Primavera de 1525

En marzo nos llegaron las noticias de Pavía. Un mensajero irrumpió a primera hora de la mañana ante el rey, que, aún a medio vestir, fue corriendo como un niño donde la reina, con un heraldo delante de él que llamó a la puerta de los aposentos de la reina y gritó: «¡Viene Su Majestad: el rey!» Salimos alborotadas de las habitaciones en diferentes estados de desnudez y sólo la reina estaba compuesta y elegante con un vestido sobre el camisón. Enrique entró en la estancia dando un portazo y corrió directo hacia la reina entre nosotras, que gorjeábamos como tordos. Ni siquiera me miró, aunque yo llevaba el cabello alrededor del rostro como una deliciosa nube dorada. Pero Enrique no corría hacia mí con las mejores noticias nunca oídas. Llevaba las noticias a su reina, a la mujer con la que había forjado una inquebrantable alianza con su país, España. Le había sido infiel y desleal con su política muchas veces. Pero en ese instante de intensa alegría por el triunfo era a ella a quien informaba. Una vez más, Catalina era la reina de su corazón.

Se arrojó a sus pies, le agarró las manos y se las cubrió de besos, y Catalina rió como si volviera a ser una niña y gritó con impaciencia:

—¿Qué pasa? ¡Decidme! ¡Decidme! ¿Qué pasa?

—¡Pavía! ¡Alabado sea Dios! ¡Pavía! —repetía Enrique una y otra vez.

Dio un brinco y se puso a bailar con ella alrededor de la habitación, saltando como un chiquillo. Los caballeros de su séquito entraron corriendo. Jorge entró dando tumbos en la estancia con su amigo Francis Weston, me vio y vino a mi lado.

—¿Qué demonios sucede? —pregunté, retirándome el cabello hacia atrás y atándome la falda a la cintura.

—Una gran victoria —dijo—. Una victoria decisiva. Se dice que el ejército francés está totalmente destruido. Francia se extiende ante nosotros. Carlos de España puede quedarse lo que quiera del sur, nosotros invadiremos el norte. Francia ya no existe. Está destruida. Será parte del imperio español hasta las fronteras del reino inglés en Francia. Hemos dejado al ejército francés a la altura del barro, somos dueños incuestionables de Francia y soberanos conjuntos de la mayor parte de Europa.

—¿Francisco ha sido derrotado? —pregunté, incrédula, pensando en el ambicioso príncipe moreno, rival de nuestro rey.

—Hecho añicos —confirmó Francis Weston—. ¡Qué día para Inglaterra! ¡Qué triunfo!

Miré al rey y a la reina. Él ya no intentaba bailar, había perdido el ritmo de los pasos. Ahora la abrazaba y besaba su frente, sus ojos y sus labios.

—Querida mía —le decía—. Vuestro sobrino es un gran general, nos ha hecho un gran regalo. Tendremos Francia a nuestros pies. Seré rey de Inglaterra y de Francia de hecho así como de título. Ricardo de la Pole está muerto: y su amenaza al trono, muerta con él. El propio Francisco I está prisionero. Francia está destruida. Vuestro sobrino y yo somos los reyes más grandes de Europa y con nuestra alianza poseeremos todo. Todo lo que mi padre planeó con vos y vuestra familia nos ha sido concedido en el día de hoy.

El semblante de la reina estaba radiante de alegría, él le secaba las lágrimas con sus besos. Estaba sonrojada, con los ojos azules relucientes y la cintura obediente a su abrazo.

—¡Dios bendiga a los españoles y a la princesa española! —bramó Enrique de pronto, y todos los hombres de su séquito lo corearon a voz en grito.

—Dios bendiga a la princesa española —dijo Jorge en voz queda, mirándome de soslayo.

—Amén —dije. Me salió del alma una sonrisa ante lo radiante que estaba la reina, con la cabeza apoyada en el hombro de su esposo, risueña ante la ovación de la corte—. Amén, y que Dios la conserve tan feliz como en este momento.

