Verano de 1523

La corte inauguró mayo con un día de festividades que el cardenal Wolsey organizó. Las damas de la corte salieron en barcazas, todas vestidas de blanco, y fueron sorprendidas por bandidos franceses, vestidos de negro. Una partida de rescate de hombres libres ingleses, vestidos de verde, remaron para rescatarlas y hubo una alegre pelea con cubos de agua y un cañón que arrojaba vejigas de cerdo llenas de agua. La barcaza real, totalmente decorada con banderines de color verde claro y una bandera verde oscuro ondeando, llevaba otro ingenioso cañón que lanzaba pequeñas bombas de agua. Éstas hacían salir del agua a los bandidos franceses, quienes eran rescatados por los barqueros del Támesis, bien pagados por las molestias, y a quienes había que impedir que se sumaran a la pelea.

La reina, enfrascada en la batalla, reía contenta como una niña al ver a su esposo, con una máscara y un sombrero, actuar como Robin de Nottingham. Y lo mismo hizo cuando el rey me lanzó una rosa a mí, sentada en la barcaza, junto a ella.

Atracamos en York Place y el propio cardenal nos felicitó en la orilla. Había músicos escondidos en los árboles del jardín. Robin de los Bosques, rubio y media cabeza más alto que ningún otro, me llevó a bailar. Vi que la sonrisa de la reina no flaqueó un instante cuando el rey me cogió la mano y la puso sobre su jubón verde, sobre el corazón, y yo clavé la rosa en mi tocado para que luciera lozana en mis sienes.

Los cocineros del cardenal se habían superado a sí mismos. Además de pavo relleno, cisne, ganso y pollo, había grandes patas de venado y cuatro clases diferentes de pescado asado, incluyendo su favorito, la carpa. Los dulces de la mesa representaban flores y ramilletes, en homenaje al mes de mayo, y eran casi demasiado bonitos para comerlos. Tras el banquete, el día comenzó a refrescar y los músicos nos precedieron con una tonadilla misteriosa por los jardines, cada vez más oscuros, hasta el gran salón de York Place.

Estaba transformado. El cardenal había ordenado que se tapizara con un tejido verde adornado en cada esquina con grandes ramos de flores. En el centro del salón había dos grandes tronos, uno para el rey y otro para la reina, y ante ellos cantaban y bailaban los miembros del coro del rey. Todos ocupamos nuestros puestos, miramos la mascarada de los niños y luego nos levantamos para bailar.

Seguimos la fiesta hasta medianoche y luego la reina se alzó e hizo una seña a las damas para que abandonaran la sala. La seguía en el séquito cuando el rey me agarró del vestido.

—Venid conmigo, ahora —dijo Enrique, apremiante.

La reina se dio la vuelta para hacer la reverencia de cortesía al rey y nos vio, a él con la mano en la orla de mi vestido, y a mí vacilante. No dudó en desplegar su majestuosa reverencia española.

—Os deseo buenas noches, esposo —dijo con la profunda dulzura de su voz—. Buenas noches, señora Carey.

Hice la reverencia como un autómata.

—Buenas noches, Su Majestad —susurré, con la cabeza baja. Deseé que la reverencia pudiera hundirme más, bajo tierra, para que no pudiera ver cómo me ardía el rostro mientras me alzaba.

Cuando me enderecé se había ido y él se había apartado. Ya se había olvidado de ella, como si fuera una madre que permitiera que su hijo jugara.

—Más música —dijo el rey, alegremente—. Y algo de vino.

Miré alrededor. Las damas del séquito de la reina se habían ido con ella. Jorge me sonrió tranquilizadoramente.

—No te apures.

Vacilé, pero Enrique, que había estado bebiendo vino, se volvió hacia mí con una copa en la mano.

—¡Por la reina de mayo! —dijo.

Y su corte, que hubiera repetido adivinanzas en alemán si las hubiera recitado, repitió obedientemente:

—¡Por la reina de mayo!

