta el segundo día. Ana hubiera estado allí para verlo, pero esa mañana se encontraba indispuesta y dijo que se acercaría a mediodía. Me ordenó que me sentara con ella y algunas de sus damas. Las otras salieron al campo de las lizas, todas vestidas con los colores más brillantes, acompañando a los gentileshombres, algunos ya con la armadura.

—Jorge se encargará de esa Seymour —dijo Ana, observando desde la ventana.

—Y el rey sólo pensará en la justa —dije para reconfortarla—. Ganar le gusta más que nada.

Pasamos la mañana tranquilamente en su habitación. El tapiz para el altar volvía a estar extendido, yo me dedicaba a una aburrida zona de hierba mientras ella bordaba el manto de Nuestra Señora al otro extremo. Entre nosotras había un largo tramo de Apocalipsis: santos que ascendían al Cielo y demonios que caían al Infierno. Entonces oí un ruido en el exterior. Un jinete entraba a galope en la corte.

—¿Qué sucede? —preguntó Ana, alzando la cabeza de la labor.

—Alguien que entra como un loco en el patio de los establos —dije, arrodillada en el banco del alféizar—. Me pregunto qué… —Me mordí la lengua para no seguir. La litera real salía velozmente del patio de caballerizas tirada por dos recios caballos.

—¿Qué sucede? —preguntó Ana detrás de mí.

—Nada —contesté, pensando en el bebé—. Nada.

Se levantó de su silla y miró por encima de mi hombro, pero la litera real ya había desaparecido de su vista.

—Alguien que ha entrado en las caballerizas a caballo —dije—. Quizá el caballo del rey haya perdido una herradura. Ya sabéis lo poco que le gusta estar sin montura, ni siquiera un momento.

Asintió con un gesto pero se quedó apoyada en mi hombro mirando el camino.

—Mira, allí está nuestro tío —dijo.

Precedido por su estandarte, nuestro tío subía por el camino de palacio con un pequeño grupo de hombres y entraba en el patio de caballerizas.

Ana volvió a sentarse. Al poco rato se oyó cerrarse la puerta del palacio y los pasos de nuestro tío y sus hombres resonaron por las escaleras. Cuando entró en la estancia, Ana levantó la cabeza, mirando intrigada. Él hizo una inclinación. Había algo en esa inclinación, más acentuada que de costumbre, que me advirtió. Ana se puso en pie, la labor cayó del regazo, se llevó una mano a la boca y la otra al corsé flojo.

—¿Tío?

—Lamento informaros de que Su Majestad ha caído del caballo.

—¿Está herido?

—De gravedad. —Ana se puso blanca y se tambaleó—. Necesitamos prepararnos —añadió mi tío firmemente.

Senté a Ana en una silla y alcé la mirada.

—¿Prepararnos para qué? —pregunté.

—Si está muerto, debemos asegurarnos Londres y el norte. Ana debe escribir. Deberá ser regente hasta que podamos establecer un consejo. Yo la representaré.

—¿Muerto? —repitió Ana.

—Si está muerto, debemos mantener el país unido —repitió mi tío—. Queda mucho tiempo hasta que el bebé de vuestro vientre sea un hombre. Hay que hacer planes. Tenemos que estar preparados para defender el reino. Si Enrique está muerto…

—¿Muerto? —volvió a repetir ella.

—Vuestra hermana os lo dirá —dijo nuestro tío mirándome—. No hay tiempo que perder. Debemos asegurar el reino.

Ana había palidecido de la impresión, tan desmedida como su esposo. No podía imaginarse un mundo sin él. Era totalmente incapaz de hacer lo que nuestro tío pedía o de asegurar el reino sin que el rey llevara las riendas.

—Yo lo haré —dije rápidamente—. Yo lo escribiré y firmaré. No puedes exigírselo, tío. No debe preocuparse, tiene un hijo a quien proteger. Nuestra caligrafía es similar, ya nos hemos hecho pasar la una por la otra antes. Puedo escribir por ella, y firmar también.

Se iluminó al oírlo. Para él siempre daba igual una Bolena que otra. Acercó una banqueta al escritorio.

—Comienza —apremió—. «Vos confiad serenamente…»

Ana se reclinó en la silla, una mano sobre el vientre y la otra sobre la boca, mirando por la ventana. Cuanto más tuviera que esperar, más grave estaría el rey. Un hombre caído del caballo es transportado inmediatamente a casa. Un hombre cercano a la muerte es transportado con más cuidado. Mientras Ana esperaba, mirando la entrada al patio de caballerizas, me di cuenta de que toda nuestra seguridad y bienestar se desmoronaban. Si el rey moría, todos estábamos perdidos. El país podía ser despedazado por cualquiera de los señores que luchaban por cuenta propia. Sería como antes de que el padre de Enrique hubiera unido todo: York contra Lancaster, y cada uno a lo suyo. Se convertiría en un país salvaje en el que todos los condados tendrían su propio amo y nadie se arrodillaría ante el auténtico rey.

Ana volvió a mirar la habitación y vio mi horrorizado rostro inclinado sobre su reivindicación de regencia hasta la mayoría de edad de su hija Elizabeth.

—¿Muerto? —me preguntó.

Me levanté del escritorio y tomé sus frías manos entre las mías.

—Dios quiera que no —repuse.

Lo trajeron caminando tan lentamente que la litera podía haber sido un ataúd. Jorge a la cabeza, William y el resto del grupo detrás, vestidos con alegres colores, en un silencio amedrentado.

Ana lanzó un quejido y cayó al suelo, con el vestido flotando alrededor. Una de las doncellas la sostuvo, la llevamos al dormitorio, la acostamos en el lecho y enviamos a un paje para que trajera vino medicinal y a un médico. La desaté y palpé su vientre, susurrando mentalmente una oración para que el bebé estuviera a salvo en su interior.

Mi madre llegó con el vino y echó un vistazo mientras Ana, pálida, se esforzaba en sentarse.

—Yaced tranquila —dijo mi madre, tajante—. ¿Queréis estropearlo todo?

—¿Y Enrique? —preguntó Ana.

—Está despierto —mintió mi madre—. Sufrió una mala caída, pero está bien.

Por el rabillo del ojo vi a mi tío santiguarse y susurrar una oración. Nunca había visto a aquel hombre severo pedir ayuda a nadie salvo a sí mismo. Mi hija Catalina se asomó a la puerta y se le indicó con un gesto que entrara a sostener la copa de vino en los labios de Ana.

—Venid y acabad la carta de regencia —dijo mi tío en voz baja—. Eso es más importante que cualquier otra cosa.

Me detuve a mirar a Ana, luego volví a la antesala y cogí la pluma de nuevo. Escribimos tres cartas: al centro, al norte y a los parlamentos, y firmé las tres con el nombre de Ana, reina de Inglaterra. Mientras, llegaron los médicos y un par de boticarios después. Seguí con la cabeza inclinada, en un mundo que se desmoronaba, tentando al destino al firmar como la reina de Inglaterra.

Se abrió la puerta y entró Jorge con aspecto estupefacto.

—¿Como está Ana? —preguntó.

—Desvanecida —dije—. ¿El rey?

—Delirando —susurró—. No sabe dónde está. Pregunta por Catalina.

—¿Catalina? —repitió mi tío tan veloz como un espadachín saca la espada— ¿pregunta por ella?

—No sabe dónde está. Cree que se ha caído del caballo en un torneo de hace años.

—Id con él vosotros dos —dijo mi tío—. Mantenedlo en silencio. No debe mencionar ese nombre. No podemos consentir que la llame en su lecho de muerte, destronará a Elizabeth a favor de la princesa María si se llega a saber.

Jorge asintió y me condujo al gran salón. No habían llevado al rey arriba, temían caer escaleras abajo con él. Pesaba mucho y no se estaba quieto. Habían colocado la litera sobre dos mesas y él se revolvía y daba vueltas sobre ellas incansablemente. Jorge me acompañó hasta el centro de aquellos hombres asustados y el rey me vio. Sus ojos azules se cerraron lentamente mientras reconocía mi rostro.

—Me he caído, María —dijo. Su voz era lastimera como la de un chiquillo.

—Pobrecito —dije acercándome. Cogí su mano para llevarla a mi corazón—. ¿Duele?

—Por todas partes —dijo cerrando los ojos.

—Preguntadle si puede mover los pies y los dedos —susurró un médico detrás de mí—, si siente todos los miembros.

—¿Podéis mover los pies, Enrique?

—Sí —contestó. Todos vimos cómo movía las botas.

—¿Y todos los dedos? —pregunté. Sentí cómo su mano aferraba la mía con más fuerza.

—Sí.

—¿Os duele por dentro, amor mío? ¿Os duele el vientre?

—Me duele en todas partes —contestó. Miré al médico.

—Debería hacérsele una sangría —dijo.

—¿Cuando ni siquiera sabéis dónde le duele?

—Podría estar sangrando por dentro.

—Dejadme dormir —musitó Enrique—. Quedaos conmigo, María.

Aparté la mirada del médico para mirar el rostro del rey. Parecía mucho más joven. Yacía tan plácidamente que casi pude creer que había sido el joven príncipe al que había adorado. La grasa de las mejillas desapareció al estar tumbado de espaldas y la hermosa línea de las cejas no había cambiado. Ése era el único hombre que podía mantener al país unido. Sin él todos estaríamos perdidos. No solo la familia Howard, no sólo nosotros, los Bolena, sino todos los hombres, mujeres y niños de cada parroquia del país. Nadie más evitaría que los señores disputaran por la corona. Había cuatro herederos con derecho al trono: la princesa María, mi sobrina Elizabeth, mi hijo Enrique y el bastardo Henry Fitzroy. La iglesia ya estaba revuelta, el emperador español o el rey francés aceptarían un mandato del papa para restaurar el orden y entonces jamás podríamos librarnos de ellos.

—¿Os sentiréis mejor si dormís? —le pregunté.

—Oh, sí —dijo en voz baja. Abrió los ojos azules y me sonrió.

—¿Permaneceréis inmóvil si os llevamos arriba, a vuestros aposentos?

Asintió con la cabeza.

—Dadme la mano —dijo.

—¿Debemos hacerlo? —pregunté, volviéndome hacia el médico—. ¿Llevarlo al lecho y dejar que duerma?

—Creo que sí —respondió vacilante. Parecía aterrado. El futuro de Inglaterra estaba en sus manos.

—Bueno, aquí no puede dormir —señalé.

Jorge se adelantó, escogió a la media docena de hombres que parecían más fuertes y los distribuyó alrededor de la litera.

—María, sujétale la mano y tranquilízalo. Los demás, que levanten cuando yo diga, y vamos a la escalera. Descansaremos en el primer rellano y luego seguiremos. Uno, dos, tres, ahora. ¡Arriba!

Lo elevaron con gran esfuerzo y estabilizaron la litera. Yo los acompañé cogida de la mano del rey. Con pasos vacilantes para avanzar todos al mismo ritmo subimos a los aposentos del rey. Alguien subió corriendo para abrir la doble puerta de la sala de visitas y, más allá, la de su cámara privada. Dejaron la litera sobre el lecho, el rey se agitó sin parar de quejarse. Después tuvimos el trabajo de moverle de la litera al lecho. No se podía hacer más que unos hombres subieran al lecho, lo cogieran por los pies y por los hombros y lo alzaran mientras los otros quitaban la litera de debajo.