Estuvimos ebrios de victoria ese amanecer y los cuatro siguientes. Fue como las doce fiestas nocturnas de mediados de marzo. Desde los cristales emplomados del castillo se apreciaba el resplandor de las hogueras ardiendo por todo el camino hasta Londres, y la propia ciudad destacaba en rojo contra el cielo nocturno, con fogatas y hombres con espetones asando vacas y corderos en cada calle. Oíamos el repique de las campanas de las iglesias, un repique constante mientras todo el país celebraba la derrota total del enemigo más antiguo de Inglaterra. Comimos platos especiales rebautizados para la ocasión: Pavo Pavía, Budín Pavía, Delicia Española y Crema de Carlos. El cardenal Wolsey ordenó una misa mayor especial de celebración en San Pablo y todas las iglesias del país dieron gracias por la victoria de Pavía y al emperador que la había ganado para Inglaterra: Carlos de España, el bienamado sobrino de la reina Catalina.

Ahora no había duda sobre quién se sentaba a la derecha del rey. La reina, que caminaba por la gran sala vestida de carmesí y oro, con la cabeza alta y una sonrisita en los labios. No hizo ostentación por haber recuperado el favor del rey. Lo aceptó como había aceptado su eclipse: como parte del enlace real. Ahora que la fortuna volvía a sonreírle, caminaba con porte tan regio como en la penumbra.

El rey volvió a enamorarse de ella en agradecimiento por lo de Pavía. La veía como la fuente de su poder en Francia, como origen de su dicha. Enrique era, sobre todo y en primer lugar, un niño malcriado, cuando recibía un regalo maravilloso, amaba al donante.

Amaría a quien le obsequiara un regalo hasta que éste lo aburriera, se rompiera o cambiara de capricho. Y a finales de marzo llegaron los primeros indicios de que quizá Carlos de España iba a resultar una decepción.

El plan de Enrique era dividir Francia entre ellos, lanzando sólo las migajas al duque de Borbón, y convertirse él en auténtico rey de Francia en la realidad, adoptando el antiguo título conferido hacía tantos años por el papa. Pero Carlos de España no tenía prisa. En vez de hacer los preparativos para que Enrique fuera a París a ser coronado rey de Francia, Carlos fue a Roma para su propia coronación como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y para agravarlo más, Carlos no mostraba ningún interés en el plan inglés de conquistar toda Francia. Tenía al rey Francisco prisionero; pero ahora planeaba que volviera a Francia para devolverle el trono.

—En nombre de Dios, ¿por qué? ¿Por qué? —gritó Enrique al cardenal Wolsey en una explosión de rabia. Hasta los caballeros más favorecidos del círculo privado del rey se estremecieron. Las damas de la corte se encogieron de miedo. Sólo la reina, sentada junto al rey, a la cabecera de la mesa del gran salón, seguía impasible, como si el hombre más poderoso del país no temblara de furia incontrolada a dos dedos de ella.

—¿Por qué ese perro español nos traiciona así? ¿Por qué liberar a Francisco? ¿Está loco? —preguntó. Se volvió hacia la reina—. ¿Es un demente vuestro sobrino? ¿Está jugando algún doble juego? ¿Me traiciona, como vuestro padre traicionó al mío? ¿Hay algo de sangre vil y canalla en esos reyes españoles? ¿Cuál es vuestra respuesta, señora? Os escribe, ¿verdad? ¿Qué fue lo último que os escribió? ¿Que quiere liberar a nuestro peor enemigo? ¿Es un demente o sólo un necio?

Ella miró al cardenal para ver si intercedía; pero Wolsey, tras el giro de los acontecimientos, no era partidario de la reina. Se quedó mudo y recibió la intensa mirada que solicitaba ayuda con diplomática serenidad.

Aislada, la reina tuvo que enfrentarse sola a su esposo.

—Mi sobrino no me informa de todos sus planes. No sabía que pensaba liberar al rey Francisco.