Y alzaron las copas en mi honor.

Enrique me cogió de la mano y me condujo al trono donde la reina Catalina había estado sentada. Fui con él pero me retrasaba. No estaba preparada para sentarme en su silla.

Cuando me apremiaba con los escalones, me volví y miré hacia los rostros inocentes y las sonrisas más maliciosas de la corte de Enrique.

—¡Bailemos por la reina de mayo! —dijo Enrique. Empujó a una muchacha hacia un grupo y éstos bailaron ante mí. Yo estaba sentada en el trono de la reina, mirando a su esposo bailar y coquetear con gracia con su pareja. Advertí que llevaba puesta su sonrisa tolerante en mi propio rostro, como una máscara.

Un día después de la fiesta del uno de mayo, Ana entró como un torbellino en nuestra habitación, con el rostro pálido.

—¡Mira esto! —siseó, y arrojó un papel sobre el lecho.

Querida Ana:

No puedo ir a veros hoy. Mi señor, el cardenal, lo sabe todo y me ha ordenado que se lo explique. Pero juro que no os fallaré.

—Oh, Dios mío. El cardenal lo sabe. El rey también lo sabrá.

—¿Y qué? —preguntó Ana, rápida como una mordedura de serpiente—. ¿Y qué si lo saben todos? Es un compromiso en regla, ¿no? ¿Por qué no tendrían que saberlo?

—¿Qué quiere decir con que no te fallará? —pregunté. El papel temblaba en mi mano—. Si es un compromiso inquebrantable, no puede fallar.

Ana cruzó la habitación en tres zancadas, llegó casi hasta el muro, giró sobre los talones y volvió a retroceder tres pasos, merodeando como un león en la Torre de Londres.

—No sé lo que quiere decir con eso —escupió—. Es un estúpido.

—Dijiste que lo amabas.

—Eso no significa que no sea estúpido —me rebatió—. Debo ir con él —decidió repentinamente—. Me necesitará. Le faltará valor ante ellos.

—No puedes. Tendrás que esperar.

Abrió las presillas del vestido de un tirón y se quitó la capa.

Se oyó una fuerte llamada a la puerta y ambas nos quedamos heladas. Se puso la capa sobre los hombros con un movimiento, cerró las presillas de golpe y se sentó, serena como si hubiera estado allí toda la mañana. Abrí la puerta. Era un lacayo con la librea del cardenal Wolsey.

—¿Está la señorita Ana?

Abrí la puerta un poco más para que pudiera verla. Ana miraba el jardín pensativamente. La barcaza del cardenal con los distintivos rojos habituales estaba atracada en el río.

—El cardenal os ruega que me acompañéis a la sala de audiencias —dijo. Ana volvió la cabeza y lo miró sin contestar—. Inmediatamente —añadió—. Mi señor, el cardenal, dijo que debíais venir inmediatamente.

Ella no se encolerizó ante la arrogancia de la orden. Sabía tan bien como yo que, desde que el cardenal Wolsey gobernaba el reino, su palabra pesaba lo mismo que la del rey. Fue hacia el espejo y dio un vistazo a su imagen reflejada. Se pellizcó las mejillas para darles un poco de color, se mordió el labio superior y luego el inferior.

—¿Voy yo también? —pregunté.

—Sí, acompáñame —contestó rápido en voz muy baja—. Le recordará que cuentas con el favor del rey. Y si el rey está ahí, cálmalo si puedes.

—No puedo exigir nada —susurré.

—Eso ya lo sé —replicó. Incluso en ese momento de crisis me lanzó una sonrisa condescendiente.

Seguimos al lacayo hacia la sala de audiencias de Enrique. Sorprendentemente, estaba desierta. Enrique había salido de cacería con la corte. Los hombres del cardenal estaban ante las puertas con su librea escarlata. Retrocedieron para dejarnos pasar y luego volvieron a barrar el paso. Su señoría se aseguraba de que no lo interrumpieran.

