Navidades de 1529
La corte iba a ir a Greenwich, y la reina estaría presente. Ella recibiría todos los honores y a Ana no se la iba a ver.
—¿Y ahora qué? —pregunté a Jorge. Estaba sentada en su lecho mientras él holgazaneaba en el asiento del alféizar. Uno de sus hombres empaquetaba los baúles para el viaje a Roma, y de vez en cuando Jorge levantaba la vista y gritaba al impasible sirviente: «La capa azul, no. Tiene polillas.» U: «Odio ese sombrero, dádselo a María para el joven Enrique.»
—¿Y ahora qué? —repitió mi pregunta.
—He sido convocada a los aposentos de la reina y voy a vivir en mi antigua habitación en su ala del palacio. Ana se quedará sola en sus habitaciones del patio de torneos. Creo que madre se quedará con ella, pero todas las damas de compañía y yo tenemos que atender a la reina y no a Ana.
—No puede ser mala señal —dijo Jorge—. El rey espera que un montón de gente de fuera de la ciudad los vean durante los banquetes navideños. Lo último que puede permitirse es que los mercaderes y comerciantes de la ciudad digan que no puede contenerse. Quiere que todo el mundo crea que ha escogido a Ana por el bien de Inglaterra y no por lujuria.
Eché una nerviosa ojeada al sirviente.
—No hay problema con Joss —dijo Jorge—. Es bastante sordo, gracias a Dios. ¿Verdad, Joss? —El hombre no volvió la cabeza—. Ah, bueno, déjanos —añadió Jorge. El hombre continuó empaquetando.
—Deberías tener cuidado igualmente —dije.
—Déjanos, Joss —dijo Jorge, alzando la voz—. Acabarás más tarde.
El hombre se detuvo, miró alrededor, se inclinó ante ambos y salió. Jorge dejó el asiento del alféizar y se tumbó a mi lado, en el lecho. Le incliné la cabeza para que descansara sobre mi regazo y me acomodé contra la cabecera.
—¿Crees que sucederá alguna vez? —comenté—. Me siento como si lleváramos planeando esta boda desde hace un siglo.
—Sabe Dios —dijo él. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió y alzó la mirada—. Sabe Dios lo que habrá costado cuando llegue: la felicidad de una reina, la seguridad del trono, el respeto del pueblo, la santidad de la Iglesia. A veces me parece como si ambos nos hubiéramos pasado la vida trabajando para Ana, y ni siquiera sé qué hemos ganado con ello.
—¿Tú, que has heredado un condado? ¿Dos condados?
—Yo quería irme de cruzadas a matar infieles —dijo—. Quería volver a casa con una bella mujer en un castillo que me ensalzaría por mi valor.
—Y yo quería un campo de lúpulo, un huerto de manzanos y un rebaño de ovejas —dije.
—Qué necios —dijo Jorge, y cerró los ojos.
Se quedó dormido en unos minutos. Lo sostuve cuidadosamente, mirando su pecho, que subía y bajaba, luego incliné la cabeza contra la funda de brocado de la cabecera, cerré los ojos y me quedé dormida.
Aún en sueños oí que se abría la puerta y abrí los ojos perezosamente. No era el sirviente de Jorge que volvía, no era Ana que venía a buscarnos. Era una vuelta de picaporte sigilosa, una puerta abierta con malicia, y luego Jane, la esposa de Jorge, ahora lady Rochford, asomó la cabeza dentro de la habitación y nos buscó con la mirada.
No dio un brinco cuando nos vio juntos en el lecho, y yo tampoco me moví, aún medio dormida y rígida de inmovilidad, algo amedrentada ante su sigilo. Dejé los párpados entrecerrados y la miré por entre las pestañas.
Se quedó totalmente inmóvil, ni entraba ni se iba, pero abarcó con la vista cada centímetro: la cabeza de Jorge apoyada en mi regazo, el tocado torcido en el asiento del alféizar, mi cabello cayendo sobre su rostro dormido. Nos miró como si nos estudiara para pintar una miniatura, como si acumulara pruebas. Luego, tan silenciosamente como había venido, volvió a salir sigilosamente.
Sacudí a Jorge al instante y le puse la mano ante la boca mientras despertaba.
