4
El autobús del colegio de Anna llegó a la estación de Paddington y allí permaneció detenido durante una hora. Un sol inestable entraba y salía, poniendo nerviosos a los niños. Algunos se apearon, pero Anna no.
El autobús prosiguió hasta St. Pancras: el mágico y colorido St. Pancras, un derroche de enladrillado exótico. Anna no había estado nunca en aquella estación. Al bajar del autobús posó los ojos en las rojas agujas góticas que ascendían hacia el cielo. Eran como las torres de un castillo de cuento, el primer paso de su gran aventura.
El inmenso y abovedado espacio interior la impresionó. Los trenes echaban vapor, retazos blancos que salían de las chimeneas y flotaban hasta las colosales vigas de los arcos. Detrás de los andenes, el cielo parecía enmarcado, como la vidriera de una catedral: una ventana hacia un infinito azul brillante.
Pero el grupo la empujaba y había poco tiempo para pararse a observar. La estación era un hervidero de padres e hijos; era fácil equivocarse de fila. Las voces que anunciaban los trenes y los hombres provistos de altavoces solo agravaban el caos. Muchos niños parecían tener hermanos o hermanas, algunos muy pequeños y con ganas de ir al lavabo. Anna se sintió fuerte y compadeció a los que lloraban. Sujetó sus pertenencias con fuerza: la maleta, la bolsa con la comida, la caja con la máscara antigás.
Pensó con emoción en la playa.
Sobre aquella agitada marea de niños se cernía un gran reloj, cuyas manecillas se iban comiendo la mañana. Poco a poco la excitación de Anna empezó a menguar, la magia de aquella catedral de acero se desvaneció cuando tuvo que colocarse en una nueva cola, en el andén, a la espera de que sucediera algo. Unos se quedaron de pie, otros se sentaron en el suelo. El andén estaba sucio, un olor acre le quemaba en la nariz.
— ¿Dónde vamos? ¿Dónde? — Preguntas susurradas a las que nadie daba respuesta se extendían entre la fila de niños, docenas de caras revelando mohines de súplica.
Por fin le tocó el turno a su grupo. La señora Martin, la maestra de su clase, marcó su nombre en la lista cuando ella subió a bordo del tren con su equipaje.
No tenía de quién despedirse, pero cuando el tren inició la marcha se unió a los niños que se habían pegado a la ventanilla, y saludó con la mano a todos los padres y madres que tenían la vista fija en esos niños que partían.
El tren avanzó despacio hacia el norte de Londres, pasando frente a sucias fachadas traseras, pequeños huertos y fábricas humeantes. Anna se sentía como en una película. El tren aceleró: los lugares pasaban más rápido, los campos empezaron a sucederse al otro lado de la ventanilla.
Recordó el regalo de su madre y desenvolvió el libro: para su alegría, se encontró con El gran libro de los cuentos de hadas, con dibujos siniestros de serpientes marinas y brujas de nudosos dedos. La fotografía de su madre y la carta la entristecieron, pero contuvo las lágrimas: estaba decidida a ser una heroína de cuento, a demostrar su valor.
Aunque habría deseado tener algún hermano.
El tren se paró y arrancó de nuevo. De vez en cuando, un adulto con una carpeta pasaba a comprobar que todo fuera bien. El retrete estaba atascado, y eso causaba problemas. Anna tenía miedo de los servicios sucios, de manera que intentó no comer ni beber mucho.
Por fin el tren se detuvo en una estación. Durante un rato no pasó nada; luego las puertas empezaron a abrirse y unas voces gritaron a lo largo del pasillo:
— ¡Todos abajo!
Al bajar al andén, Anna vio que estaban en Leicester. No sabía dónde quedaba ese lugar. Algunos niños eran guiados hasta la salida; otros redirigidos a un nuevo tren. Anna contemplaba el trasiego de gente, algo aturdida: ¿debía subir al tren o quedarse allí? Inmóvil, se sintió mareada y débil, enfrentada a una encrucijada invisible que decidiría su futuro.
— ¿Leicester está cerca del mar? — preguntó a una de las señoras que llevaban listas de nombres.
— No, querida, para nada.
Eso la decidió. No quería quedarse allí. Se unió a la cola para el nuevo tren, a pesar de que nadie parecía saber adónde se dirigía.
Se instaló en uno de los asientos al lado de la ventanilla.
