Verano de 1528

Ana bailaba, cabalgaba, cantaba, jugaba, salía a navegar por el río, iba de comida campestre, paseaba por los jardines y actuaba en los cuadros vivientes como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Se puso cada vez más pálida. Los surcos bajo sus ojos se hicieron cada vez más oscuros y comenzó a usar polvos para disimular las ojeras. Cada vez le ataba el corpiño más flojo mientras perdía peso, y luego tuve que meter almohadillas en el vestido para que enseñara unos senos rellenitos, como solían ser.

Encontró mi mirada en el espejo mientras le ataba los cordones, y parecía talmente la hermana mayor.

—Estoy tan cansada… —susurró. Hasta sus labios estaban pálidos.

—Te lo advertí —dije sin simpatía.

—Tú habrías hecho lo mismo si tuvieras el ingenio y la belleza necesarios para seguir con él.

Me incliné hacia delante para que mi rostro estuviera cerca del suyo y pudiera verme la lozanía de mis mejillas, mis ojos brillantes y mi color sonrosado.

—¿Yo no tengo ingenio ni belleza? —repetí.

—Me voy a descansar —dijo de mala gana y yendo a la cama—. Puedes retirarte.

Una vez la vi dentro del lecho, salí y baje corriendo las escaleras hacia los jardines. Hacía un día maravilloso, el sol resplandecía y la luz centelleaba sobre el río. Las barquitas que navegaban por el río se abrían camino por entre los barcos más grandes, que esperaban a la marea para izar velas y hacerse a la mar. Subía una ligera brisa del río que traía al bien cuidado jardín un aroma a sal y aventura. Vi a mi esposo paseando con un par de hombres en la terraza inferior y lo saludé con la mano.

Se excusó inmediatamente y vino a mi encuentro. Apoyó un pie en el tramo de escaleras y levantó la mirada hacia mí.

—¿Cómo va, lady Carey? Veo que hoy estáis tan hermosa como siempre.

—¿Cómo estáis, sir William?

—Bien. ¿Dónde están Ana y el rey?

—Ana está en la habitación. Y el rey ha salido a cabalgar.

—Entonces, ¿estáis libre?

—Como un pájaro en el cielo.

—¿Puedo tener el placer de vuestra compañía? —preguntó sonriéndome, con su sonrisa cómplice—. ¿Damos un pequeño paseo?

—Desde luego —contesté. Bajé los escalones hacia él, disfrutando la sensación de sus ojos puestos en mí.

Me metió la mano en el hueco de su brazo y paseamos a lo largo de la terraza inferior, acompasó su paso al mío y se inclinó para susurrarme al oído:

—Sois de lo más delicioso, esposa mía. Decidme que no debemos caminar demasiado.

Mantuve la cabeza erguida, pero no pude evitar una risita.

—Cualquiera que me viera venir del palacio sabrá que no he estado en el jardín más que unos instantes.

—Ah, pero si obedecéis a vuestro esposo… —señaló, persuasivo—. Algo admirable en una esposa.

—Si me lo ordenáis… —sugerí.

—Sí —dijo con firmeza—. Os lo ordeno rotundamente.

—Entonces, ¿qué puedo hacer sino obedecer? —dije, acariciando el ribete de piel de su jubón con el dorso de la mano.

—Excelente.

Se volvió, nos dirigimos al interior por una de las puertas del jardín y, en cuanto cerró la puerta, me tomó en sus brazos y me besó, y luego me llevó a su alcoba, donde hicimos el amor durante toda la tarde mientras Ana, la Bolena afortunada, la Bolena favorecida, yacía enferma de miedo en su lecho de soltera.

Ésa tarde había un espectáculo y un baile. Ana tenía el papel principal, como de costumbre, y era una de las bailarinas. Estaba más pálida que nunca. Era el fantasma de su antigua belleza, tanto, que hasta mi madre se dio cuenta. Me llamó con un dedo para que declamara mi papel en la obra y bailar mi danza.

—¿Ana está enferma?

—No más de lo usual —contesté.

—Decidle que descanse. Si pierde su hermosura, perderá todo.

—Ella sí descansa, madre —dije cuidadosamente—. Se tumba en la cama, pero el miedo no descansa. Ahora debo irme a bailar.

