Primavera de 1526

Finalmente se permitió que Ana volviera a la corte para asumir mis obligaciones como dama de compañía de la reina cuando empecé a cansarme. Ésta vez era un embarazo difícil, las comadronas juraban que era porque llevaba un niño grande y fuerte que me minaba. Es cierto que sentía cómo pesaba cuando me paseaba por Greenwich, siempre añorando mi lecho.

Cuando yacía en el lecho, el peso del bebé me presionaba la espalda, así que los pies y los dedos de los pies se me paralizaban debido a los calambres; de pronto gritaba en la oscuridad y Ana se levantaba como una sonámbula, hurgando al otro extremo de la cama para masajearme los dedos agarrotados.

—Por el amor de Dios, duérmete —dijo, enojada—. ¿Por qué te agitas y das vueltas todo el tiempo?

—Porque no puedo ponerme cómoda —le solté—. Y si te preocuparas más de mí y menos de ti misma me traerías otra almohada para la espalda y una bebida, en vez de estar ahí tirada como un cojín gordo.

Soltó una risita al oírlo, se sentó a oscuras y se dio la vuelta para mirarme. Las brasas del fuego iluminaban el dormitorio.

—¿Estás realmente enferma o sólo es una tormenta en un vaso de agua?

—Realmente enferma —dije—. En serio, Ana. Me duelen todos los huesos del cuerpo.

Suspiró, salió de la cama, llevó la vela hasta el resplandor del fuego y la encendió. La acercó a mi rostro para poder verme.

—Estás tan blanca como un orinal —dijo alegremente—. Pareces lo bastante mayor como para ser mi madre.

—Me duele —insistí.

—¿Quieres un poco de cerveza caliente?

—Sí, por favor.

—¿Y otra almohada?

—Sí, por favor.

—¿Y un pis como de costumbre?

—Sí, por favor. Ana, si alguna vez hubieras estado embarazada, sabrías lo que se siente. Te juro que no es ninguna tontería.

—Ya veo —dijo—. Sólo tengo que mirarte para saber que te sientes como una mujer de noventa años. Sabe Dios cómo conservaremos al rey si esto continúa.

—No tengo que hacer nada —dije, irritada—. Lo único que mira estos días es mi barriga.

Ana hincó el atizador en el fuego y puso un par de jarras de cerveza al lado de la chimenea.

—¿Yace contigo? —preguntó, interesada—. ¿Cuando vas a su habitación después de cenar?

—Ni una vez en el mes pasado —contesté—. La comadrona dijo que no debía hacerlo.

—Vaya consejo para la cortesana de un rey —murmuró Ana mientras se inclinaba sobre el fuego—. Me pregunto quién le pagó para que te dijera eso. Eres idiota por hacerle caso. —Alzó el atizador caliente de las brasas y lo metió en la jarra de cerveza, donde se puso a hervir con un siseo—. ¿Qué le dijiste al rey?

—Que el bebé importa más que nada.

—Nosotros importamos más que nada —me recordó Ana. Sirvió la cerveza—. Y ninguna mujer ha conservado a un hombre por darle hijos. Debes hacer ambas cosas, María. No puedes dejar de satisfacerle sólo porque lleves un hijo suyo.

—No puedo hacerlo todo —contesté lastimeramente. Me pasó mi copa y di un sorbo—. Ana, lo único que realmente quiero es descansar y dejar que el bebé crezca fuerte dentro de mí. He estado en una u otra corte desde que tenía cuatro años. Estoy cansada de bailar, de las fiestas, de mirar las justas, de actuar en las mascaradas y de asombrarme al ver que el hombre que parece exactamente igual que el rey disfrazado es, en efecto, el rey disfrazado. Si pudiera, volvería a Hever mañana.

—Bueno, pues no puedes —dijo Ana taxativamente. Volvió a subir al lecho junto a mí, con la jarra en la mano—. Tienes que ir a por todas. Si la reina es repudiada, entonces no se sabe cuán lejos podrías llegar. Has llegado hasta aquí. Tienes que seguir.

—Escúchame —dije con suavidad. Hice una pausa durante un momento, mirándola por encima de la jarra—. No tengo ganas.

—Igual no —dijo, mirándome a los ojos—. Pero no eres libre de elegir.

Era un invierno frío, lo que empeoraba las cosas. Encerrada, sin nada en qué pensar aparte del nuevo dolor raro de cada día, empecé a temer el parto. Durante el primer embarazo había estado sumida en una ignorancia feliz, pero ahora sabía que ante mí quedaba un mes de oscuridad y encierro, y después el dolor interminable, sujeta a las sábanas atadas a los pilares de la cama y gritando de terror y pavor, mientras las comadronas amenazaban con sacarme al bebé.