—Sssh. Jane ha estado aquí. Puede que aún esté fuera, en la puerta.
—¿Jane?
—¡Jane, por el amor de Dios! ¡Tu esposa, Jane!
—¿Qué quería?
—No dijo nada. Sólo entró y nos miró, durmiendo juntos en el lecho, miró a su alrededor y luego salió sigilosamente.
—No quería despertarme.
—Quizá —dije con aire vacilante.
—¿Qué sucede?
—Parecía… rara.
—Siempre parece rara —dijo sin darle importancia—. Sobre la pista.
—Sí, exactamente —dije—. Pero cuando nos miraba me sentí bastante… —Me detuve, no podía encontrar las palabras—. Me sentí bastante sucia —dije al final—. Como si estuviéramos haciendo algo malo. Como si estuviéramos…
—¿Qué?
—Demasiado juntos.
—Somos hermanos —exclamó Jorge—. Por supuesto que estamos juntos.
—Estábamos dormidos juntos en el lecho.
—¡Claro que estábamos dormidos! —exclamó Jorge—. ¿Qué más podríamos hacer juntos en la cama? ¿Hacer el amor?
Solté una risita.
—Me hace sentirme como si ni siquiera debiera estar en tu habitación.
—Bueno, deberías —dijo categóricamente—. ¿Dónde más podemos hablar sin media corte presente? Sólo está celosa. Daría el rescate de un rey para estar conmigo en el lecho, y yo antes pondría mi cabeza en un cepo que en su regazo.
—¿No crees que le importe? —pregunté con una sonrisa.
—En absoluto —dijo—. Es mi esposa. Puedo controlarla. Y tal como va la moda del matrimonio, podría quitármela de encima y casarme con otra en su lugar.
Ana rehusó terminantemente pasar las fiestas navideñas en Greenwich si no iba a ser el centro de atención. Aunque Enrique intentó una y otra vez explicarle que era por el bien de la causa, ella le recriminaba que prefiriera a la reina a su lado.
—¡Me iré! —le lanzó—. No me quedaré aquí para ser insultada y abandonada. Me iré a Hever. Pasaré las fiestas navideñas allí. O quizá vuelva a la corte francesa. Mi padre está allí, creo que lo pasaría bien. Siempre fui muy admirada en Francia.
—Ana, mi amor, no digas esas cosas —dijo él, pálido, como si le hubiera clavado un cuchillo.
—¿Tu amor? —dijo ella, volviéndose hacia él—. ¡Ni siquiera me quieres a tu lado el día de Navidad!
—Te quiero allí, ese día y todos los días. Pero Campeggio está ahora mismo informando al papa de que quiero que todos sepan que me separo de la reina por la más pura de las razones, por la mejor de las razones.
—¿Y yo soy impura? —exigió ella, arrebatándole la palabra.
Ahora ejercitaba la rapidez de reflejos que tanto había practicado durante el cortejo del rey. Y él estaba tan inerme como entonces.
—Mi verdadero amor, sois un ángel para mí —dijo él—. Y quiero que el resto del mundo lo sepa. Le he dicho a la reina que seréis mi esposa, porque sois lo mejor que Inglaterra puede ofrecer. Eso le dije.
—¿Habláis con la reina de mí? —preguntó tras soltar un gritito ahogado—. ¡Oh, no! Eso es añadir insulto tras insulto. Y os dice que no lo soy, quizá… Os dice que cuando era su dama de compañía no era ningún ángel. ¡Os dice que no sirvo para coseros las camisas, quizá!
—¡Ana! —exclamó Enrique, hundiendo la cabeza entre las manos.
Ella se dio la vuelta para alejarse y volvió a la ventana. Yo mantuve la cabeza inclinada sobre el libro que se suponía que leía y pasé el dedo por la línea de palabras, pero no veía nada. Ambos, el rey y la antigua querida, la miramos. La tensión de sus hombros indicó que la estremecían un par de sollozos, luego se relajó y se volvió hacia él. Sus ojos estaban brillantes de lágrimas; sus mejillas, encendidas de ira. Parecía excitada. Se acercó él y le cogió las manos.