Vi la expresión del médico por este rudo tratamiento y me di cuenta de que, si el rey sangraba por dentro, probablemente acabábamos de matarlo. Se quejó de dolor y en ese instante pensé que eran los estertores de la muerte y que todos seríamos culpados por ello. Pero entonces abrió los ojos y me miró.

—¿Catalina? —preguntó.

Un siseo supersticioso salió de todos los hombres presentes. Miré a Jorge.

—¡Fuera! —dijo bruscamente—. Todo el mundo fuera.

Sir Francis Weston se acercó a él y le susurró unas palabras al oído. Jorge escuchó atentamente y le tocó el brazo en agradecimiento.

—La reina ordena que Su Majestad se quede con los médicos, su querida cuñada María y conmigo —anunció Jorge—. El resto puede esperar fuera.

Abandonaron la habitación de mala gana. En el exterior oí que mi tío declaraba en voz alta que, si el rey se encontrara incapacitado, la reina sería regente de la princesa Elizabeth y que nadie necesitaba que se le recordara que todos ellos, individualmente, habían jurado lealtad a la princesa Elizabeth, única electa y legítima heredera.

—¿Catalina? —volvió a preguntar Enrique mirándome.

—No, soy yo, María —le respondí suavemente—. María Bolena, antes. Ahora, María Stafford.

—Amor mío —dijo en voz baja. Cogió temblando mi mano y se la llevó a los labios. Ninguno de nosotros supimos a cuál de sus muchos amores se refería: a la reina que había muerto aún amándolo, a la reina que estaba aterrorizada en el mismo palacio o a mí, la jovencita a quien había amado una vez.

—¿Queréis dormir? —pregunté, ansiosa.

—Dormir. Sí —farfulló. Sus ojos azules estaban velados, parecía un borracho.

—Me sentaré a vuestro lado —dije.

Jorge me acercó una silla y me senté sin soltar la mano del rey.

—Ruega a Dios que despierte —dijo Jorge mirando el rostro blanquecino de Enrique y sus agitadas pestañas.

—Amén —dije—. Amén.

Nos sentamos con él hasta media tarde, los médicos al pie de la cama, Jorge y yo junto a la cabecera, mi madre y mi padre entrando y saliendo sin cesar y mi tío fuera en algún lado, confabulando.

Enrique sudaba y uno de los médicos fue a retirarle la colcha, pero se detuvo a verificar. En la gruesa pantorrilla herida en antiguos torneos había una fea mancha de sangre y pus. La herida, nunca curada del todo, había vuelto a abrirse.

—Deberíamos ponerle sanguijuelas —dijo el hombre—. Pongámosle sanguijuelas y dejemos que le chupen el veneno.

—No puedo mirar —confesé con voz temblorosa a Jorge.

—Ve a sentarte a la ventana, y ni se te ocurra desmayarte —dijo bruscamente—. Te llamaré cuando se las hayamos puesto y podrás volver a la cabecera.

Me quedé en el asiento del alféizar decidida a no mirar, intentando no oír el tintineo de los frascos mientras ponían las negras sanguijuelas sobre las piernas del rey y las dejaban para que chupasen la carne desgarrada. Luego Jorge me llamó.

—Vuelve y siéntate a su lado, no se ve nada —dijo.

Volví a mi lugar al lado de la cabecera de la cama, hasta que las sanguijuelas se convirtieron en saciadas bolas de baba negra y pudieron ser retiradas de la herida.

A media tarde tenía la mano del rey cogida y la acariciaba como uno acaricia a un perro enfermo, cuando de pronto me dio un apretón y abrió los ojos con la mirada despejada.

—Por la sangre de Cristo —dijo—. Me duele todo.

—Os caísteis del caballo —dije, intentando averiguar si sabía dónde se encontraba.

—Lo recuerdo —dijo—. Aunque no recuerdo haber regresado a palacio.

—Os trajimos aquí —dijo Jorge. Se acercó desde la ventana—. Os subimos aquí arriba. Queríais que María estuviera a vuestro lado.

—¿Sí? —preguntó Enrique. Me sonrió, algo sorprendido.

—No erais vos mismo —dije—. Divagabais. Gracias a Dios ahora estáis bien de nuevo.

—Enviaré un mensaje a la reina —dijo Jorge. Ordenó a uno de los guardias que le dijera que el rey volvía a estar despierto y sano.

—Seguro que todos habéis estado sudando —dijo Enrique con una risita. Intentó moverse del lecho pero de pronto hizo una mueca de dolor—. ¡Dios mío! Mi pierna.

—Vuestra antigua herida se ha abierto —dije—. Le pusieron sanguijuelas.

—Sanguijuelas. Necesita un cataplasma. Catalina sabe cómo hacerlo, preguntadle… —Se mordió el labio—. Alguien debería saber cómo tratarlo —corrigió—. Por el amor de Dios. Alguien debería saber la receta. —Enmudeció un instante—. Dadme vino.

Un paje vino corriendo con una copa y Jorge la acercó a los labios del rey. Enrique la vació. Recuperó el color y volvió a prestarme atención.

—¿Quien movió primero? —preguntó, curioso—. ¿Seymour, Howard o Percy? ¿Quién iba a guardar el trono caliente para mi hija y nombrarse regente durante toda su minoría de edad?

—Toda la corte ha estado arrodillada —dijo Jorge. Conocía al rey demasiado bien para que lo indujera a una ingenua confesión—. Nadie pensó en nada más que en vuestra salud.

Enrique asintió sin creerse nada.

—Iré a decírselo a la corte —dijo Jorge—. Celebrarán una misa de agradecimiento. Temíamos por vos.

—Traedme más vino —dijo Enrique, enojado—. Me duele como si tuviera rotos todos los huesos del cuerpo.

—¿Os dejo? —pregunté.

—Quedaos —dijo sin darle importancia—. Pero levantad estas almohadas tras mi espalda. Noto cómo me paralizo así tumbado. ¿Qué idiota me ha acostado tan plano?

—Temíamos moveros —contesté. Pensaba en el momento en que lo habíamos trasladado de la litera a la cama.

—Gallinas de corral cuando se llevan al gallo —dijo, un tanto satisfecho.

—Gracias a Dios que no se os llevaron.

—Sí —dijo—. Sería duro para los Howard y los Bolena que muriera hoy. Habéis hecho muchos enemigos en vuestro ascenso que estarían muy contentos de veros volver a caer.

—Mis pensamientos sólo fueron para Su Alteza —dije cautelosamente.

—¿Y hubieran seguido mis deseos poniendo a Elizabeth en mi trono? —preguntó con repentina aspereza—. Supongo que los Howard hubierais apoyado a uno de los vuestros. Pero ¿y los demás?

—No lo sé —contesté, mirándolo a los ojos.

—Si yo no estuviera aquí, con ningún príncipe para sucederme, esos juramentos quizá ni se cumplieran. ¿Creéis que hubieran sido leales a la princesa?

—No sé —contesté—. No podría decirlo. Ni siquiera estuve con la corte. He estado aquí todo el tiempo, cuidando de vos.

—Seríais leales a Elizabeth —dijo—. La regencia para Ana con vuestro tío tras ella, supongo. Un Howard gobernando Inglaterra en todo excepto en nombre. Y luego una mujer seguiría a otra, de nuevo gobernada por un Howard —añadió. Denegó mientras su rostro se ensombrecía—. Tiene que darme un hijo —concluyó. Una vena le latía en la sien y se llevó la mano a la cabeza como si quisiera alejar el dolor con la punta de los dedos—. Voy a dormir otra vez —dijo—. Llevaos estas malditas almohadas. Casi no puedo ver con este dolor detrás de los ojos. Una Howard regente y luego otra. Eso sólo promete desastre. Ésta vez tiene que darme un hijo.

La puerta se abrió y entró Ana. Aún estaba muy pálida. Se acercó lentamente al lecho de Enrique y le cogió la mano. Los ojos del rey, entrecerrados de dolor, escudriñaron su tez pálida.

—Pensé que moriríais —dijo ella.

—¿Y qué hubierais hecho?

—Hubiera hecho lo mejor como reina de Inglaterra —contestó ella con la mano sobre el vientre mientras hablaba.

—Será mejor que llevéis un varón ahí dentro —dijo él fríamente con su mano enorme sobre la de ella—. Pienso que lo mejor como reina de Inglaterra no sería suficiente. Necesito un varón que mantenga el reino unido. La princesa Elizabeth y las intrigas de vuestro tío no es lo que deseo dejar tras mi muerte.

—Quiero que juréis que nunca volveréis a participar en los torneos —dijo Ana apasionadamente.

—Dejadme descansar —repuso él. Volvió la cabeza—. Vos, con vuestros juramentos y promesas… Dios me ayude… cuando me separé de la reina, pensé que conseguía algo mejor que esto.

Fue el peor momento que nunca había visto entre ellos. Ana ni siquiera discutió. Su rostro estaba tan pálido como el de él. Ambos parecían fantasmas, medio muertos de su propio miedo. Lo que pudo haber sido un encuentro amoroso sólo sirvió para recordarles su escaso control sobre el reino. Ana hizo una reverencia al robusto cuerpo del lecho y salió de la habitación. Caminaba lentamente, como si llevara una pesada carga, y se detuvo un momento ante la puerta.

Mientras la miraba, se transformó. Echó la cabeza hacia atrás, curvó los labios en una sonrisa. Enderezó los hombros y se irguió ligeramente, como una bailarina cuando empieza la música. Luego asintió al guardia de la puerta, éste la abrió de par en par y salió al zumbido de la corte, con el semblante rebosante de agradecimiento, para decirles que el rey se encontraba bien, que había bromeado con ella sobre la caída del caballo, que volvería a participar en los torneos tan pronto como pudiera, y que eran dichosos.

Enrique estaba silencioso y pensativo mientras se recuperaba de la caída. Los dolores de su cuerpo eran como una premonición de la vejez. La herida de la pierna supuraba una mezcla de sangre y pus, llevaba un grueso vendaje todo el tiempo y, cuando se sentaba, la apoyaba en un taburete. Se sentía humillado al verlo, él, siempre tan orgulloso de sus piernas fuertes y su gallarda apostura. Ahora cojeaba al andar y el contorno de su pantorrilla quedaba deformado por el voluminoso vendaje. Peor aún, olía a gallinero sucio. Enrique, que había sido el príncipe dorado de Inglaterra, reconocido como el hombre más atractivo de Europa, podía ver cómo se acercaba la vejez, cuando se quedara cojo, con dolores constantes y apestara a monje mugriento.

—¡Por el amor de Dios, esposo, alegraos! —le soltó Ana, casi incapaz de entenderlo—. Os salvasteis, ¿qué más importa?

—Nos salvamos ambos —dijo él—. Porque, ¿qué sería de vos si no estuviera aquí?

—Lo haría bastante bien.

—Creo que todos lo hacéis bastante bien —repuso él—. Si fuera a morir, vos y los vuestros os sentaríais en mi trono mientras aún estuviera caliente.

—¿Os proponéis insultarme? —inquirió. Podía haberse mordido la lengua, pero estaba acostumbrada a encolerizarse con él—. ¿Acusáis a mi familia de otra cosa que no sea una completa lealtad?

Los cortesanos, que esperaban en el gran salón para cenar, bajaron el tono de voz esforzándose en oír.