—Señorita Ana —dijo cuando entró en la sala—. Hoy he oído las más alarmantes noticias.

—Lamento oír eso, Su Gracia —dijo Ana. Estaba en pie tranquilamente, con las manos cruzadas y semblante sereno.

—Al parecer, mi paje, el joven Henry de Northumberland, se ha jactado de su amistad con vos y de la libertad que le consiento para coquetear en los aposentos de la reina y hablar de amor. —Ana denegó con la cabeza, pero el cardenal no la dejo hablar—. En el día de hoy le he dicho que tales amistades estrafalarias no corresponden a una persona que heredará los condados del norte y cuyo matrimonio es asunto de su padre, del rey y mío. No es un campesino que pueda revolcarse con una lechera en el almiar sin que a nadie le preocupe lo más mínimo. El enlace matrimonial de un señor tan importante como él es una cuestión política. —Hizo una pausa—. Y el rey y yo hacemos la política de este reino.

—Pidió mi mano en matrimonio y se la concedí —dijo Ana con firmeza. Vi que la «B» de oro que llevaba en la gargantilla de perlas alrededor del cuello se movía con los rápidos latidos de su corazón—. Estamos comprometidos, mi señor. Lamento si la unión no es de vuestro agrado pero está hecho. No puede deshacerse.

—Lord Henry ha estado de acuerdo en someterse a la autoridad de su padre y del rey —dijo, tras dirigirle una aviesa mirada—. Os digo todo esto por cortesía, señorita Bolena, para que podáis evitar ofender a aquellos que Dios ha dispuesto por encima de vos.

—Nunca ha dicho eso —dijo Ana, pálida—. Nunca dijo que se sometería a la autoridad de su padre en vez de…

—¿En vez de a la vuestra? Sabéis, realmente me preguntaba si así era. En efecto, lo dijo, señorita Ana. Todo lo que se refiere a este asunto sin importancia está en manos del rey y del duque.

—Está prometido conmigo, estamos comprometidos en matrimonio —dijo Ana ferozmente.

—Fue un compromiso de futuro —dictaminó el cardenal—. Una promesa de matrimonio en el futuro si es posible.

—Fue un compromiso hecho ante testigos, y consumado —replicó Ana sin inmutarse.

—Ah. —Alzó una mano regordeta en señal de advertencia. El pesado anillo del cardenal destelló ante Ana, como para recordarle que era el líder espiritual de Inglaterra—. Os ruego que no sugiráis que pudiera haber pasado algo así. Sería demasiado imprudente. Si yo digo que el compromiso fue de futuro, entonces lo fue, señorita Ana. No puedo equivocarme. Si una dama yaciera con un hombre con una garantía tan remota, sería una necia. Una mujer que se haya entregado y luego se halle abandonada estaría totalmente deshonrada. Nunca se casaría.

Ana me lanzo una mirada de soslayo. Wolsey debía ser consciente de la ironía de predicar las virtudes de la virginidad a la hermana de la adúltera más famosa del reino. Pero la mirada del cardenal permaneció inmutable.

—Sería muy perjudicial para vos, señorita Bolena, si vuestro afecto por lord Henry os persuadiera de contarme una mentira así.

—Mi señor —dijo ella. Vi cómo luchaba contra el pánico creciente y cómo le temblaba ligeramente la voz—, sería una buena duquesa de Northumberland. Cuidaría de los pobres, vigilaría que se hiciera justicia en el norte. Protegería Inglaterra de los escoceses. Sería vuestra aliada para siempre. Tendría una deuda eterna con vos.

Él sonrió ligeramente. No supo ver que el de Ana era el mayor soborno que nunca le habían ofrecido.