— ¿Cuándo llegaremos a la costa? — preguntó a uno de los maestros que pasaba revista. Este la miró con cara de perplejidad.
— No te sientas muy decepcionada si no terminas en la costa — le dijo— . De todos modos, hace demasiado frío para bañarse en esta época del año.
Anna no preguntó más, pero tuvo la triste sensación de que se había equivocado de tren.
Empezó a preocuparse. No paraba de mirar por la ventanilla, a la espera de ver aunque fuera un fragmento de mar en el horizonte. Avanzaron por un paisaje campestre durante horas. Aferrada a la bolsa de comida y al libro, se quedó dormida. Los pies no le llegaban al suelo, oscilaban de un lado a otro con el traqueteo del tren.
A última hora de la tarde el tren aminoró la velocidad y ella despertó. Al final de una gran curva se distinguía una estación. Anna leyó el cartel: York.
— ¡Todos abajo! — gritaron los supervisores, moviéndose a toda prisa por los pasillos. Anna se puso en pie de un salto y recogió sus cosas. Se apeó del tren y siguió a los demás niños. En fila, subieron muchos escalones y cruzaron un largo puente que bordeaba la majestuosa curva de la estación. Bandadas de pájaros volaban en el gran tejado de vidrio. Alguien hizo sonar un silbato y las aves salieron al exterior, sobresaltando a los niños.
¿Eran gaviotas? Anna los observó, deseando saber más cosas sobre pájaros.
Unos agentes los esperaban para hacer una anotación en la lista, al lado de sus nombres. Solo quedaban unos pocos niños del colegio de Anna.
Ella paseó la mirada por aquel grupo de caras desconocidas.
— ¿Adónde vamos? — preguntó a un hombre barbudo.
Él se detuvo al ver esa cara de niña que revelaba ansiedad.
— Ahora os llevamos al colegio. Allí os darán una taza de té. — Hablaba con amabilidad, aunque con un acento que le resultaba raro al oído. Esta vez, ella no se atrevió a preguntar si la costa estaba cerca.
Los niños fueron rápidamente distribuidos en autobuses polvorientos. Hacía calor. Anna contempló el gran hotel que había junto a la estación y sus recortados parterres de flores. Así que esto es York, pensó.
Por suerte, no tardaron mucho en llegar a la escuela. Había alrededor de un centenar de niños, que fueron recibidos con bebidas por un grupo de afables señoras.
— ¿Dónde estamos? — preguntó Anna.
— ¡Estáis en Yorkshire! — respondió una mujer recia, cuyas mejillas estaban surcadas por venitas rojas que dibujaban en ellas algo parecido a una telaraña. Anna no sabía nada de Yorkshire, excepto que era un lugar de gente pobre, obrera. Eso la asustó un poco.
Los sentaron en sillas dispuestas en filas y les examinaron el cabello en busca de piojos. Pasada la revisión, le dieron un bollo y un vaso de leche. Algunos adultos iban con prisas y hablaban con brusquedad; otros, en cambio, la miraban a los ojos y se tomaban la molestia de sonreír.
Mordisqueó el bollo sentada en uno de los bancos que había bajo los ventanales mientras intentaba comprender la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Los adultos deambulaban por el centro, vigilando a los niños. Hablaban con un hombre que se hallaba sentado detrás de una gran mesa y señalaban a varios niños y niñas. ¿Los escogían como si fueran verduras en un puesto del mercado? Anna se colocó junto a Becky Palmer, una de las pocas niñas de su colegio que había llegado hasta allí con ella. Becky consolaba a su hermano pequeño, que se había orinado en los pantalones. Las mujeres pasaban delante de ellos y los miraban de arriba abajo.
El corazón le latía deprisa: una parte de ella quería ser elegida, pero al mismo tiempo la gente que veía le inspiraba cierto temor. Todo parecía tan distinto de las vacaciones en la playa con las que había soñado… No quería estar en Yorkshire rodeada de desconocidos: de repente su cerebro conjuró un paisaje de fábricas, caras ennegrecidas por el humo.
Anna empezó a darse cuenta de que todas las mujeres de semblante agradable escogían a niñas… y que ella estaba sentada junto a un chico llorón que acababa de mojar los pantalones. Bueno, no pensaba abandonar a Becky solo por eso. Justo en ese momento pasó una señora de tez muy enrojecida y con pelos en la barbilla, y Anna respiró aliviada por estar junto al pequeño Ben, que seguía llorando.