Asintió y me dejó ir. Di la vuelta al salón y luego hice mi entrada en la mascarada. Era una estrella que descendía del cielo del oeste y bendecía la Tierra con la paz. Era algún tipo de referencia a la guerra de Italia y sabía las palabras en latín, pero no me había molestado en conocer el significado. Vi la mueca de Ana y supe que había pronunciado algo mal. Me hubiera avergonzado, pero mi esposo, William, me guiñó un ojo y soltó una carcajada. Sabía que tenía que haber estado aprendiendo mis líneas por la tarde mientras yacía con él en el lecho.

La danza concluyó. Un puñado de caballeros desconocidos entraron en la habitación con máscaras y trajes de dominó y sacaron a sus parejas a bailar. La reina estaba asombrada. ¿Quiénes serían? Todas estábamos asombradas, y ninguna más que Ana, quien sonrió cuando un hombre de complexión gruesa, más alto que la mayoría, la sacó a bailar. Bailaron juntos hasta medianoche y Ana se rió ante su propia sorpresa cuando al desenmascararse descubrió que era el rey. Al final de la noche aún estaba tan blanca como su vestido plateado, ni siquiera el baile le había sonrojado la tez.

Fuimos juntas a la habitación. Tropezó con la silla y, cuando la sujeté para que recuperara el equilibrio, noté que su piel estaba fría y húmeda de sudor.

—Ana, ¿estás enferma?

—Sólo cansada —dijo débilmente.

Cuando se lavó el maquillaje de la cara en nuestra habitación, vi que estaba lívida. Tenía escalofríos, no quería lavarse ni peinarse el cabello. Cayó en la cama, le castañeteaban los dientes. Abrí la puerta y envié a un sirviente corriendo a buscar a Jorge. Vino con la capa puesta sobre la camisa de dormir.

—Trae a un médico —dije—. Esto es más que cansancio.

Miró tras de mí a la habitación donde Ana estaba encorvada sobre la cama, con las colchas amontonadas alrededor de los hombros, la piel tan amarilla como una viejecita, los dientes castañeteando de frío.

—Dios mío, la viruela —dijo, nombrando la más terrorífica enfermedad después de la peste.

—Eso creo —dije en tono grave.

—¿Qué va a ser de nosotros si muere? —preguntó, mirándome atemorizado.

La epidemia hacía estragos en la corte. Media docena de personas que estaban en el baile yacían en sus cámaras. Ya había muerto una niña, la propia doncella de Ana estaba enferma como un perro en las habitaciones que compartía con media docena más, y mientras yo esperaba que el médico enviara medicinas para Ana, llegó un mensaje de William diciendo que no me acercara a él, sino que me diera un baño con esencia de aloe, ya que tenía la enfermedad y rogaba a Dios que no me la hubiera contagiado.

Fui a su cámara y hablé con él desde el umbral. Tenía el rostro del mismo tinte amarillento que Ana, también estaba bajo un montón de mantas y aun así temblaba de frío.

—No entréis —me ordenó—. No os acerquéis más.

—¿Os cuida alguien?

—Sí, y voy a irme en carro a Norfolk —dijo—. Quiero estar en casa.

—Esperad unos días y marchad cuando estéis mejor.

—Ay, esposa estúpida, sois como una niña —dijo, mirándome desde el lecho con el semblante descompuesto por el dolor—. No puedo permitirme esperar. Cuidad de los niños en Hever.

—Por supuesto que lo haré —dije, aun sin entenderlo.

—¿Creéis que tendremos otro niño? —preguntó.

—Aún no lo sé.

—Bueno, sea lo que sea, está en manos de Dios —dijo. Cerró los ojos un momento como si pidiera un deseo—. Pero me hubiera gustado tener un auténtico Carey con vos.

—Habrá mucho tiempo para eso —dije—. Cuando mejoréis.

—Pensaré en ello, mujercita —dijo tiernamente con una sonrisa, a pesar de que todavía le castañeteaban los dientes—. Y si no estoy en la corte durante una temporada, cuidaos, vos y los niños.

—Por supuesto —dije—. Pero ¿volveréis cuando estéis mejor?

—En el momento que vuelva a estar bien, volveré —prometió—. Id a Hever y quedaos con los niños.

