19
Anna se sentía sola muy a menudo. ¿Qué significaba hacer amigos? Ella nunca lo había sabido con certeza. A veces solo era capaz de ver las caras de las niñas que tenía delante: Katy, Susan, Beth. Sonreían, se reían. Igual un día bajaba una colina corriendo, de la mano de Beth, pero luego Beth podía dar media vuelta y alejarse, y Anna la veía marcharse, sin saber si Beth querría seguir jugando con ella otro día o no. ¿Por qué era Beth, y no ella, la que escogía siempre? Todos los días se movía de puntillas por el inestable terreno de los afectos infantiles, insegura y llena de dudas. No podía entender por qué ella temía a los otros mucho más de lo que ellos la temían a ella. Era más fácil pasear sola por el bosque. O leer un libro.
Un sábado se cruzó con Suzy West de camino al almuerzo. Suzy formaba parte del grupo de Katy Todd; era una niña tímida, vacilante, que nunca parecía pisar con firmeza.
— ¿Qué haremos esta tarde? — dijo Anna, de buen humor.
— Eso depende — musitó Suzy.
— ¿De qué?
— Bueno… No sé.
— ¿No sabes qué?
— Si vamos todos.
— ¿Qué quieres decir?
— ¿No lo sabes?
— No.
— Vaya, igual no debería decírtelo — balbuceó Suzy, retorciéndose los dedos.
— Dímelo, por favor — rogó Anna en voz baja.
— No puedo.
— Por favor…
— Vale, pero prométeme que no le dirás a nadie que te lo he contado…
— Te lo prometo.
— Vamos a la torre de agua, a coger caracoles… Hay un montón.
— ¿Quién va?
— Solo el grupo… parte del grupo. Billy, Mary, yo. Katy, por supuesto.
— ¿Por qué…? — Anna se detuvo.
— ¿Sí?
— ¿Por qué no puedo ir con vosotros?
— Bueno, yo creo que sí puedes, pero como no siempre vienes a todo no sé si vienes a esto o no.
— ¿Crees que debería preguntárselo a Katy?
— ¡No! Porque entonces sabrán que te lo he dicho.
— ¿Y entonces qué hago? — gimoteó Anna, conteniendo las lágrimas.
— Sitúate cerca de la puerta del jardín trasero cuando acabemos de comer. Entonces Katy te invitará si quiere. — A estas alturas, la pequeña Suzy estaba asustada y quería irse. Anna no se lo impidió.
Pero durante la comida apenas pudo dirigir la palabra a los demás; la infelicidad y el rechazo parecían consumirla por dentro.
Quizá solo se había perdido el plan del grupo porque no había visto a Katy y a los otros por la mañana. Lo único que tenía que hacer era dejarse caer cerca de ellos y seguro que le decían, en tono alegre: ¿Te vienes?
Entonces todo iría bien. ¿O no? Anna estaba un poco harta de jugar con niños con los que en realidad no quería estar, que no compartían sus gustos ni sus opiniones. Que eran más traviesos de lo que ella quería ser.
Decidió que no rondaría por la puerta del jardín, esperando a que no la invitaran a la cacería de caracoles. Así que después de comer se marchó por su cuenta, como hacía a menudo, con la esperanza de que nadie lo notara.
¿Qué me importa?, se dijo Anna, sentada en su guarida del cuarto de las maletas. Pero por casualidad encontró una pelota de tenis y pensó que podía salir a jugar con ella al jardín. El grupo de Katy ya se habría ido.
Descendió la escalera y descubrió un rincón en el jardín donde podía perfeccionar el lanzamiento de la pelota contra la pared de la casa.
Desde el estudio de la primera planta, Thomas oyó un ruido sordo. Al mirar por la ventana vio a Anna Sands: arrojaba una pelota de tenis contra la pared, una vez tras otra, con la mirada fija en la bola. Pensó que ojalá estuviera sola por voluntad propia.
También Thomas estaba solo ese fin de semana, ya que Elizabeth había ido a Londres. «A ponerse al día», como solía decir. Él no preguntó de qué se quería ponerse al día, ni con quién pensaba hacerlo. Entretanto, él había vuelto a refugiarse en su habitual soledad, dedicado a una traducción de Virgilio que había prometido a una publicación de Oxford.