«Sonríe», me ordenaba Ana cuando el rey venía a mis habitaciones, y las damas que revoloteaban a mi alrededor se ponían a tocar el laúd o el tamboril. Yo intentaba sonreír, pero el dolor de espalda y la constante necesidad de usar el orinal hacían que mi sonrisa desapareciera y me quedara desplomada sobre el taburete.

—Sonríe —me dijo Ana en un murmullo—. Y siéntate derecha, furcia haragana.

—Lady Carey —dijo Enrique mirándonos a las dos—, parecéis cansada.

—Lleva un pesado fardo —contestó Ana con una sonrisa y los ojos brillantes—. ¿Quién mejor que Su Majestad para saberlo?

—Tal vez —dijo Enrique, algo sorprendido—. Os habéis adelantado, señora.

—Diría que cualquier mujer se adelantaría hacia Su Majestad —dijo Ana sin pestañear, con mirada chispeante—. A no ser que tuviera una buena razón para irse corriendo.

—¿Y vos os iríais corriendo? —preguntó, intrigado.

—Nunca demasiado de prisa —respondió.

Enrique se rió al oírlo y las damas, Jane Parker entre ellas, inspeccionaron para ver qué había dicho yo para divertirle. Enrique me dio unos golpecitos en la rodilla.

—Me alegro de que volvierais a traer a vuestra hermana a la corte —dijo—. Nos mantendrá alegres.

—Muy alegres —respondí tan suavemente como pude.

No dije nada a Ana hasta que estuvimos solas y comenzó a desvestirme para ir a dormir. Desató los apretados cordones del corsé y di un suspiro de alivio cuando soltó mi vientre redondo. Me rasqué la piel, miré las marcas rojas dejadas por las uñas y estiré la espalda, intentando aliviar el continuo dolor que sentía.

—¿Y qué piensas hacer con el rey? —pregunté con mordacidad—. ¿Irte corriendo, no?

—Abre los ojos —respondió, lacónica. Me ayudó a quitarme la falda y ponerme el camisón. Mi nueva sirvienta vertía agua caliente en un aguamanil y me lavé bajo el examen de Ana tan cuidadosamente como pude, teniendo en cuenta que el agua estaba fría—. Y los pies —ordenó Ana.

—Ni siquiera puedo verme los pies, mucho menos lavármelos.

Ana hizo un gesto para que la sirvienta bajara el recipiente y yo me sentara en el taburete mientras me los lavaba.

—Hago lo que se me dice —dijo Ana con frialdad—. Pensé que lo advertirías inmediatamente.

Cerré los ojos, disfrutando de la sensación de tener los sucios pies enjabonados. Luego oí el tono de advertencia de su voz.

—¿Lo que te dicen quiénes?

—Nuestro tío. Nuestro padre.

—¿Hacer qué?

—Que el rey te tenga en cuenta, que lo sigas atrayendo. Que continúes en su favor.

—Bueno, pues claro —asentí.

—Y si eso falla, que flirtee yo misma con él.

—¿El tío te dijo que flirteases con el rey? —pregunté. Me senté más erguida y presté algo más de atención. Ana asintió—. ¿Cuándo te lo dijo? ¿Dónde?

—Vino a Hever.

—¿Hizo todo el camino hasta Hever en mitad del invierno para decirte que flirtearas con el rey? —pregunté. Ella asintió, seria—. Dios, Dios, ¿no sabe que lo harías igualmente? ¿Que flirteas con la misma facilidad que respiras?

—Está claro que no —contestó Ana, y soltó una carcajada involuntaria—. Vino a decirme que nuestra tarea principal, la tuya y la mía, era asegurarnos de que, donde quiera que el rey fuera a divertirse durante tu cuarentena y tras el nacimiento, no fueran las enaguas de una joven Seymour.

—¿Y cómo voy a evitarlo? —pregunté—. La mitad del tiempo estaré en la sala de partos.

—Exactamente. Voy a evitarlo por ti.

—Pero ¿qué pasa si llegaras a gustarle más? —pregunté tras pensarlo un momento y volver a sentir la ansiedad de mi infancia.

—¿Qué importa mientras sea una Bolena? —respondió Ana con una sonrisa tan dulce como venenosa.

—¿El tío Howard piensa así? ¿No piensa para nada en mí, embarazada, mientras envía a mi hermana a flirtear con el padre de mi hijo?

—Sí —dijo Ana—. Exactamente. No piensa en ti en absoluto.

—No quería que volvieras a la corte para convertirte en mi rival —contesté, malhumorada.

—Nací para ser tu rival —dijo—. Y tú la mía. Somos hermanas, ¿no?