—No sé cuándo me dejarán ir.

—Id hoy —aconsejó—. Cuando se sepa cuánta gente hay con viruela, será la barahúnda. La situación es muy mala, mi amor. En el centro de Londres es peor. Enrique saldrá corriendo como una liebre, recordad mis palabras. Nadie os buscará durante una semana, y en el campo, con los niños, estaréis a salvo. Encontrad a Jorge y decidle que os lleve. Id ahora. —Dudé un momento, tentada de hacer lo que me decía—. María —añadió—, si esto fuera lo último que os dijera que hicierais, no podría hablar más en serio. Mientras la corte esté enferma, id a Hever y cuidad de los niños. Sería una lástima que perdieran tanto a su padre como a su madre a causa de la epidemia.

—Pero ¿qué queréis decir? ¿No moriréis?

—Por supuesto que no —dijo, consiguiendo sonreír—. Pero mientras vaya de camino a casa, me quedaré más tranquilo si sé que estáis a salvo. Encontrad a Jorge y decidle que ordené que os fuerais y que os escoltara para que llegarais a salvo. —Di medio paso dentro de la habitación—. ¡No os acerquéis más! —soltó—. ¡Marchaos!

El tono de su voz era rudo. Me di la vuelta sobre los talones, algo enfurruñada, y cerré la puerta tras de mí con un leve portazo, para que supiera que estaba ofendida.

Fue la última vez que lo vi vivo.

Jorge y yo llevábamos en Hever menos de una semana cuando vino Ana, casi sola, en un carro descubierto. A su llegada estaba desfallecida de cansancio y ni Jorge ni yo nos atrevimos a cuidarla personalmente. Vino una curandera de Edenbridge, la llevó a la habitación de la torre y pidió proporciones enormes de comida y vino, algo de lo cual esperábamos que Ana probara. Todo el país estaba o enfermo o aterrorizado por la plaga. Dos sirvientas abandonaron el castillo para cuidar a sus padres en los pueblos cercanos y ambas murieron. Era una enfermedad de lo más temible, Jorge y yo nos despertábamos cada mañana sudando, aterrorizados, y nos preguntábamos el resto del día si también estábamos destinados a morir.

El rey se había ido inmediatamente a Hunsdon ante los primeros indicios de la enfermedad. Eso en sí mismo ya era bastante negativo para los Bolena. La corte estaba en el caos, el reino era presa de la enfermedad. Para nosotros aún era peor: la reina Catalina estaba bien, la princesa María también, y ambas, con el rey, viajaron juntos durante todo el verano, como si fueran los únicos bendecidos por el cielo, intactos en un mar de enfermedad.

Ana luchó por su vida como había luchado por el rey, una larga batalla obstinada en la cual usó toda su determinación para resistir casi contra lo imposible. Llegaban cartas de amor del rey, con el sello de Hunsdon, Tittenhanger, Ampthill, que recomendaban una cura u otra, prometiendo que no la había olvidado y que aún la amaba. Pero estaba claro que el divorcio no podía progresar cuando no había ninguna negociación, cuando hasta el mismo cardenal estaba enfermo. Era un tema medio olvidado, la reina estaba junto al rey y la encantadora princesita era su mejor compañera y mayor entretenimiento. De alguna manera, todo se detuvo durante el verano, y la angustia y desesperación de Ana por el paso del tiempo no significaban nada para un hombre cuyo máximo temor era la enfermedad, pese a que estaba bendecido con una excelente salud en medio de un mar de miseria.

Para nuestra buena fortuna, la suerte de los Bolena, la epidemia no llegó a Hever, y los niños y yo quedamos a salvo en aquellos familiares campos y verdes prados. Recibí una carta de la madre de William diciendo que él había llegado a casa, como deseaba, antes de morir. Era una carta fría y breve que al final me felicitaba por volver a ser una mujer libre. Lo decía como si más bien pensara que las promesas matrimoniales nunca me habían constreñido mucho en el pasado.

Leí la carta en el jardín, en mi asiento favorito, mirando hacia el foso y los muros de piedra del castillo. Pensé en el hombre a quien había puesto los cuernos y que, en los últimos meses, se había convertido en un amante y esposo tan encantador. Sabía que nunca le había dado lo que le correspondía. Se había casado con una niña y lo había abandonado una muchacha, y cuando volví a él como mujer, siempre fui algo calculadora en mis besos.