—Los Howard, en primer lugar, son leales a sí mismos y, en segundo lugar, al rey —retrucó Enrique.

La figura de sir John Seymour destacó con su sonrisita oculta.

—Mi familia ha entregado la vida a vuestro servicio —declaró Ana.

—Ciertamente, vos y vuestra hermana os habéis entregado —interpuso el bufón de Enrique veloz como un latigazo, y se oyó una explosión de carcajadas. Yo me ruboricé como el carmín y vi que William me miraba. Vi cómo dirigía la mano donde debía estar su espada, pero no tenía sentido enfrentarse a un bufón, especialmente si el rey estaba riendo.

—Y con buen fin —dijo Enrique. Se estiró y dio una jovial palmadita en el vientre de Ana. Ella le retiró la mano, enfadada. Se quedó helado, su buen humor desapareció al momento.

—No soy una yegua —dijo ella, cortante—. No me gusta que me den palmadas como si lo fuera.

—No —dijo él con frialdad—. Si tuviera una yegua con tan mal carácter como el vuestro se la daría a los perros como alimento.

—Haríais mejor en montar a tal yegua y domarla —replicó ella.

Todos esperamos la típica respuesta subida de tono. Hubo un silencio que se alargó un minuto. La sonrisa de Ana se convirtió en mueca.

—No vale la pena domar a ciertas yeguas —respondió él en voz baja.

Sólo algunas personas cercanas a la mesa principal pudieron oírlo. Ana palideció pero inmediatamente volvió la cabeza y se echó a reír con una risa muy estridente, como si el rey hubiera dicho algo extremadamente gracioso. La mayoría siguieron con la cabeza baja y simularon hablar con sus vecinos de mesa. Los ojos de ella pasaron por encima de los míos hacia los de Jorge, quien le devolvió la mirada un momento, tan fijamente como si la sostuviera con la mano.

—¿Más vino, esposo? —preguntó Ana sin que le temblara la voz, un gentilhombre se adelantó, sirvió vino a los dos monarcas y comenzó la cena.

Enrique estuvo malhumorado todo el rato. Ni siquiera la música y la danza elevaron su ánimo, aunque comió y bebió más de lo normal. Se levantó y pasó cojeando dolorosamente por entre la corte, dijo una palabra por aquí, escuchó a un gentilhombre que se inclinó ante él para pedirle un favor por allá. Vino a nuestra mesa, donde las damas de la reina estábamos sentadas, y se detuvo entre mí y Jane Seymour. Ambas nos levantamos a la par y él miró su sonrisa y su mirada baja mientras le hacía la reverencia.

—Me siento débil, señora Seymour —dijo—. Ojalá estuviera en Wulfhall para que pudierais hacerme una poción con las hierbas de vuestro jardín.

—También a mí me gustaría, señor —contestó ella, enderezándose de la reverencia con la más dulce de las sonrisas—. Haría cualquier cosa por ver a Su Majestad relajado y libre de dolor.

El Enrique que yo conocía hubiera dicho «¿Cualquier cosa?» por el puro placer de hacer una broma subida de tono. Pero este nuevo Enrique sólo cogió una banqueta de la mesa y ordenó con un gesto que nos sentáramos a ambos lados.

—Podéis curar golpes y heridas, pero no la edad avanzada —dijo—. Tengo cuarenta y cinco años y jamás había sentido la edad antes.

—Sólo es la caída —dijo Jane con una voz tan suave y dulce como la miel que cae en el cubo—. Naturalmente, estáis cansado y dolorido, y también debéis de estar agotado con todo lo que trabajáis por la seguridad del reino. Sé que pensáis en ello día y noche.

—Una buena herencia, si tuviera un hijo a quien legársela —dijo apesadumbrado. Ambos miraron a la reina. Ana les devolvió una mirada fulgurante de irritación.

—Roguemos a Dios que la reina tenga un hijo esta vez —dijo Jane suavemente.

—¿Es cierto que rezáis por mí, Jane? —preguntó él en voz baja.

—Es mi deber rezar por el rey —contestó ella sonriendo.

—¿Rezaréis por mí esta noche? —siguió él en voz cada vez más baja—. Cuando tenga insomnio, me duelan todos los huesos del cuerpo y esté amedrentado, me gustaría pensar que estáis rezando por mí.

—Lo haré —dijo ella—. Será como si estuviera en vuestro lecho, con vos, mi mano sobre vuestra cabeza, ayudándoos a dormir.

Me mordí el labio. Vi a mi hija Catalina, en la mesa de al lado, con los ojos como platos, intentando comprender esa forma de cortejo nueva, con tonos de piedad empalagosa. El rey se alzó con un gruñido de dolor.

—Un brazo —dijo por encima del hombro. Media docena de hombres se adelantaron para conseguir el honor de acompañar a Su Majestad de vuelta al trono del estrado. Despreció la ayuda de mi hermano con un gesto y eligió la del hermano de Jane. Ana, Jorge y yo observamos en silencio cómo un Seymour ayudaba a volver al rey al trono.

—La mataré —dijo Ana torvamente.

Yo estaba tumbada en su lecho, apoyada indolentemente sobre el brazo, Jorge estaba despatarrado al calor del hogar y Ana se encontraba frente al espejo, su doncella la peinaba.

—Lo haré por ti —dije yo—. Me convertiré en santa.

—Es muy buena —sentenció Jorge, como si recomendara a una pupila experta—. Muy diferente a vosotras dos. Ella se apiada de él continuamente. Creo que eso es tremendamente seductor.

—Asquerosa —rezongó Ana entre dientes. Cogió el peine de la doncella—. Y vos, podéis iros.

Jorge nos sirvió otro vaso de vino.

—Yo también debería irme —dije—. William estará esperando.

—Tú te quedas —dijo Ana en tono perentorio.

—Sí, Vuestra Majestad —repliqué, obediente.

Me lanzó una mirada dura y amenazadora.

—¿Envío a esa Seymour fuera de la corte? —preguntó a Jorge—. No quiero que esté todo el día insinuándose al rey. Me pone furiosa.

—Déjala en paz —aconsejó Jorge—. Cuando él se recupere, querrá algo más fiero. Pero deja de provocarlo. Ésta noche se enfadó contigo porque te lo buscaste.

—No lo soporto tan lastimero —dijo—. No se ha muerto, ¿no? ¿Por qué tiene que estar tan deprimido por nada?

—Tiene miedo y ya no es un hombre joven.

—Si ella vuelve a insinuarse una vez más, le abofetearé la cara —dijo Ana—. Puedes advertirla, María. Si la encuentro mirándolo con esa sonrisa de Madre de Dios en el rostro, se la borraré de una bofetada.

—Le diré algo —dije, deslizándome del lecho—. Aunque quizá no exactamente eso. Ana, ¿puedo irme ya? Estoy cansada.

—Oh, de acuerdo —concedió de mal talante—. Tú, Jorge, te quedas conmigo, ¿verdad?

—Tu esposa comentará —avisé—. Ya dice que siempre estás aquí.

Pensé que Ana no daría importancia, pero ella y Jorge intercambiaron una rápida mirada y Jorge se levantó para marcharse.

—¿Tengo que estar siempre sola? —exigió Ana—. ¿Pasear sola, rezar sola, sola en el lecho?

Jorge vaciló ante aquel deprimente lamento.

—Sí —dije con energía—. Tú elegiste ser reina. Te advertí que no te daría la felicidad.

Por la mañana, Jane Seymour y yo nos encontramos de camino a misa. Pasamos ante la puerta abierta del rey y lo vimos sentado ante la mesa, con la pierna herida colocada en una silla ante él, mientras el secretario le leía las cartas y se las ponía delante para que las firmara. Al pasar ante la puerta, Jane aminoró el paso y le sonrió, él hizo una pausa y la observó pluma en mano.

Jane y yo nos arrodillamos en la capilla de la reina, cada una a un lado, y escuchamos la misa que se celebraba ante el altar de la iglesia, debajo de nosotras.

—Jane —dije en voz baja.

—¿Sí, María? —musitó abriendo los ojos, inmersa en la oración—. Excusadme, estaba rezando.

—Si seguís flirteando con el rey con esas empalagosas sonrisitas, uno de nosotros, los Bolena, os arrancaremos los ojos con las uñas.

Ana adoptó la costumbre durante el embarazo de pasear junto al río cada día, hasta el prado de bolos, por la alameda de tejos, más allá de las canchas de tenis y de vuelta a palacio. Siempre paseaba con ella, y Jorge también. La mayoría de las damas también nos acompañaban, así como algunos gentileshombres del rey, ya que por las tardes no cazaba. Jorge y sir Francis Weston caminaban flanqueando a Ana y la hacían reír, la cogían del brazo para ayudarla a subir los peldaños que llevaban al campo de bolos y cualquiera de los de nuestro círculo, Henry Norris, sir Thomas Wyatt o William, caminaba conmigo.

Un día que María estaba fatigada acortó el paseo. Volvimos a palacio, ella del brazo de Jorge y yo unos pasos atrás, con Henry Norris. Los guardias abrieron la puerta de sus aposentos al acercarnos y al hacerlo apareció la escena de Jane Seymour saltando del regazo del rey y él intentando levantarse, alisarse el manto y aparentar indiferencia, pero debido a la cojera de la caída, con dificultad y tambaleándose con aspecto ridículo. Ana entro como una exhalación.

—Fuera de aquí, ramera —le espetó a Jane Seymour. Jane hizo una reverencia y se escabulló de la estancia. Jorge intentó llevar a Ana a los aposentos interiores, pero ella se dirigió al rey.

—¿Qué estabais haciendo con ésa sobre vuestro regazo? ¿Es algún tipo de cataplasma?

—Estábamos hablando… —contestó él torpemente.

—¿Habla tan bajo que tiene que meter su lengua en vuestra oreja?

—Era… era…

—Ya sé qué era —gritó Ana—. Toda vuestra corte lo sabe. Todos hemos tenido el privilegio de verlo. Un hombre que dice estar demasiado cansado para salir a pasear, completamente despatarrado con una cría lista escondida en el regazo.

—Ana… —dijo él. Todos menos Ana oyeron el tono amenazante.

—No lo toleraré. Debe abandonar la corte —soltó ella.

—Los Seymour son amigos leales a la corona y buenos servidores —repuso él pomposamente—. Se quedan.

—Ella no es mejor que una furcia de una casa de baños —dijo Ana con rabia—. Y no es amiga mía. No la tendré entre mis damas.

—Es una joven pura y dulce y…

—¿Pura? ¿Qué hacía en vuestro regazo? ¿Diciendo sus oraciones?

—¡Ya es suficiente! —tronó él, encolerizado—. Ella se queda entre vuestras damas. Su familia se queda en la corte. Os estáis excediendo, señora.

—¡No la tendré! —juró Ana—. Yo decido quién me asiste. Soy la reina y éstos son mis aposentos. No tendré aquí a una mujer que no me guste.

—Tendréis las damas que yo elija para vos —insistió él—. El rey soy yo.

—No me daréis órdenes —dijo ella jadeante, con la mano en el corazón.

—Ana —dije—. Cálmate. —Ni siquiera me oyó.

—Yo doy órdenes a todo el mundo —repuso él—. Haréis lo que os mande, pues soy vuestro esposo y vuestro rey.

—¡Que me cuelguen si lo hago! —gritó. Se volvió y taconeó rápidamente hacia su cámara privada. Abrió la puerta y chilló desde el umbral—. ¡No me domináis, Enrique!