—¡Espero que no! —gritó Enrique, acercando el rostro—. Ya que, como mínimo, seríais culpable de traición si sabíais que vuestro sobrino iba a liberar al peor enemigo que nunca ha tenido este país.

—Pero no lo sabía —contestó ella con firmeza.

—Y Wolsey me informa que piensa dejar plantada a la princesa María. ¡Vuestra propia hija! ¿Qué decís a eso?

—No lo sabía —contestó.

—Excusadme —intervino Wolsey—. Pero creo que Su Majestad ha olvidado el encuentro que tuvo ayer con el embajador español. Seguramente os advirtió de que la princesa María sería rechazada.

—¡Rechazada! —Enrique saltó de la silla—. ¿Y lo sabíais, señora?

—Sí —contestó la reina levantándose, como era su deber ya que su esposo estaba en pie—. El cardenal tiene razón. El embajador mencionó, en efecto, que había dudas sobre el compromiso de la princesa María. No hablé de ello porque no lo creeré hasta que lo haya oído de mi propio sobrino. Y no ha sido así.

—Me temo que no hay ninguna duda —repuso el cardenal Wolsey.

—Lamento que penséis así —dijo la reina con una mirada impasible, como si el cardenal no la hubiera expuesto a la rabia del rey en dos ocasiones e intencionadamente.

Enrique se dejó caer en la silla, demasiado enfadado para hablar. La reina continuó de pie y no la invitó a que se sentara. El lazo del escote de su vestido se movía al ritmo de su respiración regular, sólo tocó el rosario que colgaba de la cintura con el índice. No se le podía culpar de falta de dignidad o de presencia de ánimo.

—¿Sabéis lo que tendremos que hacer —preguntó Enrique volviéndose hacia ella con ira glacial— si queremos aprovechar esta oportunidad que Dios nos ha dado y vuestro sobrino está a punto de desperdiciar? —Ella negó con la cabeza—. Tendremos que recaudar un enorme impuesto. Tendremos que formar otro ejército. Tendremos que montar otra expedición a Francia y librar otra guerra. Y tendremos que hacer todo esto solos, solos y sin ayuda, porque vuestro sobrino, vuestro sobrino, señora, obtiene una de las victorias más afortunadas que jamás tuvo un rey y luego se pone a jugar a la rana con ella, arrojándola a las olas como un guijarro de playa.

Aun así, ella no se movió. Pero su paciencia sólo inflamó más al rey. Volvió a saltar de la silla y hubo un pequeño grito ahogado cuando se abalanzó hacia ella. Incluso pensé por un momento que iba a golpearla, pero era un dedo, no un puño, lo que apuntó a su rostro.

—¿Y vos no le ordenáis que me sea leal?

—Lo hago —contestó ella entre dientes—. Le recomiendo que recuerde nuestra alianza.

Detrás de ella, el cardenal Wolsey hizo un gesto de negación.

—¡Mentís! —gritó Enrique a la reina—. ¡Sois una princesa española más que una reina inglesa!

—Sabe Dios que soy una esposa y una inglesa leal —replicó ella.

Enrique se levantó de nuevo, se alejó y la corte se apartó rápidamente fuera de su camino, entre reverencias e inclinaciones. Sus caballeros se inclinaron ante la reina y siguieron su impetuoso avance. Pero el rey se detuvo en la puerta.

—Nunca olvidaré esto —gritó a la reina—. Nunca perdonaré ni olvidaré la ofensa de vuestro sobrino, ni perdonaré ni olvidaré vuestro comportamiento, vuestro maldito comportamiento traicionero.

Ella desplegó su amplia reverencia, majestuosa, lenta y maravillosamente, y la mantuvo como una bailarina, hasta que Enrique soltó un juramento y cerró la puerta de un portazo. Sólo entonces se irguió y miró pensativamente a su alrededor, a todas nosotras, que habíamos sido testigos de su humillación y que ahora desviábamos la mirada para que no reclamara nuestros servicios.