—Seríais una duquesa deliciosa —dijo—. Si no de Northumberland, de cualquier otro sitio, estoy seguro. Vuestro padre deberá tomar esa decisión. Él elegirá con quién os casaréis y el rey y yo tendremos algo que decir sobre el asunto. Confiad, hija mía, en que seré cuidadoso con vuestros deseos. Os tendré en cuenta —dijo, sin molestarse en ocultar una sonrisa—. Tendré en cuenta que deseáis ser duquesa.

Le tendió la mano y Ana tuvo que adelantarse, hacer una reverencia, besar el anillo y luego salir retrocediendo de la sala.

Cuando la puerta se cerró tras nosotras no dijo una palabra. Se volvió sobre los talones y se encaminó a la escalera de piedra que bajaba al jardín. No habló hasta que descendimos por los bonitos senderos sinuosos y nos metimos entre unos rosales que crecían alrededor de un banco de piedra, con los pétalos blancos y escarlatas abiertos a la luz del sol.

—¿Qué puedo hacer? ¡Piensa! ¡Piensa!

Estuve a punto de responder que prefería no hacerlo, pero no hablaba conmigo, sino consigo misma.

—¿Decirle a María que defienda mi causa ante el rey? —Meneó la cabeza—. No se puede confiar en María. Lo estropea todo.

Me tragué una indignada protesta. Ana anduvo de aquí para allá por el césped, la falda revoloteaba alrededor de sus zapatos de tacón alto. Me dejé caer en el banco y la observé.

—¿Puedo recurrir a Jorge para forzar la resolución de Henry? —se preguntó, dando otra vuelta—. Mi padre, mi tío —dijo rápidamente—. Verme encumbrada redunda en su interés. Podrían hablar con el rey, ejercer su influencia sobre el cardenal. Podrían darme una dote que atrajera a Northumberland. Me querrían como duquesa. —Asintió con súbita determinación—. Me respaldarán. Y cuando Northumberland venga a Londres le dirán que el compromiso está hecho y que el matrimonio ya ha tenido lugar.

La reunión familiar fue convocada en la mansión Howard, en Londres. Mi madre y mi padre estaban sentados ante la gran mesa, mi tío Howard entre ellos. Jorge y yo, que compartíamos la desgracia de Ana, estábamos de pie al fondo de la habitación. Y Ana era quien estaba ante la mesa, como un prisionero en el banquillo de los acusados. No se quedó en pie con la cabeza inclinada como yo hacía siempre. Ana estaba con la cabeza alta y una ceja ligeramente levantada. Sostuvo la mirada enfurecida de mi tío como si fuera su igual.

—Lamento que hayáis adoptado las prácticas francesas junto con vuestro estilo de vestir —dijo mi tío gravemente—. Os advertí con anterioridad que no permitiría ningún rumor contra vuestro apellido. Ahora oigo que habéis permitido al joven Percy intimidades ilícitas.

—He yacido con mi esposo —dijo Ana terminantemente.

Mi tío miró a mi madre.

—Si volvéis a decir eso o algo por el estilo una sola vez, seréis azotada y enviada a Hever, y nunca volveréis a la corte —dijo mi madre tranquilamente—. Preferiría veros muerta ante mis pies que deshonrada. Os avergonzáis a vos misma ante vuestro padre y vuestro tío si decís una cosa así. Os deshonráis vos misma. Os volvéis aborrecible para todos nosotros.

Sentada detrás de Ana no podía ver su rostro, pero sí sus dedos, que cogían un pliegue del vestido como un hombre ahogado podría coger una brizna de paja.

—Iréis a Hever hasta que todo el mundo haya olvidado este desafortunado error —dictaminó mi tío.

—Os ruego que me perdonéis —dijo Ana, mordaz—. Pero el desafortunado error no es mío sino vuestro. Lord Henry y yo estamos casados. Él me respaldará. Vos y mi padre debéis presionar a su padre, al cardenal y al rey para que este matrimonio se haga público. Si así lo hacéis, seré la duquesa de Northumberland y tendréis una Howard en el mayor ducado de Inglaterra. Diría que la ganancia merece un pequeño conflicto. Si yo soy duquesa y María tiene un hijo, entonces sería sobrino del duque de Northumberland y bastardo del rey. Podríamos ponerlo en el trono.