Pero él no podía correr tras ella. Aquél fue su error fatal. Si hubiera podido, podría haberla atrapado y haber caído juntos sobre el lecho, como tantas veces anteriores. Pero le dolía la pierna, ella era joven y estaba furiosa, y en vez de excitarse se sintió acosado. Estaba resentido por su belleza y juventud y eso ya no le divertía.

—¡Vos sois la furcia, no ella! —gritó él—. No creáis que he olvidado lo que podéis hacer para llegar al regazo de un rey. ¡Jane Seymour nunca sabrá ni la mitad de trucos que utilizasteis conmigo, señora! ¡Trucos franceses! ¡Trucos de ramera! Ya no me hechizan; pero no los he olvidado.

La corte emitió un grito ahogado de asombro y Jorge y yo intercambiamos una mirada totalmente horrorizada. La puerta de Ana se cerró de golpe, el rey se volvió hacia la corte y Jorge y yo recibimos su mirada fulminante con la inmovilidad del terror absoluto.

—Un brazo —dijo levantándose. Sir John Seymour apartó a Jorge a un lado y el rey se dirigió a sus aposentos lentamente apoyado en su brazo, seguido por sus gentileshombres. Lo miré mientras se alejaba y me di cuenta de que tenía la boca seca y que me costaba tragar.

—¿Qué trucos utilizaba? —preguntó Jane Parker, la esposa de Jorge, a mi lado.

De pronto recordé vívidamente mis consejos para que usara el cabello, la boca y las manos con él. Jorge y yo le habíamos enseñado todo lo que sabíamos, lo que Jorge había aprendido en sus tiempos en las casas de baños de Europa con putas francesas, zorras españolas y fulanas inglesas, así como todo lo que sabía por haberme casado y yacido con un hombre y seducido a otro. Habíamos entrenado a Ana para que hiciera todas las cosas que le gustaban a Enrique, a todos los hombres, expresamente prohibidas por la Iglesia. Le habíamos enseñado a desnudarse ante él, a levantarse el camisón centímetro a centímetro, a enseñarle sus partes. Le habíamos enseñado a lamerle el miembro desde la base hasta la punta, con lánguidos movimientos, largos y lentos. Le habíamos dicho las palabras que le gustaban y las fantasías que tenía en la cabeza. Le habíamos aportado la habilidad de una ramera y ahora se lo reprochaba. Encontré los ojos de Jorge y supe que también recordaba lo mismo.

—¡Ay, Dios nos guarde, Jane! —dijo él con tono cansino—. ¿No sabes que cuando el rey está enfadado dice cualquier cosa? Nada, eso es lo que hizo. Nada más que besos y caricias. El tipo de cosas que cualquier marido y su esposa hacen en los días locos. —Hizo una pausa y se corrigió—. Nosotros no lo hicimos, por supuesto; no vos y yo. Pues en realidad no sois una mujer que apetezca besar, ¿no es cierto?

—Por supuesto —dijo ella volviéndose—. Aunque a vos no os gusta besar a las mujeres a menos que sean hermanas vuestras —añadió, tan suave como una serpiente deslizándose entre los helechos.

Dejé a Ana sola durante media hora, luego llamé a la puerta y entré en la habitación sin hacer ruido. Cerré la puerta ante los rostros curiosos de las damas de compañía y la busqué con la vista. La habitación estaba en la penumbra de una tarde de principios de invierno, no había encendido las velas y sólo la luz de la chimenea parpadeaba en los muros y el techo. Estaba tumbada boca abajo sobre el lecho y por un instante pensé que dormía. Entonces se volvió y vi la pálida cara y los ojos oscuros.

—Dios mío, estaba enfadado —dijo, con la voz ronca por el llanto.

—Tú le hiciste enfadar. Tú te lo has buscado, Ana.

—¿Qué tenía que hacer? Me ha insultado delante de toda la corte.

—Cerrar los ojos —la aconsejé—. Mirar a otro lado. La reina Catalina lo hacía.

—La reina Catalina perdió. Miró hacia otro lado y yo se lo arrebaté. ¿Qué voy a hacer para conservarlo?

Ninguna de las dos dijo nada. Sólo había una respuesta. Siempre había sólo una respuesta y siempre la misma.

—Me estaba muriendo de rabia —explicó ella—. Me sentía como si fuera a vomitar las propias entrañas.

—Debes calmarte.

—¿Cómo puedo calmarme si encuentro a Jane Seymour por todas partes?

—Prepárate para la comida —dije. Me acerqué al lecho y le quité el tocado de la cabeza—. Baja a comer con un aspecto hermoso y todo se esfumará y se olvidará.

—Yo no —repuso amargamente—. Yo no lo olvidaré.

—Entonces actúa como si lo hicieras —aconsejé—. O todo el mundo recordará que te ha insultado. Será mejor que te comportes como si nunca hubiera sido dicho ni oído.

—Me llamó furcia —dijo con resentimiento—. Nadie lo olvidará.

—Todas somos furcias comparadas con Jane —bromeé—. ¿Y qué pasa? Ahora eres su esposa, ¿no? Con un hijo legítimo en tu vientre. Cuando esté enfadado puede llamarte lo que quiera, puedes recuperarlo cuando se calme. Vuélvetelo a ganar esta noche, Ana.

Llamé a su doncella y Ana eligió un vestido. Escogió uno plateado y blanco, como reafirmando su pureza incluso cuando la corte había oído la acusación de que usaba trucos de ramera. El corsé estaba recamado de perlas y diamantes y la orla del tejido plateado de la falda pespuntada con hilo de plata. Cuando se puso el tocado sobre el cabello negro tenía todo el aspecto de una reina, la reina de las nieves, una reina de belleza inenarrable.

—Muy bien —dije.

—Tendré que hacerlo y seguir haciéndolo eternamente —dijo con una sonrisa cansina—. Bailar para que Enrique siga interesado en mí. ¿Qué sucederá cuando sea vieja y ya no pueda bailar? Las doncellas de mis aposentos aún serán jóvenes y hermosas. ¿Qué pasará entonces?

—Pasemos esta velada —dije. No podía ofrecerle ningún consuelo—. No te preocupes de los años venideros. Y cuando tengas un hijo y después más no te importará hacerte vieja.

—Mi hijo —dijo suavemente con la mano sobre el corsé con incrustaciones.

—¿Estás preparada?

Asintió y se dirigió a la puerta. Echó los hombros hacia atrás, levantó la barbilla, sonrió con su cautivadora sonrisa segura de sí, indicó a la doncella que abriera la puerta y salió para enfrentarse a los chismorreos, deslumbrante como un ángel.

Advertí que toda la familia había venido en su apoyo y supe que nuestro tío habría escuchado lo suficiente como para asustarse. Mi madre y mi padre se encontraban allí. Nuestro tío estaba al fondo de la estancia, en animada charla con Jane Seymour, lo que me tranquilizó un poco. Jorge estaba en el umbral, me sonrió, se adelantó hacia Ana y le cogió la mano. Se oyó un murmullo ante el magnífico vestido y la sonrisa desafiante, luego hubo un remolino mientras los presentes se reagrupaban. Sir William Breeton se acercó, besó la mano de Ana y susurró algo sobre un ángel caído a la tierra. Ana contestó, riendo, que no había caído sino sólo venido de visita, invirtiendo limpiamente la sugestiva imagen. Entonces se oyó ruido en la puerta y entró Enrique a grandes zancadas seguido del resto de la corte, la pierna herida le provocaba un torpe balanceo y su rostro redondo mostraba nuevas arrugas de dolor. Saludó a Ana con una breve inclinación de cabeza, malhumorado.

—Buenos días, señora —dijo—. ¿Estáis preparada para ir a comer?

—Por supuesto, esposo —contestó Ana, tan dulce como la miel—. Me alegra ver a Vuestra Majestad con tan buen aspecto.

Su capacidad para cambiar de un estado de ánimo a otro siempre lo dejaba atónito. Comprobó su buen humor y escrutó los ávidos rostros de los cortesanos.

—¿Habéis saludado a John Seymour? —preguntó él, escogiendo al único a quien ella rechazaría hacer los honores.

—Buenas tardes, sir John —dijo con tanta suavidad como si fuera su propia hija, sin que su sonrisa se desvaneciera ni un momento—. Espero que aceptéis un pequeño presente de mi parte.

—Estaría honrado, Su Majestad —dijo con una inclinación, un tanto incómodo.

—Deseo regalaros una banqueta tallada de mis aposentos privados. Una pieza de Francia, bella y pequeña. Espero que os guste.

—Os estaría enormemente agradecido —dijo con otra inclinación.

—Es para vuestra hija —dijo Ana con una sonrisa de soslayo a su esposo—. Para Jane. Para que se siente. Al parecer carece de asiento propio, ya que debe coger prestado el mío.

Los presentes se quedaron en silencio, atónitos, y entonces se oyó la estruendosa risa de Enrique. Al momento la corte advirtió que también podía reír y las habitaciones de la reina se estremecieron con las carcajadas provocadas por la broma sobre Jane. Enrique, riendo todavía, ofreció el brazo a Ana y ella le lanzó una mirada pícara. Comenzó a caminar con ella, la corte se colocó en su posición habitual tras ellos y entonces oí un grito sofocado y alguien dijo en voz baja:

—¡Dios mío! ¡La reina!

Jorge se lanzó entre ellos como una espada cortando hierba y asió a Ana de la mano, alejándola de Enrique.

—Perdonad, Vuestra Majestad, la reina está indispuesta —oí que decía rápidamente. Luego puso la boca ante la oreja de Ana y le susurró urgentemente unas palabras. A pesar de los rostros que se volvían con avidez pude ver de perfil cómo desaparecía el color de sus mejillas, luego se abrió paso entre todos con Jorge apresurándose ante ella para abrir la puerta de su cámara privada y empujarla dentro. Los que se encontraban al fondo se inclinaron hacia delante, pude ver la parte posterior de su vestido. Había una mancha escarlata, roja como la sangre contra la plateada blancura del vestido. Estaba sangrando. Estaba perdiendo al bebé.

Me lancé entre la aglomeración para seguirla a la habitación. Mi madre vino detrás de mí y dio un portazo ante los ávidos rostros que intentaban ver el interior y ante el rey, que aún miraba atónito la repentina carrera de Ana y su familia para esconderse.

—No he sentido nada. —Ana se quedó de pie frente a Jorge, estirando la parte posterior del vestido para ver la mancha.

—Voy a buscar a un médico —dijo él, dirigiéndose a la puerta.

—No digas nada —avisó mi madre.

—¿Decir? —exclamé—. ¡Lo han visto todos! ¡Hasta el propio rey!

—Puede que no pase nada. Acuéstate, Ana.

—No siento nada —repitió ella, dirigiéndose lentamente al lecho con el rostro tan blanco como el tocado.

—Entonces quizá no pase nada. Será sólo una manchita —dijo mi madre. Ordenó a las doncellas con una seña que le quitaran los zapatos y las medias. La tumbaron de costado y desataron el corsé. Le quitaron el hermoso vestido blanco con la gran mancha escarlata. Las enaguas estaban empapadas de sangre. Miré a mi madre—. Quizá no pase nada —repitió, vacilante.

Fui hacia Ana y le cogí la mano, ya que estaba claro que mi madre no lo haría hasta que estuviera en su lecho de muerte.