La noche siguiente, durante la cena, vi que Enrique se fijaba en mí mientras yo entraba caminando recatadamente en el gran salón tras la reina. Tras el ágape, cuando despejaron un espacio para bailar, se acercó a mí pasando ante la reina, dándole ostensiblemente la espalda, y me invitó a bailar.

Hubo un pequeño rumor.

—Haced un corro —dijo Enrique, de modo que los otros bailarines se retiraron y formaron un círculo para mirar.

Fue una danza como ninguna otra, una danza de seducción. Enrique no apartó sus ojos azules de mi rostro, bailó ante mí, golpeó los pies y las manos como si fuera a desnudarme por completo en ese momento, allí mismo, ante toda la corte. Borré de mi pensamiento la imagen de la reina mirándonos. Seguí con la cabeza alta y los ojos fijos en el rey, y dancé ante él unos pasos vacilantes y maliciosos, balanceando las caderas y ladeando la cabeza. Nos pusimos frente a frente, me levantó en el aire y me sostuvo allí, hubo un conato de aplauso. Me dejó en el suelo con delicadeza y sentí que las mejillas me ardían con una embriagadora sensación de conciencia de mí misma, triunfo y deseo. Nos separamos al ritmo del tamboril y luego retrocedimos, mientras la danza volvía a acercar nuestros pasos de frente. Me lanzó por los aires una vez más y en esta ocasión me bajó deslizándome, mi cuerpo apretado contra el suyo. Sentí cada centímetro del cuerpo: su pecho, sus calzas, sus piernas. Nos detuvimos, con los rostros tan cerca que si se inclinaba hacia delante podía besarme. Sentí su aliento sobre el rostro y luego dijo en voz muy baja:

—Mi cámara. Venid a mi cámara. Ahora.

Ésa noche, y la mayoría de las siguientes, me llevó al lecho. Debía sentirme feliz. Por supuesto, mi madre, mi padre, mi tío y hasta Jorge estaban encantados de que volviera a ser la favorita del rey y de que toda la corte gravitara de nuevo a mi alrededor. Las damas de la reina me trataban con tanta deferencia como a ella. Los embajadores extranjeros se inclinaban ante mí tan profundamente como si fuera una princesa, los caballeros de la camarilla del rey escribían sonetos sobre el oro de mis cabellos y la curva de mis labios. Francis Weston me escribió una canción y dondequiera que fuera había personas dispuestas a hacerme un servicio, hacerme la corte, y siempre, siempre, a susurrarme que si pudiera mencionar un asuntillo al rey me estarían profundamente agradecidos.

Seguí el consejo de Jorge y siempre me negué a pedirle nada, ni para mí, y por eso conmigo se sentía más cómodo que con nadie. Hicimos un curioso y pequeño refugio doméstico tras la puerta cerrada de la cámara privada. Cenábamos solos, una vez servida la cena en el gran salón. Sólo nos acompañaban los músicos y quizá un par de amigos. Tomás Moro subía las escaleras con Enrique para mirar las estrellas, y yo los acompañaba a mirar el oscuro cielo nocturno, pensando que eran las mismas que brillaban en Hever, para iluminar el rostro dormido de mi bebé.

En mayo no me bajó la menstruación, y en junio, tampoco. Se lo dije a Jorge, quien me rodeó con su brazo y me apretó contra él.

—Se lo diré a padre —dijo—. Y al tío Howard. Ruego a Dios que esta vez sea un varón.

Quería decírselo a Enrique yo misma, pero decidieron que la noticia era tan trascendental y con tan abundantes posibilidades de ganancias que mi padre se la daría al rey para que los Bolena recogieran todo el mérito de mi fertilidad. Mi padre pidió una audiencia privada al rey; y él, pensando que era algo relacionado con las largas negociaciones de Wolsey con Francia, lo condujo a la jamba de una ventana donde la corte no podía oír y lo invitó a hablar. Mi padre dijo una frase corta, sonriendo, y vi que Enrique desviaba la mirada hacia mí, que estaba sentada con las damas, y luego oí su exclamación de gozo. Cruzó precipitadamente la estancia y a punto estaba de auparme cuando de pronto se controló, temiendo hacerme daño, y me cogió de las manos y las besó.

