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A las seis en punto de cada tarde los niños se agrupaban en fila en el Marble Hall y luego se encaminaban a la capilla a través de los largos pasillos. En silencio desfilaban hacia el interior de aquella estancia abovedada provista de bancos de madera y sencillas vidrieras emplomadas. Las paredes estaban recubiertas de roble, levemente teñido en azul y dorado por los bordes. Era una capilla familiar, íntima y amueblada con sencillez. Pero a veces el sol de la tarde penetraba por las largas ventanas y el recubrimiento de roble brillaba como una lámpara, insinuando algo que iba más allá de la madera y la piedra.

Inmortal, invisible, ¡oh sabio, Dios!

Inaccesible a la luz, oculto a nuestros ojos

bendito, glorioso, desde tiempos remotos,

tu nombre alabamos, grande y victorioso.

A Anna le encantaba la capilla, la solemnidad de las plegarias y el canto de himnos. Creía en Dios con todas sus fuerzas y le rezaba todos los días por su madre, por su padre y por el final de la guerra.

La madera pulida y los mohosos revestimientos de piel de los reposapiés despedían un olor a viejo. Anna intentaba siempre sentarse junto a la tumba de William, el hermano mayor del señor Ashton que había muerto durante la Gran Guerra. Su casco colgaba de la pared y en él se distinguían los impactos de bala. A su lado había un escudo de madera en honor de Edward Ashton, «Desaparecido en combate». Y a continuación una placa por su hermana Claudia.

Anna siempre se sentía un poco culpable cuando miraba esos sepulcros, como si estuviera espiando en las penas del señor Ashton. Cuando él les explicaba las batallas de los romanos, ella habría querido que les hablara de sus propios hermanos en la guerra, pero nunca se había atrevido a preguntar.

Arrodillada en el reposapiés, Anna miró de soslayo a la señorita Weir, que siempre se sentaba muy erguida en la capilla, concentrada en sus oraciones. Todos sabían que era hija de un vicario, quizá esa fuera la razón. Pero se había fijado en que no era la única: también el señor Ashton parecía ensimismado durante los servicios religiosos.

Quizá todos los adultos supieran mirar hacia su interior cuando estaban en una iglesia. Ella lo intentaba: cerraba los ojos con todas sus fuerzas y rezaba para volver a casa cuanto antes, incluso mientras recitaba el Padrenuestro.

«…Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…»

Desde su banco, Ruth pronunciaba la misma conocida oración mientras meditaba sobre sus sentimientos hacia Thomas. «No nos dejes caer en la tentación.» Se sentía atraída por él, aunque había necesitado meses para admitirlo. Y a pesar de que sabía que seguir pensando en él estaba mal, no conseguía sentirse culpable.

Aún no estaba del todo segura de qué le sucedía. Sabía que se encontraba a gusto cuando coincidía con Thomas en una habitación y que le complacía que él le dirigiera la palabra. Cuando hablaban, notaba un leve estremecimiento, y quería que él la tuviera en buen concepto. Pero dichos sentimientos solo eran, seguramente, señales naturales de respeto hacia alguien de más edad y más cultura que ella, que además hacía gala de una cortesía especial.

Desde el mismo día de su llegada, Ruth se había sentido algo impresionada por Thomas. La enormidad de su casa la abrumaba, y él mismo aparentaba ser tan autosuficiente y comedido, sin el menor rastro de necesitar a nadie. Una parte de ella lo temía, quizá porque su invalidez despertaba en ella compasión, un sentimiento que no sabía manejar demasiado bien. De manera que mantenía las distancias, y apenas reconocía, ni siquiera para sus adentros, que esperaba con ansiedad los encuentros con él.

Quizá el origen de su atracción por Thomas hubiera que buscarlo en esa aparente debilidad, ya que tranquilizaba su propia inexperiencia en cuestiones románticas. O quizá en la amabilidad que le demostraba. Pero de algún modo, en un determinado momento, ella empezó a darse cuenta de que esperaba con ganas sus encuentros. Una mañana, mientras se encaminaba a una de sus clases, se percató de que estaba charlando con él mentalmente: se había colado en su mente como un amigo imaginario. Y ella ensayaba para sus adentros lo que podría decirle y valoraba sus propias opiniones a la luz de lo que él pudiera pensar.