De repente se abrieron las puertas para dar paso a una dama de pelo negro que llevaba un bonito abrigo. La seguía a corta distancia otra mujer, más joven, que parecía su ayudante. La mujer elegante parecía impulsarse sobre los altos tacones, el abrigo fino se movía a su paso. Fue directa al agente encargado del alojamiento, quien se levantó y se dirigió a ella en tono respetuoso. Anna observaba desde el banco a la nueva dama: esta se volvió y paseó la mirada por la sala. Se había apoyado en el borde de la mesa, con una pierna en el suelo, y hacía oscilar el tacón de la otra despacio, como una bailarina.
El hombre que estaba al mando se subió en una silla y dio varias palmadas para pedir silencio.
— La señora Ashton tiene treinta plazas libres en Ashton Park, para niños y niñas de edades comprendidas entre los siete y los trece años. Todos los que encajéis en esa descripción venid rápidamente aquí, por favor.
Los niños se movían, pero Anna no lo pensó dos veces y se puso la primera de la fila.
Estaba cautivada por aquella dama bella y misteriosa. La señora Ashton. Sus cabellos eran de un negro brillante y sus ojos, de color claro, escrutaban la sala con un atisbo de diversión.
Mi madre admiraría a esta señora porque es una dama, se dijo Anna.
Miró hacia atrás, hacia la fila que se había formado: un hatajo de niños y niñas, desorientados tras el largo día. Los agentes de alojamiento anotaban sus nombres a toda prisa al tiempo que les entregaban una postal que luego enviarían a sus familias. Anna no apartó los ojos de la señora Ashton, quien actuaba como si la espera no le importara: charlaba con su ayudante y preguntó a una de las niñas por el viaje.
Uno de los agentes indicó que todo estaba en orden.
— ¿Ya? Pues en marcha — dijo la señora Ashton, y se encaminó hacia la puerta sobre sus altos tacones.
Anna corrió para seguir sus pasos y subió a otro autobús, ya lleno hasta la mitad de niños.
El autobús salió de la ciudad y recorrió kilómetros de trigales hasta que, poco a poco, empezó a ascender por una carretera con más curvas. Ya anochecía cuando llegaron a una loma escarpada y el autobús aminoró la marcha para poder doblar los abruptos recodos.
La luz del día se había extinguido ya y el viaje prosiguió en la oscuridad. No había farolas, solo la carretera desierta. El vehículo seguía adelante y los niños se durmieron, con la cabeza apoyada en el hombro de sus compañeros o sobre sus propias rodillas. El suelo estaba lleno de maletas y de máscaras antigás.
Por fin, tras cruzar un puente con forma de joroba, llegaron a un pueblo.
— Ya estamos. — Anna oyó la voz de la señora Ashton. Intentó adaptarse a la oscuridad reinante y distinguió unas verjas de hierro. El autobús traqueteó al pasar sobre una rejilla de retención de ganado y luego se deslizó sin hacer ruido por una larga avenida. Tras una súbita maniobra hacia la izquierda, Anna se encontró frente a un gran edificio oscuro, de ventanas iluminadas. Cruzaron otra verja y llegaron a un patio ovalado. El autobús frenó por fin y los niños que quedaban dormidos despertaron.
— Coged todas vuestras pertenencias — dijo otra voz.
Descendieron en fila, como un rebaño de ovejas atónitas. Anna fue una de las primeras en bajar. Con sus cosas firmemente agarradas, siguió a la señora Ashton por los escalones de piedra hasta unas altas puertas; por ellas llegaron a un magnífico vestíbulo de mármol, con un techo en forma de cúpula azul que parecía elevarse hasta el cielo.
Anna no podía creer lo que veían sus ojos. ¿Qué diría su madre de un lugar así? A su alrededor había silenciosas estatuas griegas: un hombre desnudo a punto de lanzar un disco, un perro enorme enseñando los dientes, un león dormido. Los niños se agruparon sobre el suelo, que era blanco y negro, como un tablero de ajedrez. Sus débiles voces resonaban en el amplio vestíbulo.
La señora Ashton dio un par de palmadas.