—¡Amor mío! —exclamó—. ¡Las mejores noticias! ¡Lo mejor que podía oír!

Miré los rostros muertos de curiosidad que nos rodeaban y luego volví al gozo del rey.

—Su Majestad —dije cuidadosamente—. Estoy tan contenta de haceros feliz…

—No podríais hacer nada que me proporcionara más dicha —me aseguró. Me apremió a que me levantara y me llevó a un lado. Las damas se inclinaron hacia delante como una sola mujer al tiempo que desviaron la mirada, desesperadas por saber qué pasaba e igualmente desesperadas para no parecer unas fisgonas. Mi padre y Jorge se pusieron delante del rey y comenzaron a hablar del tiempo en voz alta y de lo pronto que saldría la corte para el viaje estival.

Enrique me llevó al asiento de la ventana y me puso la mano delicadamente sobre el corsé.

—¿No está demasiado apretado?

—No —respondí sonriendo—. Aún es muy pronto, Su Majestad. Casi no se nota.

—Ruego a Dios que esta vez sea un varón.

—Estoy segura de que sí —dije sonriendo, con toda la temeridad de los Bolena—. Recordad que con Catalina nunca lo dije. Pero esta vez estoy segura. Estoy segura de que será un niño. Puede que lo llamemos Enrique.

Ése verano mi familia recibió la recompensa por mi embarazo. Mi padre se convirtió en el vizconde de Rochford, y Jorge, en sir Jorge Bolena. Mi madre se convirtió en vizcondesa, lo que la autorizaba a vestirse de color púrpura. Mi esposo obtuvo otra concesión de tierras para añadir a sus prósperas propiedades.

—Creo que debo agradecéroslo a vos, señora —me dijo. Había decidido sentarse conmigo en la comida y servirme las mejores tajadas de carne. Mirando por el salón hacia la mesa principal vi que Enrique tenía los ojos puestos en mí y le sonreí.

—Me alegra seros de utilidad —dije educadamente.

Se reclinó en la silla y me sonrió, pero tenía los ojos velados, ojos de borracho, llenos de arrepentimiento.

—Pasaremos otro año, vos en la corte y yo en el séquito del rey. Nunca nos encontraremos y rara vez hablaremos. Vos sois una cortesana y yo un monje.

—No sabía que hubierais escogido una vida de celibato —observé con ironía.

—Estoy casado y no estoy casado —señaló, sonriendo educadamente—. ¿Cómo voy a conseguir herederos para mis nuevas tierras?

Asentí. Hubo un breve silencio.

—Sí. Tenéis razón. Lo siento.

—Si tenéis una niña y desaparece su interés, os enviarán a casa conmigo. Volveréis a ser mi esposa —comentó William con un tono casual—. ¿Cómo pensáis que nos irá? ¿Nosotros y los dos pequeños bastardos?

—No me gusta oíros hablar así —dije mirándolo a la cara.

—Cuidado —me advirtió—. Nos vigilan.

Mi rostro quedó instantáneamente congelado con una sonrisa hueca.

—¿Nos vigila el rey? —pregunté, procurando no mirar alrededor.

—Y vuestro padre.

—No me gusta oíros hablar así de mi Catalina —dije. Cogí una rebanada de pan, la mordisqueé y volví la cabeza, como si habláramos de naderías—. Lleva vuestro apellido.

—¿Y por eso debería quererla?

—Creo que la querríais si la vierais —dije, a la defensiva—. Es una niña de las más bellas. No veo cómo podríais evitar enamoraros de ella. Espero estar con ella este verano en Hever. Estará aprendiendo a caminar.

—¿Y ése es vuestro mayor deseo, María? —preguntó. La mirada severa desapareció de su semblante—. ¿Vos, la cortesana del rey de Inglaterra? ¿Y vuestro mayor deseo es vivir en ese castillo, pequeño como una casa solariega, y enseñar a caminar a vuestra hija?