—El rey ejecutó al duque de Buckingham hace dos años por decir menos que eso —dijo mi tío lentamente, con una mirada fulminante—. Mi propio padre firmó el certificado de defunción. Al rey le preocupa mucho su sucesión. Vos nunca, nunca más, hablaréis así de nuevo o no acabaréis en Hever, sino tras los muros de un convento de por vida. Lo digo en serio, Ana. No arriesgaré la seguridad de esta familia por vuestra insensatez.

—No diré nada más —susurró ella. Intentaba dominar su furia. Tragó saliva—. Pero podría funcionar.

—No se puede hacer —dijo mi padre rotundamente—. Los Northumberland no os aceptarán. Y Wolsey no permitirá que nos encumbremos tanto. Y el rey hace lo que Wolsey dice.

—Lord Henry me lo prometió —dijo Ana apasionadamente. Mi tío movió la cabeza, a punto de levantarse de la mesa. La reunión había terminado—. Esperad —dijo Ana, desesperada—. Podemos lograrlo. Os lo juro. Si me respaldáis, el joven Percy también lo hará, y el cardenal, el rey y su padre tendrán que reconsiderarlo.

—No lo harán —dijo mi tío sin dudar un momento—. Sois una insensata. No podéis luchar contra Wolsey. No existe una persona en el reino que sea contrincante para Wolsey. Y no nos arriesgaremos a su enemistad. Sacaría a María del lecho del rey y pondría a una de las Seymour en su lugar. Todos los esfuerzos que hacemos por María serán nulos si os apoyamos. Es la oportunidad de María, no la vuestra. No permitiremos que la echéis a perder. Os mantendremos apartada durante el verano por lo menos, quizá durante un año.

Se quedó aturdida, en silencio.

—Pero lo amo —dijo. Pasó un ángel—. Realmente —añadió—. Lo amo.

—Eso no significa nada para mí —dijo mi padre—. Vuestro matrimonio es asunto de la familia y nos lo dejaréis a nosotros. Iréis a Hever, exiliada de la corte al menos durante un año, y consideraos afortunada. Y si le escribís, contestáis o volvéis a verlo, iréis al convento. Caso cerrado.

—Bueno, no ha ido tan mal —dijo Jorge con alegría forzada. Él, Ana y yo bajábamos andando al río para volver a York Place en barco. Nos precedía un lacayo con la librea de la casa Howard para apartar a empujones de nuestro camino a los mendigos y vendedores ambulantes y otro detrás para protegernos. Ana caminaba sin ver nada, totalmente ajena al tumulto que se arremolinaba por toda la calle atestada.

Había gente recién llegada del campo vendiendo pan, fruta y patos y gallinas vivos. Obesas amas de casa londinenses cambiaban unos géneros por otros, con la lengua más rápida e ingeniosa que los campesinos, quienes, lentos y desconfiados, esperaban cobrar un precio justo por sus productos. Había vendedores ambulantes con sacos llenos de libros usados y partituras y zapateros remendones que intentaban persuadir a la gente de que sus zapatos se ajustaban a todo tipo de pies. Había vendedores de flores y de berros, pajes deambulando y deshollinadores, niños de los recados ociosos hasta el anochecer y barrenderos. Los sirvientes holgazaneaban de camino de ida o vuelta del mercado, y a la entrada de cada comercio la mujer del dueño, sentada oronda en un taburete, sonreía a los transeúntes animándolos a entrar y ver los artículos a la venta.

Jorge nos abría paso resueltamente por este tapiz de comercios como si enhebrara una aguja. Estaba desesperado por llevar a Ana a casa antes de que estallara en un ataque de mal genio.

—En realidad diría que ha ido muy bien —dijo Jorge.