Después de tantos años en la sala de máquinas del Ministerio de Asuntos Exteriores, Thomas se encontraba raro dedicando su atención a frases en latín mientras tantos otros se hallaban en primera línea de combate. Dieciocho meses antes, cuando quedó claro que Chamberlain estaba decidido a contemporizar con Hitler, Thomas había dimitido del Departamento Central en solidaridad con su jefe, Vansittart, que había sido silenciosamente relegado como jefe del ministerio debido a su oposición a la estrategia de Chamberlain. El ambiente de Whitehall se había vuelto intolerable para los antiapaciguadores, y Thomas se había visto obligado a retirarse. En ese momento dijo a sus colegas que pensaba dedicarse a una nueva traducción de la Eneida. Lo que había empezado como consuelo privado se había transformado en pasión, y en los ratos que la enseñanza le dejaba libres, volvía a Virgilio.
Pero sabía que ese encierro en su estudio también le servía para huir de su matrimonio. En los últimos tiempos, él y Elizabeth habían alcanzado un pacto tácito, por el cual vivían juntos y separados a la vez. Había aprendido a no preguntar a Elizabeth qué hacía en esos viajes a Londres.
Thomas no dudaba de que ella había intentado amarle. Con los años Elizabeth se había convertido en una orquídea del jardín social y aparecía siempre perfecta delante de todo el mundo: cabello, uñas, ropa. Pero Thomas presentía que ella ansiaba más romanticismo, deslizarse por una sala de baile abrazada a un hombre deseable, pasear a su lado… Unas necesidades que él ya no podía satisfacer.
Quizá Thomas lo veía aún más claro que ella misma. No la culpaba por ello, ni la despreciaba, ni se lo echaba en cara. También él, en privado, valoraba su perfección y su porte. ¿Acaso no había sido eso lo que le había atraído de ella? Y, no obstante, cuando veía sus ojos perdidos, se sentía amenazado por la insatisfacción que leía en sus rasgos.
Al menos había logrado refugiarse en su trabajo, ya fueran las legítimas crisis del ministerio o, ahora, la enseñanza y las traducciones. Pero sabía que ella tenía suficientes horas libres como para notar las carencias de su vida. La guerra le había ofrecido esta posibilidad de reinventarse a sí misma, pero ni siquiera el colegio había apaciguado su inquietud. Su descontento era demasiado generalizado, y se traducía en un exceso de bebida. Primero fue vino, luego licores varios.
Todavía había momentos en que Thomas lamentaba no estar enamorado de su esposa, no sentir esa ternura capaz de animar la vida cotidiana. Cuando meditaba sobre su matrimonio, quedaba angustiado por un hito particular en ese declive mutuo de expectativas: las vacaciones en Venecia en la primavera de 1935.
Había sido Elizabeth quien planeó el viaje.
— Venecia no presentará problemas para la silla — había proclamado ella con energía— . No hay pendientes. Podemos pasear por las piazzas y visitar museos.
Ninguno de los dos conocía Venecia. Tomaron el tren con la alegre impaciencia típica de los viajeros, ambos fascinados por la opulencia del Orient Express. Thomas se mostró gentil y atento con Elizabeth, que a su vez puso todo su esfuerzo en prender fuego a las cenizas de su intimidad. Cruzaron los ondulados campos franceses y los pasos montañosos de los Alpes suizos, hasta que por fin llegaron a una Venecia que relucía bajo el sol de finales de agosto.
Intentaron ocultarse la decepción que supuso el hotel. Su habitación tenía un aire lóbrego y oscuro, y aunque la ventana daba al canal, estaba demasiado alta para que Thomas pudiera apreciar la vista. Pero a pesar de todo se cambiaron de ropa y salieron a las bonitas calles en busca de un restaurante para cenar.
Esa primera tarde vieron Venecia en todo su esplendor. Los colores de los edificios refulgían y adoptaban bellos matices bajo el sol crepuscular: ocres, rosados, cremas, corales. El placer de hallarse en un lugar nuevo los puso de buen humor. Dieron con una trattoria con vistas al lago y comieron marisco mientras contemplaban cómo el sol se desvanecía sobre el mar. Esa noche hicieron el amor.
