14
Aquella tarde, sentado en el estudio con Elizabeth, Thomas notó algo en el bolsillo. Las hojas de álamo. Las dejó en una mesita.
— ¿Recogiendo hojas? — preguntó su esposa.
— Es un regalo de uno de los niños.
— Te estás volviendo muy popular estos días — repuso Elizabeth con acritud mientras se levantaba a buscar un cenicero. Lamentó el tono al instante; a veces le disgustaba su marido solo porque conseguía sacar lo peor de ella.
Thomas dejó pasar el exabrupto y posó los ojos en el libro, una novela de Henry James. Pero la lectura requería concentración y la mente de Thomas estaba en otro sitio, pendiente de su esposa mientras esta deambulaba por la estancia.
La persistente erosión de su matrimonio era el producto de un sutil cúmulo de detalles, pensó, pero a la vez se hacía más profunda por una serie de momentos amargos que tal vez podrían evitarse. Y de eso él tenía tanta culpa como ella. Hubo muchas veces en que él podría haberse acercado a Elizabeth y acariciarle la mejilla, o mirarla a los ojos y llegar hasta su corazón. Pero a menudo ignoraba sus miradas, sus súplicas mudas; se resistía a los gestos románticos porque tenía la impresión de que, en su estado, pretender representar el papel de amante era algo ridículo.
Thomas sabía que le había cerrado las puertas demasiadas veces.
Igual que hacía en ese momento, sentado en el estudio mientras Elizabeth hablaba con su madre por teléfono. La observó y pensó que era preciosa. Su mujer. Ella colgó el teléfono.
— Elizabeth.
Se volvió hacia él, con algo parecido a la esperanza. La pausa de Thomas fue demasiado larga.
— ¿Tu madre está bien?
— Sí, bastante bien.
— Me alegro.
Thomas titubeó. Ella esperaba algo más, pero la conversación murió ahí. Él se desplazó hacia las estanterías y fingió interés en la colección de clásicos franceses.
¿Por qué no podía decirle que era hermosa? ¿Acaso la invalidez le afectaba también a la lengua?
Hojeó un libro solo para no tener que seguir hablando. Ella pasó por su lado y salió de la habitación. Ashton era una casa donde resultaba fácil evitar los silencios del otro: bastaba con ir a otro cuarto, a otro piso.
Ella se instaló en el dormitorio, con una bebida.
Thomas regresó a su novela. Había desarrollado estrategias que le funcionaban bien la mayor parte del tiempo: música, lectura, la radio. Pero a veces se ponía a pensar en las profundas grietas de su matrimonio. Dos personas heridas, juntas, que apenas tenían nada que decirse.
Había albergado la esperanza de que la iniciativa del colegio reavivara el fuego, pero quizá fuera solo otro falso amanecer. En esos días cualquier atisbo de intimidad espontánea parecía estarles vedado. En los ojos de ella se leía la distancia. En los suyos, también.
Él sabía que su discapacidad la había defraudado, pero también que no era el único elemento que había que tener en cuenta. Desde que le alcanzaba la memoria, siempre había tenido que esforzarse para saber amar. No sabía si eso obedecía a su rígida educación, o si habían sido las muertes de sus hermanos las que habían cauterizado sus sentimientos, pero sabía que en su corazón existía un punto remoto, inaccesible.
Recordaba que Norton le había comentado que era un diplomático innato cuando se unió al Ministerio de Asuntos Exteriores, «porque puedes ver las cosas desde todos los ángulos, sin decantarte por ninguno», había dicho, como si esa capacidad para no tomar partido fuese una virtud. Y, sin embargo, Thomas recelaba de su propia imparcialidad.
Pensó en sí mismo cuando era joven, recién llegado a Oxford, y en sus primeros contactos con el sexo femenino. Recordaba la música que inundaba los patios los sábados por la noche y las fiestas de verano en húmedos jardines bañados por el sol. Él se vestía a la moda, con pantalones anchos y suéteres estampados. Las chicas que asistían eran muy atrevidas: fumaban y sacaban a los chicos a bailar. Pero en esa época su corazón había permanecido intacto, incapaz de sentir el menor interés hacia ninguna de ellas.
Había evitado cualquier muestra de intimidad: en su lugar se replegaba en la disculpable soledad de la Biblioteca Bodleian y buscaba ejemplares raros en sus estantes. Estudiante de lenguas clásicas, los antiguos poetas le habían ofrecido consuelos inesperados; su talante estoico le sentaba bien, como si todas las pérdidas que había sufrido su familia en los últimos años no fueran sino una sombra pasajera al lado de aquellas tragedias épicas. Iam seges est ubi Troia fuit. «Estos son los campos de maíz donde un día se alzó Troya.» Ovidio conseguía conjurar los restos desvanecidos de la gloria humana como si fueran algo más grande que lo que mostraba el presente. Al comprender el significado de una frase, a menudo se había sentido capaz de tocar la gracia de esos tiempos perdidos a los que aludía.