Llegamos a un embarcadero y el lacayo llamó a una barca.

—A York Place —dijo Jorge, lacónico.

La corriente estaba a nuestro favor y remontamos el río velozmente. Ana miraba los deshechos de la ciudad esparcidos por las orillas sin ver nada.

Atracamos en el embarcadero de York Place, los lacayos se inclinaron y volvieron con la barca a la ciudad. Jorge nos llevó a Ana y a mí a nuestra habitación y finalmente consiguió que la puerta se cerrara detrás de nosotros.

Al instante, Ana se dio la vuelta hacia él y saltó como un gato montés. Él le agarro las muñecas con las manos y luchó por alejarla de su rostro.

—¡Fue bastante bien! —le gritó—. ¡Bastante bien! ¿Cuando he perdido al hombre que amo junto con mi reputación? ¿Cuando estoy deshonrada, y me van a enterrar en el campo hasta que todos se hayan olvidado de mí? ¡Bastante bien! ¿Cuando mi propio padre no me respalda y mi propia madre jura que antes preferiría verme muerta? ¿Estás loco, necio? ¿Estás loco? ¿O sólo eres sordo, ciego y un estúpido dejado de la mano de Dios?

Él le agarraba las muñecas. Ella le hizo otro arañazo en la cara con las uñas. Fui por detrás y tiré de ella para que no le hincara sus altos tacones. Los tres nos tambaleamos como en una reyerta de borrachos. Yo, apretujada a los pies de la cama mientras ella peleaba contra ambos, me aferré a su cintura y la empujé hacia atrás mientras Jorge le contenía las manos para salvar su rostro. Sentí como si lucháramos contra algo peor que Ana, contra algún demonio que la poseyera, que nos poseyera a todos nosotros, los Bolena: la ambición, el demonio que nos había llevado a esa pequeña habitación, a mi hermana a esa angustia demente y a nosotros a esa salvaje batalla.

—¡Paz, por el amor de Dios! —gritó Jorge mientras se esforzaba por evitar sus uñas.

—¡Paz! —chilló ella—. ¿Cómo puedo estar en paz?

—Porque has perdido —dijo Jorge—. Ahora no hay nada por lo que luchar, Ana. Has perdido.

Por un instante se quedó congelada inmóvil, pero desconfiábamos demasiado para soltarla. Lo miró a la cara como si estuviera completamente loca, luego lanzó la cabeza hacia atrás y se rió con una risa salvaje, de demente.

—¡Paz! —gritó, colérica—. ¡Dios mío! Moriré en paz. Me dejarán en Hever hasta que muera. ¡Y nunca volveré a verlo!

Dio un fuerte sollozo con el corazón partido, abandonó la lucha y cayó desplomada. Jorge le soltó las muñecas y la recogió. Ella le echó los brazos alrededor del cuello y hundió el rostro contra su pecho. Sollozaba tan fuerte y hablaba de forma tan inarticulada por la pena que no pude oír lo que decía, hasta que sentí que mis propias lágrimas afloraban al advertir finalmente que gritaba una y otra vez:

—Oh, Dios, lo amaba, lo amaba, era mi único amor, mi único amor.

No perdieron tiempo. Ése mismo día su ropa estaba empaquetada, el caballo ensillado y se ordenó a Jorge que la escoltara hasta Hever. Nadie le dijo a lord Henry Percy que había partido. Él envió una carta, y mi madre, que estaba en todas partes, la abrió y leyó sosegadamente antes de arrojarla al fuego.

—¿Qué decía? —pregunté en voz baja.

—Amor eterno —contestó mi madre con desagrado.

—¿No deberíamos decirle que se ha ido?

—Lo sabrá en seguida —dijo mi madre encogiéndose de hombros—. Su padre hablará con él esta mañana.

Asentí. A mediodía llegó otra carta con el nombre de «Ana» garabateado delante con mano temblorosa. Tenía un borrón, quizá de una lágrima. Mi madre la abrió, impasible, y siguió el camino de la primera.