Pero al día siguiente, sin motivo aparente, Elizabeth volvió a sumirse en la melancolía y se encerró en sí misma. A la hora del desayuno, Thomas la encontró distante y poco comunicativa. Tal vez fuera el comedor, con esas luces inadecuadas, o el tiempo, ya que el sol quedaba oculto bajo una capa de densas nubes. Thomas hizo cuanto pudo para animarla, brindándole su mejor sonrisa, su sonrisa de siempre.
Guías en mano, salieron dispuestos a explorar la famosa ciudad; Elizabeth empujaba la silla de Thomas a través del laberinto de piazzas y callejones. Pero no habían caído en la dificultad de avanzar por las calles adoquinadas, que al poco tiempo empezaron a afectar a la columna de Thomas. Elizabeth, por su parte, se agotó enseguida de empujar la silla de ruedas por esas calles llenas de baches.
Elizabeth estaba irritable; Thomas, decepcionado. Venecia era hermosa, sin duda, pero enseguida se descubrieron ajenos a su belleza. En la Basílica de San Marcos, los mosaicos les parecieron inertes y desvaídos, porque ni un rayo de sol les confería brillo. Lo mismo sucedió en todos los lugares. Visitaron el museo de la Academia, y Thomas observó los cuadros de Bellini con ojos fríos, muertos: su corazón se había cerrado ante tanta perfección.
Cuando salieron del museo llovía a cántaros. Una cortina de agua regaba los muros rotos y corría en forma de riachuelos sucios hacia las alcantarillas. Elizabeth empujó a un indefenso Thomas de vuelta al hotel: las rodillas de él estaban empapadas; la espalda de ella, dolorida por el cansancio.
Al día siguiente Thomas despertó aquejado por un fuerte resfriado y notó que le costaba respirar. Con los pulmones debilitados por la polio, tuvo miedo de pillar una neumonía y optó por no salir del hotel. Se quedó en la oscura y poco ventilada habitación escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre el canal.
Elizabeth salió a dar un paseo por su cuenta. Se tomó un café en la Plaza de San Marcos y vio otras parejas en actitud romántica. Bandadas de palomas iban y venían. Cuando regresó al hotel, la autocompasión había infectado todos sus nervios y ni siquiera intentó estar alegre.
Su cara de desencanto sirvió al menos para que Thomas sacara fuerzas de flaqueza, y al día siguiente se obligó a salir. Los colores de los edificios, tan subyugantes con la luz del sol, se veían ahora ajados y enmohecidos bajo un cielo gris. Un persistente hedor salía de los canales, la humedad se les metía en la garganta. Comieron en silencio, y una oleada de tristeza los arrasó a ambos cuando Elizabeth empujaba la silla de Thomas hacia el hotel.
Se anunciaban más tormentas, de manera que tras una última y desganada jornada, regresaron a casa tres días antes de lo previsto.
Su matrimonio había llegado a un punto muerto. A partir de ese momento esperaron sin esperanza, y la oculta grieta que ya existía entre ambos empezó a hacerse más profunda. El corazón de Thomas ya no daba un vuelco al oír los pasos de Elizabeth; ella permanecía impasible ante aquel rostro que antes la había fascinado. Existieron destellos ocasionales de intimidad, momentos en los que casi llegaron a tocar al otro, normalmente tras una velada con vino, palpándose en la oscuridad del dormitorio. Pero ambos se imaginaban con otra persona, con otra vida.
El divorcio, sin embargo, aún no había salido a colación. ¿Cómo podía Elizabeth abandonar a su marido inválido, al heredero de los Ashton? Thomas intuía que ella ansiaba libertad cuando mencionaba los asuntos amorosos de otras mujeres londinenses con la misma aprobación que si se tratara de algo decente. Pero ambos esperaban aún la llegada de un hijo que pudiera redimirlos de su infelicidad.
El rebote de la pelota se detuvo de repente y Thomas se percató de que la niña se había ido. El súbito silencio lo llevó a retomar las palabras que tenía ante sí e intentó concentrarse en las andanzas de Eneas.
Sacados de nuestra ruta, deambulamos en la oscuridad,
donde día y noche convergen, hasta que incluso
el piloto Palinuro debe confesar
que nos hemos perdido en esta selva de agua…