Thomas renunció a la lectura y cambió el libro por un whisky. La bebida lo relajó enseguida, recordándole que no siempre había sido un tipo solitario ni un ratón de biblioteca, que también existían otras versiones de su pasado. Repasó los primeros años de su carrera diplomática en el Berlín de Weimar, donde se había encontrado con una embajada rígida, y una ciudad, sin embargo, mucho más libre; donde había visto cómo todo su educado aplomo caía hecho pedazos.
Había sido un destino afortunado para él. En el interior de las peceras doradas de Oxford y Londres siempre había estado muy protegido… Pero entre extranjeros, en el turbulento ambiente de la República de Weimar, al fin se había sentido libre para experimentar.
Había asistido a todos los teatros. En el Wintergarten y el Metropol había contemplado extravagantes desfiles de bailarinas de piernas desnudas, pero no solo eso: un joven y disipado diplomático alemán, Max, lo había llevado al centro de la ciudad, a los espectáculos de cabaret más subidos de tono, como el Weisse Maus y su eterno rival, el Schwarzer Kater.
Tímidamente, Thomas había dejado que sus ojos se cruzaran con las miradas devoradoras de las mujeres que frecuentaban esos lugares de mala fama y empezó a sentirse excitado hacia los encuentros con extrañas. Incluso siguió el ejemplo de Max y una noche se marchó con una prostituta de caderas contoneantes hacia un bloque de pisos. En cuanto se alejó de las misteriosas sombras que proyectaba la luz de las farolas, ella se reveló súbitamente vieja, la piel de su cuello flácida. Pero la galantería innata de Thomas no le permitió echar abajo la imagen sensual que la pobre mujer quería aparentar. De manera que tuvo su primera relación sexual en una cama estrecha, con una mujer ajada, en un cuarto que olía a col y a arenques. No se besaron, ni siquiera se miraron, y todo fue un completo error, un acto de extraña repulsión. Sin embargo, la sorprendente intimidad que se desprendía de contemplar la desnudez descuidada de una mujer consiguió despertar algo en Thomas.
Seducido y repelido a partes iguales por esas nuevas sensaciones, empezó a disfrutar del ambiente del cabaret. Las mujeres que conocía en los tugurios apestaban a humo y la ropa que llevaban nunca estaba del todo limpia, pero él se excitaba ante su exceso de maquillaje, ante su procaz erotismo.
A pesar de todo mantuvo las distancias. Hasta que una noche se encontró sentado al lado de la esposa del embajador austríaco, una dama de unos cincuenta años, en la cena que seguía a un concierto de Beethoven. Su primera charla fue decepcionantemente convencional, casi intrascendente.
— Me llamo Margarete — le dijo ella con una inclinación de cabeza. Él advirtió que la mujer poseía un rostro inteligente, atractivo.
— ¿Es aficionada a la música? — preguntó él en tono cortés.
— ¡Cómo no voy a serlo! Me eduqué en Salzburgo, al lado de la casa de Mozart.
— Me temo que nosotros no podemos presumir de tan grandes compositores.
— Ah, pero Londres tiene muchas otras cosas que ofrecer. ¿No las echa de menos?
— En estos momentos Berlín me mantiene demasiado ocupado…
— No me cabe duda de que un joven apuesto como usted habrá dejado atrás varios corazones rotos que añoran su regreso.
El tono de la dama expresaba una calidez tan triste que Thomas se sintió cohibido y pasó a dedicar su atención al comensal que tenía sentado al otro lado. Pero en cuestión de minutos se volvió de nuevo hacia ella, con ganas de seguir hablando.
Margarete era una mujer segura de sí misma, una dama de mundo que hacía gala de un porte erguido y una elegancia sensual. En un inglés con fuerte acento alemán interrogó a Thomas sobre su vida en Londres y escuchó, algo incrédula, sus formales respuestas; sabía cómo hacer que un hombre se sintiera especial. Thomas esquivaba sus ojos, que no dejaron de perseguirlo hasta los postres, pero para entonces él ya había caído en la red de su calidez, y en el destello de deseo que brillaba en sus pupilas.
Empezó a relajarse, seguro ya de que la dama se había empeñado en seducirlo. Sus miradas expresaban un abanico de posibilidades, y por primera vez en su vida pensó en cómo sería abrazar a una mujer. Quería volver a verla. Quería tocarla; acariciar su plenitud, su madurez.
Sus caminos se cruzaban: cócteles en el Adlon, recepciones en la embajada. El embajador austríaco tenía en gran estima a aquel inglés joven y educado. En todas y cada una de esas ocasiones Margarete encontraba la manera de flirtear: ya fuera con sus ojos, con una leve presión de su mano sobrecargada de anillos o con el contoneo de sus caderas cuando se acercaba o alejaba de él.
Una noche, en los jardines de la embajada belga, hablaron a solas por primera vez.
— He pensado en ti, Thomas — dijo ella. Su semblante tenía una expresión tranquila, divertida.