Lo hizo estupendamente, con un encanto tan sutil que ni siquiera nadie advirtió que lo hacía. Jugaba a las cartas con el rey y jugaba tan bien que a veces sólo perdía por un par de puntos. Cantaba las canciones del rey y las prefería a ninguna otra. Animaba a sir Thomas Wyatt y a otra media docena a que revolotearan a su alrededor para que el rey se acostumbrara a pensar en ella como la joven más atractiva de la corte. Dondequiera que estuviera había una oleada continua de risas, charla y música. Y se movía en una corte ávida de entretenimientos. Durante los largos días de invierno, todos los cortesanos tenían el deber primordial de mantener al rey entretenido; pero Ana era la cortesana por excelencia. Sólo Ana podía pasar todo el día siendo fascinante, encantadora, desafiante y dar siempre la sensación de que no hacía otra cosa que ser ella misma.

Enrique se sentaba conmigo, o con Ana. Se llamaba a sí mismo una espina entre dos rosas, una amapola entre dos espigas de trigo. Me ponía la mano en el trasero mientras la miraba bailar. Seguía la partitura dejada sobre mi vientre dilatado mientras ella le cantaba una canción nueva. Jugaba conmigo a las cartas cuando jugaba contra ella. La observaba coger las mejores tajadas de carne de su plato y ponérmelas en el mío. Era una buena hermana, tierna, no podía ser más dulce o atenta conmigo.

—Eres lo más vil del mundo —le dije una noche mientras se peinaba el cabello ante el espejo y luego se lo entrelazaba en una larga trenza.

—Lo sé —dijo, satisfecha consigo misma, mirándose al espejo.

Llamaron a la puerta y Jorge asomó la cabeza.

—¿Puedo entrar?

—Ven —dijo Ana—. Y cierra la puerta, entra un vendaval por ese pasillo.

Jorge cerró la puerta obedientemente y agitó una jarra de vino ante ambas.

—¿Alguien comparte un vaso de vino conmigo? ¿No, milady Fructífera? ¿No, milady Primavera?

—Creí que habías ido con sir Thomas —remarcó Ana—. Dijo que esta noche se iba de jarana.

—El rey me retuvo —dijo Jorge—. Quería interrogarme sobre ti.

—¿Sobre mí? —dijo Ana, repentinamente alerta.

—Quería saber cómo responderíais a una invitación.

—¿Qué tipo de invitación? —pregunté. Sin darme cuenta, tenía los dedos extendidos como garras sobre la sábana de seda roja del lecho.

—A su lecho.

—¿Y qué dijiste? —apuntó Ana.

—Como se me ha ordenado. Que eres una doncella y la flor de la familia. Que no yacerás antes de casarte. A quienquiera que pregunte.

—¿Y qué dijo?

—Oh.

—¿Eso fue todo? —presioné a Jorge—. ¿Sólo dijo «oh»?

—Sí —contestó Jorge—. Y siguió a sir Thomas al barco que baja por el río a visitar a las rameras. Creo que lo tienes dominado, Ana. —Ella se levantó el camisón y se metió en la cama. Jorge le miró los pies desnudos con una mirada de experto—. Muy bonitos —dijo.

—Eso creo —contestó ella con suficiencia.

Fui a la sala de partos a mediados de enero. No necesitaba saber qué pasaba, encerrada entre la oscuridad y el silencio. Oí que hubo un torneo y que Enrique llevó una prenda que yo no le había dado. En su escudo llevaba el lema «¡No oso declararme!», que confundió a media corte, pensando que era un cumplido para mí, pero un cumplido extraño e inútil, ya que no vi ni la justa ni el lema, encerrada en la silenciosa sala de partos en penumbra, sin corte ni músicos, sino sólo un grupo de ancianas que bebían cerveza y hacían lo que se les antojaba con su tiempo. En realidad, con mi tiempo.

Y luego estaban los que pensaron que mi influencia cobraba relevancia. «¡No oso declararme!» para la corte era una señal de que quizá anunciara un hijo y heredero. Sólo unas pocas personas pensaron relacionar al rey que competía en la justa con el ambiguo lema en el escudo con mi hermana, sentada codo a codo con la reina, los ojos puestos en los jinetes, la más leve de las sonrisas en los labios y la mayor naturalidad en sus movimientos de cabeza.

Ella me visitó por la tarde y se quejó del aire viciado de la cámara y la oscuridad de la habitación.

—Lo sé —dije secamente—. Dicen que tiene que estar así.

—No sé por qué lo soportas —dijo.

—Piensa un poco —la aconsejé—. Si insisto en tener las cortinas descorridas y las ventanas abiertas y luego pierdo el bebé o nace muerto, ¿qué crees que me diría nuestra señora madre? El enojo del rey sería dulce en comparación.