Se cruzaban todos los días, pero no disponían de demasiadas ocasiones para mantener conversaciones sustanciales. Estaban las comidas, que él tomaba en el comedor principal, y las reuniones de profesores… y dos veces por semana ella tenía que acompañarlo al estudio desde unas clases que ambos daban en las aulas más alejadas. En estas ocasiones, mientras recorrían el largo corredor curvo hacia la casa, él siempre encontraba maneras de disipar su timidez a base de bromas.

— He estado leyendo a Elizabeth Bowen — comentó Thomas un día— . ¿Ha leído alguna de sus novelas?

— Me temo que no.

— Escribe sobre lóbregos caserones llenos de secretos.

— ¿Me recomienda alguno en especial?

— Me gustaría prestarle La casa en París. En él aparece una niña muy observadora que me recuerda a alguna de las que tenemos aquí…

Sus conversaciones parecían estar llenas de tantos espacios en blanco que a menudo ella se descubría intentando terminar las frases cuando ya se habían separado.

Al final se descubrió hablando mentalmente con Thomas a todas horas. Sin darse cuenta ensayaba las frases que le diría. “¿A qué hora le va bien que pase por la biblioteca a recoger el libro de Bowen?», «Sé que me encantará cualquier libro que usted considere especial.» Esto es que estoy demasiado sola, se regañó.

Un día, mientras los comensales debatían sobre el frente ruso, Ruth había mirado de soslayo a Thomas y se había dado cuenta de que él estaba observando su cara con gran concentración. Por un instante los ojos de ambos se encontraron con una fuerza inusual, que la sobresaltó como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Era la primera vez que se sentía contemplada por alguien que parecía estar pensando en ella, como si de repente ya no fuera esa persona invisible que creía ser. Aunque tal vez se tratara solo de una impresión sin fundamento alguno…

Durante la siguiente semana se fijó en las miradas que se dirigían entre sí las personas de su entorno. Le resultó imposible medir cuál era la cantidad apropiada de contacto visual durante una conversación casual. Pero estaba segura de que en los ojos de Thomas había leído aquel día un destello personal, íntimo. ¿O quizá lo había malinterpretado? Ardía en deseos de comprobarlo, pero no se atrevía a mirarlo.

¿Pensaría en ella alguna vez?, se preguntaba Ruth. A veces se sorprendía al ver que él recordaba cosas que ella le había dicho y se las repetía semanas más tarde. Empezó a ponerse nerviosa cuando lo tenía cerca: temía que las conversaciones con él se salieran de cauce. En una ocasión él le comentó que estaba leyendo a Thomas Hardy, las elegías a su difunta esposa, y de pasada mencionó su carácter erótico. Erótico. Nunca nadie había usado esa palabra ante ella. Él tenía que haber notado su incomodidad, que se tradujo en una inhalación brusca. Una parte de ella se avergonzaba de no haber mantenido antes conversaciones de esa índole. Le preocupaba ser demasiado remilgada.

Empezó a pensar en cómo sería abrazarlo: al principio eran solo ideas frías, como si se tratara de un experimento. No le daba reparo la silla de ruedas, e intuía que él seguía siendo capaz de albergar sentimientos eróticos. Al fin y al cabo, la palabra había salido de él.

Pero la figura de su esposa la reducía a la categoría de simple sombra. Ruth tenía mucho miedo de Elizabeth, de su aplomo y de sus comentarios, que a veces podían ser mordaces… Seguro que la mera idea de que la torpe hija de un vicario pudiera relacionarse, aunque fuera a distancia, con su marido, solo conseguiría provocar en ella una mueca de desdén. Cuando Ruth se miraba en el espejo barato y torcido de su cuarto, veía ante sí una cara pálida, limpia, levemente pecosa. Ni siquiera era aún la cara de una mujer. Se sentía… inadecuada.

Sin embargo seguía pensando en Thomas, por mal que eso estuviera. Podía imaginar lo avergonzado que se quedaría si ella le declarara la mínima parte de sus sentimientos. Marcharse sería entonces su única opción. La idea de la separación le resultaba demasiado dolorosa, así que continuó alimentando el cariño que albergaba por Thomas, pero en el más absoluto secreto.