— Yo pienso en ti a todas horas — dijo él, con ojos que destilaban deseo. Ella lo miró con afecto y le dijo dónde y cuándo podían encontrarse.
Con un ramo de flores en las manos, él se presentó en la dirección que ella le había dado. Una sirvienta insulsa lo acompañó escaleras arriba, hasta una sala con un gran piano. Margarete le sirvió champán y lo condujo al dormitorio contiguo. A pesar de que ni siquiera era media tarde, corrieron las densas cortinas. La luz adquirió una tonalidad parda, con una grieta de sol que se colaba por el hueco entre las dos cortinas.
Ella lo miró a la cara y lo atrajo hacia sí. Interrumpieron el estrecho abrazo solo para besarse, y Thomas saboreó el deseo en la resbaladiza avidez de su lengua. Le desabrochó el vestido y el corsé, y contempló sus carnes desnudas. En ellas se apreciaban todas las marcas de la mediana edad — estrías, pechos caídos— , pero dichas imperfecciones solo sirvieron para aguzar su excitación. Ella lo arrastró a la cama y lo acarició con sus tibias manos. Él vio ternura en su semblante, y oyó su voz, ronca y reconfortante. Todos los años de internado, todas las noches en que había añorado a su madre, se desvanecieron en cuanto la penetró. En el momento cumbre, el gemido de placer de la dama fue el sonido más íntimo que él había oído en su vida.
Después hundió la cara en su pecho. Ella lo acarició y murmuró palabras tiernas en alemán. Él disfrutaba de ese tacto suave, pero incluso en el ardor de ese primer momento, una parte de él se mantuvo inalcanzable. Eso no era amor, y él lo sabía: era solo una liberación apasionada y transgresora.
Sin embargo, Margarete consiguió despertar su ternura: era un sentimiento nuevo y se regodeó en él.
La relación continuó durante seis meses. A él le encantaba verla en las fiestas, perfectamente ataviada, siempre maquillada con elegancia y vestida con un estilo encorsetado, y pensar en ella desnuda, con las piernas abiertas y los pechos caídos. Era un fetichismo que incluso llegó a parecerle insano: un anhelo especial por la vulgaridad femenina.
Pero todas esas inquietudes quedaron arrancadas de raíz cuando el marido de la dama fue destinado a Roma. En la despedida flotaban sentimientos contradictorios, porque la lujuria que había marcado sus primeros encuentros se había saciado ya y por ambas partes crecían ciertas reservas nunca formuladas en voz alta. Pero ella insistió en un último encuentro amoroso que los dejara con buen sabor de boca.
Thomas se sumergió en el recuerdo de Margarete y de aquellas tardes íntimas que pasaron juntos. El deseo incansable de ella por el esplendor de su juventud lo estremeció: pensó en la tristeza que la embargaría si lo viera atado a esa silla. Esperaba que la noticia de su invalidez no hubiera llegado a sus oídos; quería que alguien, en algún lugar, mantuviera un recuerdo intacto de él tal y como había sido. En esos momentos albergaba un profundo agradecimiento hacia aquel amor totalmente exento de crítica.
Recordó que le había enviado un telegrama para felicitarlo por su compromiso. Thomas se había planteado la posibilidad de invitarla a la boda, pero decidió no hacerlo, por respeto a Elizabeth y porque no quería que nada lo distrajera.
Hasta él llegó una súbita imagen del día de la boda, de Elizabeth con su vestido de seda color marfil caminando hacia el altar, de su semblante emocionado. Recordó cómo sus propios ojos se habían llenado de lágrimas al verla acercarse, tan feliz. Tras todos esos años de distancia emocional, al pronunciar sus votos había sentido una pulsión desconocida en su interior. Así que esto es el amor, había pensado. Por fin.
Y sin embargo a la boda le siguió una racha de mala suerte. Unas semanas más tarde, mientras viajaban por los lagos de Italia de luna de miel, les llegó un telegrama: el padre de Thomas había sufrido un infarto, estaba muerto.
Apenas había enterrado a su padre y regresado a Berlín con su nueva esposa cuando el estadista más brillante de la República, Gustav Stresemann, cayó fulminado por una angina de pecho y falleció poco después.
— Alemania ha perdido al único líder que evitaba que el país se precipitara hacia el abismo — anunció en tono pesaroso el embajador a todo su personal.
Tres semanas más tarde, el crac de Wall Street hundía al mundo en la depresión económica.
Los augurios nunca habían sido favorables a su matrimonio, pensó Thomas. Pero mientras apagaba la luz y dirigía la silla de ruedas hacia el dormitorio, intentó sobreponerse a esa sensación de desesperanza: se negaba a aceptar que su relación hubiera llegado a un punto muerto. Quizá, con la labor conjunta que llevaban a cabo ahora, podrían volver a encontrarse… Quizá era solo cuestión de tiempo.
Cuando llegó a la cama se alegró de encontrar a Elizabeth ya dormida. Haría un nuevo intento de acercarse a ella por la mañana.