Ahora me di cuenta de que estaba libre tras su muerte. Si podía evitar casarme con otro hombre, podría comprar una pequeña casa solariega en las tierras de mi familia en Kent o Essex. Podría tener una tierra que llamaría mía y cultivos que miraría crecer. Podría convertirme por fin en una mujer por derecho propio, en vez de ser la amante de un hombre, la esposa de otro y la hermana de una Bolena. Podría criar a mis hijos bajo mi propio techo. Por supuesto, debía conseguir algo de dinero de algún lado, persuadir a algún hombre, Howard, Bolena o rey, para que me otorgara una pensión y así sacar adelante a mis hijos y alimentarme yo, pero quizá fuera posible ganar lo suficiente para ser una modesta viuda viviendo en mi propia granja en el campo.

—No puedes querer convertirte en una desconocida —exclamó Jorge cuando le esbocé el plan mientras caminábamos por el bosque. Los niños se escondían tras los árboles mientras paseábamos lentamente ante ellos. Representábamos el papel de un par de ciervos. Jorge llevaba unas ramas en el sombrero a modo de astas. De vez en cuando, oíamos la risa irresistible del pequeño Enrique mientras se aproximaba con estrépito, convencido de no ser visto ni oído en absoluto. No podía evitar pensar en el entusiasmo de su padre por los disfraces y en que también pensaba que la gente caía en esa simple estratagema. Ahora, malcriaba a mi hijo y fingía que no oía sus ruidosas carreras de árbol en árbol y ni lo veía salir de las sombras a la luz.

—Has sido la favorita de la corte —protestó Jorge—. ¿Por qué no ibas a querer hacer una gran boda? Nuestro padre o nuestro tío te conseguirían lo más selecto de Inglaterra. Cuando Ana se convierta en reina, podrás conseguir un príncipe francés.

—Seguiría siendo el típico trabajo femenino, ya se haga en un gran salón o en la cocina —dije amargamente—. Lo sé muy bien. Es no ganar dinero para una misma, sino todo para tu dueño y señor. Es obedecerlo tan rápida y eficientemente como si fueras un mozo de la servidumbre. Es tolerar cualquier cosa que decida hacer y sonreír mientras la hace. He servido a la reina Catalina durante estos últimos años. He visto cómo ha sido la vida para ella. Yo no sería princesa ni siquiera por la dote. Ni siquiera sería una reina. La he visto avergonzada, humillada e insultada, y lo único que podía hacer era arrodillarse en el reclinatorio, rezar pidiendo ayuda, levantarse y sonreír a la mujer que triunfaba sobre ella. No tengo una gran opinión sobre la cuestión, Jorge.

Detrás de nosotros, Catalina hizo una carrerita excitada y me cogió el vestido.

—¡Os cogí! ¡Os cogí!

Jorge se volvió y la alzó, la inclinó en las alturas y me la pasó. Ahora pesaba, era una niña de cuatro años con un cuerpo pequeño y sólido que olía a sol y a hojas.

—Niña lista —dije—. Sois una gran cazadora.

—¿Y qué pasa con ella? —preguntó Jorge—. ¿Le negarás su posición privilegiada en el mundo? Será la sobrina de la reina de Inglaterra. Piénsalo.

—Si al menos las mujeres pudieran tener más —dije, anhelante, dubitativa—. Si pudiéramos tener más por derecho propio. Ser una cortesana es como mirar trabajar a un pastelero en la cocina eternamente. Todas esas cosas buenas, y no puedes tener nada.

—¿Qué pasa con Enrique, entonces? —preguntó—. Tu Enrique es el sobrino de la reina de Inglaterra, y es fama que es hijo del rey. Si (Dios no lo permita) Ana no tiene un varón, Enrique podría reclamar el trono de Inglaterra, María. Tu hijo es el hijo de un rey, y podría ser su sucesor.

La idea no me entusiasmó. Miré temerosa el bosque donde mi testarudo niño pequeño luchaba para mantener nuestro paso y murmuraba para sus adentros canciones de caza de su propia cosecha.

—Dios lo guarde —fue lo único que dije—. Dios lo guarde.