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Ashton Park, 1964
Era una plácida tarde de primavera y Thomas Ashton estaba sentado a su mesa, como de costumbre.
— Adelante — dijo cuando alguien llamó a la puerta. A las cuatro en punto de cada día su ama de llaves aparecía con la bandeja del té y galletas de jengibre. Él nunca se comía las galletas, pero eso no la disuadía de ponerlas. Por si acaso.
El ama de llaves llevaba con él seis años. Durante los dos primeros, él siempre la había llamado «señora Smithie», hasta que un día ella le había dicho que la llamara Mary. El se mostraba siempre educado y considerado con ella, que a su vez lo consideraba el caballero perfecto, aunque un poco reservado.
Mary había observado con atención todas las fotos antiguas, la foto enmarcada de la boda, y otras de él con su esposa. Pero aún sabía solo fragmentos de su pasado: que había sobrevivido a la polio cuando era joven y había perdido a su esposa en un accidente de automóvil durante la guerra; que había vivido solo desde entonces y que había preferido abandonar la casa grande, Ashton Park, después de que un incendio hubiera destrozado una de sus alas.
Había oído rumores de la gente del pueblo sobre la noche en que Ashton Park estuvo a punto de ser pasto de las llamas. Se atribuyó el fuego a un cortocircuito ocurrido en una de las habitaciones del servicio. La gente de la casa fue evacuada sin problemas, pero los valiosos objetos corrían peligro. La noticia se propagó por el pueblo y los habitantes se apresuraron a acudir a la larga avenida a prestar su ayuda, hasta la madrugada. Una cadena de hombres se iba pasando enseres y cuadros, y poniéndolos a salvo en el jardín, donde Thomas, sentado en su silla de ruedas, contemplaba el fuego y el humo que salían de su casa. Por suerte, los bomberos llegaron a tiempo de atajar el incendio, y los daños quedaron reducidos a una sola de las alas de la casa.
Pero entonces salió a la luz que Ashton House no contaba con un seguro apropiado, y la restauración del ala este resultaba mucho más cara de lo previsto. Al parecer, el señor Ashton había perdido las ganas de vivir en la gran casa a partir de ese momento, y por ello había cedido Ashton Park a una enérgica directora que estableció en ella un internado femenino.
Se había trasladado a una casita que había en el parque. Algunos de los mejores muebles de Ashton habían ido con él, pero no acababan de encajar: su nueva casa parecía abarrotada, demasiado llena de elegantes mesas, cómodas y escritorios que claramente pertenecían a un espacio más grande. Cuando acudió a solicitar el empleo de ama de llaves, Mary Smithie se sintió algo nerviosa por los retratos familiares que colgaban de las paredes y empequeñecían a quienes los miraban. Pero también le impresionó la amabilidad y educación del señor Ashton. «Es un filósofo — dijo a sus amigas— , nunca se muestra crítico, ni exigente.» Durante varios años él había seguido enseñando latín y lengua en el colegio de Ashton House, pero se había jubilado hacía poco y pasaba la mayoría de los días en su estudio trabajando en una traducción de las Geórgicas de Virgilio. De vez en cuando recibía visitas procedentes de Londres, «viejas amistades de mi época en el Ministerio de Asuntos Exteriores», según explicó a la señora Smithie, como Clifford Norton y su vital esposa Peter, «quienes escaparon de la invasión nazi en Varsovia en 1939», o lord Vansittart, que era alto y ancho de espaldas, y siempre se ponía frente a la chimenea con las piernas algo abiertas: «el único hombre que habría podido evitar la guerra, si alguien le hubiera hecho caso».
La señora Smithie se alegraba de que él no estuviera totalmente solo. Llevaba una vida solitaria, sí, pero al menos contaba con unos cuantos buenos amigos. Y si él era infeliz o estaba deprimido, ella no lo apreció nunca.
El reloj dio las cuatro mientras ella depositaba en la mesa la bandeja con el té. Él levantó la vista para darle las gracias, pero ella notó que no tenía ganas de hablar y salió de la estancia enseguida.
Cerró la puerta sin saber el significado que ese día tenía para Thomas: el aniversario del día en que había perdido a su esposa, a su amante y al hijo que esta esperaba. «Veintiún años sin ti — escribió en su diario— y sigo recordándote.» Los años habían pasado, semana tras semana, hora tras hora, y Thomas aún despertaba pensando en Ruth: aún hablaba con ella y se preguntaba qué habría opinado de las cosas que veía, de las personas a las que conocía.
No podía olvidarla. Su recuerdo resonaba en la vacía concha de su vida actual, como el eco de un mar lejano.
Tenía sesenta y cuatro años, y todavía veía a Ruth tal y como era el día de su muerte. A veces intentaba imaginar cómo sería ahora: madre, con la figura más llena, con las primeras huellas de la vejez. Le habría gustado verlo, distinguir cada arruga de su cara. Marcas del tiempo que habrían pasado juntos.
Nadie había imaginado nunca la verdadera naturaleza de su pérdida; nunca había compartido su dolor. Aquellos que trabajaban para él se preguntaban sobre la desgracia de la polio, sin duda, o sobre la tragedia que había supuesto la muerte de su esposa, pero nadie sabía nada de su inagotable amor por la joven maestra que llevaba a su hijo en las entrañas. Quizá creían que echaba de menos a Elizabeth, pero lo cierto era que esta se había esfumado de su corazón, dejándolo solo con la culpa de no haberla liberado, de no haberle permitido emprender una nueva vida antes de que fuera demasiado tarde para todos.
