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Poco después de la guerra, cuando se abrieron los baúles de la embajada británica en Varsovia, alguien dio con varios cuadros de Peter Norton que habían quedado atrás en su precipitada huida de los nazis en 1939. Había entre ellos lienzos de Kandinsky, Klee, Duchamp y Ernst, todos parte de la colección que Peter había exhibido antes de la guerra en la London Gallery.

— Dejad que se queden en Polonia, para sus galerías de arte: los pobres lo han perdido todo — insistió ella con su habitual generosidad.

Ella y su marido se habían mudado de nuevo hacía poco, después de que se les adjudicara otro destino, Grecia, donde una guerra civil devastaba un país que ya había sido machacado por los nazis. Pero en 1948, el flujo continuado de dólares americanos del Plan Marshall insufló nuevos aires en su economía y permitió a los Norton disfrutar de su vida en la Atenas de posguerra.

Peter continuó apoyando la causa del arte moderno, aunque su entusiasmo por los artistas de nuevas tendencias no siempre encajaba con los solemnes eventos de la vida diplomática. Una Navidad escondió a dos pintores, John Craxton y Lucían Freud, en el garaje de la embajada, para mantenerlos fuera de la vista de su marido, sir Clifford, hasta que el general Montgomery los descubrió durante su estancia allí.

Más aceptable a ojos de su esposo fue la gran exposición de la obra de Henry Moore en Atenas, que ella organizó junto con el artista en 1951 y que recibió cobertura internacional. Norton también se enorgullecía del rápido cariño que los griegos le habían cobrado a su esposa gracias a las infatigables labores caritativas de esta; durante la guerra civil realizó numerosos viajes a las montañas, con muías cargadas de paquetes de víveres y ropa destinados a los campos de huérfanos y refugiados, a los que la contienda había dejado sin hogar. En reconocimiento por sus incansables esfuerzos para extinguir la pobreza de los pueblos griegos, se le concedió el título de ciudadana de honor de Atenas, «una rara distinción», como decía Norton a los amigos que los visitaban.

Después de que los Norton se retiraran definitivamente a Chelsea, Peter continuó buscando y apoyando a los nuevos talentos, y financió los primeros pasos de carreras de numerosos pintores, entre ellos Francis Bacon e Yves Klein, y de muchos otros cuya obra se ha perdido en el tiempo.

También pasaba mucho tiempo en París, a la caza de artistas de vanguardia franceses, y fue en la Rive Gauche, en 1955, cuando se encontró por casualidad con Pawel Bielinski en una fiesta. Él le explicó que había vivido allí desde el final de la guerra y que formaba parte de un grupo de artistas y escritores judíos, entre los que se hallaban Avigdor Arikha y Paul Celan.

A la mañana siguiente, Peter subió la interminable escalera que llevaba al estudio de Pawel y allí, apoyados contra las paredes, vio varios cuadros que mostraban a una mujer desnuda de largos cabellos, que se reflejaba en un tríptico de espejos.

— Me enteré de la muerte de Elizabeth — dijo él, previendo que ella reconociera a la modelo que había inspirado los cuadros— . ¿Cómo está Thomas?

Peter se encogió de hombros y dijo que no era fácil saber cómo estaba Thomas de verdad: era un hombre muy reservado, excesivamente cortés. Pero parecía encontrarse bien. Ashton Park se había convertido definitivamente en un colegio y Thomas seguía enseñando en él.

— Y creo que debe de ser un profesor magnífico — añadió ella, para ser positiva.

— Recuerdo que tenía mucha paciencia — repuso Pawel.

Peter no insistió en el tema, pero compró uno de los cuadros de Elizabeth. Y cuando regresó a su casa en Chelsea lo colgó en el estudio.

Su marido reconoció a la mujer al instante, y el hecho lo conmovió a pesar de que nunca había tenido una gran opinión de Elizabeth.

— Déjalo ahí — dijo— , para que nos recuerde el pasado.

Nunca mencionaron el cuadro a Thomas, ya que no sabían cómo se lo tomaría.

En realidad tampoco lo veían demasiado; ni ellos ni ninguno de sus viejos amigos, porque Thomas volvió a Londres en contadas ocasiones después de la guerra. La casa de Regent's Park había quedado medio destruida durante el Blitz, y al ver que no podía hacer frente al coste de las reformas había optado por venderla a un constructor en 1946.

A medida que fue envejeciendo, Thomas solo se sentía cómodo en Yorkshire, y por tanto se instaló allí con carácter permanente. Siguió enseñando en Ashton Park, que fue convertido en un internado femenino poco después de la guerra.

Cada mes de septiembre observaba al nuevo grupo de niñas de ocho años que entraba en el Marble Hall, con sus pecas, sus coletas y sus baúles… De ahí salían cuatro años después transformadas en jovencitas reflexivas que inclinaban la cabeza a un lado y fruncían levemente el ceño antes de contestar a una pregunta.

Su vida estaba rodeada de niños, nuevas generaciones que se sucedían año tras año y eran capaces de sorprenderlo… pero de vez en cuando Thomas se paraba a pensar en qué habría sido de esos primeros niños, aquellos que habían vivido la guerra evacuados en su casa. Muchos de ellos se habían desvanecido de su memoria, como huellas en la arena.