—No puedes permitirte ningún error —convino Ana.

—No —dije—. No todo es placer si eres la amante del rey.

—Me quiere. Está a punto de decírmelo.

—Si tengo un varón, deberás apartarte —la advertí.

—Lo sé —repuso—. Pero si es una niña, igual tengo que avanzar.

—Avanza o apártate, para lo que me importa… —dije recostándome sobre las almohadas, demasiado débil para discutir.

—Estás gorda —dijo, mirando mi vientre ampliamente dilatado con curiosidad indiferente—. Debería haber puesto tu nombre a una barcaza y no a un barco de guerra.

Miré su semblante iluminado y el tocado exquisito que le apartaba el cabello de su suave cutis.

—Cuando boten serpientes al mar, serán tus tocayas —le contesté—. Vete, Ana. Estoy demasiado cansada para discutir contigo.

Inmediatamente se levantó y se encaminó a la puerta.

—Si me desea a mí en vez de a ti, tendrás que ayudarme, como yo a ti —me advirtió.

—Si te desea a ti —respondí, cerrando los ojos—, cogeré a mi niño recién nacido, si Dios quiere, me iré a Hever, y tú puedes quedarte con el rey, la corte y la envidia, la maldad y los chismorreos con mi bendición. Pero no creo que sea un hombre que dé muchas alegrías a su amante.

—Oh, no seré su amante —dijo, desdeñosamente—. No pensarás que soy una ramera como tú, ¿verdad?

—Nunca se casará contigo —predije—. E incluso si lo hiciera, deberías pensártelo dos veces. Mira a la reina antes de aspirar al trono. Mira el sufrimiento de su rostro y pregúntate a ti misma si te parece que casarte con su esposo vaya a traerte gozo.

Ana hizo una pausa antes de abrir la puerta.

—No te casas con un rey por gozo.

En febrero tuve otra visita. Una mañana, temprano, mi esposo William Carey vino a verme, mientras yo desayunaba pan con jamón y cerveza.

—No quería interrumpiros mientras comíais —dijo, vacilante, dudando en la entrada.

—Llévatelo —dije a la sirvienta. Me sentí en desventaja, tan gorda y pesada en contraste con su elegante apostura.

—Vine a saludaros en nombre del rey. Me pidió que os dijera que me ha otorgado unos feudos. Una vez más, estoy en deuda con vos, señora.

—Me alegro.

—Por su generosidad entiendo que voy a dar mi apellido a vuestro hijo…

—No me ha dicho qué quiere —dije. Me incorporé torpemente en la cama—. Pero hubiera pensado…

—Otro Carey. ¡Vaya familia estamos haciendo!

—Sí.

—Estáis pálida y parecéis muy débil —dijo. Me cogió la mano y la besó, como si de pronto se arrepintiera de sus burlas—. ¿Ésta vez no es tan fácil?

—No —respondí. Sentí que las lágrimas me ardían bajo las pestañas ante su inesperada amabilidad—. No es tan fácil esta vez.

—¿No tenéis miedo?

—Un poco —respondí, con la mano sobre mi vientre dilatado.

—Tendréis las mejores comadronas del reino —me recordó.

Asentí. No tenía sentido decirle que antes ya me habían atendido las mejores comadronas, quienes habían estado tres noches alrededor de la cama contándome las más terribles historias que haya tenido que oír una mujer sobre bebés que morían al nacer.

—Le diré a Su Majestad que parecéis hermosa y risueña —dijo William, dirigiéndose a la puerta.

—Hacedlo, por favor —dije con una sonrisa frívola—, y trasmitidle que estoy a su servicio.

—Está muy interesado en vuestra hermana —apuntó William.

—Es una mujer muy interesante.

—¿No teméis que pueda ocupar vuestro puesto?

—Dios, esposo mío —dije, señalando la habitación a oscuras, los pesados cortinajes del lecho, el fuego caliente y mi propio cuerpo patoso—, cualquier mujer del mundo podría ocupar mi puesto con mi bendición si lo hiciera esta misma mañana.

Soltó una fuerte carcajada al oírlo, me hizo una inclinación quitándose el sombrero y salió por la puerta. Me quedé recostada un rato en silencio, mirando cómo se movían lentamente las colgaduras de la cama en el aire enrarecido. Era febrero, mi bebé no nacería hasta mediados de mes. Parecía toda una vida.

Gracias a Dios vino antes de tiempo. Y gracias a Dios fue un varón. Mi pequeño bebé nació el cuatro de febrero. Un varón: el hijo sano y reconocido del rey. Los Bolena tenían que ir a por todas.