—Absurdo, ¿verdad? —dije con una risita—. Pero sí. Nada me gustaría más que estar con ella.

—María —dijo con delicadeza, moviendo la cabeza—, cuando pienso que habéis abusado de mí y me enfado con vos, y esa jauría de lobos de vuestra familia, veo de pronto que todos nos aprovechamos de vos. Todos nosotros progresamos y en medio de todo, como un trozo de pan tierno mordisqueado por los patos, estáis vos, devorada viva por cada uno de nosotros. Quizá debierais haberos casado con un hombre que os hubiera amado, mantenido y dado un bebé al que pudierais amamantar vos misma, sin interrupción. —Sonreí ante el cuadro—. ¿No desearíais haberos casado con un hombre tal? A veces desearía que así fuera. Desearía que os hubierais casado con un hombre que os hubiera amado y mantenido, a pesar de las ventajas de entregaros. Y a veces, cuando estoy triste y borracho, deseo haber tenido el valor de haber sido ese hombre.

Dejé que el silencio se prolongara hasta que la atención de nuestros vecinos se concentró en otra cosa.

—Lo que está hecho, hecho está —dije—. Todo lo referente a mí estaba decidido antes de que fuera lo bastante mayor como para pensar por mí misma. Mi señor, estoy segura de que hicisteis bien al acatar los deseos del rey.

—Utilizaré mi influencia para hacer una cosa —dijo William—. Intentaré que consienta en que vayáis a Hever este verano. Al menos puedo hacer eso por vos.

—Me haría muy feliz —susurré. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas ante la idea de volver a ver a Catalina—. Oh, mi señor. Sería tan dichosa.

William cumplió su palabra. Habló con mi padre, habló con mi tío y luego, finalmente, habló con el rey. Y se me permitió ir a Hever durante todo el verano para estar con Catalina y pasear con ella por los huertos de manzanos de Kent.

Jorge vino dos veces a visitarnos sin avisar, entrando a caballo en el patio del castillo sin sombrero y en mangas de camisa, provocando un frenesí de deseo y ansiedad entre las criadas. Ana lo asediaba a preguntas sobre qué hacía en la corte y quién veía a quién, pero él estaba silencioso y sosegado, y a menudo, durante el caluroso mediodía, subía las escaleras de piedra hasta la capillita que había junto a su habitación, donde los reflejos acuosos del foso bailaban sobre el techo encalado, y se arrodillaba en silencio a rezar o a soñar despierto a placer.

Él y su esposa no estaban hechos en absoluto el uno para el otro. Jane Parker nunca venía a Hever con él. No se lo permitía. Esos días con nosotras no iba a mancillarlos con su mirada de alcahueta ni su ávido deseo de escándalos.

—Es realmente un monstruo —me comentó—. Es tan mala como temía.

Estábamos sentados en el centro del jardín, ante la entrada principal del castillo. Alrededor de nosotros, los setos y plantas estaban podados como en un cuadro, cada arbusto plantado en su sitio, cada planta se mecía lo justo. Los tres estábamos tumbados en el banco de piedra ante la fuente, cuya agua manaba dulcemente, como la lluvia sobre los tejados. Jorge apoyó la cabeza en mi regazo y yo me recosté y cerré los ojos.

—¿Cómo de mala? —preguntó Ana desde el extremo del banco.

Él abrió los ojos, demasiado perezoso para sentarse. Alzó la mano y fue contando sus defectos con los dedos.

—Uno, es terriblemente celosa. No puedo salir por la puerta sin que me vigile, y exterioriza sus celos con peleas ridículas.

—¿Ridículas? —inquirió Ana.

—Ya sabes —contestó, impaciente. Adoptó una voz quejumbrosa de falsete—. «¡Si veo que esa dama vuelve a miraros, sir Jorge, ya sabré qué pensar de vos! ¡Si volvéis a bailar con esa chica una vez más, sir Jorge, tendré unas palabras con ella y con vos!»