—No tengas miedo —susurré.

—Ésta vez no podemos ocultarlo —me contestó también con un susurro—. Todos lo han visto.

Hicimos de todo. Pusimos un recipiente para calentarle los pies y los médicos trajeron un licor, dos licores, una cataplasma y una manta bendecida por un santo. La sangramos y le pusimos un recipiente más caliente bajo los pies. Pero no sirvió de nada. A medianoche se puso de parto, con el auténtico dolor y esfuerzo de un parto de verdad, tirando de las sábanas atadas a dos postes de la cama, gimiendo por el dolor producido por el bebé, que intentaba salir de su cuerpo. Hacia las dos de la madrugada, de pronto, gritó, y el bebé salió sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo.

Cuando la comadrona lo recibió en sus manos lanzó una exclamación.

—¿Qué sucede? —jadeó Ana, con el rostro rojo y el sudor bajando por su cuello.

—¡Es un monstruo! —gritó la mujer—. Un monstruo.

Ana jadeó horrorizada y yo me encogí, alejándome del lecho con un terror supersticioso. En las manos ensangrentadas de la comadrona había un bebé horriblemente deformado, con la espina dorsal abierta y una cabeza enorme, el doble de grande que el esmirriado cuerpecito.

Ana lanzó un chillido ronco y se alejó de él como un gato asustado hasta la cabecera de la cama, dejando un rastro de sangre sobre las almohadas y las sábanas. Se acurrucó contra los pilares y extendió una mano como si quisiera apartar el mismo aire.

—¡Envolvedlo! —exclamé—. ¡Lleváoslo de aquí!

—¿Qué hicisteis para engendrar esto? —preguntó la comadrona, mirando a Ana con semblante grave.

—¡No hice nada! ¡Nada!

—Esto no es hijo de hombre, es hijo de un demonio.

—¡No hice nada!

Yo quería decir «tonterías», pero mi propio miedo me bloqueaba la garganta.

—¡Envolvedlo! —conseguí decir. Oí el pánico de mi voz.

Mi madre se dirigió rápidamente hacia la puerta con el rostro tan severo como si se alejara del cadalso del verdugo.

—¡Madre! —gritó Ana con un hilo de voz ronca.

Mi madre ni volvió la vista ni detuvo sus pasos. Salió de la habitación sin decir palabra. Cuando la puerta se cerró tras ella, pensé que aquello era el final. El final de Ana.

—No he hecho nada —repitió Ana. Se volvió hacia mí y pensé en la poción de la bruja y en la noche que llevaba la máscara de oro sobre el rostro, como el pico de una ave. Pensé en su viaje a las puertas del Infierno para traer ese bebé a Inglaterra.

—Tendré que decírselo al rey —dijo la comadrona y se volvió.

—No hay que preocupar a Su Majestad —dije. Inmediatamente me interpuse entre ella y la puerta para impedirle el paso—. No querrá saberlo. Son secretos de mujeres, deberían quedar entre mujeres. Mantengamos esto entre nosotras, démosle solución en privado y tendréis el favor de la reina y el mío. Me ocuparé de que seáis bien pagada por el trabajo de esta noche y vuestra discreción. Me ocuparé de que se os pague bien, señora. Os lo prometo.

Ni siquiera alzó la mirada. Sostenía el bulto envuelto en los brazos, aquel horror escondido entre pañales. Por un horrible instante me pareció ver que se movía, imaginé una pequeña mano despellejada apartando la tela. Ella lo levantó hacia mi rostro y me aparté con un respingo. Aprovechó la oportunidad y abrió la puerta.

—¡No iréis al rey! —juré, aferrada a su brazo.

—¿No lo sabéis? —me preguntó casi con lástima en la voz—. ¿No sabéis que ya soy su sirvienta? ¿Que me envió aquí a vigilar y escuchar para él? Se me asignó esta misión desde que la reina tuvo las primeras faltas.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque duda de ella.

—¿Duda de ella? —pregunté. Apoyé la mano en el muro, la cabeza me daba vueltas.

—No entendía por qué no se quedaba embarazada —dijo, encogiéndose de hombros. Señaló el inerte bulto de ropa con la cabeza—. Ahora lo sabrá.

Me humedecí los labios secos.

—Os pagaré lo que queráis si dejáis esa cosa, vais al rey y le decís que ha perdido el bebé, pero puede concebir otro —dije—. Sea lo que sea lo que os pague, yo os pagaré el doble. Soy una Bolena, no carecemos de influencia y fortuna. Podéis ser sirviente de los Howard el resto de vuestra vida.

—Éste es mi deber —dijo—. Lo he estado haciendo desde que era joven. He hecho el voto solemne a la Virgen María de no fracasar en mi obligación.

—¿Qué deber? —pregunté, desesperada—. ¿Qué obligación? ¿De qué estáis hablando?

—Caza de brujas —dijo simplemente, escurriéndose hacia afuera con el bebé del demonio en sus brazos.

Cerré la puerta tras ella y puse el cerrojo. No quería que entrara nadie a la habitación antes de haber limpiado aquel desastre ni antes de que Ana se recuperara para luchar por su vida.

—¿Qué ha dicho? —preguntó. Su tez era blanca como la cera. Sus ojos oscuros parecían trozos de vidrio. Se encontraba muy lejos de esa pequeña y calurosa habitación y de la conciencia del peligro.

—Nada de importancia.

—¿Qué ha dicho?

—Nada. ¿Por qué no duermes?

—Nunca lo creeré —dijo rotundamente, mirándome con ojos llameantes como si no hablara conmigo, sino con algún inquisidor—. Nunca haréis que me lo crea. No soy una campesina ignorante que llora sobre una reliquia de madera y sangre de cerdo. No me apartaré de mi camino por miedos estúpidos. Pensaré, actuaré y haré que el mundo se ajuste a mis deseos.

—¿Ana?

—No dejaré que nada me espante —dijo con decisión.

—¿Ana?

Apartó el rostro de mí y se quedó mirando el muro.

Tan pronto como se durmió abrí la puerta e hice entrar a la habitación a una Howard —Madge Shelton— para que se sentara con ella. Las doncellas retiraron las sábanas empapadas de sangre y trajeron esteras limpias para el suelo. Fuera, en la sala de visitas, la corte esperaba noticias, las damas medio dormidas, con las cabezas apoyadas en las manos, los cortesanos jugaban a cartas para matar el tiempo. Jorge estaba recostado contra un muro conversando en voz baja con sir Francis, las cabezas tan juntas como amantes.

William vino hacia mí y me cogió la mano. Yo traté de reunir fuerzas.

—La cosa está mal —dije bruscamente—. No te lo puedo contar ahora. Debo decirle algo a nuestro tío. Ven conmigo.

—¿Cómo está? —preguntó Jorge, inmediatamente a mi lado.

—El bebé está muerto —contesté. Vi que palidecía como una doncella y se santiguaba—. ¿Dónde está nuestro tío? —pregunté, buscándolo con la mirada.

—Esperando noticias en su habitación, como todos los demás.

—¿Cómo está la reina? —me preguntó alguien.

—¿Ha perdido el bebé? —dijo otra voz.

—La reina está durmiendo —dijo Jorge dando un paso adelante—. Descansando. Os ruega que vayáis todos a vuestros lechos y por la mañana tendréis noticias de su estado.

—¿Perdió el bebé? —insistió alguien a Jorge, mirándome a mí.

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Jorge, provocando un rumor de incredulidad.

—Entonces está muerto —comentó alguien—. ¿Qué le pasa para no poder darle un hijo?

—Vamos —dijo William a Jorge—. Salgamos de aquí. Cuanto más digas, peor será.

Flanqueada entre mi esposo y mi hermano, nos abrimos paso entre los cortesanos y bajamos hasta los aposentos de mi tío. Su criado, vestido de librea oscura, nos hizo pasar sin decir nada. Mi tío estaba sentado ante la mesa grande con algunos papeles esparcidos y una vela que lanzaba un resplandor amarillento por toda la habitación.

Cuando entramos ordenó al criado con un gesto que atizara el fuego y encendiera otro candelabro.

—¿Sí? —preguntó.

—Ana rompió aguas y dio a luz un bebé muerto —dije con toda franqueza.

Asintió con la cabeza, con semblante grave e impasible.

—Había algo extraño en él —añadí.

—¿De qué tipo?

—La espalda estaba abierta y la cabeza era enorme —dije. Sentí una náusea y apreté un poco la mano de William—. Era un monstruo.

Asintió de nuevo como si le estuviera dando noticias de lo más normales y distantes. Pero fue Jorge quien lanzó una corta y aguda exclamación y se sujetó en el respaldo de una silla para no caerse. Mi tío pareció no prestar atención, pero lo vio todo.

—Intenté evitar que la comadrona lo sacara.

—¿Oh?

—Repuso que ya estaba contratada por el rey.

—Ah.

—Y cuando le ofrecí dinero para quedarse o dejar el bebé dijo que era su obligación para con la Virgen María llevárselo, porque se dedicaba a la…

—¿La…?

—Caza de brujas —susurré.

Sentí la extraña sensación de que el suelo se movía bajo mis pies y todos los sonidos de la habitación venían de muy lejos. Entonces William me hizo sentar en una silla y puso una copa de vino en mis labios. Jorge no me tocó, seguía apoyado en el respaldo de la silla, con un semblante tan pálido como el mío. Mi tío siguió impasible.

—¿El rey envió a una cazadora de brujas para espiar a Ana? —preguntó. Tomé otro sorbo de vino y asentí—. Entonces corre un gran peligro.

Hubo otro largo silencio.

—¿Peligro? —susurró Jorge, incorporándose.

—Un esposo suspicaz siempre es un peligro —dijo mi tío, cabeceando—. Un rey suspicaz más.

—¡No ha hecho nada! —exclamó Jorge. Lo miré de soslayo, había insistido en la letanía de Ana al ver el monstruo que salió de su cuerpo.

—Quizá —admitió mi tío—. Pero el rey piensa que ha hecho algo y eso bastará para destruirla.

—¿Y qué haréis para protegerla? —preguntó Jorge cautelosamente.

—Sabéis, Jorge —contestó mi tío lentamente—, la última vez que tuve el placer de mantener una conversación privada con ella me dijo que podía irme de la corte y me maldijo, que había llegado donde estaba por sus propios esfuerzos y que no me debía nada y me amenazó con encarcelarme.

—Es una Howard —dije, apartando el vino.

—Lo era —afirmó.

—¡Se trata de Ana! —exclamé—. Todos hemos dedicado la vida para que llegara hasta aquí.

Mi tío asintió.

—¿Y nos lo ha agradecido con esplendidez? —preguntó—. Si no recuerdo mal, vos fuisteis expulsada de la corte. Aún seguiríais allí si no hubiera necesitado vuestros servicios. No ha hecho nada para recomendarme al rey, al contrario. Y Jorge, os favorece, pero ¿sois un chelín más rico que cuando llegó al trono? ¿No os iba igual de bien cuando erais su cortesana?

—No es un asunto de favores, sino de vida o muerte —dijo Jorge, encendido.

—Tan pronto como dé a luz un hijo, su posición estará asegurada.

—¡Pero él no puede tener hijos! —gritó Jorge—. No pudo darle un hijo a Catalina y no puede dárselo a Ana. ¡Es impotente! Por eso ella se ha vuelto loca de miedo…

Hubo un silencio de muerte.