—¿Lord Henry? —pregunté.

Asintió.

Me levanté de mi sitio junto al fuego y me senté en el asiento del alféizar.

—Igual salgo —comenté.

—Os quedaréis aquí —repuso con aspereza.

—Por supuesto, madre —contesté. El viejo hábito de obediencia y deferencia hacia ella estaba fuertemente arraigado en mí—. Pero ¿no puedo pasear por el jardín? —añadí.

—No —contestó, lacónica—. Vuestro padre y vuestro tío han ordenado que debéis permanecer aquí hasta que Northumberland haya tratado el asunto con Henry Percy.

—No es probable que me cruce por el camino, paseando por el jardín —protesté.

—Podríais enviarle un mensaje.

—¡No lo haría! —exclamé—. Por Dios, seguramente todos podéis apreciar que la cuestión, la cuestión, es que siempre, siempre, hago lo que se me dice. Me casasteis a los doce años, señora. Lo anulasteis sólo dos años más tarde, cuando solo tenía catorce años. Antes de cumplir quince estaba en el lecho del rey. Siempre he hecho lo que esta familia me ha dicho. ¡Si no he sido capaz de luchar por mi propia libertad, difícilmente lucharé por la de mi hermana!

—Gracias a Dios —contestó—. En este mundo no hay libertad para las mujeres, con lucha o sin ella. Ved adónde la ha llevado a Ana.

—Sí. A Hever. Donde al menos es libre para salir al campo.

—Parecéis envidiosa —dijo mi madre, sorprendida.

—Me encantaba —dije—. A veces creo que lo prefiero a la corte. Pero a Ana le romperéis el corazón.

—Su corazón debe romperse y su espíritu también, si ha de ser de alguna utilidad para la familia —repuso mi madre con frialdad—. Debería haberse hecho en la niñez. Pensé que le enseñarían la costumbre de la obediencia en la corte francesa, pero al parecer fueron remisos a hacerlo. Así que debe hacerse ahora.

Se oyó un golpe en la puerta y un hombre con la ropa raída se quedó en el umbral, inquieto.

—Una carta para la señorita Ana Bolena —dijo—. El joven señor me dijo que debía entregárosla en persona y que debía veros leerla.

Dudé, eché una ojeada a mi madre. Inclinó la cabeza. Yo rompí el sello rojo con el blasón de Northumberland y desdoblé el papel.

Esposa mía:

No renegaré de mi juramento si mantenéis la promesa que nos hicimos el uno al otro. No os abandonaré si no me abandonáis. Mi padre está muy enfadado conmigo, el cardenal también, y temo por nosotros. Pero si nos mantenemos unidos, tendrán que permitirnos estar juntos. Enviadme una nota, sólo una palabra, de que la mantenéis y yo la mantendré.

HENRY

—Dijo que habría respuesta —dijo el hombre.

—Espere fuera —dijo mi madre, y le cerró la puerta en las narices. Se volvió hacia mí—. Escribe la respuesta.

—Reconocerá mi letra —repuse inútilmente.

Deslizó una hoja de papel ante mí, me puso una pluma en la mano y dictó la carta:

Lord Henry:

María os escribe en mi nombre ya que se me prohíbe usar papel y tinta para escribiros. Es inútil. No nos permitirán casarnos y debo abandonaros. No os opongáis al cardenal ni a vuestro padre por mi bien, ya que les he dicho que renuncio. Sólo fue un compromiso de futuro y no es vinculante para ninguno de los dos. Os libero de vuestra parte del compromiso y quedo liberada del mío.

—Romperéis ambos corazones —le dije, echando arena sobre la tinta húmeda.

—Quizá —contestó mi madre—. Pero los corazones jóvenes se recuperan fácilmente, y los corazones que poseen la mitad de Inglaterra tienen cosas mejores que hacer que latir de amor.