—Oh —dijo Ana—. Qué horrible.

—Dos —dijo él, continuando la lista—. Tiene los dedos largos. Si hay una moneda en mi bolsillo que piensa que no echaré a faltar, desaparece. Si hay alguna baratija por los alrededores, se la lleva como una urraca.

—No, ¿en serio? —preguntó Ana, encantada—. Una vez perdí una cinta dorada. Siempre pensé que la había cogido ella.

—Tres —continuó—. Y lo peor de todo. Me persigue por el lecho como una perra en celo.

—¡Jorge! —dije, soltando una risotada.

—Lo hace —confirmó—. Se me encoge todo.

—¿A ti? —preguntó Ana cínicamente—. Yo hubiera dicho que te alegrarías.

—No es así —repuso Jorge de todo corazón. Se sentó y negó con la cabeza—. Si estuviera caliente no me importaría, siempre que fuera dentro de casa y no me avergonzara. Pero no es así. Le gusta… —Se interrumpió.

—¡Oh, dilo! —supliqué.

—¡Calla! —me silenció Ana, frunciendo el ceño—. Esto es importante. ¿Qué le gusta, Jorge?

—No se trata de lujuria —dijo, incómodo—. Sé tratar con la lujuria. Ni de variedad: a mí también me gusta probar algo alocado. Pero es como si quisiera tener algún tipo de poder sobre mí. La otra noche me preguntó si me gustaría que trajera a una criada. Se ofreció a traerme a una y, peor aún, quería mirar.

—¿Le gusta mirar? —inquirió Ana.

—No —contestó, negando con la cabeza—, creo que le gusta organizar. Creo que le gusta escuchar detrás de las puertas, espiar por los agujeros de las cerraduras. Ser la que provoca que las cosas ocurran y entonces mirar. Y cuando dije que no… —Se detuvo bruscamente.

—¿Qué os ofreció entonces?

—Me ofreció traerme a un chico —contestó Jorge, ruborizándose.

Yo di un gritito y reí escandalizada, pero Ana no se rió.

—¿Por qué te ofrecería algo así, Jorge? —preguntó, con calma.

—Hay un cantante en la corte —dijo secamente, desviando la mirada—. Un chico muy dulce, guapo como una muchacha pero con el ingenio de un hombre. No he dicho nada ni hecho nada. Pero me vio una vez riendo con él y dándole palmadas en el hombro. Y piensa que se trata de concupiscencia.

—Es el segundo asociado a tu nombre —observó Ana—. ¿No fue un paje? ¿Enviado a su casa el verano pasado?

—Eso no fue nada —dijo Jorge.

—¿Y esto de ahora?

—Nada de nuevo.

—Una nada peligrosa —dijo Ana—. Un peligroso par de nadas. Putañear es una cosa, pero podrían colgarte por eso.

Nos quedamos un momento en silencio, un grupito en penumbra bajo el cielo azul estival.

—No es nada —reiteró Jorge—. Y es asunto mío. Estoy harto de mujeres, del deseo y la charla constante de las mujeres. Ya sabéis, todos esos sonetos, todo el coqueteo y todas esas promesas vacías. Y un muchacho es tan limpio y tan claro… —dijo, apartándose—. Es un capricho. No lo tendré en cuenta.

—Es un pecado mortal —dijo Ana, mirándolo con los ojos entrecerrados—. Sería mejor que dejaras pasar ese capricho.

—Lo sé, Doña Inteligente —dijo él.

—¿Qué pasa con Francis Weston? —pregunté.

—¿Qué pasa con él? —replicó Jorge.

—Siempre estáis juntos.

—Siempre estamos al servicio del rey —me corrigió, meneando la cabeza con impaciencia—. Atendiendo constantemente al rey. Y lo único que se puede hacer es flirtear con las muchachas de la corte y comentar escándalos. No es raro que esté harto. La vida que llevo hace que la vanidad de las mujeres me harte hasta la médula.