—Dios os perdone por ponernos a todos en tal peligro —dijo mi tío con frialdad—. Decir eso es alta traición. No lo he oído. Vos no lo habéis dicho. Ahora marchaos.

William me ayudó a levantarme y los tres salimos lentamente de la habitación. Jorge se volvió en el umbral a punto de quejarse, pero la puerta se cerró silenciosamente en sus narices antes de que pudiera hablar.

Ana no despertó hasta media mañana y tenía una fiebre muy alta. Fui a buscar al rey. La corte hacía el equipaje para trasladarse al palacio de Greenwich y él estaba lejos del ruido y el ajetreo, jugando a bolos en el jardín, rodeado de sus favoritos, con los Seymour ocupando una posición prominente. Me reconfortó ver a Jorge a su lado, sonriendo con aspecto confiado, y a mi tío entre los espectadores. Mi padre ofreció una apuesta muy ventajosa al rey y éste la aceptó. Esperé hasta que hubo rodado la última bola y mi risueño padre diera al rey veinte piezas de oro antes de avanzar un paso y hacer una reverencia.

El rey frunció el ceño al verme. Vi inmediatamente que ninguna Bolena gozaba de su favor.

—Lady María —dijo con frialdad.

—Vuestra Majestad, vengo de parte de mi hermana, la reina. —Él asintió—. Ruega que la corte posponga el traslado a Greenwich una semana, hasta que haya recobrado completamente la salud.

—Demasiado tarde —dijo—. Puede reunirse con nosotros cuando se recupere.

—Apenas han comenzado a hacer el equipaje.

—Es demasiado tarde para ella —me corrigió. Se oyó un murmullo apagado alrededor del campo de bolos, inmediatamente silenciado—. Es demasiado tarde para que ella me pida favores. Sé lo que sé.

Vacilé. Una gran parte de mí quería asirlo por el cuello de la camisa y sacudir a ese gordo egoísta. Yo había dejado a mi hermana enferma después de un parto de pesadilla y allí estaba su esposo tan tranquilo, jugando a los bolos al sol y advirtiendo a la corte que ella ya no gozaba de su favor.

—Entonces debéis saber que ella, yo y todos los Howard jamás nos hemos desviado un instante de nuestro amor y lealtad hacia vos —dije. Vi a mi tío fruncir el ceño ante la mención del parentesco.

—Esperemos que no tenga que poner a todos a prueba —dijo el rey sin asomo de simpatía. Se volvió e hizo señas a Jane Seymour. Ella se apartó de puntillas de las otras damas de la reina modestamente, con los ojos bajos.

—¿Pasearéis conmigo? —le preguntó con una voz muy distinta.

Ella hizo una reverencia como si fuera un honor demasiado grande para que ni siquiera pudiera hablar, luego puso la manita sobre la manga enjoyada del rey y se alejaron caminando juntos, con la corte en fila tras ellos, a una discreta distancia.

La corte era un hervidero de rumores que Jorge y yo, solos, no podíamos desmentir. En una época decir una palabra contra Ana había sido una ofensa castigada con la horca. Ahora había canciones y bromas sobre sus flirteos en la corte y escandalosas insinuaciones sobre su incapacidad para llevar a término un embarazo.

—¿Por qué no los hace callar Enrique? —pregunté a William—. Dios sabe que tiene poder legal para hacerlo.

—Les permite decir lo que quieran —contestó, moviendo la cabeza—. Dicen que ha hecho de todo menos vender su alma al diablo.

—¡Necios! —exclamé.

—Pero María —dijo él con suavidad. Me cogió la mano y me abrió los dedos agarrotados—. ¿De qué otro modo podría haber concebido a esa monstruosa criatura sino mediante una unión monstruosa? Debe de haber yacido en pecado.

—¿Con quién, por el amor de Dios? ¿Tú crees que ha hecho un contrato con el diablo?

—¿No crees que lo habría hecho si con ello conseguía un hijo? —inquirió.

Aquello me detuvo. Miré sus ojos castaños, sintiéndome desdichada.

—Calla —dije, atemorizada por esas palabras—. No quiero ni pensarlo.

—¿Y si hizo alguna brujería y eso le dio un hijo monstruoso?

—¿Entonces?

—Entonces él estaría en su derecho de separarse de ella.

Intenté reír un instante.

—Es una broma penosa en un momento penoso —repuse.

—No es broma, esposa.

—¡No lo entiendo! —grité, exasperada por cómo había cambiado el mundo tan bruscamente—. ¡No comprendo qué nos ha sucedido!

Sin tomar en cuenta el hecho de que estábamos en el jardín y cualquier cortesano podía acercarse en cualquier momento, deslizó la mano por mi cintura y me abrazó con tanta intimidad como si estuviéramos en el establo de la granja.

—Amor, amor mío —dijo tiernamente—. Debe de haber hecho algo terrible para parir un monstruo. Y ni siquiera sabes qué fue. ¿Nunca has llevado algún recado secreto para ella? ¿Ido a buscar a una comadrona? ¿Comprado una poción?

—Tú mismo… —comencé a decir.

—Yo he enterrado un bebé muerto —dijo, asintiendo—. Quiera Dios que este asunto pueda arreglarse discretamente y no hagan demasiadas preguntas.

En la única ocasión previa que la corte había abandonado a una reina en un palacio vacío fue cuando Ana y el rey habían salido a caballo riendo y dejado a la reina Catalina sola. Ahora Enrique volvió a hacerlo. Ana observó sin ser vista desde la ventana de su habitación, arrodillada sobre una silla, aún demasiado débil para estar en pie, cómo la corte se trasladaba a Greenwich, su palacio favorito, con Jane Seymour cabalgando al lado del rey.

En el séquito de alegres cortesanos, tras el risueño rey y la nueva favorita, estaba mi familia, padre, madre, tío y hermano, compitiendo por el favor del rey, mientras William y yo íbamos con nuestros niños. Catalina estaba callada, miró hacia atrás y luego alzó la mirada hacia mí.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—No parece correcto que nos vayamos sin la reina —dijo.

—Se reunirá con nosotros más tarde, cuando se recupere —dije para reconfortarla.

—¿Sabéis dónde estarán los aposentos de Jane Seymour en Greenwich? —me preguntó.

Denegué con la cabeza.

—¿No los compartirá con otra Seymour? —pregunté.

—No —dijo mi joven hija—. Dice que el rey va a asignarle unos apartamentos preciosos y sus propias damas de compañía. Así podrá practicar su música.

No quería creer a Catalina, pero tenía toda la razón. Se dio a conocer que el propio secretario Cromwell había cedido sus aposentos de Greenwich para que la señorita Seymour pudiera hacer sus trinos con el laúd. En realidad, los aposentos del secretario Cromwell tenían un pasadizo secreto que conectaba con la cámara privada del rey. Jane fue instalada en Greenwich, como Ana anteriormente, en unos aposentos rivales a los de la reina, con una corte rival.

Cuando la corte se acomodó, los Seymour comenzaron a reunirse, hablar, bailar y jugar en los nuevos y amplios aposentos de Jane, y las damas de la reina, sin reina a quien atender, se acostumbraron a ir. El rey pasaba allí todo el tiempo, hablando, leyendo, escuchando música o poesía. Comía informalmente con Jane, en sus propios aposentos o en los de ella, con los Seymour alrededor de la mesa para reírle las bromas o entretenerlo jugando, o la llevaba a comer al gran salón y la sentaba cerca, con el trono vacío de la reina, para recordar a quien quisiera que había una reina de Inglaterra abandonada atrás, en un palacio vacío. En ocasiones, mientras miraba a Jane inclinada hacia delante para decir algo a Enrique por encima del asiento vacío de mi hermana, sentía como si Ana nunca hubiera existido y no hubiera nada que impidiera que Jane se sentara en su silla.

Nunca desfallecía en su dulzura hacia Enrique. En Wiltshire habían debido criarla a dieta de azúcar de remolacha. Era absoluta y eternamente complaciente con Enrique, ya estuviera avinagrado por el dolor de la pierna o exultante como un chiquillo, pavoneándose por haber abatido a un ciervo. Siempre estaba muy tranquila, siempre piadosa —él la encontraba a menudo de rodillas ante el pequeño reclinatorio, con las manos entrelazadas en el rosario y la cabeza alta— y siempre infinitamente modesta.

Dejó de lado el tocado francés, la elegante diadema en forma de media luna que Ana había introducido cuando vino a Inglaterra. En cambio, Jane llevaba una caperuza, como la reina Catalina, la cual, solo un año atrás, marcaba a la portadora como alguien increíblemente desaliñada y carente de estilo. El propio Enrique había jurado que aborrecía la moda española, pero esa misma severidad era el complemento ideal para la belleza fría de Jane. La llevaba como una monja puede llevar la toca: para mostrar su desdén por las cosas mundanas. Aunque las llevaba de colores: el azul más claro, el verde más suave, el amarillo más pálido; todos, colores límpidos y claros, como si le cuadrara a su carácter la gama pastel.

Supe que estaba a medio camino del puesto de mi hermana cuando Madge Shelton, la pequeña Madge Shelton, mala, coqueta y de vida disoluta, apareció a comer con una caperuza a dos aguas color azul claro, con un vestido de cuello alto a juego y mangas francesas remodeladas a la moda inglesa. En unos días todas las damas de la corte llevaban la caperuza y caminaban con los ojos bajos.

Ana se reunió con nosotros en febrero, entró cabalgando en la corte con una grandiosa demostración: el estandarte real ondeando sobre su cabeza, el estandarte Bolena a su lado y un gran séquito de servidores con librea y gentileshombres a caballo. Jorge y yo la esperábamos en la escalinata, con las enormes puertas abiertas de par en par detrás de nosotros, y la ostensible ausencia de Enrique.

—¿Vas a decirle lo de los aposentos de Jane? —me preguntó Jorge.

—Yo no —repuse—. Díselo tú.

—Francis aconseja decírselo en público, para que controle su genio frente a la corte.

—¿Discutes sobre la reina con Francis?

—Tú hablas con William.

—Es mi esposo.

Jorge asintió. Miró hacia el hombre que encabezaba el séquito de Ana mientras se aproximaban a la puerta.

—¿Confías en William?

—Por supuesto.

—Yo siento lo mismo con Francis.

—No es lo mismo.

—¿Cómo puedes saber cómo es mi amor?

—Sé que no puede ser como un hombre ama a una mujer.

—No. Lo amo como un hombre ama a otro hombre.

—Está contra las Sagradas Escrituras.

—María, acéptalo —dijo. Me cogió las manos y sonrió con su irresistible sonrisa Bolena—. Son tiempos peligrosos y mi único consuelo es el amor de Francis. Déjame tener eso. Porque Dios es testigo de que tengo pocas alegrías más, y creo que estamos en el mayor de los peligros.

El séquito que escoltaba a Ana pasó y ella detuvo el caballo a nuestro lado con una sonrisa radiante. Llevaba un traje de montar escarlata y un sombrero a juego, echado hacia atrás, adornado con una pluma alargada que lucía un gran broche de rubíes.

—¡Vivat Anna! —exclamó mi hermano, en respuesta a su impresionante estilo.

Miró detrás de nosotros, hacia las sombras del gran salón, suponiendo ver al rey esperándola. Cuando vio que faltaba no cambió la expresión.

—¿Estás bien? —pregunté, adelantándome.