— Os doy la bienvenida a todos y espero que seáis felices durante vuestra estancia en Ashton Park. Soy la señora Ashton. Este es un lugar muy especial, y esperamos que lo disfrutéis y lo cuidéis como hacemos nosotros. Tenemos maestros y personal que se ocupará de vosotros, como en los colegios donde habéis estudiado hasta ahora. Y esta es la señorita Harrison, el ama de llaves.
Una mujer fornida, de pelo canoso, dio un paso adelante. Llevaba el uniforme azul típico de las enfermeras, con un reloj prendido de la falda. Había algo temible en su aspecto y en esos ojos que, inquietos detrás de las gafas, parecían carecer de pestañas. Anna pensó que le gustaba más la señora Ashton.
Pero fue la señorita Harrison la que los dividió en grupos — niños, niñas, mayores, pequeños— y los guió hacia el piso superior a través de una gran escalera de piedra.
Llegaron a un largo pasillo alfombrado en rojo. El ama de llaves les mostró una gran sala donde estaban los retretes y los lavamanos antes de conducirlos, por otra serie de pasillos, hasta distintos dormitorios llenos de camas dispuestas una junto a otra.
Anna fue instalada en un dormitorio llamado Wisteria, del segundo piso. Se le adjudicó una cama simple, de hierro, y unas sábanas nuevas y rígidas. Sacó el camisón de la maleta y guardó el resto de sus cosas debajo de la cama.
La curiosidad la empujó hasta la ventana: atisbó entre las cortinas, pero solo vio noche. Quizá el mar estuviera ahí afuera al fin y al cabo.
Tras hacer otra cola para usar el baño y el lavamanos, Anna cayó rendida en la cama. Antes de dormirse pensó en su madre.
En la planta baja, y a pesar de la avanzada hora, Thomas Ashton esperaba a su esposa para cenar. El gran comedor había sido adaptado a las nuevas necesidades con tres mesas de refectorio, ya dispuestas con el servicio de desayuno para los niños evacuados. Elizabeth llegó por fin, con los ojos brillantes. A lo largo de las últimas semanas había trabajado de manera incansable para preparar la casa, vaciando estancias para convertirlas en dormitorios, comprando provisiones, contratando servicio. Esa misma mañana, acompañada por el ama de llaves, había dado su visto bueno a las limpias y aireadas habitaciones.
— Ya están todos instalados arriba — informó.
— ¿Las camas están llenas?
— Oh, sí. Aún quedaban niños en el centro de alojamiento cuando nos marchamos.
— Esperemos que no haya muchas lágrimas esta noche.
Elizabeth lo miró de soslayo e inclinó levemente la cabeza al hablar.
— Aquí podemos proporcionarles algo bueno, Thomas.
Él sonrió y acarició la mano de su esposa. Lo conmovía verla tan entregada a esa causa.
— Estoy deseando que llegue mañana para poder conocerlos — le aseguró.
Thomas se había mostrado sorprendido y encantado cuando Elizabeth propuso que abrieran sus vidas de este modo. Y lo habían hecho justo a tiempo: la radio no había parado de informar en todo el día sobre la invasión que Hitler había lanzado contra Polonia al amanecer.
— No dejo de pensar en los Norton — añadió él. Sus amigos estaban en el punto más conflictivo de Europa.
— Conseguirán huir de Varsovia.
— Espero que no te equivoques.
Pero ninguno de ellos, pensó Thomas, podría huir de esa guerra inminente. El frente llegaría hasta casa esta vez, los aviones alcanzarían las ciudades enemigas. Estaba contento de aportar su granito de arena: al menos Ashton Park podría servir de refugio para unos cuantos evacuados.
Desde Pascua la casa se había convertido en una sombra de lo que fue; la mayor parte del personal masculino había sido reclutado para la contienda. En los vacíos pasillos flotaba un silencio expectante, un silencio que quedaría roto por el ruido de esos niños. Los niños de otros.
Se retiraron a su dormitorio. Elizabeth se sentó frente a su cómoda y Thomas le cepilló su larga melena. Se trataba de un ritual que habían incorporado hacía poco y que los sosegaba a ambos.
Más tarde, ya acostado, Thomas percibió un cambio sutil en el ambiente de la casa. Ashton llevaba muchos años sin niños, y ahora, sin embargo, todos sus rincones parecían invadidos por el eco amortiguado de los niños que dormían arriba.
Aquel cambio de atmósfera hizo que se durmiera sin esfuerzo.