—Perdonadme —dijo—. Perdonadme, amor. —Él levantó la mirada hacia ella como si no pudiera creer en su suerte. Abrió los brazos y ella se deslizó contra su regazo y le rodeó el cuello con los brazos—. Perdonadme —susurró Ana.
Me levanté del asiento tan silenciosamente como pude y me encaminé a la puerta. Ana asintió para que me fuera y salí. Mientras cerraba la puerta detrás de mí, la oí decir:
—Pero iré a Durham House y vos pagaréis mi estancia navideña.
La reina me dio la bienvenida de vuelta a sus aposentos con una sonrisita triunfante. Pensaba, pobre mujer, que la ausencia de Ana significaba que su influencia se debilitaba. No había oído, como yo, la lista de penitencias que Ana había impuesto a su amor para que pagara por su ausencia de la corte. No sabía, como el resto de la corte sabía demasiado bien, que la cortesía de Enrique hacia ella durante las festividades navideñas era una cuestión de forma.
Lo averiguó bastante rápido. Él nunca cenaba con ella a solas en sus aposentos. Nunca le dirigía la palabra, a no ser que alguien estuviera mirando. Nunca bailaba con ella. Se excusaba de la mayoría de los bailes y simplemente miraba a los que bailaban. En la corte había algunas jovencitas nuevas que sus parejas hacían revolotear ante sus ojos, una nueva heredera Percy, una nueva muchacha Seymour. Ya que todos los condados de Inglaterra que podían conseguir un puesto en la corte venían con una muchacha nueva para encandilar al rey y quizá conseguir una oportunidad al trono. Pero el rey no tenía ganas de divertirse. Se sentaba al lado de su esposa con apariencia ausente y pensaba en su amada.
Ésa noche la reina permaneció arrodillada en el reclinatorio largo rato y las damas se quedaron dormidas en los asientos, esperando a que nos despidiera y nos enviara a nuestros lechos. Cuando se levantó y se dio la vuelta, sólo yo estaba despierta.
—Son muchos los traidores que hay aquí —dijo, viendo cómo la abandonaban en un momento de tristeza.
—Lo siento —dije.
—No parece haber diferencia entre que ella esté aquí o no —dijo con desamparada sabiduría. Inclinó la cabeza bajo el peso de la caperuza y yo me adelanté, saqué las horquillas y se la quité da la cabeza. Ahora tenía el cabello muy gris. Pensé que había envejecido más en este último año que en los cinco anteriores.
—Sólo es una pasión que superará —dijo, más para sí misma que para mí—. Se cansará de ella, como se ha cansado de todas. Bessie Blount, vos, Ana sólo es una de tantas. —No repliqué—. Mientras no caiga en pecado contra la Santa Iglesia… aunque ella le tenga hechizado —continuó—. Es por lo único que rezo, para que no peque. Sé que volverá conmigo.
—Su Majestad —dije suavemente—. ¿Y si no vuelve? ¿Y si anulan vuestro matrimonio y se casa con ella? ¿Tenéis adónde ir? ¿Habéis pensado en vuestra propia seguridad en caso de que os fuera mal?
La reina Catalina se dio la vuelta, sus ojos azules sobre mí, como si me viera por primera vez. Extendió los brazos para que pudiera desatar la parte superior del vestido y luego se dio la vuelta, para que se lo quitara por los hombros. Tenía la piel en carne viva del roce del cilicio. No hice ningún comentario, no le gustaba que lo vieran ni sus damas.
—No me preparo para la derrota —dijo sencillamente—. Sería traicionarme a mí misma. Sé que Dios me devolverá la consideración de Enrique y volveremos a ser dichosos juntos. Sé que mi hija será reina de Inglaterra y una de las mejores reinas que haya habido nunca. Su abuela fue Isabel de Castilla: nadie puede poner en duda que una mujer sea capaz de gobernar un reino. Será una princesa que todo el mundo recordará, y a mi muerte el rey será mi Caballero Corazón Leal, como antaño en mi juventud.
Fue hacia su cámara privada y la doncella, que se había quedado dormida ante el fuego, saltó y me cogió el vestido y la caperuza de las manos.
—Dios os bendiga —dijo la reina—. Decid a las otras que vayan a dormir. Las espero a todas conmigo en misa por la mañana. Y vos también, María. Me gusta que mis damas vayan a misa.