—Por supuesto —contestó, deslumbrante—. ¿Por qué no debería estarlo?

—Por ninguna razón —respondí con cautela. Estaba claro que no íbamos a decir nada sobre ese bebé muerto, como nunca habíamos dicho nada sobre los otros.

—¿Dónde está el rey?

—Cazando —dijo Jorge.

Ana entró en el palacio dando zancadas, los sirvientes corrían ante ella para lanzarse a abrir las puertas.

—¿Sabía que venía? —preguntó volviendo la cabeza hacia nosotros.

—Sí —replicó Jorge.

Ella asintió y esperó hasta que estuvimos en sus aposentos, con las puertas cerradas.

—¿Dónde están mis damas?

—Algunas están de cacería con el rey —dije—. Otras… —Advertí que no sabía cómo acabar la frase—. Otras no —concluí, desesperada.

Ana desvió la mirada y enarcó una ceja en dirección a Jorge.

—¿Puedes explicarme a qué se refiere mi hermana? —preguntó ella—. Sabía que su francés y su latín eran incomprensibles, pero ahora también el inglés parece estar por encima de sus posibilidades.

—Vuestras damas acuden en tropel a Jane Seymour —contesto él. El rey le ha otorgado los aposentos de Thomas Cromwell, come con ella todos los días. Tiene una pequeña corte por ahí.

—¿Es eso cierto? —preguntó angustiada, desviando la mirada de mi hermano hacia mí.

—Sí —confirmé.

—¿Le ha otorgado los aposentos de Cromwell? ¿Puede ir directamente a los de ella sin que nadie lo sepa?

—Sí.

—¿Son amantes?

Miré a Jorge.

—No hay forma de saberlo —dijo él—. Pero apuesto a que no.

—¿No?

—Al parecer rechaza las atenciones de un hombre casado —dijo él—. Juega con su virtud.

Ana se dirigió hacia la ventana, caminado lentamente, como si ese cambio en su mundo la desconcertara.

—¿Qué esperanzas tiene? —preguntó—. ¿Si lo provoca y lo rechaza al mismo tiempo?

Nadie respondió. ¿Quién lo sabía mejor que nosotros?

—¿Piensa darme de lado? —preguntó Ana volviéndose, con mirada felina—. ¿Está loca?

Ninguno de nosotros respondió.

—¿Y a Cromwell se le ordenó salir para eso?

—Cromwell ofreció sus aposentos —contesté.

—Así que ahora Cromwell está abiertamente en mi contra —dijo Ana, cabeceando lentamente.

Miró a Jorge en busca de consuelo, una mirada extraña, como si no estuviera segura de él. Pero Jorge nunca le había fallado. Tímidamente, se acercó a ella y le puso la mano en el hombro, fraternal. Ella, en vez de volverse hacia él para abrazarlo, retrocedió un poco y luego apoyó la cabeza contra su pecho. Él suspiró, la rodeó con sus brazos y la acunó suavemente mientras miraban por la ventana los reflejos del Támesis bajo el sol invernal.

—Pensé que quizá tuvieras miedo de tocarme —dijo ella en voz baja.

—Ay, Ana —dijo él, denegando—. De acuerdo con las leyes de la Tierra y de la Iglesia, sería culpable de anatema diez veces antes del desayuno.

Me estremecí al oírlo; pero ella rió tontamente como una niña.

—Y lo que sea que hiciéramos, se hizo por amor —añadió con dulzura.

Ella se volvió entre sus brazos, alzó la mirada y le escudriñó el rostro. Me di cuenta de que nunca en la vida la había visto mirar a nadie así antes. Lo miraba como si le importara lo que él sentía. No era sólo un peldaño más de la escalera de su ambición. Era su bienamado.

—¿Incluso aunque el resultado fuera monstruoso? —preguntó ella.

—No pretendo entender de teología —repuso él, encogiéndose de hombros—. Pero mi yegua ha parido un potrillo con una pata unida a la otra y no la he purificado por bruja. Ésas cosas pasan en la naturaleza, no siempre significan algo. Tuviste mala suerte, nada más.

—No permitiré que me atemorice —dijo ella firmemente—. He visto sangre de santo que era sangre de cerdo y agua bendita recogida del arroyo. La mitad de las enseñanzas de esta Iglesia son para engatusarte, la otra mitad para asustarte y que sigas en tu puesto. No seré sobornada para seguir ni atemorizada. Por nada. Tomé la resolución de realizar mi propio destino y lo haré.

Si Jorge hubiera estado escuchando, hubiera oído el tono agudamente nervioso de su voz. Pero miraba su rostro iluminado de determinación.

—¡Hacia delante y hacia arriba, Ana Regina! —exclamó él.

—Hacia delante y hacia arriba —repitió, sonriéndole—. Y el siguiente será un varón.

Ella se volvió entre sus brazos, le puso las manos sobre los hombros y alzó la mirada, como si fuera un amante en quien confiaba.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

—Tienes que recuperarlo —contestó él con seriedad—. No le hagas recriminaciones, no dejes que vea tu miedo. Vuelve a reclamarlo con todos los trucos que sabes. Vuelve a hechizarlo.

—Jorge —dijo ella vacilante. Luego sonrió y le contó la verdad, oculta tras el rostro iluminado—. Soy diez años mayor de lo que era cuando lo cortejé por primera vez. Me aproximo a los treinta. Sólo ha conseguido un bebé vivo de mí y ahora sabe que he dado a luz a un monstruo. Le repugnaré.

—No puedes repugnarle —dijo Jorge sencillamente, apretándole más la cintura—. O todos caeremos. Tienes que atraerlo de nuevo.

—Pero fui yo quien le enseñó a seguir sus deseos. Aún peor, le llené la cabeza con nuevas enseñanzas. Ahora cree que sus deseos son manifestaciones de Dios. Sólo tiene que querer algo para que piense que es la voluntad de Dios. No tiene que corroborarlo con ningún sacerdote, obispo ni papa. Sus caprichos son sagrados. ¿Cómo puede conseguir nadie que un hombre así vuelva con su esposa?

Jorge miró por encima de la cabeza de Ana, buscando ayuda. Me acerqué un poco más.

—Le gusta que lo consuelen —dije—. Que le hagan lisonjas. Mímalo, dile que es maravilloso, elógialo y sé amable con él.

—Soy su amante, no su madre —dijo Ana rotundamente, con una mirada tan inexpresiva como si yo hablara en hebreo.

—Ahora quiere una madre —dijo Jorge—. Está herido y se siente viejo y maltrecho. Teme la vejez, teme la muerte. La herida de su pierna hiede. Está aterrorizado por si muere antes de dejar un príncipe para Inglaterra. Lo que quiere es una mujer que sea tierna con él hasta que vuelva a sentirse bien. Jane Seymour es todo dulzura. Debes ganarla en dulzura.

Ella enmudeció. Todos sabíamos que era imposible ser más dulce que Jane Seymour cuando había público a la vista. Ni siquiera Ana, la seductora más consumada, podía sobrepasar a Jane en dulzura. Su rostro ya no estaba iluminado y, por un instante, en su leve palidez reconocí el rostro severo de nuestra propia madre.

—Por Dios, espero que eso la mate —maldijo de pronto ella—. Si pone la mano en mi corona y el trasero en mi trono, espero que muera, y que muera joven. Espero que muera en el parto en el mismo momento de darle un hijo. Y espero que el hijo también muera.

Jorge se puso rígido. Veía desde la ventana el retorno de la partida de caza.

—Corre escaleras abajo, María, y dile al rey que he vuelto —dijo Ana sin moverse del abrazo de Jorge.

Corrí escaleras abajo mientras el rey desmontaba del caballo. Le vi hacer un gesto de dolor cuando pisó el suelo y su peso cayó sobre la pierna herida. Jane estaba junto a él, rodeados por un ejército Seymour. Miré buscando a mi padre, a mi madre, a mi tío. Estaban relegados al fondo, eclipsados.

—Su Majestad —dije, ofreciéndole una reverencia—. Mi hermana, la reina, ha llegado y me pide que salude a Su Majestad de su parte.

Enrique me miró con semblante malhumorado, la frente arrugada de dolor, la boca fruncida.

—Decidle que estoy cansado de cabalgar, la veré en la comida —dijo, cortante.

Pasó ante mí con pasos pesados y caminando con dificultad, sin forzar la pierna herida. Sir John Seymour ayudó a su hija a bajar del caballo. Advertí el traje de montar nuevo, el caballo nuevo, el diamante que relucía en su mano enguantada. Tenía tantas ganas de escupirle algo de veneno que tuve que morderme la lengua para forzarme a sonreírle dulcemente y retroceder mientras su padre y su hermano la escoltaban por las grandiosas puertas a sus aposentos: los aposentos de la favorita del rey.

Mi padre y mi madre siguieron al séquito de los Seymour. Esperé que me preguntaran cómo estaba Ana, pero pasaron a mi lado con nada más que una leve inclinación.

—Ana está bien —dije mientras pasaba mi madre.

—Bien —respondió fríamente.

—¿No vendréis para atenderla?

—La visitaré cuando el rey vaya a sus aposentos —dijo. Su rostro estaba tan inexpresivo como si fuera una mujer estéril. Era como si ninguno de nosotros hubiera nacido de ella nunca.

Entonces me di cuenta de que Ana, Jorge y yo estábamos solos.

Las damas volvieron a la habitación de Ana como un tropel de gallinas, dudosas de dónde estaban los mejores bocados. Advertí con amarga diversión el cambio de tocados que el retorno pleno de confianza de Ana había originado. Algunas volvieron a los tocados franceses que Ana seguía llevando. Otras siguieron con las pesadas caperuzas que Jane llevaba. Todas estaban desesperadas por saber si tenían que estar en el hermoso apartamento de la reina o con los Seymour. ¿Dónde iría el rey la próxima vez? ¿Dónde preferiría ir? Madge Shelton llevaba una caperuza e intentaba abrirse camino en el círculo de Jane Seymour. Madge era de quienes pensaban que Ana estaba en declive.

Entré en la estancia y tres mujeres enmudecieron en cuanto me acerqué.

—¿Cuáles son las noticias? —pregunté. Nadie iba a decírmelas. Entonces Jane Parker, siempre la más fidedigna de todas las traficantes de escándalos, se acercó a mi lado.

—El rey ha enviado a Jane Seymour un regalo, un enorme monedero de oro, y ella lo ha rechazado. —Esperé. Jane tenía la mirada reluciente de gozo—. Dijo que no podía aceptar tales regalos del rey hasta que fuera una mujer casada, ya que eso la comprometería.

Me quedé un momento en silencio, intentando descifrar esa declaración críptica.

—¿La comprometería? —repetí.

Jane asintió.

—Excusadme —dije. Me abrí camino entre las mujeres hasta la cámara privada de Ana. Jorge estaba allí con ella, sir Francis Weston con él.

—Quisiera hablar con vosotros a solas —dije.

—Puedes hablar frente a sir Francis —dijo Ana.

Respiré hondo.

—¿Habéis oído hablar del rechazo de Jane Seymour al regalo del rey? —Denegaron con la cabeza—. Se supone que ha dicho que no puede aceptar tales regalos de él hasta que sea una mujer casada, porque eso podría comprometerla.

—Ajá —dijo sir Francis.

—Imagino que no es nada más que un alarde de virtud, pero la corte bulle de excitación por ello —dije.