Nunca creyó que el accidente de Elizabeth hubiera sido algo inevitable. Estaba seguro de que se había tratado de un arrebato de ira, un impulso momentáneo provocado por los celos y la furia. Si ella hubiera dejado pasar un par de días, habría encontrado otras formas menos irreparables de hacerle daño. Incluso tal vez los habría dejado en paz, con estilo. No, había sido culpa del propio orgullo de Thomas: su alardeo del embarazo de Ruth delante de la mujer a quien más podía herir esto la había abocado a la violencia.
Una culpa resignada era lo único que le quedaba de Elizabeth. La ternura que aún poseía en su interior era solo para Ruth: una ternura tan aguda que a veces lo abrumaba. Mientras trabajaba, a menudo creía notar su presencia sutil a su espalda, cerniéndose sobre él, colándose en silencio en el ritmo de su respiración. Hasta que se detenía, permanecía inmóvil y volvía la cabeza a ver qué había allí.
Pero no había nada. Polvo y aire.
Y, sin embargo, la presentía asomada sobre su hombro, apoyada en su brazo, alojada en su alma. Se decía que el dolor debería haberse extinguido ya, pero a veces, cuando despertaba por la mañana, la sensación de que ella estaba allí era tan real que extendía la mano en su busca.
Otras veces se cuestionaba sobre su salud mental. Allí estaba, un viejo tullido en un húmedo caserón de Yorkshire, que soñaba todos los días con una mujer muerta. Incapaz de pasar página, incapaz de incorporar a nadie a su vida… ni siquiera a su círculo íntimo. Cualquier conversación sobre Ruth solo banalizaría su recuerdo y el elixir que su presencia vertía en su corazón.
Se había acostumbrado a su doble vida. Estaba la educada superficie del día a día, en el que se ocupaba de los asuntos de la finca, y luego su existencia secreta con Ruth. Sus recuerdos de todo lo que ella había dicho, que su mente evocaba una y otra vez para descubrir en ellos las ascuas de emociones aún no extinguidas. La visión de su rostro cuando se besaban, la tenue curva de sus senos, el cabello que le cubría las mejillas, el roce de su piel.
El dolor no remitía, pero a veces él lo disfrutaba. Se cernía sobre él, como un fantasma leal. El rumor del viento en la ventana, la súbita caída de un pétalo desde un jarrón, el último destello del crepúsculo… todo le hablaba de la extraña tierra de sombras en que se había convertido su corazón.
«¡Estrellas! ¡Estrellas! ¡A su lado todos los ojos son carbones muertos!»
Él aún veía sus ojos: a veces se le aparecían y lo atravesaban, como el grito del recuerdo de El cuento de invierno.
No tenía ninguna foto para recordarla, solo el consuelo de su única carta. Adoraba su letra. Fluía hacia delante, levemente curva sobre sí misma, y reflejaba su inteligencia y pasión, aunque también su timidez, su carácter afectuoso. Era ella: todo lo que le quedaba de ella. Después de que cada una de esas palabras hubiera pasado a su mente y a su corazón, era la letra lo que conseguía conmoverlo. Había abierto la carta tantas veces que ahora estaba amarillenta, gastada por el roce de sus dedos.
La tenía delante mientras escribía en su cuaderno, sus ojos recorrían de vez en cuando la forma familiar de sus letras. Pero una parte de él estaba adormecida, y las palabras no conseguían despertar nuevas emociones: ese día era solo una carta muerta, sin vida.
Oyó que llamaban a la puerta, y apareció Mary para retirar la bandeja. Le entregó un rígido sobre blanco.
— Ha llegado con el correo de la tarde, señor.
Era una carta personal, escrita en una letra que no reconoció. La dejó sobre la mesa y esperó a quedarse solo. Debía de tratarse de algún colega académico. A veces recibía cartas de otros traductores de lenguas clásicas, con aportaciones de nuevas versiones de una palabra o una frase.
Mary cerró la puerta. Él cogió el sobre y lo abrió.
Querido señor Ashton:
Han pasado muchos años desde que nos conocimos, de manera que no me sorprendería que no me recordara. Mi nombre es Anna Sands y llegué a su casa durante la evacuación de Londres de 1939. Disfruté mucho de mi estancia en Ashton Park, y le estoy muy agradecida por la educación que recibí allí. Después me licencié en Oxford y ahora trabajo como editora de ficción. Resulta un trabajo agradable que puedo compaginar con mi vida familiar: estoy casada y tengo dos hijos.
Últimamente he estado evocando los años de la guerra con un cariño especial. En particular, he recordado su amabilidad y lo buen profesor que era. Iré a York en abril y me preguntaba si le importaría que le hiciera una visita. Eso sería maravilloso para mí, aunque entiendo que no le apetezca recibir a antiguos alumnos. Estoy segura de que deben de llegarle muchas cartas como esta.
Pero si no le importa y me permite visitarlo, comuníquemelo a la dirección que consta arriba, o en Fremantle 2104.
Sinceramente suya,
Anna Sands
Thomas la recordó al instante: la niña cuya madre había muerto en el Blitz. Una imagen de ella acudió a su mente: su sonrisa de dientes separados, siempre lista para intervenir en clase. La carta lo llenó de alegría y se apresuró a contestar con una efusión impropia de él.
Mi querida Anna:
Por supuesto que te recuerdo. Ha sido un gran placer tener noticias tuyas y estaría encantado de que vinieras a verme durante tu próximo viaje a York. Me alegro de saber que has estudiado en Oxford, donde también yo cursé mis estudios, y de que has formado una familia. Espero seguir recibiendo noticias tuyas.
El té se sirve a las cuatro todos los días, de manera que solo tienes que decirme la fecha en que te iría bien venir.
Sinceramente tuyo,
Thomas Ashton
Se realizaron varias llamadas, siempre a través del ama de llaves, ya que al parecer a Anna le daba reparo hablar directamente con él. La fecha quedó fijada para el 25 de abril.