Invierno de 1523

Con Ana fuera, yo era la única Bolena en el mundo, y cuando la reina decidió pasar el verano con la princesa María cabalgué con Enrique a la cabeza del viaje de la corte. Pasamos un verano maravilloso juntos cabalgando, cazando y bailando todas las noches, y cuando la corte volvió a Greenwich en noviembre, le susurré que no había tenido la menstruación y que estaba embarazada.

Inmediatamente todo cambió. Tuve habitaciones nuevas y una dama de compañía. Enrique me compró una gruesa capa de piel, no debía coger frío ni por un instante. Comadronas, boticarios y adivinos entraban y salían de mis aposentos, y a todos se les preguntaba la cuestión principal: «¿Es un varón?»

La mayoría de ellos respondían que sí y eran gratificados con una moneda de oro. El par de excéntricos que contestaron «no» recibieron la mueca de desagrado del rey. Mi madre me aflojó los cordones del vestido y ya no pude volver al lecho del rey por las noches, tenía que tumbarme sola y rezar en la oscuridad por el embarazo de su hijo.

La reina observaba cómo me engordaba el cuerpo con ojos velados de dolor. Sabía que ella tampoco tenía la menstruación pero no había ninguna posibilidad de que pudiera haber concebido. Sonrió durante las festividades navideñas, las mascaradas y los bailes, y entregó a Enrique los lujosos regalos que a él le encantaban. Y tras la mascarada de la duodécima noche, cuando sintió que todo debería quedar claro como el agua, preguntó al rey si podía hablar con él en privado y, Dios sabe dónde, encontró valor para mirarlo a la cara y decirle que había estado sin el ciclo durante toda la estación y que era una mujer estéril.

—Ella misma me lo dijo —me contaba Enrique, indignado, por la noche. Yo estaba en su dormitorio, envuelta en mi capa de piel, con una jarra de vino caliente especiado en la mano y sentada con los pies descalzos ante un fuego ardiente—. ¡Me lo dijo sin la menor vergüenza!

No dije nada. No era yo quien debía explicar a Enrique que una mujer de casi cuarenta años no tenía de qué avergonzarse si ya no le venía el período. Nadie sabía mejor que él que, si ella hubiera conseguido parir en respuesta a sus oraciones, hubieran tenido media docena de niños, todos varones. Pero ahora lo había olvidado. Lo que le preocupaba era que ella le negara lo que debía darle, y volví a ver la poderosa indignación que lo consumía ante cualquier contrariedad.

—Pobre mujer —dije.

—Rica mujer —me corrigió, lanzándome una mirada rencorosa—. La mujer de uno de los hombres más ricos de Europa, nada menos que la reina de Inglaterra, y nada para corresponder a cambio más que una sola niña.

Asentí. No tenía sentido discutir con Enrique.

—Y si mi hijo está aquí, llevará el apellido Carey —dijo, tocando suavemente la enorme curva redondeada de mi vientre—. ¿Y en qué beneficiará a Inglaterra? ¿En qué me beneficiará a mí?

—Pero todos sabrán que es vuestro —dije—. Todos saben que podéis engendrar un hijo conmigo.

—Pero debo tener un hijo legítimo —dijo con gran seriedad, como si yo, la reina o cualquier mujer pudiéramos darle un hijo sólo con desearlo—. Debo tener un hijo, María. Inglaterra debe tener un sucesor.