—Recuerda al rey que podría casarse con otro —dijo Jorge—. Él aborrecerá la idea.

—Ostenta su virtud —añadió Ana.

—Y sale a la luz —dijo sir Francis—. Eso es teatro. No devolvió aquel caballo, ¿verdad? ¿O la sortija de diamantes? ¿O el relicario con el retrato de él dentro? Pero ahora la corte cree, como todo el mundo creerá pronto, que al rey le interesa una joven que no ambiciona riquezas. Y todo de una tacada.

—Es insufrible —masculló Ana entre dientes.

—Y no puedes devolverle la moneda —dijo Jorge—. Así que ni siquiera pienses en ello. Levanta la cabeza, sonríe y hechízalo si puedes.

—Puede que durante la comida se mencione la alianza con España —le advirtió sir Francis mientras ella se levantaba de la silla—. Mejor que no digáis nada en contra.

—Si tengo que convertirme en una Jane Seymour, es como si me anulara —le contestó Ana volviendo la cabeza—. Si debo renegar de todo lo que llevo en mi interior (mi voluntad, mi temperamento y mi pasión por la reforma de la Iglesia), entonces anulo mi propio yo. Si lo que el rey quiere es una esposa dócil, en primer lugar nunca debería haber intentado conseguir el trono. Si no puedo ser yo misma, es como si no estuviera aquí, en absoluto.

—No, porque todos te adoramos —dijo Jorge acercándose a ella. Cogió su mano y se la besó—. Y esto sólo es un capricho pasajero del rey. Ahora quiere a Jane, como quiso a Madge, como quiso a lady Margaret. Volverá a sus cabales y volverá contigo. Mira cuánto tiempo le retuvo la reina. Se fue y volvió con ella una docena de veces. Eres su esposa, la madre de su princesa, igual que ella lo fue. Puedes retenerlo.

Ella sonrió al oírlo, enderezó los hombros y asintió para que yo le abriera la puerta. Oí el murmullo cuando salió con un lujoso vestido de terciopelo verde, con pendientes de esmeraldas, diamantes centelleando en su tocado verde y la «B» de oro en la gargantilla de perlas del cuello.

Hacia finales de febrero hacía mucho frío y el Támesis se congeló. El desembarcadero se extendía como un camino sobre el suelo de hielo blanco, las escaleras de la verja del embarcadero conducían a una lisa placa de vidrio. El río se convirtió en un camino extraño que podía llevar a cualquier lado. Cuando bajaba la mirada a las zonas más delgadas, podía ver el agua que se movía, verde y peligrosa, bajo la capa transparente del hielo.

Todos los jardines, paseos, muros y alamedas que rodeaban Greenwich adquirieron una blancura milagrosa mientras nevaba, luego se congelaba y después volvía a nevar. Las enredaderas de los senderos de los jardines estaban congeladas. En las mañanas soleadas, los cristales transparentes de las telarañas relucían como un encaje mágico sobre las ramas más finas. Cada una de las ramitas, cada una de las hojas más finas, estaba delineada en blanco como si un artista hubiera ido por todo el jardín decidido a resaltar el detalle de cada rama de los árboles.

De noche hacía un frío helador debido al viento gélido que soplaba desde el este, un viento siberiano. Pero durante el día el sol brillaba intensamente y era una delicia correr por los jardines y jugar a los bolos sobre la hierba congelada. Los petirrojos saltaban por los tejos oscuros de la alameda, a la espera de unas migas, y grandes bandadas de gansos, amantes del frío, volaban sobre nuestras cabezas, batiendo las alas y estirando los largos cuellos, en búsqueda de agua.

El rey declaró que debíamos celebrar un festival de invierno y que habría un torneo y un baile sobre patines de hielo y una mascarada con trineos, comedores de fuego y acróbatas moscovitas. Hubo una azuzada del oso mucho más divertida de lo normal, pues el pobre animal se deslizó, cayó y resbaló hasta los perros. Un mastín echó a correr con brío y creyó que volvería a salir corriendo, pero se encontró con que sus patas escarbaban sin adherirse al hielo y el oso le provocó la muerte de un zarpazo en el lomo. El rey se rió a carcajadas al verlo.

Bajaron bueyes de Smithfield usando el río helado como camino y los asaron en espetones sobre enormes fuegos a la orilla del río, y los mozos corrían de la cocina a la ribera con pan caliente, con los perros de la cocina corriendo y ladrando todo el camino tras ellos, con la esperanza de que les cayera algo.

Jane era una princesa invernal vestida de blanco y azul, con el cuello y la capucha de la capa ribeteados de piel blanca. Patinaba con mucha inseguridad y tenía que ir flanqueada entre su hermano y su padre. La transportaban sobre ruedas empujándola hacia el rey y hacia el trono. Pensé que ser una jovencita Seymour debía de ser muy parecido a ser una jovencita Bolena, cuando tu padre y tu hermano te empujan hacia el rey y tú no tienes ni la habilidad ni la sabiduría para salir corriendo.

Enrique siempre tenía una silla para ella a su lado. El trono de la reina estaba a su derecha, como debía ser, pero a su izquierda había una silla para Jane por si decidía descansar después de patinar. El rey no patinaba, su pierna aún no estaba curada y se hablaba de médicos franceses o quizá incluso una peregrinación a Canterbury, para aliviar su dolor. Sólo Jane podía eliminar su ceño y lo conseguía sin hacer nada. Se quedaba de pie junto a él, dejaba que la empujaran patinando a su alrededor, se estremecía con las peleas de gallos, ahogaba un gemido ante el comedor de fuego, se comportaba como siempre había hecho, como una sosa integral, y atrapaba al rey como Ana nunca pudo.

Ana bajó al hielo a comer con el rey cada uno de los tres días, y viéndola deslizarse sobre sus pulidos patines de hueso de ballena con la gracia de una bailarina rusa pensé que esa temporada todos nosotros, los Bolena, estábamos sobre hielo quebradizo. Su palabra más inocente podía provocar el ceño del rey, no había forma de complacerlo. La observaba todo el tiempo con ojos entrecerrados de desconfianza, como los de un cerdito. Mientras la observaba se frotaba los dedos, tirando del anillo del meñique.

Ana intentó deslumbrarlo con su vivacidad y su belleza. Controlaba su carácter con él, aunque estuviera avinagrado y aburrido. Ella bailó, jugó, rió, patinó, toda alegría, toda luz. Eclipsó a Jane Seymour, ningún hombre tenía ojos nunca para otra mujer cuando Ana estaba radiante. Ni siquiera el rey podía apartar la mirada de ella cuando entraba entre los bailarines de la corte, con la cabeza alta, ese cuello ladeado cuando alguien le hablaba, rodeada por hombres que escribían poemas a su belleza, músicos que le dedicaban canciones, el centro de entusiasmo de la corte. El rey no podía apartar los ojos de ella, pero ya no era una mirada embelesada. La miraba fijamente, como si quisiera entender algo sobre ella, como si quisiera desentrañar su encanto para verla descarnada, despojada de todo lo que antaño la hizo tan preciosa para él. La miraba fijamente como un hombre podría observar un tapiz que le hubiera costado una fortuna y de pronto una mañana viera como algo sin valor y quisiera deshacerse de él. La miraba fijamente, como si no pudiera creer que le hubiera costado tan caro y le hubiera reportado tan poco. Y ni siquiera el encanto y la vivacidad de Ana podían hacerle pensar que fuera buen negocio.

Mientras yo observaba a Ana, Jorge y sir Francis observaban a Cromwell. Corría un rumor en susurros de que el rey podría separarse de Ana pretextando que el matrimonio carecía de validez legal desde el principio. Jorge y yo nos burlamos al oírlo, pero sir Francis señaló el hecho de que el Parlamento iba a ser disuelto en abril, sin ninguna buena razón.

—¿Qué diferencia supone? —preguntó Jorge.

—Así, si el rey hace algún movimiento contra la reina, todos los caballeros honestos del reino vuelven a estar en sus condados —respondió Francis.

—Difícilmente la defenderían —dije—. La aborrecen.

—Quizá defendieran el concepto de realeza —repuso—. Fueron forzados a jurar contra la reina Catalina y obligados a jurar que renegaban de la princesa María y reconocían a la princesa Elizabeth. Si el rey se separa de Ana ahora, sentirán que los ha tratado como a necios, y eso no les gustará. Si el rey vuelve al punto de vista del papa, se encontrarían con un cambio demasiado rápido de tragar.

—Pero la reina está muerta —dije, pensando en mi antigua señora, Catalina—. Aunque se deshiciera el matrimonio con Ana, no puede volver con ella.

Jorge chasqueó la lengua en señal de desaprobación ante mi lentitud, pero sir Francis era más paciente.

—La opinión del papa sigue siendo que el matrimonio con Ana es nulo. Y ahora Enrique es viudo, y libre para casarse de nuevo.

Instintivamente, Jorge, sir Francis y yo miramos en dirección al rey. Se levantaba del trono sobre la tarima azul y helada. Sir John Seymour y sir Edward Seymour lo flanqueaban, levantándolo. Jane estaba en pie ante él, con los labios ligeramente separados en una sonrisa, como si nunca hubiera visto a un hombre más apuesto que ese gordo inválido.

Ana, que estaba patinando al otro extremo del hielo con Henry Norris y Thomas Wyatt, se acercó deslizándose y exclamó de modo informal:

—¿Cómo va, esposo? ¿No os quedáis?

La miró. El viento frío azotaba sus mejillas, resaltando su arrebol. Llevaba el sombrero escarlata de montar con la larga pluma, y un mechón de pelo le hacía cosquillas en la mejilla. Tenía un aspecto radiante, innegablemente hermosa.

—Me duele —contestó él lentamente—. Mientras habéis estado divirtiéndoos, yo he estado sufriendo. Voy a mis aposentos a descansar.

—Iré con vos —dijo ella al instante, deslizándose hacia delante—. Si lo hubiera sabido me hubiera quedado a vuestro lado, pero me dijisteis que fuera a patinar. Mi pobre esposo. Os haré una tisana, me sentaré con vos y os leeré, si queréis.

—Preferiría dormir —dijo él—. Preferiría el silencio a vuestra lectura.

Ana enrojeció. Henry Norris y Thomas Wyatt desviaron la mirada, deseando estar en otra parte. Los Seymour, diplomáticamente, mantuvieron el rostro impasible.

—Entonces os veré en la cena —dijo Ana, controlando su carácter—. Y rezaré por vos para que descanséis y quedéis libre de dolores.

Enrique asintió y se alejó. Los Seymour lo cogieron del brazo y lo ayudaron por encima de las lujosas alfombras extendidas sobre el hielo para que no resbalara. Jane, con una sonrisita dócil, como disculpándose por ser favorecida, siguió sus huellas con paso ligero.

—¿Y dónde creéis que vais, señora Seymour? —restalló Ana como un latigazo.

La jovencita se volvió e hizo una reverencia a la reina.

—Me ha pedido que lo siguiera y leyera para él —dijo con sencillez y la mirada baja—. No leo muy bien latín. Pero puedo leer algo de francés.

—¡Algo de francés! —exclamó mi hermana, que hablaba tres idiomas desde los seis años.

—Sí —dijo Jane con orgullo—. Aunque no lo entiendo todo.

—Apuesto a que no entendéis nada —dijo Ana—. Podéis iros.